martes, enero 11, 2011

nada personal...


Nada personal

Por Horacio Verbitsky

Han pasado cincuenta años pero no la conmoción que me produjo su show Canciones para mirar, que estrenó el verano de 1961 en el primer festival de arte para chicos, en la ventosa Necochea, y a partir de marzo en el Teatro San Martín, inaugurado por esos días. Los espectáculos infantiles de entonces eran una sarta de tonterías, parecidos a los programas de entretenimiento para grandes en la televisión, pero a los gritos y marcando más las palabras porque en esa época todos los nenes eran bobos. María Elena cambió eso para siempre. No tenía hijos ni sobrinos para quienes componer. Hija del director de la estación Ramos Mejía del ferrocarril británico del Oeste, que le leía las nursery rhymes sajonas, escribía para sí misma, rebuscando en su propia infancia. María Elena apelaba al desenfado del humor y de la inteligencia, que conservaba en estado puro, como los chicos antes de que los aplanen las instituciones de la educación y de la cultura.

En la década de 1950 había viajado a París, alejándose de un desengaño amoroso, después de cubrir con pétalos de flores el lecho que iba a compartir con alguien que no podía disfrutar de ese romanticismo infantil. Allí formó un dúo con Leda Valladares, la gran investigadora y recopiladora del folklore argentino, que fue su maestra. Leda con guitarra y charango y María Elena con bombo y caja tocaban en un cafetín de la Rive Gauche en cuyo guardarropas se ganaba unas monedas Pepe Fernández, su más íntimo amigo de la adolescencia. Durante un tiempo de mi infancia tomé clases de piano con Pepe, que todavía era persona y no zamba. Mientras aguardaba mi turno, no podía apartar la vista de una foto que Grete Stern le había tomado a María Elena, adolescente pecosa con un cuello enorme que desbordaba de su sweater, asomada a la ventana para mirar el mundo con sus ojos de agua. Los gallegos Fernández, la británica Walsh, la alemana Stern y los moishes Verbitsky, todos vivíamos en Ramos Mejía, que por entonces era un pueblito de la provincia de Buenos Aires. Pepe también tenía otras fotos: María Elena en bicicleta, en la misma época, con un jardinero de lona; Leda y María en el boliche francés, con ponchos exóticos. Me las mostraba y no podía imaginar que existiera una mujer más bella. Por distintas razones, ella fue nuestro amor imposible. Cuando María Elena volvió a la Argentina, Pepe me llevó a conocerla, en la casa modesta a la que se mudaron los Walsh después de la nacionalización de los ferrocarriles, cuando debieron dejar la casita inglesa frente a la estación. Pepe recreaba aquellas historias en respuesta a mi asedio para apoderarme de todo lo que recordara de ella, que era mucho porque entonces recién estaban llegando a los treinta, que a mí me parecía una edad avanzada. Ante terceros la llamábamos La Polilla, para seguir la conversación sin intromisiones.

Iniciativa de un intendente con inquietudes, el festival de Necochea brillaba por sus buenas intenciones. Pero María Elena y Leda eran otra cosa, una exquisitez que cortaba el aliento. Cantaban con un somero vestuario de juglares, que en mi recuerdo se lograba con unos recortes de paño de colores sobre sus mallas negras, mientras la actriz Laura Saniez se hacía la vaca estudiosa, la hormiga Titina o la pájara Pinta y los nenes enloquecían. Cuando María Elena decía “La luna es redonda” mientras con sus manos dibujaba un cuadrado en el aire, las palabras para explicarle se les hacían un nudo en los labios, más lentos que sus cerebritos alerta. No hace falta que cuente las historias deliciosas de esas canciones, en las que cada tema recreaba un género de nuestra música entonces casi olvidada, porque ya hay tres generaciones que las conocen de memoria. Por más vieja y arrugada que sea, Manuelita es tan joven como aquella tarde de mediados del siglo pasado y sigue sin contarle a nadie por qué en ese preciso momento Leda y María Elena se distanciaron.

