martes, febrero 15, 2011

Daniel Chavarría Un paso más acá de la leyenda



Eduardo Heras León • La Habana

Foto: R. A. Hdez.


Estimados amigos:

Hace más de 32 años, en 1978, la literatura de la década de los 70 fue sacudida por una explosión de creatividad que removió desde sus cimientos el gris y agobiante panorama cultural en el que estábamos inmersos. El detonante fue una novela, Joy; su autor un desconocido rioplatense de nombre Daniel Chavarría, que resultó ser un docto profesor nada menos que de Latín, Griego y Literatura Clásica en la Universidad de La Habana, y esta era su primera novela. Ahora, con el distanciamiento de más de 30 años, tal vez sea posible revelar lo que Joy significó para los escritores jóvenes que éramos, y lo que representó para la literatura cubana de aquella época y particularmente para el llamado género policial.

Por esos años, había surgido con mucha fuerza la literatura policial, inaugurada después del triunfo de la Revolución, por Enigma para un domingo, de Ignacio Cárdenas Acuña, y apenas con un escaso puñado de novelas, un corpus de miseria, algunos teóricos trasnochados y otros mal intencionados, comenzaron a divulgar con ridícula estridencia, la aparición de un fenómeno nuevo que, intentando imitar la inimitable labor del Ballet Nacional de Cuba, bautizaban como "escuela cubana de literatura policial". Era la época de las "escuelas cubanas": las hubo de guitarra (inmediatamente desmentida por el propio Leo Brouwer), de kárate do, de piano (a partir de la labor de intérpretes como Frank Fernández y Jorge Luis Prats), hasta de bongoseros y, claro, no podía faltar la dedicada a este fenómeno relativamente nuevo en nuestra producción literaria (aunque había antecedentes en algunos cuentos de Lino Novás Calvo y varias novelas de Leonel López Nussa, muy influidas por la literatura policial norteamericana de aquellos años).

Aquella "escuela cubana de literatura policial" arribó rápidamente a un callejón sin salida: argumentos similares y previsibles, técnicas de investigación rudimentarias, obligada participación colectiva léase, en muchos casos, el aporte de la viejita del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) que colaboraba en las investigacionesy, en general, una factura literaria de escasos valores formales y técnicos. Apenas unos años después, luego del interés inicial por lo novedoso, nuestra literatura policial languidecía lo mismo que sus autores en los vastos pabellones del olvido.

De esa esclerosada situación vino a rescatarla esta singular novela, que para nosotros resultó una sorpresa: aquella obra no se parecía en nada a las publicadas en esos años, desarrollaba un argumento de suma complejidad, estaba narrada con una maestría impropia de una primera obra de ficción, empleando profusamente diversidad de recursos formales y técnicos y, además, lo que nos pareció un verdadero acontecimiento literario: no era una novela típicamente policial. Era sencillamente otra cosa: que recordáramos, era la primera novela de espionaje en lengua española: Joy, y ese es uno de sus grandes méritos histórico-literarios, terminó con el monopolio anglosajón de la novela política de aventuras. Esa condición nos conquistó. Por supuesto que no era una novela perfecta. El propio Chavarría se ha encargado de aclararlo: "Joy era de fuerte contenido político, una novela muy romántica, muy ingenua, escrita por alguien que comenzaba a hacer sus pininos en la literatura". Yo podría añadir que cuando la leímos por primera vez nos pareció que el mayor Alba, su protagonista, biólogo, científico, karateca, políglota, oficial de la Seguridad, era un ser casi perfecto, inverosímil. Y, sin embargo, en una conversación que tuvimos a propósito de esta novela, Luis Rogelio Nogueras, me dijo: "Chino, a pesar de esos defectos, Chavarría va a ser nuestro Frederick Forsythe". Creo que el tiempo le ha dado la razón.

A partir de esa primera novela, Daniel se convirtió en nuestro más prolífico narrador, el más premiado (creo que se ha ganado todos los premios del mundo), y posiblemente el más popular: 13 novelas después, el balance de su obra es deslumbrante: sus novelas no son novelas policiacas strictu sensu; son en primer lugar, como pedía Raymond Chandler, buenas novelas, además de policiacas. Para nadie es un secreto todos los prejuicios que existen contra el género policial (lo que también ocurre con la ciencia ficción): muchos los consideran subgéneros o géneros menores en comparación con la obra narrativa "seria", "normal". Cuando alguna novela policial o de ciencia ficción recibe un premio en concursos no especializados en ambos géneros, una especie de corrientazo recorre el mundillo intelectual. Esto ocurrió sobre todo con la primera experiencia de este tipo: en 1978, Luis Rogelio Nogueras obtuvo el Premio UNEAC con su novela Y si muero mañana, con un jurado presidido por José Soler Puig. Poco después, Soler me confesó que él traía bajo el brazo la novela de un santiaguero que pensaba proponer como premio, pero que la alta calidad de la novela de Wichy lo había conquistado. Unos años después, en 1993, Leonardo Padura repetiría el galardón con Viento de cuaresma, con un jurado en el que se encontraba el que les habla. Estos fueron antecedentes, pero recuerdo que cuando El rojo en la pluma del loro obtuvo el Premio Casa del año 2000, un escritor, no muy amigo del tema policial en la narrativa, me comentó: "Que Wichy con una novela policiaca se haya ganado el UNEAC en los 70, pasa; que Padura, con otra novela policiaca haya repetido el UNEAC en los 90, vuelve a pasar; pero que ahora Chavarría, con otra novela policiaca se gane nada menos que el Casa, es más de lo que puede pasar".

