jueves, febrero 14, 2008

A un siglo de su nacimiento, Atahualpa Yupanqui en la piel de América


A un siglo de su nacimiento,Atahualpa Yupanqui en la piel de América



Germán Uribe
Rebelión

"Mi patria está en la guitarra" dijo en alguna ocasión cuando se le criticaba el haberse radicado en Francia luego de afirmar, influenciado por su mujer, la pianista clásica franco-canadiense Nenette, que se iba a París por tenerla para él como la capital del mundo. Y, cómo no, cuando fue allí, tras conocer en casa del poeta Paul Éluard a la gran Édith Piaf, en donde tuviera el enorme privilegio de ser presentado por ésta en 1950 en el mítico teatro Ateneo entre aplausos y vítores de una memorable función.

Su complexión espléndida y su explícita bondad le habitaron por igual cuerpo y alma. Su producción musical se alimentaba de aquellas sus raíces pródigas en sentimientos sociales y su inspiración folclórica no podía resolverse de otra manera que no fuera bajo la premura del compromiso. Así fue y así se mantendrá en la historia de la música popular este Atahualpa Yupanqui, andariego impenitente y cantautor de masas.

En la epidermis nuestra ya está tatuado su nombre. Y ahora que levemos cumpliendo su primer siglo después de haber copado ese otro que fue su siglo XX, y de haber trascendido su Argentina del alma para envolver con su canto los cinco continentes, ¿cómo evitar que vibren en esta piel americana e india sentidas canciones suyas como "Luna tucumana", "El canto del viento", "Los ejes de mis carreta", "El arriero", "Zamba del grillo", "Coplas del payador perseguido", "La añera" y tantas más que con su voz y su guitarra encendían de alegría o de tristeza los corazones de piedra que su magistral estilo se empeñó en enternecer?

Atahualpa Yupanqui, quien había dicho que "el primer deber del hombre es definirse, ubicarse como testigo de un viejo pleito entre la mentira y la verdad", abrió caminos para el pueblo mientras interpretaba silencios, soledades, miedos y congojas. Denunció injusticias y creó esperanzas. Y mientras entusiasmaba, influía. Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez podrían decir hoy orgullos que fueron sus "hijos" y el regocijo es grande para cantantes y público cuando lo interpretan tan a menudo figuras como Mercedes Sosa, Los Chalchaleros, Horacio Guarany, Jorge Cafrune, Alfredo Zitarrosa, José Larralde, Víctor Jara, Ángel Parra y Marie Laforêt.

Y es que cada quién tiene su propio Atahualpa. Algunos se animan con el Yupanqui rebelde y contestatario; otros, se ufanan con el político; éstos, se colman con el pintor de paisanos y paisajes; aquellos, se alivian con el espiritual romántico y, nosotros, multitud, nos vemos soberbiamente interpretados por el monumental Atahualpa total, el poeta, el cantante, el compositor, el escritor, el político y el guitarrista.

Muchacho campesino, este peregrino musical, universal y culto, autor de más de 1000 letras de canciones y 8 libros de poemas, incursionó en las más variadas geografías y los más disímiles escenarios después de su intenso trasegar por cuanto oficio se le atravesara en su caminar impaciente. Dicen que fue hachero, arriero, "entregador de telegramas", oficial de escribanía y periodista. Y cuando vio la luz incitante al final de algún recodo inspirador, se dio por entero y para siempre a nosotros.

De padre con sangre quechua y madre vasca, nació el 31 de enero de 1908 llamándose Héctor Roberto Chavero Aramburo en el paraje Campo de la Cruz, provincia de Buenos Aires, Murió El 23 de mayo de 1992 a los 84 años de edad rodeado de gratitudes y en medio de la misma simplicidad que debería servirles de escenario concluyente a quienes como él, entendían al amigo como "uno mesmo en otro pellejo".

Así describió un cronista el entorno y los pormenores de su partida:

"Una noche en Nimes, a 800 kilómetros de París, había sido programada una presentación de Yupanqui, junto al bandeonista Rubén Juárez, en un recital titulado "La nuit de L'Amerique". El pequeño cine convertido en teatro-pub vivía un clima de fiesta hasta que Atahualpa decidió irse de la sala, apoyado en su viejo bastón de madera. "Quiero respirar aire puro", se le escuchó decir. Mientras el negro Juárez hacía sonar su bandoneón, don Ata recorrió a pie las pocas cuadras que
lo separaban del hotel. Allí, en su habitación, se quedó dormido para siempre. Poco antes había dejado expuesto un deseo:

"Cuando muere un poeta, no deberían enterrarlo bajo una cruz, sino que deberían plantar un árbol encima de sus restos. Así lo pienso yo, por cuanto, con el tiempo, ese árbol tendrá ramas y un nido y en él nacerán pájaros. De ese modo, el silencio del poeta, se volverá golondrina".

¡Y qué maravillosa golondrina fue este Atahualpa Yupanqui!

domingo, febrero 10, 2008

Brevísimo elogio de la fatalidad


Brevísimo elogio de la fatalidad


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, 30 de enero del 2008.



Entre otros valores, la humildad se adjudica a individuos excepcionales. El orgullo (al parecer) es la fácil opción de los que, agobiados por la mediocridad masificada, fingen sentirse satisfechos de sí mismos mediante un gesto fallido (por excesivo) de felicidad que, sin embargo, no pasa de ser orgullo: esa mueca patética más cercana al ridículo que a la aprobación pública que se pretende alcanzar.
La humildad nace de la muerte del orgullo: un fracasado simulacro de satisfacción con la propia vida que sus protagonistas asumen como "éxito" y "triunfo" según los cánones instituidos por el poder hegemónico, el cual, en nuestra época, es ejercido por el mercado (no como lugar de intercambio, sino) como lógica cultural que rige los actos espirituales de quienes no saben diferenciar la publicidad y la propaganda de la ciencia y los valores humanos: esos que nos impulsan a practicar conductas que no están regidas por el interés material.
Vivimos, pues, en un mundo poblado por seres orgullosos, unos más, otros menos (nosotros mismos incluidos), en el que la norma es que la humildad se presente como un logro escurridizo e inasible, remoto e inalcanzable para la inmensa mayoría de seres humanos. Sin embargo, existe una notable excepción a esta norma, y Cioran la expresa de manera rotunda en uno de sus demoledores aforismos cuando afirma que "Se necesita una inmensa humildad para morir. Lo raro es que todo el mundo la posea". Lo cual no implica que a uno que otro insensato el miedo no lo lleve a enarbolar la vacuidad del orgullo hasta el final, muriendo con una imprecación en los labios.
La humildad que todos, aun el más orgulloso de los mortales, profesa ante la muerte proviene de su fatalidad, y quizás esa sea la única realidad que la mayoría de seres humanos asumimos y aceptamos como lo que es, contrariamente a como solemos asumir todas las demás realidades de la vida; es decir, como lo que quisiéramos que fuera; provocándonos con ello un vacío de conciencia que, convertido en voluntarismo pueril, nos lleva a buscar el pírrico consuelo del orgullo.
Hay una dimensión humanística en el aforismo de Cioran, la cual radica en que califica de inmensa la humildad que se necesita para morir y en que esa humildad inmensa se la adjudica a toda la humanidad, como diciendo que lo inevitable, lo fatal, es lo que nos humaniza e instituye como una especie diferenciada del resto de mamíferos. Porque la muerte nos iguala, nos nivela, nos libera de las diferencias de clase, raza, sexo y credo. Es el único mal de muchos que no es consuelo de tontos y el más genuino vínculo amoroso entre los seres humanos, ya que los hace percibirse como hermanos en la fatalidad.
Pero además de la dimensión humanística implícita en el aforismo, el tono irónico característico de Cioran cuando, en este caso, dice que "lo raro" es que todo el mundo posea la inmensa humildad imprescindible para morir, nos remite a cierta absurda necesidad que la humanidad tiene de lo fatal para poder practicar la aceptación de lo que es (dejando atrás lo que quisiera que fuera), hecho que propone a la fatalidad como la condición imprescindible que la humanidad enfrenta para alcanzar la salvación por medio de la humildad, una de las formas más genuinas del amor.
¿Qué sería entonces de nosotros sin la muerte? Pues, conociéndonos, lo más seguro es que nos condenáramos a vivir sumidos en el orgullo sin llegar a saber nunca cómo abrir la pequeña y humilde puerta redentora de la fatalidad.
1 de febrero del 2008

Silvio Rodríguez compuso música para primer

eluniverso.com 12h51

Silvio Rodríguez compuso música para primer
dibujo animado en 3D cubano

Febrero 08, 2008

LA HABANA, Cuba
AFP


El cantautor cubano Silvio Rodríguez participa como compositor musical en Meñique, primera película de dibujos animados en tercera dimensión que se realiza en Cuba, informó este viernes el Instituto de Cine (Icaic).