La otra intimidad que el pudor me impediría contar si ella pudiera leerla, ocurrió veinte años después. Comenzaba la década de 1981. Yo vivía escondido, atisbando los primeros indicios de que la dictadura no duraría todo lo que sus jefes deseaban. Alguien me dijo que María Elena tenía una de esas enfermedades malditas de las cuales no se regresa. Después de años sin vernos me largué hacia su casa sin previo aviso. Me dijo que no quería ver a nadie, que necesitaba estar sola. Y antes de que pudiera despedirme empezó a interrogarme sobre mi vida, a contarme sus presunciones y cotejarlas con mis respuestas, a preguntarme por amigos comunes. Me contó que solían creerla hermana de Rodolfo Walsh y que asentía sin aclarar la confusión. Cuando nos acordamos habían pasado tres horas. Me pidió que volviera la semana siguiente. Cuando me abrió la puerta llevaba un exótico turbante celeste como sus ojos, que dejó de usar al recuperarse de los estragos del tratamiento. En esos meses de five o’clock tea semanal sólo me crucé con la gran fotógrafa Sara Facio, con quien fue feliz por más de treinta años, y con Gabriela Massuh, la otra amiga admitida en aquella fortaleza asediada. María Elena me hacía poner discos de Bill Evans, me señalaba la escalera y me dirigía para que limpiara y ordenara su biblioteca, mientras hablábamos de los libros y de las películas y de las personas. Nada personal, porque MEW era sooooo british. Pero ni aun entonces, pese a la fragilidad extrema de ese combate por su vida, perdió un pedacito de su dignidad y de su orgullo. Alguien me había recomendado un tipo de gimnasia adecuado para después de la cirugía y del tratamiento químico y yo se lo transmití a Sara. No recuerdo las palabras que siguieron al inicial “¿Y a vosh qué te pasha?” con que me atajó la semana siguiente, pero todavía siento la furia de sus ojos fulminándome por haber hecho algo a sus espaldas, como si alguna vez alguna cosa hubiera podido escapar a su control. Por uno de esos lugares comunes que repetimos los legos en la ciudad alisada por el sicoanálisis, siempre pensé que esa actitud de saber y decidir todo la había salvado. Hace dos meses, cuando un grupo de amigos me sorprendió con una fiesta por mis cincuenta años como periodista, María Elena dijo que no podía ir pero que me grabaría un mensaje. Después no pudieron mandarle la cámara prometida. Mejor así. Prefiero la imagen de las fotos que acompañan este recuerdo melancólico.

EL DELICIOSO MISTERIO DE CANCIONES QUE NO RECONOCEN FRONTERAS TEMPORALES


EL PAIS

Viaje de ida y vuelta a la infancia

De padres a hijos, de hijos a padres, la obra de María Elena habita desde siempre el inconsciente colectivo. Canciones que descubren la complejidad de lo aparentemente simple y que remiten a una identidad que escapa a las formas anquilosadas del folklore.

Por Karina Micheletto

Ya la Luna baja
en camisón
a bañarse en un charquito
con jabón....

Quien la pesque
con una cañita de bambú,
se la lleva
a Siu Kiu.

Entre las marcas poderosas que deja el territorio de la infancia, las de la música son, qué duda cabe, de las más indelebles. Cuánto de anterior a la cultura hay en la magia de la combinación de los sonidos, es algo que ningún estudio antropológico puede explicar tan bien como la simple observación de las reacciones de un niño cuando se enfrenta a los primeros estímulos de este mundo, cuando la música aparece sin buscarla, para acunar, calmar, acariciar, acompañar en el viaje más espectacular del recién llegado, el primero. Descubrirse mamá o papá repitiendo aquellas simples nanas que habían quedado guardadas quién sabe dónde, ahora cantadas desde este lado, es también uno de los viajes transformadores que puede emprender un ser humano.