Y, sin embargo, pasó. Este creador cubano nacido en Uruguay, que no se sonroja para decir: "Yo, honradamente, trato de escribir cosas inteligentes; no soy un culterano; trato de hacer una literatura que esté al alcance de amplios sectores de la población. Pero con dignidad, sin caer en la estúpida lógica mercantilista", posee a mi juicio tres cualidades excepcionales que lo han convertido en el gran novelista que es (y empleo el adjetivo grande con toda intención y pleno conocimiento de causa): la más sorprendente imaginación, una vasta cultura y un talento narrativo a prueba de balas: la cultura que despliega en El ojo Dyndimenio o El ojo de Cibeles, imaginando una trama policiaca en la Grecia de Pericles, en pleno siglo V; traer a la Ciénaga de Zapata personajes de la Rusia zarista (¡ah, qué maravilla las escenas con Rasputín!), que van a dirigir un burdel en La Habana y mezclarse con delincuentes cubanos y, mostrar, en La sexta isla (que es para mí, y lo he dicho en varias ocasiones, una obra maestra), en un verdadero tour de force, un manejo lingüístico sorprendente del español antiguo, y a la vez, desarrollar una compleja estructura basada en varias historias, aparentemente sin conexión para luego, de mano maestra, hacerlas desembocar en un final único. Y así, ese talento también se revela en el empleo de disímiles técnicas y procedimientos narrativos, un lenguaje rico en giros coloquiales, tan presentes en los notables diálogos, que Chavarría maneja con amplio dominio, sin que por ello sus novelas que se agrupan en tres vertientes fundamentales: novela política de aventuras, novela histórica y novela picaresca pierdan un ápice de su atractivo e interés para los lectores, atrapados, como dice Daniel, "entre la putería y el policiaco".

En las novelas de Daniel Chavarría, y ese es también un mérito indiscutible, está como telón de fondo, La Habana de fines del siglo XX, con sus personajes típicos, verosímiles, redondos, como quería Forster, no hechos de una sola pieza, sino llenos de claroscuros, ángeles y demonios al mismo tiempo, que es la materia con que estamos hechos todos, con su respiración sincopada, con su problemática cotidiana, donde la sobrevivencia económica es casi una profesión de fe.

Absoluta razón tuvo el jurado del Premio Nacional 2010, cuando señaló que la obra de Daniel Chavarría ha sido capital en la renovación de la novela policial en el ámbito hispanoamericano: pocas veces un premio como este ha sido más merecido.

No quiero terminar estos párrafos cuyo único mérito es que reflejan la profunda admiración que siento por Daniel, de quien soy casi su presentador oficial, pues varias han sido las presentaciones que he hecho de sus libros, y que culminan con el honor que me ha concedido al pedirme estas palabras, sin añadir algo que todos ustedes saben: la vida y la obra de Daniel Chavarría se confunden con algo parecido a la leyenda: este eterno trotamundos, cerrajero en un barrio marginal de Hamburgo, guía del Museo del Prado, buscador de oro en el Amazonas, militante comunista en Uruguay, colaborador de la guerrilla en Colombia y que secuestró una avioneta para exiliarse en Cuba, donde ha sido traductor de alemán en el Instituto Cubano del Libro y profesor de Latín, Griego y Literatura Clásica en la Universidad, es, además, y así lo recordaremos siempre, uno de esos seres nacidos para hacer felices a los demás no solo mediante la palabra escrita. Porque de algo sí estoy completamente convencido: tal vez Chavarría no sea el más grande de los novelistas cubanos, pero sí es el más simpático de todos.

Gracias.

La Habana, 10 de febrero de 2011

Palabras de elogio leídas a propósito de la entrega del Premio Nacional de Literatura a Daniel Chavarría en la Feria Internacional del Libro 2011.

Cuando se reúnen poetas… otra vez

Voces contra la guerra nuclear


Marianela González • La Habana

Fotos: Víctor Junco (La Jiribilla)


I

La joven poeta se excusa ante el auditorio: su fuerte es la narrativa, solo desde hace muy poco tiempo incursiona en la alquimia de los versos; pero lee en voz alta el resultado de sus primeros intentos y esa extraña sensación que pareciera estrujarnos las costillas y hacernos descubrir la textura de cada órgano, nos deja en silencio por unos segundos hasta que otra vez respiramos, el cuerpo vuelve a ceder, pensamos y aplaudimos. Como la buena poesía, claro.

Sería lindo pintarle la boca de rojo a la Estatua de la Libertad ―dice Sol Linares, con ciencia y medio en broma, como quien de pronto descubre el agua tibia―, volarle el manto que le despeje las piernas blancas y que baile, que diga palabras en español: lechosa, paz, recoveco. Tampoco Claudio Pozzani conoce nuestro idioma; pero además del italiano ha cultivado la universalidad del gesto. Y le entendemos el tríptico de las sombras, el poema donde dialoga la añoranza con el deseo humano de conocer y aquel último en que guerra, guerra, guerra va alternando con el ritmo ciego de la vida cotidiana, cuyo ciclo repetimos aun cuando nunca sepamos el sentido. Y creemos vivir aproximándonos a lo perfecto, salta el verso de un señor muy viejo con una palabra enorme: es el Poeta Nacional de Honduras, nos dicen, y la voz bajo la boina repite lo que cree que nos ayuda a vivir. O a bien morir.