"Será una maravilla, estoy seguro", dijo Rodríguez, quien en su juventud fue dibujante, en declaraciones reproducidas en el sitio del Icaic en internet, en las cuales agregó que "es un proyecto complejo desde el punto de vista técnico porque por primera vez se van a hacer en Cuba cosas en tercera dimensión utilizando de base al dibujo".

Meñique, una historia de "La Edad de Oro", revista que publicaba el héroe nacional José Martí (1853-1895) para los niños, está siendo llevada a la pantalla por Ernesto Padrón, hermano de Juan Padrón, conocido realizador de animados con personajes como Elpidio Valdés y los vampiros en La Habana.

Rodríguez, quien compuso y cantó el tema Elpidio Valdés para una cinta homónima, esta vez no interpretará sino que compuso las melodías.

"No es como otros trabajos en los que me dan la secuencia y me dicen la duración; es más difícil de lo que me imaginé y en este proyecto están trabajando decenas de extraordinarios dibujantes", dijo.

Silvio Rodríguez, de 61 y fundador de la Nueva Trova junto con Pablo Milanés, opinó que "Ernesto ha incorporado muchos elementos con gran inteligencia y sensibilidad". "Será una maravilla, estoy seguro", manifestó.

Ángel Quintero: Seré un eterno niño


Ángel Quintero: Seré un eterno niño
El popular trovador cubano festeja hoy
sus 25 años de vida profesional y 35 en el arte con el concierto Piedra fina de un Ángel, en Bellas Artes
Por: Estrella Díaz

Correo:
cult@jrebelde.cip.cu

09 de febrero de 2008 01:28:44 GMT

Ángel Quitero en su concierto A guitarra limpia, en el Centro Pablo. Foto: Kaloian



Veinticinco años de vida profesional y 35 en el arte son las fechas que marcan, durante el presente 2008, el calendario personal de Ángel Quintero y ha querido festejarlo hoy en Bellas Artes, rodeado, dice, de gente que quiere. Es por eso que, a las 8:30 p.m., en la sala-teatro, el popular trovador ofrecerá su concierto Piedra fina de un Ángel, al que ha invitado a Martha Campos («su hermana negra»), al guitarrista Alejandro Valdés, a Carlos Díaz y Vocal LT, al bajista Raúl Suárez González y al percusionista Rodolfo Valdés Terry. Todos amigos.

Con estos antecedentes, conversamos con Quintero, quien reveló que el venidero concierto será una suerte de apretado recorrido por su carrera, iniciada en la década de 1970, cuando ingresó en el Movimiento de la Nueva Trova, aunque sus influencias, parece, le vienen de cuna.

«Los Quintero, todos, sin excepción, han sido músicos, incluyendo a mi padre, que se dedicó al periodismo, pero ejecutaba con maestría el clarinete. Mi abuelo, Tomás Quintero, fue director de la banda de Sagua la Grande. Entre sus historias, contaba que en los tiempos del machadato, allá por los 30, cuando el circo visitaba Sagua —y reclutaba a los músicos del lugar para integrar la banda—, venía un trapecista de mucha sensibilidad que se llamaba Sindo. ¡Era Sindo Garay, nuestro gran trovador! Mi abuelo lo conoció en esas circunstancias».

—¿Y qué más te contaba tu abuelo?

—Desde ese entonces, Sindo hacía canciones y tocaba la guitarra y le hizo un bolero-son a una trapecista que era japonesa —aunque dice mi abuelo que era coreana. El bolero se llama La japonesa, y el primer arreglo que le hicieron a Sindo, fue de mi abuelo. Cuando terminaron la tournée por Mabay, Oriente, el regalo fue ese arreglo.

—Bueno, y tú, ¿en qué momento apuestas por la trova?

—En los 70 me acerqué a la guitarra... a los muchachitos de la secundaria les llama mucho la atención ese instrumento. Yo soy un ejemplo, pero siempre fui muy creativo. Mi madre conserva algunas composiciones que, dice, son de cuando apenas tenía cinco años.

«Cuando ingresé en la Nueva Trova y me evalué, recuerdo que entre los temas que presenté, había uno que hablaba de un perrito que había sido atropellado en una calle. La canción se centraba en la insensibilidad de las gentes. Noel Nicola en las conclusiones de la evaluación puso: «muy creativa la composición, pero tiene reminiscencias infantiles».

—¿Y todavía conservas esas reminiscencias?

—Confieso que seré un eterno niño. Mi hijo, que tiene 19 años, parece un abuelo a mi lado. Disfruto ser pueril.

—Para mí, tu disco El paisano es uno de los más logrados. ¿Lo consideras así?

—Este disco lo comencé a hacer en Estados Unidos. La vida de cada persona es como es, y a mí me tocó una etapa en la que tuve que, por razones familiares, moverme temporalmente hacia ese país en circunstancias un poco extrañas. En ese período, que duró unos tres años, fui recogiendo experiencias, y se me ocurrió la idea de hacer un disco de historias de cubanos dentro de la Isla y fuera de ella. Para mí es muy importante, porque me afianza mucho en mi identidad, en mi cultura, en mi música. Es bastante experimental en cuanto a los timbres, a la forma de trabajar la música, los estilos, pero parte del bolero, de la guaracha, del son y de la rumba. Todos esos géneros, que son clásicos de la música cubana, los recreo en las propias canciones que escribí, pero utilicé guitarras eléctricas, electroacústicas, procesadores e hice coros.

«Temáticamente el disco se mueve con las historias de los cubanos: la emigración, los valores culturales, la defensa de la identidad... y todo ello en medio de una cultura distinta. También tiene mucho de lo que denominamos "humor cubano", que se manifiesta ante las cosas difíciles, ante la adversidad; hay canciones como Bailando por Pitágoras, que parece una cuenta matemática, pero se trata de la matemática que tenemos que hacer en Cuba todos los días de nuestras vidas, y yo me burlo un poco de eso y a la vez disfruto».

—Del verso a la canción: Martí y Vallejo, fue un concierto que ofreciste el pasado enero en el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau como parte del proyecto A guitarra limpia que, por cierto, este año arriba a su décimo aniversario. ¿Cómo es que surge el interés por musicalizar parte de la obras de esos dos poco comunes y muy difíciles poetas?

—La vida fue la que me puso en el camino este proyecto. Desde los 80 vengo acercándome a la poesía de César Vallejo y de José Martí. Ya había hecho algunas cosas con la obra del Apóstol, sobre todo los poemas de su adolescencia, porque no se conoce mucho de ese momento de la lírica martiana. Se habla de los Versos Sencillos y de los Versos Libres, pero de los otros no tanto.

«Con Vallejo la cuestión fue otra: un día me cayó en las manos un libro del poeta peruano y me impresionó la forma como decía cosas tremendas, pero con una belleza increíble. Así me fui acercando e hice un intento con uno de sus poemas que se titula Los heraldos negros, que me gusta decir me estaba predestinado. Había comenzado a hacer una canción y no estaba satisfecho con el resultado del texto: lo cambiaba, rompía el papel, lo volvía a hacer... y preferí dejar refrescar esa melodía, que, por otro lado, me fascinaba. En cuanto empecé a leer la obra de Vallejo me percaté de que ese poema tenía que ver con esa música. No tuve que hacer ni un cambio a la melodía que había creado pensando en otra canción, pues se avenía perfectamente a ese texto. Se insertaba perfectamente en el espíritu del poema. Fue divino y espiritual, y así quedó.