Descubrir más tarde que las canciones de la infancia propia pueden ser también las de la infancia de los hijos, es otro viaje alucinante. No son muchas las canciones que gozan de este privilegio, y las primeras que aparecen son las de María Elena, ya sin apellido, ya una parienta más de tantas familias argentinas de clase media urbana. Esta nueva escucha, desde este lado, descubre además la complejidad que habita lo aparentemente simple –como suele ocurrir en el arte–, la tremenda ternura que cruza su poesía, profundizada con convenientes dosis de humor y picardía, las metáforas contundentes que imponen canciones como la de “Manuelita”, la locura de otras como el “Twist del Mono Liso” –ésta de chica me parecía perfectamente lógica, al escucharla de grande imagino alguna aventura cannábica de la autora–. Y, también, el profundo conocimiento de la música argentina que se necesita sintetizar en una chacarera como la de los gatos, aquellos tres morrongos elegantes que se largan a Tucumán, tras el dato del concurso para gato; o en una baguala como la de Juan Poquito, el grillo que llora a su novia la chicharra.

Este conocimiento es un acervo que María Elena fue a buscar expresamente junto a Leda Valladares, con quien primero empezó a cantar canciones folklóricas en París, y con quien luego emprendió un viaje por el Noroeste en busca de la tradición oral de esas regiones. Eran dos mujeres desclasadas –en tanto ninguna de las dos siguió las reglas que la clase acomodada a la que pertenecían esperaba de ellas, aunque ambas crecieron en hogares donde fluía la música– rastreando aquellas canciones Entre valles y quebradas (así se llamaron los dos volúmenes que grabaron en la Argentina), más tarde investigando en el folklore español (con Canciones del tiempo de Maricastaña) o en los villancicos anónimos de Latinoamérica (con Leda y María cantan villancicos). Un recorrido que aún hoy, como las canciones que más tarde compondría María Elena, suena novedoso. Que remite –descubre, todavía hoy– a una identidad que escapa a las formas anquilosadas del folklore.

Algo más tarde, ya con este mundo recorrido, llegarían las canciones de puño y letra de María Elena. Una grabación reciente rescata el poder de estas canciones: en Aymama canta María Elena Walsh, este trío de chicas muestra hasta qué punto el material es apto para dotarlo de otras formas. Allí suenan nuevos colores y armonías para estas canciones que son para grandes y chicos, como ocurre con las buenas canciones. Enseguida aparecen algunas versiones más o menos recientes que expanden en distintos contextos a María Elena: La “Canción de bañar la luna” en las voces de Luna Monti y Juan Quintero, sólo acompañados por los sonidos que emiten con sus palmas y sus bocas. “El reino del revés”, por Botafogo, toda una apuesta. O el rescate de “Barco quieto” que hace Teresa Parodi en su último disco, Corazón de pájaro. Y vuelven también otras versiones anteriores recordadas, como el disco que grabaron a principios de los ’80 Liliana Vitale, Verónica Condomí y Lito Vitale (María Elena de nosotros), y El Cuarteto Zupay canta a María Elena, de la misma época. Vuelve también la versión de Tita Merello de “Los ejecutivos”. La de Sandro de “Como la cigarra”, con la que abría un espectáculo a mediados de los ’90. Y, claro, Mercedes Sosa asumiendo este himno como propio, entre tantas otras.

Las de la propia María Elena (editadas por este diario en tres CD en el año 2000) siguen sonando tan frescas como entonces. Ya en sus primeros discos solistas, como Canciones para mirar o Canciones para mí, de 1964 –tenía entonces 24 años– están muchas de esas melodías de María Elena que hoy son marcas indelebles para miles: La de Manuelita, la de bañar la luna, la de tomar el té, la del gato que pesca, la del último tranvía, la chacarera de los gatos, la del Mono Liso. “Ojalá estas canciones sirvan para que los chicos se den la mano, y eventualmente arrastren en su viaje a algunos grandes un poco cansados de ser siempre grandes. Y ojalá también –nena o chiquilín que te asomas a esta casita– puedas decir: ‘Son canciones para mí’. Para ti las hizo y las canta cuantas veces quieras, María Elena Walsh”, había escrito la autora en la contratapa de aquel long play. En eso andamos, los grandes y los chicos, todavía acunados por el poder musical del territorio de la infancia. En eso seguirá andando esta mujer huraña en público, tantas veces antipática en sus declaraciones, tremendamente dulce en la privada cotidianidad de miles. En la luna en camisón que descubre mi hija de dos años por la ventana de un micro, y que la ayuda a enfrentar en media lengua su primer viaje largo : Mamá, mirá la luna, ya baja en camisón. Yo la traigo acá en mi mano y viene con nosotras. Mirá mamá, tiene una cañita de bambú. Me voy a dormir con esta luna...