En la Casa del ALBA Cultural de la calle Línea, una de las principales arterias de La Habana, han comenzado a escucharse esta tarde las Voces contra la guerra nuclear. Las palabras, los signos, los espacios, los ritmos y las incógnitas han venido esta vez desde el Cono Sur del continente, desde la delicada y combustible verticalidad que lo separa de su imago en el Norte, desde la Europa en ascuas. “Estamos faltos de palabras en este mundo y la poesía puede ser un puente entre las culturas ―dice el poeta-cantor sin recelo a que su alternancia entre español e italiano me moleste. Conozcámonos, dejemos ya de hacer monólogos: la palabra compartida es la verdadera alternativa a un mundo en guerra”.

II

Desde Perú, Hildebrando Pérez ha hecho de la interconexión entre los poetas del mundo uno de los sentidos de su vida y su creación. “La civilización vive al borde de una guerra descomunal ―justifica, por si acaso fuera necesario hacerlo, el espacio de estas lecturas. La aspiración de los hombres de buena voluntad de todo el mundo a vivir en paz, ha encontrado en la palabra del compañero Fidel Castro, líder histórico de la Revolución Cubana, un vocero de primera magnitud. Los poetas apoyamos toda acción que llame a la conciencia mundial sobre este tema cardinal de nuestro tiempo, cuando está en juego no solo el patrimonio cultural acumulado por el hombre en su devenir histórico, sino la supervivencia de la especie humana y el destino del planeta tal como lo conocemos. En una acción poética de alta proyección mediática, proponemos realizar la lectura contra la guerra nuclear, con la participación de poetas de Cuba y del mundo, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de La Habana, Cuba”.

Todos, sin embargo, han suscrito un llamamiento a sus iguales de otras latitudes: a los hombres y mujeres del mundo, digo. Así lo escuchamos en el acento venezolano de Tarek William Saab:

“Manifiesto de La Habana”.

Decidimos incorporar la abstracción al consenso universal para crear una sensibilidad planetaria en la que el hombre sea éticamente consustancial y natural, la lucha contra la guerra, contra el terrorismo, contra la depredación del medio ambiente y contra toda exclusión por motivo de raza, religión, cultura, ideología o credos políticos.

Estamos convencidos de que el mundo debe ser transformado con urgencia, de que el hombre tiene que cambiar su mentalidad y su modo de luchar por la vida y la dignidad humanas. La tierra y la especie están en peligro. Aceptar el hambre, la enfermedad, la ignorancia, la injusticia, como algo fatal, inherente a la existencia humana, es un atentado a la esencia misma del hombre. La vida de la Tierra está amenazada como nunca en la historia de la civilización. Salvemos, pues, al hombre, a los pájaros, a los árboles, a las mariposas, a los hipocampos y a los delfines, al aire, al cielo, a las madreselvas, a los olores y los colores, a la criatura y a los elementos, juntos todos en esta casa azul, en su aventura maravillosa por el tiempo y el cosmos.

Abramos para las generaciones de hombres y mujeres de mañana, la posibilidad de respirar oxígeno incontaminado y de beber agua potable. Que sean destruidas para siempre todas las bombas atómicas. Que el dinero que gastan los gobiernos en armas se use para que los alimentos, las medicinas y el conocimiento les sean devueltos a sus dueños originales, los bellos habitantes de la Tierra, para la curación del alma y el cuerpo. Salvemos las aguas y las tierras fértiles. Salvemos las florestas y las ciudades del hombre y las escuelas y las fábricas. Salvemos los atardeceres y las auroras. Salvemos el milagro de la vida en el universo. Los poetas tenemos el deber de cantar y glorificar la belleza del mundo para llegar al espíritu humano en toda su grandeza y al mismo tiempo luchar contra las fuerzas regresivas que empujan el mundo a la barbarie. Pongamos obra en vida en un mundo mejor, que no solo es posible sino imprescindible. Sería un crimen permanecer indiferentes. Tenemos muchísimo que hacer.”

III

Cuando se reúnen poetas… advierte desde el título una conocida crónica de Roberto Fernández Retamar y uno, lector acostumbrado a inventar sus propias fábulas, lo remata: … algo grande sucede. Como el autor de “Con las mismas manos”, coincidiremos en que tal cita no requeriría demasiadas justificaciones. Quizá, ni una sola… pero, atentos, algo sucedía en América Latina cuando se reunieron poetas.

De aquel primer Encuentro Americano de Poetas (México, 1964) que Retamar reseñaba en las páginas de Casa, la mítica publicación El Corno Emplumado, por ejemplo, saldría convertida en una revista “subversiva”. La entonces llamada “poesía de compromiso” la reclamaba en las filas de la transformación social. Así publicó una de las versiones que sobre el concepto guevariano del “hombre nuevo” proliferaron en aquellos años: “Es importante decir que esta revolución es algo más que literaria: incluye la lucha de los negros estadounidenses por la igualdad de derechos, la lucha de los pueblos sometidos a centenarias cadenas coloniales por su libertad, la lucha de todos los pacifistas del mundo por una justicia social y el desarme, los nuevos descubrimientos en el área de la psicología y la lucha de los marxistas, católicos, estudiantes y seres humanos de diverso origen y edad frente a una sociedad cuyas presiones son más y más mecánicas y cuyas demandas, más y más deshumanizantes (…) El hombre nuevo es todo aquel que se lanza a hacer su parte en la edificación de una realidad distinta a la actual”.

En los 60, una conocida escritora muy vinculada a la historia de El Corno… pensaba que la poesía podía cambiar el mundo. Hace apenas un par de semanas, Margaret Randall me confesó que aún lo suscribe, pero “de otra manera”. Quizá, 50 años más tarde, tenga otro sentido el título de Retamar: no será la poesía la palanca de Arquímedes; pero, atentos, algo subsiste aún en el mundo… cuando otra vez se han reunido poetas.