«Pasaron los años y he continuado intentando hacer cosas; en el 2006 el Centro Pablo puso en circulación la convocatoria del concurso Del verso a la canción, y me sumé, al igual que muchos trovadores, porque me siento de la familia, soy incondicional al Centro Pablo, nuestro lugar, nuestra casa. Y, de pronto, me seleccionaron como uno de los premiados, así que tuve que intensificar el trabajo hasta musicalizar diez poemas. Creo que el resultado es muy respetuoso, y se ajusta al espíritu de la obra de estos dos colosos».

—Me da impresión de que tus temas más recurrentes son los de todos los días...

—Soy un hombre que, ante todo, me gusta vivir y me gusta vivir con intensidad cada minuto de mi vida. No cambio nada por eso. Tengo amigos que ven la vida muy diferente. La gente que me rodea, además de ser muy amorosa, es brillante en muchas cosas. Te digo esto porque mis canciones no son más que el resultado de mi curiosidad ante el mundo que me rodea. No soy, ni me siento, un cronista de la Cuba que me toca vivir, pero sí soy un tipo que camina por las calles y que cuando habla sobre un tema es porque lo vivió. Por ejemplo, La canción del Panga la escribí en los 80. La Asociación Hermanos Saíz radicaba en lo que es hoy el Museo del Ron, en La Habana Vieja, y en la esquina de este lugar hay un bar, Dos Hermanos, que era frecuentado por marineros, constructores, gente de pueblo; un día, saliendo de una reunión de la Asociación, un grupo de amigos entró allí, donde conocí al Panga. La canción, de alguna manera, es un homenaje a todos los cubanos que tienen muchos colores, porque la vida es así. Ese hombre de origen muy humilde y una vida muy marginal, en un momento de su vida fue a cumplir una misión internacionalista y regresó como mutilado de guerra. Lo que hice fue contar esa historia. Mis canciones, todas, son así, sin pretender ser un cronista de nada».

—Tienes un recorrido dentro de la trova cubana, ¿cómo la ves hoy?

—Es amplio y complicado porque hay lugares y lugares. Pienso que en La Habana hay muchos trovadores y algunos son muy buenos, pero siento —todo esto es muy subjetivo— que, en primer lugar, tienen que estudiar más música y, sobre todo, guitarra. Ellos hacen canciones, son muy ingeniosos, pero en la medida en que toques mejor la guitarra, entonces podrás expresar todo ese mundo sonoro que tienes en la cabeza, y lo dices más adecuadamente porque tus manos te responden. Independientemente, hay que saber de todo y hay que leer de todo, sin embargo, siento que las generaciones más jóvenes están más alejadas de la literatura y más pegadas a los audiovisuales. Es muy complejo.

«Me llama la atención que en Santa Clara hay un grupo de trovadores que son muy buenos y diferentes. Ellos se vinculan mucho con los poetas. Mi generación estuvo muy cerca de los poetas. Recuerdo que en los 70, Alejandro García «Virulo», ese importante humorista, logró reunir en su casa los sábados a un grupo de trovadores entre los que estaban Silvio Rodríguez, Vicente Feliú, Noel Nicola, Sara González, Eduardo Ramos, pero también Rapy Diego, Guillermo Rodríguez Rivera, entre muchos otros.

«Había una mezcla, un intercambio y se discutían las canciones. Yo iba a esas peñas, y cantaba y tocaba y siempre me daban consejos y recomendaciones, hasta que un día canté un tema que se llama Maestra; ese día logré que todo el mundo me atendiera y me di cuenta de que tuve consenso general y me dije: ¡puse una!».

—Desde el año pasado estás haciendo giras nacionales...

—Así es, la primera parte de la gira la hice desde Santa Clara hasta Pinar del Río. A partir del 10 de marzo continuaré la segunda, que abarcará Santiago de Cuba, Bayamo, Holguín, Guantánamo, Camagüey, Ciego de Ávila y Sancti Spíritus. Son 12 conciertos en total. Me haré acompañar por el bajista Raúl Suárez González y el percusionista Rodolfo Valdés Terry.

«Otro de los proyectos importantes para este año es ver si, por fin, cuaja un nuevo disco que he titulado Mundo real. No grabo oficialmente desde el 2000, y en ese disco quiero resumir lo más reciente. A Mundo real le tengo mucha fe porque es un disco de madurez.

—Muchos no conocen que tu vida profesional está muy vinculada con el teatro...

—En verdad, el teatro fue el que me sacó del anonimato. La primera canción de mi autoría que se dio a conocer fue Donde crezca el amor, un trabajo que se hizo en el Teatro Nacional de Cuba; fue mi primera ópera-trova —he escrito tres. A este tercer proyecto le tengo mucha confianza. Esa obra está escrita completamente y está grabada la música, aunque por su envergadura es complicado montarla. Con Donde crezca el amor saqué mucha experiencia de los montajes teatrales que duró unos dos años.

«Ahora, realmente, no puedo dedicarle tanto tiempo a ese trabajo y es por eso que estoy intentando encontrar un equipo de personas que pueda ir adelantando el montaje. Hablé con Corina Mestre, una gran actriz y amiga, y hará algo en el ISA, pero falta presupuesto, buscar un diseñador, un director, un coreógrafo, entre otros especialistas. Es una obra que tiene un fuerte componente de expresión corporal. Ese es otro de mis sueños a cumplir. Veremos».

FOTOS SILVIO EN LA FILMACIÓN DEL ÚLTIMO DOCUMENTAL














Versiones para una relectura de la influencia de Miguel Hernández


Versiones para una relectura de la influencia de Miguel Hernández
Los últimos cincuenta años de poesía cubana





Jesús David Curbelo • La Habana


En un ensayo dedicado a John Donne en el cual trata de recontextualizar su obra poética y ponerla a buen recaudo de los ataques despiadados del Dr. Samuel Johnson, causa principal de que esta se mantuviera sepultada por casi tres siglos dentro de la historia de la poesía inglesa, afirmaba T. S. Eliot que el prestigio de los poetas entre las generaciones venideras suele comportarse como el alza o la caída de los precios en el mercado de valores: algunos son sobreestimados sin una buena razón literaria y otros resultan desestimados o mal leídos durante años en virtud de coyunturas extraliterarias, principalmente aquellas cercanas a verdades tan relativas como la ideología, la política, la religión y el compromiso social.


Este último es, de algún modo, el caso de Miguel Hernández dentro de las más recientes promociones de poetas cubanos. Y enfatizo lo de "algún modo" porque Hernández es de esos autores capitales cuya hondura confesional y cuyas gallardías formales, aparte de una biografía accidentada y de fatal desenlace, nos compulsan a simpatizar con su figura y respetar su estatura intelectual. Mas respeto y simpatía no significan necesariamente influencia, tema sobre el cual se me ha pedido exprese mis consideraciones en estas líneas.

Y aquí surge el primer escollo. A la hora de redactar el presente texto, sé que habrán de antecederme en el uso de la palabra críticos y poetas de sólida reputación, quienes abordarán la influencia del alicantino en las diversas generaciones de poetas cubanos, desde los pertenecientes al grupo Orígenes hasta aquellos que comenzaran a aparecer en la vida literaria nacional alrededor de los años setenta del pasado siglo. El problema es el siguiente: para llegar a mí tema, es decir, a la presencia o no de ese ascendiente en los poetas de las llamadas promociones del ochenta y el noventa, me veré obligado, primero, a aventurar criterios que tal vez repitan los de ellos, y peor dichos, sin duda; segundo, a subvertir las conocidas divisiones generacionales de la historia poética cubana después de 1959, para intentar hacer más comprensibles mis consideraciones acerca de cómo ha sido leído y apreciado Hernández por mis coetáneos; y, tercero, a ofrecer mi experiencia personal en un diálogo fácilmente visible en diversas zonas de mi producción poética.

