jueves, abril 23, 2009

CANTO, PASION Y LUCHA DEL NUEVO CANCIONERO ARGENTINO


Armando Tejada Gómez

PONENCIA AL FORO INTERNACIONAL DE LA NUEVA CANCIÓN MÉXICO, 25 DE MARZO DE 1982

La Canción popular es, en el mundo contemporáneo, un fenómeno cultural de nuevo tipo, que obliga a replantear nuestras costumbres mentales, a la luz de un hecho categórico: la participación masiva de los pueblos en su elaboración, desarrollo, expansión y contenido, de tal profundidad, que es la primera vez en la historia de la cultura que países, individuos e instituciones son conmovidos simultáneamente y de súbito en el acontecimiento cultural sin discriminación ni aislamiento posible.

El fenómeno se apoya en la multiplicación y tecnificación de los medios de comunicación, en primera medida y en una segunda instancia, en el poder de convocatoria implícito que la canción posee y al hecho de que a la canción todos son los llamados y muchos los elegidos.

En cualquier rincón del planeta, ya mismo, un hombre o mujer de cualquier nivel social, ideológico, regional o nacional, ejercen el derecho a la expresión musical sin ninguna otra barrera que la capacidad intelectual o intuitiva y el don natural de cada uno. La canción popular socializa de hecho, por la mera audición, en cualquier parte de la tierra, el acceso al fenómeno estético de la música y de la poesía. En ese sentido, la canción puede ser un instrumento de opresión, mediatización y desarraigo de la personalidad social y nacional, o un vehículo revolucionario contra toda sumisión, alienación y vaciamiento cultural no sólo de los hombres y mujeres, sino de los pueblos, aún aquellos de milenaria tradición.

Arma de doble filo, pues, es menester esclarecernos -y esclarecer- sobre su uso y abuso desde la óptica del interés popular permanente e histórico de cada hombre y de cada pueblo.

Es por eso que la Nueva Canción Latinoamericana, no se empantana en el fenómeno en sí, sino que lo proyecta hacia una amplia toma de conciencia del acto de cantar y escuchar, explicitando el qué y el cómo, el para qué, el dónde y el cuándo del hecho cancionero.

La Nueva Canción desarrolla no sólo las formas sino los contenidos, agudizando la conciencia crítica, tanto en el creador como en el público e introduce de forma lúcida el tema político insoslayable en todo acto cultural. Este es su aporte revolucionario a la realidad de nuestro tiempo.

Y a la canción misma. Históricamente considerada un divertimento, la canción fue considerada por siglos, una agradable distracción. Hermana menor de la cultura y el arte.

Un mero juego de voces y sonidos, a tal punto, que los músicos y poetas de las sociedades de los poseedores, tenían un desmedro incursionar en ella y hasta hace muy pocas décadas, subestimaban a quienes caían en el desliz de mezclar su estro en "esos menesteres del populacho", arrojándolos lisa y llanamente del Olimpo, donde ellos medraban sus "inmortalidades" y canonjías.

Todos esos siglos, la canción popular nutrió el hambre voraz de los desposeídos en todos los sitios de la intemperie y la marginación, mediante un flujo y reflujo que iba de la invención anónima a la repetición oral y colectiva que les permitía hacer memoria de sí mismos a través de una temática inmediata que traducía sus modos y costumbres, sus alegrías y padecimientos, sus riesgos de dispersión y por ende, la afirmación de sus personalidades étnicas, mitológicas, comunales: una escritura en el viento de sus valores culturales primarios e irrenunciables como la vida misma. He ahí el folklore de los pueblos, su aparición histórica, su persistencia sonora, pues los demás oficios eran mudos y de ellos sólo hemos heredado pedazos derruidos de la alfarería, ropas, toscos monumentos, cimientos confundidos con los pedregales y la arena, en el caso de las comunidades clausuradas en su desarrollo por los imperios de la antigüedad o la muerte. Sobre el viento letal de las edades, sólo quedó vivo el aire del cantar popular, que algún sobreviviente salvó de esa otra muerte impalpable: el silencio.