Encuentro con Ticio Escobar "En América Latina nos unen muchos sueños comunes"



Magda Resik • La Habana

Foto: Alexis Rodríguez


Luis Manuel Escobar Argaña decidió cambiar su nombre cuando no le quedó más remedio. Sus compañeros de la Facultad de Derecho en la Universidad, bautizaron a la triada de amigos inseparables como Ticio, Sempronio y Maevio, en una clara reminiscencia romana.

De tal suerte, al filósofo, abogado, crítico de arte, curador y promotor cultural, actual ministro de Cultura de Paraguay, muy pocos lo identifican por su nombre verdadero. Ticio Escobar exhibe una extensa aportación al corpus teórico del arte latinoamericano en su diversidad y valores universales; una intensa vida de preocupación por lo social y defensa de los derechos humanos e indígenas en Paraguay, y un compromiso político refrendado en la cuota de sacrificio personal que ha debido sobrellevar, incluso, sufriendo prisión.

Su presencia en Cuba es parte de una práctica de larga data, en tiempos en que solo mencionar a la Revolución Cubana motivaba el encarcelamiento en su país natal. El arte y la literatura de la nación admirada, revisitada en estos días de Feria Internacional del Libro, han sido referentes ineludibles de su ejecutoria intelectual.

En el espacio Encuentro con… ante un auditorio que descubrió fascinado la oratoria de Ticio Escobar y su sabiduría shamánica, aprehendida del poderoso acervo indígena guaraní, esbozó sus consideraciones sobre asuntos de gran trascendencia para Latinoamérica como la identidad en la diversidad, la cultura y su papel en los desarrollos locales y nacionales y los sueños comunes que refuerzan la unidad continental.

Usted ha dicho que “la identidad y la diferencia están siempre amenazadas”. Si empleamos esa afirmación para interpretar la realidad latinoamericana, ¿de qué amenazas estamos hablando?

Estamos hablando fundamentalmente de la amenaza de diluirnos en procesos globales que dejan de lado las diferencias identitarias. Eso por una parte, pero por otra estamos hablando de una amenaza que también es grave: que las identidades se encierren en sí mismas, se encapsulen y devengan principios de nuevos fundamentalismos e impidan el pensamiento del conjunto social, la articulación de lo social.

Si las identidades sectoriales tampoco son capaces de abrirse a la articulación de sus posiciones, estamos corriendo el riesgo de tener identidades mónadas; microidentidades que solamente están luchando por sus propias demandas y no tienen una perspectiva de conjunto, que resultan fundamentales en esos países que tienen tejidos sociales muy deshilachados. En el caso de los países del cono Sur latinoamericano —tras los procesos de dictaduras militares— ha habido como un agravio muy fuerte de las texturas sociales.

Es fundamental tanto el momento de las diferencias, como el de la articulación. El reto colectivo de construir la esfera pública —eso que tenemos en común todos más allá de nuestra identidad y nuestras diferencias— pasa por ahí. Hoy, cuando festejamos las independencias de nuestros países latinoamericanos —y hay un sentido regional que creo debe apuntalar ese sentido emancipatorio y libertario que tiene para América la figura del bicentenario—, pensamos mayormente en qué queremos todos por igual independientemente de nuestras diferencias y sin arriesgarlas.

Todos queremos desarrollo del país, soberanía, mejores condiciones de vida, autonomía en distintos ámbitos… Hay muchas cuestiones que configuran la esfera pública y sobrepasan a los intereses estatales y empresariales; un lugar de encuentro que está más allá de la propia institucionalidad estatal, sectorial o mercantil.

¿Qué sería lo más fuerte que nos una entonces?

En América Latina nos unen hoy muchos sueños comunes. Las propias realidades geopolítica y sociopolítica han actuado fuertemente en un momento en que el mundo parecía muy desesperanzado entre la muerte de la utopía y el fin de la historia. De pronto aparece esa como una nueva fortaleza social en este continente, lo cual da una señal al mundo de que es posible imaginar otros modelos regionales. Durante mucho tiempo descreímos de esos modelos y llegó un momento en que la propia Unión Europea construida por un modelo —casi— solamente mercadológico, comenzó a tener problemas de identidad muy fuertes.

Nosotros hoy hablamos de identidad en América Latina, pero tenemos una práctica muy sólida porque estamos refiriéndonos a algo que aparece ya desde el momento de la colonización. En cambio, en Europa se matan hoy por los problemas de identidad… no pueden resolver muy claramente este tema. Sin embargo, hay una experiencia latinoamericana y aquí hace mucho tiempo la identidad dejó de ser pensada como una sustancia o algo ya hecho, anterior a la historia, y se habla de procesos de construcción de identidad.

Hay identidades que se construyen y hay otras que son como variables, al lado de núcleos muy duros de identidad como pudieran ser los raciales, los de emigrantes, indígenas… Porque ¿qué es la identidad? Es la construcción de un nosotros que nos identifica y que también nos habilita para hablar con los otros.

En Paraguay, en guaraní, hay dos maneras de decir nosotros —todos los que trabajamos el tema de identidad hemos empleado esa ambivalencia semántica del término: oré— un nosotros que la excluya a usted o un ñandé, que la incluya. Ese juego permite entender que a veces los nosotros son lábiles, flexibles, que se pueden articular de varias maneras más allá de ese núcleo de pertenencia que uno puede tener al territorio, al lenguaje… Existen formas y construcciones de identidad que son más amplias, más discursivas y políticas.