Pero ya lo decía Lezama: solo lo difícil es estimulante. Y me lanzo al ruedo con el afán no de tener la razón, sino, al menos, de provocar dudas que sirvan para acercar más a críticos, poetas y lectores cubanos a una de las mayores voces del idioma. Nexo que, sospecho, es el principal vínculo entre él y los origenistas: la necesidad de beber en el chorro de una tradición común y de altísimo vuelo (Garcilaso, Fernando de Herrera, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Rubén Darío; y, más próximos en el tiempo, Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre), así como el acervo de una fuerte raíz de poesía popular, presente en Hernández desde sus primeros versos y que alcanza su colofón en Cancionero y romancero de ausencias, libro cuyas piezas desnudas, enjutas, pudieran estar detrás de algunas composiciones de Luz ya sueño de Cintio Vitier, o de Por los extraños pueblos, de Eliseo Diego. Otro parentesco posible entre el oriolano y los origenistas lo hallaríamos quizá en la religiosidad del primer Hernández, cultivada en la órbita de Orihuela al amparo de los consejos del padre don Luis Almarcha y de Ramón Sijé. Esta filiación católica desaparece luego del encuentro madrileño con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, quienes lo inclinaron hacia el surrealismo y le sugirieron, ya fuera de palabra, ya con el ejemplo, el conocimiento de las formas poéticas revolucionarias y de la poesía comprometida. Pero es posiblemente en ese fugaz paso por el surrealismo donde podamos emparentar a Hernández con Lezama, aunque no es dable hacerlo en el aspecto de la poesía comprometida, algo bastante lejano de los ideales estéticos de aquellos origenistas.

Me gustaría lanzar la idea de que Lezama fue nuestro último y potencialmente único surrealista, nuestro postrero exponente de un cierto tipo de vanguardia, para esbozar la tesis de que, en la historia de la poesía cubana posterior a 1959, podríamos deslindar un camino que, a grandes trazos, nos lleve, después de él e incluso sin dejar de admitir la emergencia de poetas valiosos, no hacia el descubrimiento de corrientes en verdad nuevas, y sí hacia revisitaciones del siglo xix o de los albores del xx: un nuevo romanticismo, un neomodernismo y una neovanguardia, con sus respectivas ramificaciones y rectificaciones. Esta opinión surgió después de leer una afirmación de Octavio Paz en La llama doble, donde dice que, a partir de los años 50 del siglo XX, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals (“neoexpresionismo”, “transvanguardia”, “neorromanticismo”), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), los cuales dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. De modo general, suscribo sus tesis, y propongo su aplicación a la historia de la poesía nacional.

Insisto en aplicar el término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido neorromanticismo —a mi juicio incluido dentro del anterior— manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el xix, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los ideales de William Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso. Alex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve sacudida que, en los años 70, pretende regresar a la tierra, a la mirada y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia poesía.

Con los autores pertenecientes a estas promociones, o sea, los de la llamada generación del 50, los de la generación del 60 (o poetas de El Caimán Barbudo, como también se les conoce por la revista alrededor de la cual se nuclearon y desde la que emitieron sus puntos de vista estéticos) y muchos de los de la promoción del 70, son enormes los parentescos de Miguel Hernández; aunque ahora se trate, en esencia, del Hernández de Viento del pueblo y El hombre acecha, el de la denuncia social y los textos escritos en el fragor de la guerra civil contra falangistas y requetés. Es fácil asimilar el porqué de tal filiación. Jorge Luis Arcos, en el prólogo a su panorama de poesía cubana Las palabras son islas, nos comenta: “El imposible histórico que tanto había gravitado sobre la conciencia colectiva de la nación, y de tanta repercusión en su poesía, se transforma en plenitud histórica hecha realidad. Al menos, para la mayoría de los poetas; otros, vinculados de una u otra manera al régimen anterior, emigran, reiniciando así, al principio tímidamente, después con más fuerza, aquella poesía del exilio que tanto abundó en el siglo xix cubano”. Coincido con él en que “el imposible histórico” tuvo mucha repercusión en la poesía, vicio que, por desgracia, ha afrontado nuestra literatura desde sus orígenes: las páginas de casi todos los poetas del xix se resienten del exceso de sociologización (a excepción de Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, José Martí, Julián del Casal y Juana Borrero), y también las de muchos poetas del xx: Tallet, Villena, Pedroso, Navarro Luna, Félix Pita, Guillén; pero no creo que la “plenitud histórica hecha realidad” nos salvara de ello. Al contrario. No es noticia —y se ha encargado la historia del arte y la literatura de ponernos los ejemplos ante los ojos— que todas las grandes transformaciones sociales y políticas, desde la Antigüedad, han traído aparejados movimientos poéticos laudatorios en los que se mezclan, en dosis difíciles de precisar, la euforia y/o el oportunismo de los autores con la necesidad de los propios procesos de sentirse respaldados por el canto coral de sus bardos. Generalmente, incluso, ese orfeón se programa y se hace cantar mediante finos galimatías en el mundillo editorial, mediante la censura más feroz, o mediante una variante intermedia que va ora hacia una ora hacia otra parte según las exigencias del panorama ideológico o político. En ese torbellino, por supuesto, siempre hay un grupo de escritores genuinos que, o bien renuncian a participar en el coro, o bien lo asumen desde la legitimidad del sentimiento y nos legan algún que otro verdadero monumento literario (pensemos en Virgilio, en Horacio, en Marot, en Quevedo, en Byron, en Hugo, en Maiakowski, en Seifert, en el propio Hernández). El caso cubano no es una excepción, y la poesía cubana lo deja entrever con claridad. La llamada generación del cincuenta es, sin duda —y lo han dicho sus principales exégetas—, un fiel exponente de la “mutación del Yo poético que se siente solidario con todo el pueblo, es parte de él, y el sentimiento plural domina por encima de las peculiaridades individuales [...] La poesía se afianza como medio de conversación con el otro, con los otros, como diálogo con la historia común, vehículo del testimonio...”. Es decir, la poesía se pone al servicio de la historia, y debe pagar el precio de esa decisión: colocarse, a la larga, al servicio de la política y arrostrar el lastre que, ya sabemos, significa hacer literatura de compromiso mal entendida.

Más o menos el mismo caso ocurre con los poetas de El Caimán Barbudo, tanto en su primera como en su segunda promoción. No vacilaría en afirmar que el Hernández más apreciado por ellos, e incluso el más visible a niveles textuales es el autor de “Canción del esposo soldado”, “Rosario, dinamitera” o “El herido”; aquel donde se conjugan la intención política más urgente con un lirismo raigal presente en la poesía del pastor de Orihuela desde sus mismos orígenes. De hecho, una lectura al vuelo nos convencería de que textos como “Un poema”, de Luis Rogelio Nogueras; “Patria”, de Raúl Rivero, el “Poética”, de Guillermo Rodríguez Rivera perteneciente a Cambio de impresiones, “Un poema de amor, según datos demográficos”, de Norberto Codina o “Epílogo” de Víctor Rodríguez Núñez, son una suerte de versiones a la cubana de la “Canción del esposo soldado”, de Hernández; que con toda probabilidad hallaríamos igual en poemarios de Víctor Casaus, Félix Contreras o Jesús Cos Causse. Y lo son porque este es un Hernández en el cual los recursos de lo conversacional y hasta de lo coloquial están puestos al servicio de lo discursivo, de la comunicación rápida y efectiva con el lector; característica que se acentúa en El hombre acecha, en el cual la crisis por la derrota militar conduce al poeta a un proceso gradual de interiorización del drama colectivo y de desnudez expresiva, así como a la búsqueda de una sencillez y de una sustantividad precisa, algunas de las mayores aspiraciones de los coloquialistas cubanos del 60 y el 70.