Perogrullo: el cantar es un hecho colectivo antes y ahora. Ergo: la canción nace de la entraña de los pueblos en cualquier instante de su acontecer histórico. Antes que la literatura pudiera dar fe, los quipus de América y la memoria del mundo, preservó la voz de los hombres. En su origen, como ahora en el repertorio de la Nueva Canción, la canción dejó testimonio de la aventura humana sin otro objeto visible que el de reconocerse en esa aventura. Es por eso que todo cabe en la canción: la flor y el cataclismo, el amor y el odio, el llanto y la alegría, la caída y el ángel, la desesperación y la esperanza. Esta evidencia, fundamenta desde su toma de conciencia, a La Nueva Canción Latinoamericana.

Este es el pergamino que exhibe ante la cultura del mundo, desde su fundación simultánea con precarios intervalos de tiempo, en nuestro continente. El espectáculo público, la radiotelefonía después y más acá el disco y la televisión, convirtieron a la canción popular en un producto de consumo masivo con una extensión colosal.

Todos hemos asistido, atónitos o insensiblemente, a este estallido desmesurado.
Idolos de distintas procedencias han enriquecido el santoral del canto en el mundo entero y, todos a una, hemos debido rendir tributo a sus rituales y avatares, que iban de la descarnada frivolidad al milagro de la auténtica belleza. La cantante, el cantante, el cantor, endulzaron nuestros recuerdos, consolaron nuestras nostalgias, comulgaron con nuestras ansiedades y sueños, cotidianamente, sin posible evasión a sus embrujos, ya fuera uno príncipe o mendigo. Ellos , los ídolos de la canción, cantaron para todos y muchas veces, el arrullo de sus voces, nos escondieron la realidad si bien que inocentemente, en la mayoría de los casos.

Luego, desde la pantalla del cine nos hipnotizarían con el fasto y el esplendor de un mundo lejano e inaccesible, con el que pactábamos el olvido de nuestras miserias.

En ese punto, la canción comienza a convertirse en un verdadero opio del pueblo. Ya no se le crea, se le fabrica. En general, los fabricantes hurtan del tesoro del pueblo y le devuelven, con sus ritmos y melodías un subproducto cultural que envana nuestro gusto y nuestra conciencia. Nace ese engendro llamado "la canción comercial", auxiliado y promovido por poderosas corporaciones cuya meta es el lucro liso y llano. Los ídolos no nacen ya espontáneamente.

También se les fabrica. En una verdadera orgía el Moloch de la canción comercial, devora intérpretes, autores, géneros, modos, modas, en un manoseo escandaloso que no se detiene ante nada y nos deja inermes ante el aluvión de la ñoñería, mediatizando el gusto y la conciencia de pueblos enteros que, inexorablemente, son despojados de sus identidades raigales y caen al vacío cultural más atroz. Ya no recuerdan su música.

Bailan al son que les tocan. Desde esa despersonalización, es posible venderles todo: desde el lenguaje de la voz hasta los pantalones. La canción se ha convertido en un híbrido. En una hidra de mil cabezas que contiene, como una burla descomunal todos los gestos. La canción es ahora una celestina: nos entrega dócilmente al violador de conciencias, ahora somos los fieles de una catedral de oro, donde oficia la misa del aturdimiento y la estulticia, el diablo del ruido. En stereo y en medio de luchas alucinantes, hemos caído de rodillas.

No sabemos ya rezo alguno. No nos miramos la cara. No tenemos nada qué decir. Ahora se canta por nosotros.

Mudos para siempre, ya somos un objeto. Cuando la frivolidad agoniza, cuando la fatiga auditiva del público convierte la nadería en nada, sobreviene la indiferencia y caen las ventas y los ídolos de papel.