Pedacitos de cielos / Marìa Elena Walsh

Por Mariana Cincunegui * en El Paìs

“Al este y al oeste llueve y lloverá...” y con esta canción yo acunaba mis días, en un país de No me acuerdo, de Mambrú y Reina Batata, mis sueños como el de todos, mis ganas de ser y crecer como tantos chicos de la generación del ’70, generación de escuela fría, delantal a cuadritos, mate cocido y tinenti, silencios dominantes y un hada que curaba con la Vacu na lu na lu!

María Elena Walsh será idioma de infancia que no hace caso, que es impulso, sinceridad. Será en mí esa voz que se colaba entre comunicado número..., Pantera Rosa, el Correcaminos, libros escondidos con secretos de libertad como Dailan Kifki, Tutú Marambá que mi madre sabía atesorar.

A la hora de la cena estaban todos invitados y yo daba mi concierto, quería ser cantante para niños, acompañada por un casete que iba y venía mil veces entre Violeta Parra, Serrat, Roberto Carlos, The Beatles, Pipo Pescador y Doña Disparate. Mi mamá tejía mi crianza y su profesión de docente y pedagoga con sus palabras y el timbre de su voz.

Los poemas de María Elena Walsh cada noche para ir a dormir sembraban un mañana para toda una generación y con el eco de su voz entraban sus melodías por la ventana con la luna en camisón. A mi cumple de 2 años vino invitado el Mono Liso y en una torta de Zooloco salió bailando el perro Salchicha.

María Elena es la poeta, la cantante que llevo en mí como tantos miles, impresa con tiempo y perfume, infancia, instante, hoja en blanco, del ser niño. María Elena Walsh lleva la cadencia y el ritmo de un rincón del mundo, de patios, corso, escuelas, reuniones familiares, peñas, teatros, cumpleaños y celebraciones, encuentro en un más allá.

Pintó pedacitos de cielos, nos llevó a París, nos llenó de selva, puna y cañaveral, un grillo, un poncho y un chamamé, un cocinero que señala con el dedo, una princesa que se anima a ir por su deseo. Nos enseñó a soñar con el té de princesas, con castillos solos, príncipes y caballeros, viajes al fondo del mar, con jardines donde cantar –mírenme soy feliz...–. María Elena Wlash es un serluz, timón cultural, palabra que enciende música en cada uno de muchos. Espacio, nota, sendero y libertad, abrió picada, dejó huella.

Allá va, tirada por peces, pulpos, confites y caramelos, duendes y focas, gatos murrungatos en la luz de la integridad y acá queda una baguala con comparsa de un pueblo que le canta.

¡¡¡Gracias, GRACIAS por tanto, Sra. cuento y luz!!!

* Cantautora de música infantil.

SIN EMBARGO ESTOY AQUI, RESUCITANDO...



tomado de EL PAIS

El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba

Creadora de personajes entrañables, como Manuelita la tortuga, y de canciones inolvidables, fue una de las grandes figuras de la cultura popular del siglo XX. Escribió más de 40 libros y no esquivó nunca –ni siquiera en dictadura– el debate político.
Por Silvina Friera

Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”. Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad.

La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico.

Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro.

Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.”

De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante.

En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh.

Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable.

Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”.

A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”.

Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!”.

Producción: Sergio Sánchez y Emanuel Respighi.
Ilustraciones: Alina Cazes.

marìa elena walsh