Otros matices posee la relación hernandiana con los poetas de la tierra, sobre todo con Roberto Manzano, el autor cubano más influido por el español. De entrada, pudiéramos reparar en el origen campesino de ambos, en una infancia difícil de trabajos y penurias económicas que dejó su impronta en sus personalidades adultas; en las relaciones suspicaces y un tanto difíciles con los cenáculos literarios provincianos y capitalinos; y en otras coincidencias biográficas que nos harían sencilla la encomienda. Pero se trata de algo más profundo, porque Manzano ha asimilado de Hernández lecciones literarias de primer orden: la necesidad de un continuo nacer, crecer y autodevorarse de un libro al otro, de un ciclo lírico al siguiente, que le han llevado a reinterpretar el aliento garcilasiano de nuevo tipo de los primeros poemas del alicantino o de los sonetos apacibles y melancólicos de El silbo vulnerado, y trasvasarlos en su Canto a la sabana o en algunos textos de Puerta al camino y El hombre cotidiano; a conciliar el estallido pasional con la exquisitez estrófica de las cuartetas, silvas, tercetos y sonetos que apreciamos en El rayo que no cesa, en ciertas zonas de El hombre cotidiano y de El racimo y la estrella; a beber en la epicidad nerudiana de las mejores piezas de Viento de pueblo y El hombre acecha y hacerlas lucir en Tablillas de barro I, Tablillas de barro II, Synergos, Transfiguraciones y Rapsodia de vivir, fundamentalmente; y, por último, a asumir la concentración lírica, el casi absoluto despojo de retórica y metaforización que Hernández muestra en Cancionero y romancero de ausencias, y con ellos intentar cuadernos como La hilacha o la colección de poemas para niños Pasando por un trillo. Y todo eso sin dejar nunca de atender el profundo drama ontológico del individuo en el universo y demostrando una audacia y una destreza técnica que le permiten moverse con soltura en los más variados metros y formas estróficas del idioma, en el verso libre, en el versículo y en el poema en prosa.

Ahora bien, antes de entrar en lo que es mi verdadero tema en este panel, me gustaría hacer aún otra precisión. No sería del todo justo si me limitara a afirmar que la influencia de Miguel Hernández sobre los poetas cubanos de los 50, 60 y 70 descansa solo en el signo político de izquierda mayoritariamente común. Hay otro hecho que me parece todavía más interesante: la pervivencia de lo romántico en Hernández. Es el español un poeta en absoluto contemporáneo en el cual no se verifica esa ruptura entre poesía y yo empírico enunciada por Michael Hamburger, según la cual el yo se lanza a buscar otras identidades, otras máscaras en aras de explorar disímiles caminos de expresión para sus crecientes angustias ontológicas en un contexto donde comenzaba a primar la idea de la muerte de Dios y de la incapacidad del lenguaje para traducir a los demás juicios, correspondencias y sensaciones. Cuando leemos cualquiera de las colecciones del alicantino, siempre nos quedamos con la impresión de que es muy escasa, inexistente la división entre el sujeto lírico y el autor de los poemas que lucha de manera desesperada a favor del amor, la justicia y la libertad. Y nada podía ser más atractivo, supongo, para nuestros conversacionalistas y coloquialistas, para nuestros nuevos románticos, en fin, que volver a los tonos de un Byron, un Petöfi, un Pushkin, un Hugo, un Heredia, a través de lo aprendido en un poeta al mismo tiempo tan perturbadoramente moderno como Miguel Hernández.

El segundo gran escollo de mi tarea reside en que tengo la sospecha, y lo apuntaba al principio, de que la relación de Hernández con la mayoría de los poetas cubanos pertenecientes a las promociones del 80 y del 90, no supera los estadios de admiración y respeto para convertirse en influencia, si por influencia entendemos un incidir palpable en sus cosmovisiones o en sus modos de entender y escribir la poesía. Esto aspiro a explicarlo siguiendo con mi relectura subversiva de la historia poética cubana a través de las revisitaciones ya enunciadas, pero antes quisiera hacerles una anécdota. Cuando me solicitaron trabajar el tema, acudí al pueril expediente de rastrear entre los muchos cuadernos de poesía escritos por estos autores, una cita, un epígrafe, que me permitieran comenzar a desenredar la madeja de las posibles marcas de pensamiento y estilo. Si bien en el fondo una cita no significa nada, pues ya sabemos que cualquiera convoca alegremente a Nietzsche, a Schopenhauer o a Kierkegaard y apenas si ha mirado su ficha en Encarta o ha hecho una lectura diagonal de sus entradas en el diccionario de Abbagnano, nada más encontré UNA referencia explícita a Miguel Hernández en el cuaderno La vasta lejanía de Agustín Labrada, lo cual no deja de ser alarmante. Y, si la memoria no me falla, solo recuerdo unas décimas de Fernando León Jacomino, posiblemente inéditas, que glosaban los primeros versos de El rayo que no cesa: “Un carnívoro cuchillo/de ala dulce y homicida/sostiene un vuelo y un brillo/alrededor de mi vida”. ¿Por qué? Natural: las reglas del juego cambiaron y la(s) poética(s) de Hernández dejaron de ser seductoras para los poetas cubanos, ahora inmersos en búsquedas de un orden muy diferente.

Ya comenté de manera abundante la idea del nuevo romanticismo. No obstante, todavía quiero darle una rápida ojeada a una zona de la generación del 80, cuya acogida de crítica ha sido bastante amplia y benévola —casualmente por razones de signo ideo-político—, pero en la cual no hay el menor de los contactos con la influencia hernandiana, y muchísimo menos con alguna de las revisitaciones que constituyen, a mi entender, lo más revolucionario de nuestra última poesía. Hablo de los poetas que suelo llamar, un poco en broma y otro en serio, los exponentes del coloquialismo “al revés”, es decir, aquellos cuya relación con el poder se manifiesta en un muchas veces incisivo cuestionamiento cívico, en —según lo ha definido el crítico Arturo Arango— “una mirada crítica sobre el acontecer social o que insisten en asuntos tenidos como inconvenientes e inusuales, o en la desautomatización de personajes o temas maltratados por la retórica y los dogmas (los héroes, la historia, la política)”. En ellos, por supuesto, existe un palmario deseo por desacralizar los cánones ideológicos de las promociones precedentes y un desapego a la euforia fundacional que animó los versos de la generación del 50 o de la hornada inicial de los llamados poetas de El Caimán Barbudo (Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, el primer Raúl Rivero). Este interés, por sí solo, no garantiza la calidad de sus textos. A menudo los mismos se resienten por el exceso de explicitación de las posturas éticas y el defecto de consideración de los avatares estéticos; en ellos por lo general se nota la falta de equilibrio entre la testificación de una verdad particular (la del poeta en cuestión) y el cuidado de su expresión literaria. Para tales autores, obviamente, Miguel Hernández representa uno de los ídolos de las generaciones literarias que deben ser barridas en toda la línea, y nada resulta más lógico que, al apartarse de sus antecesores, también se aparten de sus lecturas y de los influjos de estas. Curiosamente, me aventuro a sugerir que estos autores, en una futura e hipotética organización del canon poético cubano, serán leídos como una prolongación del nuevo romanticismo, como un momento de tránsito entre este y las demás caras del espectro, las cuales coinciden con la tradicional división en promociones al uso de los estudios literarios cubanos (el resto de la promoción del 80, y la del 90): el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia.

Me atrevo a hablar de neomodernismo y neovanguardia en medio de una ola creciente de posmodernidad entrevista al calor de una edad contemporánea cada vez más polarizada, global e interdependiente, con fuerte tendencia a la universalización de la civilización occidental (tecnología de punta, liberalismo, imposición del modelo social a otras civilizaciones) y, a la vez, caracterizada por la presencia de esas otras civilizaciones que, ante la inminencia de homogeneización, reivindican sus propias identidades y ejercen su derecho al equilibrio cultural, económico y político. El caso de Cuba, por no ir muy lejos, donde se ha instituido una labor de rescate de la identidad, un bastión de resistencia ante la despersonalización y la disolución de la responsabilidad, características que, al decir de Jean-François Lyotard, conforman una multiplicidad de estilos posmodernos que atacan los conceptos de arte y lenguaje y, a la postre, abren la puerta a una modernidad de altos vuelos que completa a la posmodernidad. O sea: nace de ella y a ella vuelve para entender (y entenderse con) la historia de la cultura y del pensamiento.