Un texto suyo habla del “nosotros” y de “los otros”, de lo inclusivo y lo excluyente: “La belleza de los otros”, frase sugerente en su hermosura que revela la visual propuesta por usted para observar la identidad y la cultura. ¿Cómo nos propone dirigir esa mirada al arte de “los otros” y en especial al arte indígena que usted tanto ha estudiado?

Estudio el arte indígena no solamente porque lo considero excepcional. En Paraguay y en muchos países latinoamericanos, de pronto aparece como una de las propuestas más vivas e interesantes en términos, incluso, de posibilidad de plantar alternativas de percepción hasta para el arte contemporáneo.

Esa mirada puede servir para percibir todo el arte diferente, no solamente el arte indígena, sino también el propio arte latinoamericano, en oposición a un arte europeo y a una modernidad que se ha autoerigido como paradigma universal de los que es y debe ser el arte.

Existe un doble discurso en el pensamiento sobre el arte moderno. Por un lado, dicen que el arte es el conjunto de todas aquellas operaciones que juegan con la apariencia, el lenguaje, las formas y replantean el sentido, nos hacen como mirar distintas las cosas; lo constante o evidente se torna excepcional y nos devuelve la realidad con una mayor intensidad.

Por otra parte, Europa en el siglo XVIII con Kant, formula la teoría asociada a la modernidad europea de que el arte es el predominio de la forma sobre la función, o sea, que es aquel elemento sobre el cual lo formal, lo estético, es más importante que su propio empleo o utilidad.

Por un lado, todo lo que produce el ser humano puede ser arte; por el otro, el único arte verdadero es el europeo, que dura poco: desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XX, porque lo anterior, el arte románico, feudal… tenía funciones.

Están las grandes culturas erigidas sobre esquemas de dominación muy fuertes, con un predominio de lo formal, pero no todo el arte es así. Hay muchísimos modelos y otras bellezas que no pasan por la autonomía de lo formal.

La modernidad entra en crisis en los 60 y eso que llamamos posmodernidad y contemporaneidad es justamente la crisis de un modelo de arte que entiende la autonomía de la forma. El arte contemporáneo está comprometido con funciones, empleo, problemáticas sociales, políticas… no es incontaminado o puro.

El arte indígena tiene un largo training en ese camino y nos aporta pistas sobre cómo se resuelve esa contradicción. Walter Benjamin hablaba de la muerte del aura pensando en un arte en términos separados, aristocráticos… Mirar otros modelos paralelos puede ayudarnos a salvar el arte de la muerte de la cual hablaba Hegel, anunciando ya este dilema; cuando Kant plantea el problema de la forma como definitorio, Hegel tienta un poco al Diablo diciendo que eso no significa mucho.

Entonces, el famoso tema de la muerte del arte, que se repite casi como una cantinela, encuentra hoy una posibilidad —no digo solamente a través de otros modelos de arte y sí al considerar la diversidad cultural.

Explíquenos más… ¿por qué usted ha afirmado que es impensable una democracia plena y un desarrollo sustentable sin bases culturales?

La cultura es lo que permite que la sociedad se vea a sí misma, se represente, se considere, se mire en un espejo, se entienda… La sociedad es un entramado de relaciones, son grupos y conjuntos, pero en la medida en que estos pasan a ser simbolizados, integrados en unidades de significación —significan cosas—, entra la cultura a trabajar.

El arte es un momento de la cultura, quizá sea un momento extremo, diríamos casi molesto, porque la cultura está hecha para que los seres humanos se reconozcan ante sí y cada uno tenga su lugar y las relaciones estén más o menos establecidas. Eso posibilita atajar la pulsión animal que tenemos todos dentro, si no estaríamos devorándonos, tironeándonos unos a los otros.

La cultura es ese marco disciplinario, normativo, simbólico, lingüístico, a partir del cual se ordenan las relaciones y se imaginan. Y es necesario imaginar e inventar mucho para eso, porque hay cosas que no se pueden explicar y lo que no se puede explicar se inventa. No puede haber agujeros, fugas de significación… si no solo queda enloquecer. Entonces se sueña, se inventa, se hace arte, se ficciona…

A través de la cultura misma comprendemos las representaciones sociales, los imaginarios, las maneras como la gente se ve a sí misma. Para la política hoy y para desarrollar un pensamiento democrático, es fundamental lo cultural porque en gran parte el deseo de la ciudadanía se expresa a través de formas que son culturales.

Tienen formatos culturales el consenso y cómo se maneja el disenso, la hegemonía, que es fundamental… cómo se seduce y se manipula el deseo social; porque el deseo es cultural, no es social. Desde el momento en que hay trabajo con colectividades y comunidades, se necesita que la gente participe y construyan de conjunto un modelo social determinado, lo cultural es determinante.

¿Por qué suscribe usted el concepto guaraní de la sabiduría que propugna: “no una sabiduría como tal, de erudición o acumulación de conocimientos, sino una sabiduría de lo humano”?

Es un concepto shamánico de lo guaraní, pero también podría ser un concepto socrático. Cuando Sócrates define la sabiduría dice conócete a ti mismo y uno no puede conocerse jamás si no se mira en el espejo del otro. No se trata entonces de una identidad autocentrada sino refleja. Por eso Freud dice que la cultura comienza con el estadio del espejo, cuando uno se mira y se reconoce en él y es uno y es otro, y ve a otros por el desvío de la imagen propia.

Para mí es el conocimiento de la condición humana, esa sabiduría que da lo humano mismo, la disquisición ante la muerte, la oscuridad ante lo inexplicable, esas posiciones de aceptación o no de los condicionamientos humanos que forman parte de todo el aparataje cultural, como enfrentamiento al tiempo y comprensión del tiempo.