Entonces se acude al color local, a todas la formas groseras de la demagogia chauvinista y entran a saco a los folklores no para rescatar la legítima hondura cultural de los pueblos, sino para despojarlos de su inocencia, mediante la vulgarización de sus entrañas rítmicas y melódicas y, como en el caso de mi país, la Argentina, atosigarnos con la caricatura de nuestro canto que, repetidos en su bondad interior hasta el martirio, termina por convertirse en una burda repetición del habla regional extraído de oídas del venero de las coplas y cantares anónimos, hasta la inmolación desenfadada del espíritu regional. Todo es quedarse en una mera apelación al pasado, a una tradición de utilería, a un idílico tiempo mejor ubicado en lo remoto, ocultando la realidad del subdesarrollo, el desamparo de las paupérrimas del olvido y el abandono, sometidas secularmente a la voracidad de la metrópoli de cara a las metrópolis del imperio y de espaldas al país real que, también padece la colosal deformación del simple productor de materia prima, con una monstruosa cabeza de Goliath que succiona interminablemente el cuerpo escuálido de un David inerme, al que no sólo le han hurtado el cuerpo, sino también -y ahora gracias a la demanda del "folklore" el alma. Proliferan los festivales. Los ídolos ahora visten de guacho.

Se pondera la humilde guitarra de los gauchos.

Se alienta el alcoholismo a través del culto folklórico del vino. Se arrasa con las dulces tonadas regionales hasta convertir el habla provinciana en un mamarracho insípido y donosos jovencitos capitalinos madurados a sótano, imitan el modo verbal de los cordobeses, los riojanos, los mendocinos, los santiagueños. Se les inventa una biografía humilde junto al "tata" y la "mama", se los incorpora por la leyenda a los duros trabajos de la zafra, la vendimia, el algodonal, la labranza y ellos los novísimos ídolos de trapo- hasta llegan a creérselo con el tiempo. Es que esta imagen ha sido también hurtada a los denodados pioneros del canto de la tierra que, década tras década, llegaron a los suburbios de la gran capital con la pureza de su canto y deambularon entre la marginación y el desprecio, intentando incorporar a la integración cultural del país esa herencia inapreciable del cancionero interior, tantas veces desdeñada y subestimada hasta el encono.

A algunos de esos pioneros se les ensalza hasta límites míticos, pues, desde la muerte, no pueden volver a reclamar su patrimonio ni a denunciar la estafa gigantesca. Es ante esta depredación espiritual y cultural que nace a comienzos de la década del 60 -en febrero de 1962- en la Ciudad de Mendoza, el Movimiento Nuevo Cancionero.

El manifiesto inicial lo firman, entre otros, Oscar Manuel Matus, Tito Francia, Armando Tejada Gómez, Mercedes Sosa, Eduardo Aragón, Juan Carlos Sedero. Se propone, luego de denunciar el estado actual de la canción del pueblo, renovar en forma y contenido tanto las expresiones nativas como urbanas del canto popular.

Afirma su respeto por el pasado y expresa que no viene a hurtar de sus riquísimos yacimientos culturales, sino que, partiendo de ese acervo, se propone incorporar el talento y la vocación creadora de las nuevas generaciones.

Afirma su intención de expresar no solamente costumbres, sino modos y paisajes de la inmensa Argentina, y muy principalmente, a reflejar al hombre que habita esos paisajes en su total realidad, tantas veces dolorosa, tantas veces desfigurada, defendiendo además el concepto de que la irrupción del canto de la tierra no es una moda más, sino que su extensión y popularidad, son un signo más de la toma de conciencia del país sobre sí mismo.

Afirmábamos entonces que al fin la Gran Capital había advertido que un mundo portentoso y desconocido se había puesto en movimiento a sus espaldas. El Nuevo Cancionero hace suyas las luchas del pueblo, de su presencia histórica y se compromete, de ahí en más a acompañarlo para siempre en la realización de su destino. Señala como precursores del movimiento a Atahualpa Yupanqui y Don Buenaventura Luna, cuyas obras largamente silenciadas, continuaban del contenido de nuestro poema nacional, el Martín Fierro, a quien su creador, el poeta José Hernández puso en la tierra para no acostumbrarnos a "cantar opinando", cuando le hace decir que "hay que cantar con fundamento". La aparición del Nuevo Cancionero en el pleno auge y borrachera del "folklorismo musical", desató un vendaval de maledicencia, acusaciones, alcahuetería política y luego, un muro impenetrable de silencio por parte de la prensa gorda, los empresarios, las empresas grabadoras y la corte de advenedizos que sentían peligrar su tienda de artículos regionales, a poco de que fuéramos oídos por el público.