Entonces no resulta descabellado hablar de neomodernismo en el contexto cubano. En su ensayo “Modernismo, 98, subdesarrollo”, Roberto Fernández Retamar enumera algunas de las condiciones de América Latina en las postrimerías del xix que facilitaron el origen del modernismo, a saber: el subdesarrollo, la rebeldía y la necesidad de injertar al mundo en nuestra realidad. Perfecto. Mientras hoy España y los demás países hispanoamericanos generadores de sólidos movimientos poéticos en el xx (México, Argentina, Chile) avanzan hacia el liberalismo político, económico e intelectual, Cuba insiste en el socialismo como sistema, con una variante que intenta superar los errores del llamado socialismo real de Europa del Este, pero cuyas limitaciones económicas (a las cuales se suma el bloqueo norteamericano y otras leyes de carácter sociopolítico como la Helms-Burton y la Torricelli) mantienen al país en un estado de tensión administrativa que está más cerca del llamado tercer mundo que del ya mentado primero, desigualdad que refuerza la antes aludida faena de resistencia mediante el rescate de la identidad cultural. La rebeldía literaria también es perceptible en los autores que, a mi juicio, desembocan en el neomodernismo cubano en los 80 (el Raúl Hernández Novás de Al más cercano amigo y Sonetos a Gelsomina; el Ángel Escobar de Epílogo famoso y Allegro de sonata; el Rafael Almanza de Libro de Jóveno y El gran camino de la vida, el Pedro Llanes de Sonetos de la estrella rota) y los primeros 90 (Francis Sánchez, José Manuel Espino, Ronel González y Carlos Esquivel), pues reaccionan contra la corriente coloquial y su vulgarización de la literatura, lo mismo que rechazan una tal vez excesiva politización de la vida literaria y de la exégesis de nombres y zonas claves de nuestra lírica (José Martí, Nicolás Guillén, la poesía negra, la social). Y en cuanto a injertar el mundo en la realidad cubana, ni hablar: han emprendido una reconquista que incluye a Martí, a Casal, a Darío y a múltiples poetas de la lengua española, cultivadores excelsos de los metros y formas estróficas “tradicionales” (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Unamuno, Machado, Julio Herrera y Reissig, César Vallejo, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Jorge Luis Borges, Octavio Paz), con los cuales experimentan en el intento de renovar desde la relectura de la tradición. Y este es un hecho peculiar: el modernismo hizo lo contrario: importar a Leconte de Lisle, a Baudelaire, a Verlaine, a Mallarmé, a Whitman, en busca de nuevas armonías vivificadoras del moribundo español decimonónico, mientras el neomodernismo aspira a integrar a la avalancha de poesía en otras lenguas (el coloquialismo norteamericano, los “experimentalismos” italiano, francés, inglés, nórdico y de expresión alemana) la dignidad renovadora de un idioma amplio y diverso en su gama semántica y sonora. Ángel Rama expone, entre algunas de las principales particularidades de la expresión dariana (y del modernismo, por extensión) el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos, y toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad como ligazón para las palabras. Si revisamos con cuidado la producción de nuestros neomodernistas, hallaremos todos estos manejos lingüísticos y, además, el conjunto de símbolos que, nueva “selva sagrada”, les ayudan a representar el sincretismo del mundo. Desde luego, si en algunos poetas del 80 y el 90 podrían pesquisarse huellas de Miguel Hernández, sería en estos; y siempre daríamos con el cantor gongorino de Perito en lunas, o con el quevedesco de El silbo vulnerado o El rayo que no cesa, mas me temo que en este caso estamos en presencia no de una genuina influencia, sino más bien de un manejo de fuentes comunes, en el cual salen beneficiadas las presencias de Quevedo, Góngora, Darío y Borges en los experimentos con el soneto, de Jorge Guillén, Herrera y Reissig o Eugenio Florit en los concernientes a la décima, o las de César Vallejo, Juan Ramón Jiménez u Octavio Paz en otras indagaciones menos “ortodoxas”.

Aquí podría razonarse también sobre la existencia de una suerte de neoposmodernismo, si entendemos este como una tendencia literaria y no como posmodernidad. Esta tendencia insiste en la decantación formal de las ganancias del neomodernismo (sobre todo el soneto y la décima) y se vale de ellas para expresar la ciudad de provincia, la vida cotidiana en la “suave” patria, entre el polvo fatigado del municipio, desde donde se alzan las más amplias indagaciones en y hacia el universo. En estos poetas predomina la mirada urbana, generalmente de tono intimista; hay en ellos rasgos de humor, muchas veces irónico, y puede llegar hasta el grotesco y la escatología. Entre los principales exponentes de esta tendencia podemos hallar al José Luis Mederos de El tonto de la chaqueta negra, al Yamil Díaz de Apuntes de Mambrú, Soldado desconocido y Fotógrafo en posguerra, al José Luis Serrano de Aneurisma y El yo profundo, y al Carlos Esquivel de Los epigramas malditos. Pero en ninguno de ellos hay casi rastros de la impronta hernandiana por una sencilla razón: la poesía de Miguel Hernández es demasiado grave, no tiene momentos de humor, y estos poetas han ido a buscar sus patrones en López Velarde, Luis Carlos López, Barba Jacob, o en los epigramas de Cardenal, los antipoemas de Nicanor Parra y las canciones de Joaquín Sabina. Debo aprovechar para introducir un paréntesis curioso: buena parte de la difusión de la poesía de Hernández en Cuba tuvo bastante que ver con los textos musicalizados por Joan Manuel Serrat, muy influyente en quienes eran jóvenes en los 70 y 80; pero después el lirismo de Serrat fue cediendo paso al cinismo de Sabina, al desenfreno de Fito, o al desenfado de Estopa y Jarabe de Palo, e imagino que para los poetas de los 90 y sobre todo para aquellos que comienzan a publicar en los albores del nuevo siglo, Serrat sea ya “un cantante para personas mayores”, como lo son para mí, salvando las distancias, Miguel de Molina o Nino Bravo. Con esta tendencia ocurre otro hecho interesante: algunos libros de Yamil Díaz o de Carlos Esquivel abordan el tema de la guerra, lo cual induciría a rastrear en ellos el hálito del español; y erraríamos, pues en el caso de la guerra de Angola, contienda fundamental tratada en esos volúmenes, Díaz y Esquivel no quieren de ningún modo trasmitir una visión épica o comprometida con el suceso histórico; antes prefieren poner en tela de juicio el triunfalismo del discurso oficial y acuden a influencias menos “edificantes” como la del Apollinaire de los Caligramas o las de Georg Trakl, Wilfred Owen, Siegfried Sassoon, Isaac Rosemberg, August Stramm y Giuseppe Ungaretti.