Ticio Escobar siempre ha sido un admirador de la cultura cubana… al punto de declarar que su novela de referencia es Paradiso, de José Lezama Lima. ¿El arte y la literatura cubanos cuánto pueden haber influido es su cosmovisión?

Hace muchos años conocí la Cuba prohibida, como la llamábamos nosotros. Había que venir clandestino porque al regreso a Paraguay nos metían presos durante la dictadura. Vine en momentos muy difíciles, con un acosamiento muy fuerte por parte de las derechas en Latinoamérica y siempre admiré esa alegre responsabilidad —que solamente había visto en los indígenas—, que es la responsabilidad ética de ser feliz, según Aristóteles la fundamental.

Fue un enganche especial porque me decía, es un mundo donde la gente tiene sus preocupaciones; pero no está desesperada, pues llevan la alegría en el cuerpo, en la mirada, la traduce el color… como para apostar a la belleza.

Esa admiración creció mucho con el arte cubano. Asistí a la formulación de un arte muy potente que marcó mucho a toda América, que no intentaba ser folclorista, ni actuar solo desde una identidad determinada, no estaba basado en la victimización. Era, eso sí, muy lanzado, descarado —usando el término con un sentido admirativo.

Eso marcó mucho el propio concepto… y la discusión se daba mucho en Cuba durante las primeras bienales de artes plásticas porque nos decíamos qué sentido tiene hacer una bienal que sea una más en el mundo o hacer sí, una bienal de la diferencia. Y que esa diferencia no signifique un apartarse del mundo.

Acá se da un concepto fundamental que hoy tendríamos que definir como la oposición entre una globalización que es avasallante de las identidades y un universalismo al que no podemos renunciar. Es una tensión con lo propio; pero como tensión entre dos elementos que se enriquecen, enfrentan y apoyan porque no pueden existir el uno sin el otro, no como un conflicto ni como una disminución.

La cultura cubana tiene muy elaborado ese concepto, y ha nutrido al resto de América Latina. Nos hemos acercado a Cuba no solo por sus ideales revolucionarios, la figura del Che que era muy fuerte, el ejemplo de Fidel y de un pueblo emancipado en medio de tanto vasallaje mundial. Atrás estaban también otras cosas, además del imaginario y lo ideológico, y era esa conducta muy fuerte —que identifiqué mucho en la obra de Alejo Carpentier—, ese barroco profundo que es de una densidad y una sabiduría intensísimas.

Ser curador es una manera de ejercer el criterio y la crítica de arte. Ha sido otro instrumento empleado por usted para proponer y reflexionar sobre el universo todo y la condición humana. ¿Dónde colocar a la crítica de arte en medio de posturas extremas que defienden su elitización o su masificación?

La crítica fundamentalmente supone criterios, ese es su origen etimológico y detrás la palabra crisis: una situación que si no tiene que resolverse, al menos exige un cambio. Vive mucho de analizar un contexto y descubrir otras posibilidades. No creo en una crítica punitiva que diga esto es bueno y esto es malo. De hecho, el arte malo no estimula a ejercer el criterio, no plantea problemas, no incita a cuestionarse nada, que es lo que debe hacer el arte, porque la belleza es un señuelo, un instrumento porque lo que importa son los conceptos.

Cuando hablamos de un crítico muy almidonado y separado de lo social, nos estamos refiriendo a un modelo muy decimonónico. Hoy la crítica tiene una función bastante instigadora y existe una especialización que no debe asustarnos, aunque hay un modelo de cultura ilustrada que en el fondo se cree el único modelo universal que debe servir para todos. Y no debe servir para todos porque yo reivindico en minorías culturales también. Las minorías culturales a lo mejor no sirven directamente para todos, pero indirectamente sí.

No reivindico tampoco un exclusivismo de tipo aristocratizante, pero sí defiendo el derecho que tiene cada grupo a tener sus propias formas de arte y en la medida en que encontremos mediaciones mayores, podemos compartir todas las formas de arte. Desde la crítica no podemos llevar la verdad ilustrada que tiene que ser comunicada como un mensaje superior a los pueblos.

En épocas en que la sociedad del espectáculo pretende traducirlo todo, explicarlo todo, facilitarlo todo y hacer que tenga un final no sé si feliz o no, muchas veces la cultura y el arte lo que hacen es esconder ciertas cifras para mantener abierto el lugar del enigma y los sentidos trabajando; no revelarlo todo. Tampoco debemos asustarnos ante un lenguaje un poco oscuro. Lezama Lima, por ejemplo, es un autor complicadísimo de leer, me costaba hacerlo, y una hermana mía me dijo: lo que tienes es que no atragantarte, tienes que disfrutarlo como un coñac, muy despacito y si al final no entiendes sigue igual porque te quedará algo sonando en la cabeza.

La verdad es que Lezama me produjo muchas iluminaciones. Hay cosas en las que sigo sin entenderlo, lo cual me parece muy interesante porque me da la posibilidad de custodiar ese secreto que también tienen todos los artistas y los seres humanos.

Por eso no creo que haya que asustarse con la crítica más especializada porque también hay un lenguaje especializado de la medicina, la ingeniería… y otro especializado en sectores populares que tienen sus propios idiomas y contraseñas. No se trata de revelarlo todo porque estaríamos matando la gallina de los huevos de oro que es la cultura, que justamente tiene sus lados oscuros y sus reservas en el sentido más intenso.

¿Cuánto “le cuesta” ser Ministro de Cultura de Paraguay, debiendo renunciar a un buen espacio de tiempo para la creación propia en función de consagrarse a otro espacio mayor de tiempo para todos?