Fue una tarea titánica, lenta, gris, pero inexorable. Desde las catacumbas de las Peñas y Boliches del interior y Buenos Aires, dimos nuestra lucha sin cuartel. Nuestras actuaciones terminaban muchas veces en verdaderas bataholas y a trompada limpia. Batallas campales que terminaron cuando eran más los que peleaban de nuestro lado que al lado de ellos.

Entonces apelaron al espantajo del anticomunismo y nos etiquetaron para siempre, para que desde entonces, padeciéramos la discriminación ideológica, las prohibiciones, las persecuciones en todos los niveles y hasta la prisión para muchos de nosotros. No obstante, nuestra toma de conciencia no era sino parte de la toma de conciencia masiva del pueblo argentino en cuanto a la indagación de su propia realidad, jaqueada por la frustración política y los golpes de Estado.

Por la cancelación de la voluntad de las mayorías y la violación criminal de sus derechos. No estábamos solos.

Eramos la consecuencia de la rebeldía acumulada año tras año en los diques de contención a su libertad, a su destino de liberación social, económica, política y cultural. Sabíamos que el triunfo del pueblo, era nuestro triunfo.

Que nadie triunfa realmente en un país que no triunfa. Que su derrota seria nuestra derrota.

Más hondamente y ante esta perspectiva negativa, sabíamos también que, inexorablemente, la victoria será de nuestro pueblo y de todos los pueblos del continente. La respuesta no se hizo esperar.

El Nuevo Cancionero comenzó a encarnar en el público. Sus intérpretes vieron la luz de la consagración.

El canto nuevo de la Argentina popular cundió por todo el país. Y como habíamos apelado a todos los Movimientos similares de América y el mundo, nos comenzaron a llegar de todos lados la solidaridad a toda obra renovadora viniera de donde viniera e introducimos de ese modo las voces de nuestro continente entre las voces de nuestro pueblo.

En fin, los hijos del continente latinoamericano, comenzábamos a reconocernos. Al fin atravesábamos la tupida malla de la incomunicación cultural y social a que nos había sometido el subdesarrollo y la trampa mendaz del imperialismo.

Era un resquicio de luz en una larga tiniebla, que nos imponía y nos impone la tarea de acrecentarla. Era y es un maravilloso despertar a siglos de silencio urdido descaradamente por los explotadores de hombres y pueblos.

Es desde aquí, desde esta actualidad ponderable de la Nueva Canción Latinoamericana, que nos nacen nuevos objetivos y nuevas tareas, teniendo en cuenta que este Movimiento plural, libre, extenso en lo profundo, es uno de los hechos culturales más nuevos de nuestro continente.

Y de esa juventud le viene el vigor que exhibe en este foro de América, aunque en muchos países y sobre todo en los del cono Sur- deba sufrir la represión, la persecución y hasta la muerte. No hay aún parto sin dolor en la historia y por cierto, la Nueva Canción Latinoamericana, ya debe honrar muchos mártires. Y es que ese riesgo y esas amenazas dan la medida de su poder de convocatoria.

Surge claro, entonces, que en adelante, ejercer el magisterio de la guitarra, no volverá ser un tributo al halago fácil y al soborno del éxito y el dinero. Está claro, que como dejamos dicho al comienzo, la canción popular, es un arma de doble filo. Ahora sabemos y debemos ahondar esa conciencia, de qué lado estamos cada uno, porque insoslayablemente desde hoy, deberemos elegir y enseñar a elegir el camino, pues ese y no otro debe ser el mensaje de este Foro, la resolución general e íntima que cada uno se llevará de aquí, habida cuenta de que, con ser largo, el camino recién empieza.

La Nueva Canción, como los hombres y los pueblos de Latinoamérica, deberá optar lúcidamente por hacer la historia o seguir admitiendo que se la hagan.

En la ciudad de México, el 25 de marzo de 1982. Armando Tejada Gómez / Argentina.

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