La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural...) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos, igual que en el caso precedente, facilita la vuelta a lo que el ensayista Walfrido Dorta ha calificado como “una retórica neovanguardista densamente moderna” y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del XX, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo “experimental” que pudiera desearse (no obstante ciertas parcelas de las obras de José Juan Tablada, León de Greiff, César Vallejo, Jorge Guillén, Mariano Brull, Nicanor Parra y Octavio Paz), y la conexión con poetas y pensadores europeos (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Michel Deguy, Ernst Jandl; Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, e. e. cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en Rolando Sánchez Mejías, Ricardo Alberto Pérez y Carlos Alberto Aguilera, por una parte, y en Caridad Atencio, Ismael González Castañer y Rito Ramón Aroche, por otra; a la cual se han sumado escritores provenientes del neomodernismo (el Almanza, de Hymnos i e Hymnos ii; el Manzano, de Tablillas de barro i, Tablillas de barro ii, Transfiguraciones y Synergos; el Novás, de Atlas salta; el Escobar, de La vía pública, Abuso de confianza o La sombra del decir) o del nuevo romanticismo (la Soleida Ríos, de El libro roto; la Reina María Rodríguez, de Páramos, La foto del invernadero y ...te daré de comer como a los pájaros...; el Omar Pérez, de ¿Oíste hablar del gato de pelea? y de Canciones y letanías, el Pedro Marqués de Cabezas; el Juan Carlos Flores, de Distintos modos de cavar un túnel), así como Carlos Esquivel, Gerardo Fernández Fe, Javier Marimón, Leonardo Guevara y Luis Felipe Rojas, quienes igualmente intentan nuevas búsquedas de amplia flexibilidad conceptual y estimables excelencias formales. En el conjunto de la neovanguardia se aprecian características como contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc. En este conjunto, huelga aclararlo, la posible influencia de Miguel Hernández es nula, máxime si consideramos que, en lo relativo a las vanguardias —salvo en sus episodios surrealistas bajo el influjo de Neruda y Aleixandre—, el oriolano adoptó una conducta estética similar a la de Paul Valéry: buscar en las formas clásicas, en el excesivo cuidado de las leyes filológicas, en el empleo de arcaísmos y términos lexicales de raigambre local, un bastión de resistencia contra los excesos de los ismos vanguardistas que conociera en el Madrid de los 30. No es casual, supongo, que Perito en lunas, libro fundamental en el cual asume esta actitud, esté encabezado por una cita del francés. Y nuestros revisitadores de la vanguardia, desde luego, siguiendo las enseñanzas de sus maestros Marinetti, Tzara o Breton, no están dispuestos a pactar con el enemigo, mucho menos si este ha sido, además, lectura de cabecera de tendencias y promociones precedentes que ellos consideran anquilosadas y empobrecedoras, en sentido general, para la evolución del destino poético nacional.

Hasta aquí, por suerte, las especulaciones del crítico. No sé si aún tengan paciencia para soportar las del poeta que, rara avis en este contexto, no ha vacilado en confesarse, en varias entrevistas y ensayos, deudor de las enseñanzas de Miguel Hernández. Mi relación con su poesía proviene, primero, de Serrat, como es lógico, y, luego, de la presencia de dos o tres textos suyos en los libros de lectura de la secundaria. Si no recuerdo mal, aquellos poemas eran “A ti, llamada impropiamente rosa”, “Por tu pie, la blancura más bailable...”, “Te me mueres de casta y de sencilla...”, “Vientos del pueblo me llevan”, “El niño yuntero”, “Canción del esposo soldado”, “Menos tu vientre...” y “Tristes guerras...” Fue suficiente tanta variedad temática y formal para llevarme a indagar en la biografía de quien los había escrito. De inmediato simpaticé, tal vez por mi condición particular, con su cualidad de poeta de provincias. En mi larga lista de poetas predilectos, hay muchos oriundos de la provincia (Catulo, Du Bellay, Góngora, sor Juana, Wordsworth, Hölderlin, Rimbaud, Machado, Trakl, Celan, Perse, Bonnefoy, Heaney), en los cuales admiro sin falta la fuerza natural, la descontaminación inicial que ofrece a su obra venidera una educación a contrapelo de las presiones y trapisondas de las respectivas vidas literarias capitalinas, en las que entran para mantener, de manera general, una autonomía, una mirada personal permeada por sus “malas lecturas” que los distingue de aquellos destinados a ser carne de cenáculo, fuego de artificio en el espaldarazo de las revistas y relleno en las antologías donde se promueven los líderes de escuelas y tendencias. A mis cándidos quince añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser.

Mi vocación por la filología, disciplina que en aquella tierna edad pensaba me ayudaría a convertirme en escritor, me condujo de nuevo a Miguel Hernández, figura de riguroso estudio en los programas de Literatura Española de la universidad. Corrían los ochenta, y los profesores insistían aún en la zona de su obra que, con honrosas excepciones (casi todas citadas a lo largo de este trabajo) a mí me parecía menos atractiva: la relativa a la denuncia social y al drama de la guerra y el inicio del peregrinaje por las cárceles que terminaría por aniquilarlo. Y no porque fuera yo un insensible incapaz de entender los horrores del franquismo, de congeniar con la dignidad y el patriotismo del poeta, o de estremecerme ante su accidentada historia de amor con Josefina Manresa, sino porque me seducía más la idea de aquel viaje desde una primitiva poesía popular apreciable en sus inmaduros Poemas de adolescencia, hasta el retorno a la fuente nutricia, esta vez en un estadio superior, Cancionero y romancero de ausencias, donde el envoltorio de lo popular sirve de continente a dos de los polos de la alta poesía, el amor y la muerte; y donde, por si no bastara, bordeaba otro de los temas para mí capitales: el silencio. Si a esto le añadimos las paradas de Perito en lunas, cuyas octavas me sedujeron desde las primeras lecturas; o las de El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, cuyos sonetos erótico-amorosos me entusiasmaron a probar fuerzas con un molde a un tiempo tan inflexible y tan maleable; o incluso los dignísimos ejemplos de poesía comprometida que son “El niño yuntero”, “Rosario, dinamitera” o la “Canción del esposo soldado”, en los que aprendí que la poesía sirve para todo, hasta para hacer política sin perder el temblor humano y cognoscitivo que la engrandece y eterniza incluso cuando pasen las coyunturas históricas, ideológicas o sociales que dieran arranque a los versos; o la hondura dolorosa de piezas como “Nanas de la cebolla” y “Ascensión de la escoba”, en las cuales el drama íntimo cobra altura universal, no puedo menos que confesarles que, todavía a mis ingenuos veintiún añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser. Un poeta que creciera de un libro a otro, de un ciclo lírico al sucesivo; un poeta que tuviera siempre el fiel de su brújula atento a las menores oscilaciones del espíritu contemporáneo para aspirar a apresarlo en su poesía; un poeta que se atreviera a buscar la renovación no en la ruptura per se sino en continuas relecturas sagaces de la tradición; un poeta como mis admirados Dante, Donne, Blake, Baudelaire, Vallejo, Celan o Paz. O sea, un poeta grande, aquellos que, según T. S. Eliot, se reconocen por su excelencia, su abundancia y su diversidad.

Y lo intenté. He sido abundante, y hasta diverso, supongo. Por desgracia, excelente no. Traté los mismos temas de Hernández: la infancia, el dolor del crecimiento, el amor, la guerra, la muerte, la soledad, el silencio. Ensayé muchas de sus formas estróficas: la copla, la décima, el romance, el soneto, los tercetos, la silva. Pero nada funcionó. Entonces tomé una decisión. Como no podía ser igual a Miguel Hernández a pesar de todo lo que él me había educado, me prometí que trataría de trasmitir a otros esas enseñanzas, a ver si alguien con mayor talento lograba hacerse justicia, o, al menos, si mi pasión resultaba contagiosa y despertaba un poco el entusiasmo de mis coetáneos por su obra y por seguir muchos de esos senderos aún inexplorados que nos legó. Estas palabras han sido el humilde cumplimiento de aquella promesa.

Para practicar las verdades / apuntes al nuevo documental sobre Silvio Rodríguez

Para practicar las verdades
Apuntes al nuevo documental sobre Silvio Rodríguez





Danae C. Diéguez • La Habana
Fotos tomadas de la proyección del documental

Pantalla en negro y la voz de Silvio diciendo un poema. Así se inicia el documental Hombres sobre cubierta, de los directores Alejandro Ramírez y Ernesto Pérez. Bastaría con la voz del cantautor y sus letras para emocionarnos, bastaría para los que hemos crecido, amado y soñado con sus canciones. Pero esta vez no es solo escucharlo cantar; es verlo reflexionar, reír y recordar aquellos momentos en los que decidiera realizar el viaje a bordo del barco Playa Girón, perteneciente a la Flota Cubana de Pesca.

Marcados por la poesía de Silvio, por sus canciones todas, los directores decidieron redescubrir ese momento de la vida del trovador, en el año 1969, en que aborda el barco y se une a los hombres de mar en una aventura, desde la que escribió muchas de sus clásicas canciones y que lo puso en contacto con un tipo de vida totalmente diferente, con hombres negros y rojos y azules, / los hombres que pueblan el Playa Girón.