Siempre he estado comprometido con una dimensión política del trabajo cultural, como casi todos los teóricos y críticos latinoamericanos de mi generación. Estuvimos siempre comprometidos con la cuestión cultural, el derecho indígena, los derechos humanos, la militancia clandestina y subversiva durante muchos años de dictadura a lo largo de los cuales estuve cinco veces preso; así que tengo una historia fuerte de trabajo político en su sentido más amplio.

Luego fui cinco años Director de Cultura de Asunción, con el primer gobierno municipal democrático que hubo después de la caída de Stroessner, el dictador. Lo más rico de mi pensamiento se alimentó de esa dualidad entre creación y política.

Cuando el Presidente actual me ofreció este cargo, dije que no por pertenecer al mundo de la crítica de arte, de la sociedad civil y debía mantenerme en ese papel. Pero él me respondió: no vas a poder criticar porque si ya se te dio la ocasión de probar cosas y no lo aceptaste… Con eso me estaba diciendo que era una oportunidad histórica y la hora de llevar a la práctica todo eso de que hablábamos.

Quizá a los críticos se nos pueda perdonar un poco la jerigonza de nuestros pensamientos y nuestro hablar desde el momento en que eso puede traducirse en la práctica y en políticas culturales. Entonces tomé la propuesta como un desafío, como la ocasión para trabajar y poner en práctica ideas y pensamientos que he tenido sobre el tema de la cultura, con un equipo de gente a la que se van sumando muchos más.

A la larga, el secreto de un buen promotor cultural-político es quizá ver el mapa de lo que hay y saber impulsarlo. El estado no tiene que hacer cultura porque la cultura la hace la sociedad; lo que debe es crear condiciones favorables para estimular y alentar la producción cultural. Es lo que intento hacer.

Historias compartidas de la patria americana

A propósito del coloquio por el Bicentenario
de la independencia del Nuevo Mundo


Salvador Salazar • La Habana

Fotos: Víctor Junco (La Jiribilla)


América está de fiesta. Los pueblos al sur del Río Bravo celebran dos siglos de independencia, el inicio de las gestas libertarias que terminaron con la hegemonía española en tierras de ultramar. Dos siglos han pasado en los que nuestro continente transitó de la adolescencia a una juventud todavía incipiente: caudillismo, guerras civiles, dominio irrestricto de compañías trasnacionales, golpes militares, revoluciones frustradas, divisiones internas, racismo entre pueblos hermanos. América y los americanos estamos en busca de una segunda independencia. Llegamos a este Bicentenario, como José Martí hace ya tanto, encomendándonos a Bolívar, cuyo principal legado, la unidad americana, no se ha sabido del todo aprovechar. El continente solo será fuerte y próspero en la medida que logre integrarse, asumir el hecho de compartir una cultura y una historia común.

Aunque el proceso de independencia continental tiene importantes antecedentes en las luchas de los pueblos originarios contra el invasor extranjero, es la revolución de los esclavos haitianos la que produce un cisma en la historia del colonialismo europeo en tierras del Nuevo Mundo. En opinión del profesor haitiano Michel Héctor, los sucesos de 1791 resultaron paradigmáticos para el posterior desarrollo de la gesta independentista americana, pues se trató de la primera revolución mundial de “los de abajo”, en oposición a las revoluciones europeas, donde las elites políticas desempeñaron un rol esencial.

Con su lucha por la libertad, los esclavos de la antigua colonia francesa se enfrentaron también al sistema mundial de dominación colonialista, basado entre otros aspectos en la trata negrera y la economía de plantaciones. En calidad de primera nación libre de América Latina, Haití acogió en su territorio a varios de los próceres de la independencia americana como Miranda, Sucre y el propio Bolívar. Cultivar este legado, recordó Héctor, es la única manera de transformar el presente.

El proceso de emancipación de los antiguos virreinatos españoles no podría entenderse sin tener en cuenta la situación de la antigua Metrópolis. En opinión de Aurea Matilde Fernández, profesora de la Universidad de La Habana y Premio Nacional de Ciencias Sociales 2008, en España comenzó el siglo XIX histórico con la derrota en la Batalla de Trafalgar (1805), la cual aseguró la hegemonía inglesa sobre los mares del mundo y, por tanto, el consiguiente debilitamiento de los lazos entre la Península y el continente americano a través del puente Atlántico. A lo largo de esta centuria la Metrópoli perdería sus dominios en América, y terminaría el siglo en 1898 con la Batalla naval en el puerto de Santiago de Cuba.

Con la invasión de las tropas napoleónicas en 1808, la península ibérica entra en el ciclo de las llamadas revoluciones burguesas, iniciadas en Inglaterra, las cuales tuvieron a Francia como ejemplo cimero. Los antiguos reinos españoles, unidos bajo una misma corona desde los Reyes Católicos pero fragmentados en diversos sentidos, ganaron en cohesión para enfrentar la amenaza del ocupante francés. Sin embargo, a falta de un gobierno centralizado los territorios españoles tanto peninsulares, como de ultramar, desarrollaron las llamadas “juntas locales”, germen en nuestro continente de la posterior independencia.

Como expresara la investigadora cubana María del Carmen Barcia, Premio Nacional de Ciencias Sociales 2003, las conmemoraciones —y en este caso el Bicentenario— constituyen un excelente pretexto para debatir en torno a diversos temas, y sobre todo intentar deconstruir los estereotipos que va tejiendo muchas veces la historia en torno a un determinado tópico. En opinión del académico venezolano Luis Britto, gran parte de la historiografía relativiza la contribución de la independencia americana a la historia mundial, un aporte constante que se remonta a la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. Lo que Marx denominó “acumulación originaria del capital”, base económica de la modernidad, solo pudo ser posible a través del saqueo de metales preciosos en las minas americanas. La plata del Potosí, el oro mexicano y otros metales preciosos extraídos del suelo americano financiaron la hegemonía española en Europa durante 200 años, y más tarde fueron la base de los sucesivos momentos de esplendor de Holanda, Francia e Inglaterra.

América, entre otros aspectos, contribuyó también decisivamente a encauzar el debate entre la intelectualidad europea en torno a las relaciones entre civilizaciones diversas. Desde las polémicas acerca de la “humanidad” de los aborígenes a la idea del “buen salvaje”, las sociedades comunitarias americanas relanzaron la utopía, el ideal de un mundo mejor.

Sin embargo, es en el movimiento de independencia americano donde podemos encontrar los aportes más trascendentes. Luis Britto señala entre ellos el principio de la República como paradigma político universal. En un siglo XIX donde la monarquía se consideraba la fórmula habitual, Simón Bolívar se opone a la presencia de “testas coronadas” en el Nuevo Mundo, que traerían a nuestra región las habituales luchas dinásticas europeas. Entre los aportes de la emancipación latinoamericana a la historia mundial se encuentra también el principio de la soberanía popular y la limitación de poderes.

Britto insiste en rebasar lo que considera un “mito” de la historiografía contemporánea, el hecho de pensar la independencia de América Latina solamente como una cuestión formal. Si bien es cierto que después muchas de estas ideas fueron barridas por las oligarquías en el poder, “los próceres fundaron estas repúblicas con El contrato social, de Rousseau bajo el brazo”. Establecieron además como principio político la emancipación de los esclavos y de los pueblos indígenas, así como adscribieron todas las propiedades del subsuelo a los gobiernos republicanos, lo que se puede considerar como la primera nacionalización del continente. Estos procesos emancipatorios lograron “naturalizar” a las revoluciones, desde entonces se considera una práctica común la transformación de un orden injusto. En lo que Bolívar denominó “la liberación de la cuarta parte del mundo” podemos encontrar los antecedentes de los procesos de descolonización que sacudieron al planeta en la segunda mitad del siglo XX.

Otro de los mitos recurrentes a la hora de enfocar el siglo XIX americano, es la aparente tranquilidad de Cuba, que permaneció bajo el dominio español durante un siglo más que sus hermanos de América continental. Según explica María del Carmen Barcia, la idea de una Cuba “siempre fiel” fue un slogan concebido por los sectores más conservadores de la oligarquía isleña. Debido a su cercanía con Haití, fue en la Isla donde más influencia tuvo la revolución de los esclavos, antecedente importante como ya hemos visto, del proceso emancipatorio continental. Por esos años, la Mayor de las Antillas acogió cerca de 17 mil refugiados procedentes de La Española, muchos de ellos de origen francés, que contribuyeron a diseminar el germen ilustrado, sobre todo a partir de las logias masónicas.

Como producto también de la Revolución de Haití, Cuba despega desde el punto de vista económico, al punto de que por primera vez no tiene que ser subsidiada por la Metrópolis a través de México. La población de origen africano también creció aceleradamente en esos años (un 13% entre 1792 y 1827), una cifra elevada si se compara con el aumento de los pobladores de raza blanca en igual período (2,2%). “Ni siempre fiel ni tranquila”, asegura la profesora Barcia, ya que en estos años la Isla fue sacudida por sublevaciones de esclavos y conatos independentistas, a lo que se suma la gran decepción que significó para la corriente reformista el fracaso de la constitución de Cádiz.

El proceso independentista americano no solo resulta motivo de reflexión y polémica para los historiadores y políticos contemporáneos. Sus protagonistas escribieron acerca de la revolución en curso, tema al que se refiere el sociólogo y ensayista argentino Horacio González. De modo general la producción literaria de los próceres está en su mayoría signada por la contingencia, el hecho de escribir sobre un proceso en marcha. Sin embargo, González distingue entre la prosa abierta de hombres como Bolívar y José Martí, y un estilo mucho más encubierto propio de la zona meridional de Sudamérica, donde destaca el caso de Mariano Moreno, secretario de la primera junta independentista del Río de la Plata.

Para nosotros la patria es América

Auspiciado por la editorial de Ciencias Sociales, el coloquio “Bicentenario, una historia compartida” acogió a historiadores cubanos y de América Latina en la Casa del ALBA, moderados por el historiador cubano Alberto Prieto. Fue este también momento propicio para presentar el texto Para nosotros la patria es América, un regalo del pueblo y gobierno bolivariano al público lector de Cuba en el contexto de la Feria Internacional del Libro. El texto, presentado por Pedro Calzadilla, viceministro de Cultura de la nación bolivariana, y Luis Britto, Premio ALBA de las Letras 2010, recoge 30 documentos de Simón Bolívar, padre de la independencia continental.

“Bolívar se opuso a los divisionismos”, expresó Britto, “estaba en contra de las republiquitas”. El intelectual venezolano recordó que América es una nación extendida sobre más de 200 millones de kilómetros, que solo puede entenderse como una “empresa continental” hermanada por la cultura. Por su parte, el viceministro Calzadilla, insistió en la necesidad de recuperar entre los americanos el legado de Bolívar de la integración regional, un principio innegociable a su juicio del proceso bolivariano. “Hemos bajado a Bolívar de las estatuas de Venezuela, lo hemos sacado de los palacios muertos. Bolívar anda con nosotros por las calles de Caracas”, expresó.