Precisamente algunos de ellos acompañan a Silvio en esta historia. Alejandro y Ernesto se dieron a la tarea de encontrar a estos hombres que estuvieron más cerca de él en aquellos momentos. El reencuentro, las conversaciones, los abrazos, las anécdotas y las reflexiones de Silvio, qué significó aquel viaje, qué le dice después de casi 40 años, son los ejes que construyen esta historia llena de emociones y confesiones y que sirve también como un gran homenaje a la amistad y la hermandad edificada bajo condiciones difíciles.

Acompañada por una magnífica dirección de fotografía que va de la mano de Rigoberto Senarega y la cámara de la joven Denise Guerra, las imágenes convierten al espacio físico en un portador natural que dialoga con los entrevistados y ubica nuevamente al mar como protagonista. Está estructurado a partir de varios ejes temáticos que se van articulando de manera concatenada, y construyen la dramaturgia de forma tal que confluyan en la tesis final que está en la propia canción "Playa Girón", quizá la más reconocida vinculada con este viaje: Que escriban pues la historia/ su historia los hombres/del Playa Girón.

El documental posee otra virtud: su actualidad. Para Cuba, hoy, es un filme necesario, un filme que increpa a nuestra realidad y nos interroga desde ese pasado reciente, sobre el presente y el mañana. Es seguir reconociendo en Silvio ese referente tan necesario para entendernos como país desde cada una de sus complejidades. Es verlo hablar sobre el heroísmo, sobre nuestra condición de revolucionarios eternamente inconformes, de cómo ser coherentes y honestos, de cómo ser sencillamente cubanos.




Cualquier palabra que escriba estará matizada por mi cercanía al proceso de realización del filme, quizá por ello también mi distanciamiento no sea suficiente, confieso no me preocupa demasiado, pues mientras veía el documental recordaba la sensación que experimentamos todos cuando en medio de la filmación Silvio interpretó "Playa Girón", al lado de aquellos hombres que lo inspiraron. Entonces pensé en mi padre, cuando aún muy niña me enseñó a escucharlo y me incitaba a no olvidar: "¿qué debiera decir, qué fronteras debo respetar?/ Si alguien roba comida/ y después da la vida, ¿qué hacer?/ ¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?"

Hoy gracias a mi padre y a Silvio puedo escribir desde esas emociones que provoca el filme. Sin preocuparme demasiado en detalles y análisis de otra naturaleza y practicar mi verdad, que es la de disfrutar el placer del encantamiento y no ceder ante otras nimiedades.

Un intento de conservar nuestra historia



En la página de lajiribilla, encontrarán mucha información respecto al documental que realizó silvio... además una galería HERMOSA de fotos... gracias a Ivette por quien me enteré de este enlace y gracias a Silvio por tan hermoso regalo...


Un intento de conservar nuestra historia

Alejandro Ramírez Anderson • La Habana



Este documental es solamente una pincelada dentro del basto y multicolorido mosaico que conforman la cultura y la sociedad cubana.

Es un aporte más a ese trabajo perseverante que debemos hacer día a día los documentalistas para no dejar escapar nuestra historia pasivamente.

Pero ha sido también, para nosotros la oportunidad de acercarnos a Silvio Rodríguez, una persona que ha sido referente en nuestras vidas, que conforma desde la distancia muchos de nuestros momentos más importantes y que hoy agradecemo haber tenido el privilegio de compartir este sueño.

Agradecemos también a los navegantes del Playa Girón que confiaron desde el principio en el proyecto y para el cual nos abrieron todas sus puertas, las físicas y las espirituales.

A todo el equipo de realización que incondicionalmente participo en este proyecto.

Al Cento Cultural Pablo, a Víctor y María por todo su apoyo.

Al equipo de trabajo de Ojalá.

A las Instiuciones que nos tendieron su mano y a todas las personas que hicieron posible este documental.

Mucho más allá que el Playa Girón

Guille Vilar • La Habana




Acerca de personalidades del rango artístico que los convierte en iconos de la cultura de su país ―como es el caso de Silvio Rodríguez― deben de existir tantos documentales como perspectivas asumen sus diferentes realizadores. Y en tal sentido, la noticia de esta semana fue la première de Hombres sobre cubierta, realización de los jóvenes directores Alejandro Ramírez y Ernesto Pérez acerca de las experiencias del trovador en el motopesquero Playa Girón desde septiembre de 1969 hasta enero de 1970. Bendecido por la gracia de una eficiente comunicación al sorprendernos el final demasiado pronto, Hombres sobre cubierta es la invitación para viajar en barco por el mar de los recuerdos de una etapa de fecunda creatividad del cantautor, acompañados de su distendido y refrescante sentido del humor o tan analítico en los fundamentos que desde entonces defiende por el derecho a vivir en la sociedad que escogimos.

El reencuentro del Silvio sexagenario con los más sexagenarios marineros Luis Caro, el mayordomo; Jesús Silvera, electronavegante; Carlos Téllez, lavandero y el telegrafista Iraldo González fue el punto de partida para esta rememoración de anécdotas, canciones y reflexiones. Con la astucia de quienes saben el peso del material que tienen en sus manos, los directores Alejandro y Ernesto buscan el adecuado equilibrio de la desbordante simpatía entre estos navegantes de oficio y el músico, cuyas almas permanecen curtidas por el salitre de una confraternidad a prueba del paso del tiempo. Juntos recuerdan momentos como aquel donde Silvio tiene una competencia alcohólica con un armenio o este otro donde encierran al trovador en la gambuza (especie de almacén refrigerado) y que al abrir para sacarlo se encuentran alarmados con un Silvio sangrante, aunque en realidad estaba todo manchado de puré de tomate. Sin embargo, de estos mismos marineros se han escogidos diálogos que revelan una cálida humanidad motivada por la dimensión de aquel joven que les cantaba sus canciones antes que pasaran a la posteridad, admiración y respeto que están sintetizados en este poema del propio Iraldo:



El orgullo que sienten por este artista amigo de ellos, es una presencia constante a lo largo de todo el documental; pero Silvio no se queda atrás cuando declara que si al llegar al barco estaba asombrado, cuando lo abandonó su asombro era todavía mayor por todo lo que recibió. En este viaje a bordo del Playa Girón, también navegamos hacia el profundo sentido ético del trovador cuya proyección manifiesta plena coherencia con la esencia de la Revolución Cubana. Con el natural desenfado de quien habla apoyado en la justeza de sus principios, Silvio evalúa aquellos momentos de finales de los años 60 donde tener el pelo largo era un conflicto visto desde el tamiz de la política y reconoce cómo ahora se ha alcanzado una madurez tal en el proceso revolucionario que hasta en el Parlamento cubano se discute el tema de la transexualidad en nuestro país. Es justamente por esta unidad en la diversidad que el trovador clama por que situaciones coyunturales y superficiales como aquella no puedan obstruir el camino a los revolucionarios en nuestra nación con toda la complejidad de análisis que esto implica. Muestra de la continuidad del compromiso con sus postulados del artista revolucionario, es en esta nave donde compone el 5 de octubre de 1969 la antológica pieza "Playa Girón" y su emblemática estrofa de "si alguien roba comida y después da la vida, ¿qué hacer?". Tan solo hace días que Silvio junto a un grupo de relevantes artistas acaba de finalizar la primera parte de una gira por los establecimientos peninteciarios de la región oriental de nuestro país, recorrido que continuara posteriormente por el occidente como ennoblecedora misión avalada por la prédica martiana de la fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud.

Sin pretensiones formales que distraigan el impacto del contenido, Hombres sobre cubierta es un documental agradablemente realizado cuya elegante factura está concebida por apasionados realizadores que han crecido a la sombra del arte de uno de nuestros grandes creadores y, por lo tanto, resulta inevitable que entre sus principales aciertos se encuentre la emotiva sensibilidad que se desprende de semejante tributo a la epopeya del pueblo cubano y su Revolución en la persona de Silvio y de quienes compartieron con este jornadas inolvidables jornadas en la cubierta del Playa Girón.