viernes, mayo 21, 2010

Alejo Carpentier y la defensa de la República Española



Eliades Acosta Matos • La Habana


Nada como el Capítulo 10 de “La Consagración de la primavera” de Alejo Carpentier(1) para demostrarnos que lo aprendido en los libros de Julio Verne y Salgari no funciona cuando preparamos la mochila que nos ha de acompañar a una guerra de verdad. Más o menos lo mismo que suele ocurrir con los manuales de todo tipo.

Enrique, revolucionario cubano exiliado en Paris desde la lucha contra el tirano Machado, este último inolvidablemente retratado por el poeta Rubén Martínez Villena como “El asno con garras”, es arrastrado por los acontecimientos y el recuerdo de Julio Antonio Mella, el líder que cae asesinado en México en brazos de Tina Modotti, y se une a un grupo de sus compatriotas que se alista a cruzar la frontera para unirse a las fuerzas republicanas. No es miembro del Partido Comunista, pero el recorrido entre Gare d’Austerlitz, Perpiñán y Figueras lo garantiza el Partido para todos los que, como aclara su amigo Gaspar, el trompetista,… “tienen cojones, ganas de pelear y voluntad de acabar con el fascismo hijo-de-puta” (2). En España, se dice Enrique,… “millares de hombres venidos de todos los extremos del mundo peleaban contra una realidad, un sistema, y sobre todo, un espíritu”. (3)

El arrebato del ideal es sometido a su primera gran prueba por la vida: la selección de los objetos que el guerrero ha de llevar consigo a los combates, última estación de la vida civilizada antes de internarse en las tinieblas.

Lo que escoge Enrique recuerda los consejos para acampar extraídos de un Manual de los Boys Scout:

“…un reverbero mínimo, con pastillas de alcohol endurecido, una cazuelita plegadiza para calentar café, agua oxigenada, bolas de cera para los oídos, espejuelos obscuros, y hasta un periscopio extensible montado en tijerillas metálicas, que doblado cabía en un bolsillo, para mirar sobre el parapeto de las trincheras…” (4)

La realidad, como siempre, no tarda en imponerse:

“ Tira toda esa mierda a la basura, y apunta lo que debes llevar: —le dice Gaspar-Ungüento contra las ladillas; permanganato en sobrecitos(que el permanganato rinde mucho, abulta poco y sirve para todo);una buena cuchilla mixta, de esas que tienen abrelatas y tirabuzón; esparadrapo, algún jabón corriente que lo mismo te sirva para lavarte que para quitar la grasa al plato del rancho; un poco de algodón, aspirina en polvo y un suspensorio…Y-¡se me olvidaba!-dos docenas de preservativos, por lo menos, porque cuando se vuelve del frente después de no oler hembra en tres semanas , cualquier cáncamo, cualquier churriosa te parece una Mae West…”(5)

La comprensión que tenemos del pasado siglo, de alguna manera, está condensada en estas visiones encontradas que Carpentier hace enfrentar, con su habitual ironía. De un lado, lo aprendido desde la cuna, lo que se nos ha enseñado que debe ser la sociedad en evolución; los cambios siempre graduales que respetan derechos, diz que sacrosantos y consagran diferencias, diz que eternas. Del otro, la irreverencia de la vida misma, la ebullición de lo que no reconoce fronteras y salta todo valladar; lo revolucionario que se desborda transido de impaciencia para resolver en meses, días, horas, lo que se añejó durante siglos y que la víspera de ser barrido por el torrente, siempre da la sensación de inconmovible.

El Siglo XX, magistralmente recorrido por Alejo Carpentier en “La Consagración de la Primavera”, su novela más autobiográfica y militante, aunque no haya tenido tiempo de saberlo, es precisamente, todo lo que media entre las notas vienesas de un vals de la “Belle Epoque”, el sonido de los metales de una banda que toca “La Internacional”, para terminar con “Lose Yourself”, de Eminem; lo que separa a Freud, de Lenin y de Michael Moore; al Superhombre de Schopenhauer de los olvidados de la Tierra de Frank Fanon, y también de los neocons del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano.

Un siglo que comienza con el cinematógrafo silente de los Lumiere, no pudo sino terminar con el estruendo horrísono de las Torres Gemelas de New York devoradas por la venganza enloquecida de los humillados y ofendidos que vislumbrase Dovstoieski.

Todas estas paradojas, estas modernas aporías eleáticas, tan carpenterianas, tan de “El reino de este mundo”, se concentran en su visión del Siglo XX como “Siglo de las Revoluciones”, a diferencia del XVIII, reinado glorioso de la Diosa Razón. Aquí el movimiento suplanta a los programas políticos y hace de ellos vulgares trasvestis. Acontecimientos impredecibles, crueles, se mofan de los ideales de los hombres, mientras los avientan al vacío. Los hijos de los militantes trotskistas antiestalinistas de ayer constituyen hoy la Guardia de Hierro del bushismo, los adoradores de Leo Strauss que se apellidan Wolfowitz, Perle, Kristol o Feith: la mochila de acampar de Enrique nos parece aún más patética y desvalida ante las realidades de la guerra, y estos giros de la vida.

¿Y no hay salvación o asidero posible? ¿Nada puede hacerse?

“Ungüento y permanganato en sobrecitos…” —nos recuerda socarronamente Gaspar, o lo que es lo mismo, el propio Alejo: al morir en Paris, el 24 de abril de 1980, escribía la novela de la vida de Pablo Lafargue, el luchador social nacido en Santiago de Cuba, que fue yerno de Carlos Marx. La última lección del Maestro.

Carpentier había visitado Madrid, por primera vez, en 1933. Con las mil pesetas que le pagó Julio Alvarez del Vayo por publicar su novela “Ecue- Yamba-O” dió un banquete a sus amigos. Nunca olvidará a Lorca, a Salinas, a Marichalar, a Pittaluga. Regresará en 1934, para asistir al estreno de “Yerma”.Así reflejará en “La Consagración…” el significado del asesinato de Federico:

“…No era sino la muerte de un poeta, es decir, del más inerme, del más inofensivo, del menos peligroso, de todos los seres humanos. Y sin embargo, las balas sobre él disparadas penetraron también en las carnes de millones de hombres y mujeres, como un aviso de próximos cataclismos que a todos nos afectarían por igual”. (6)

Conmovido por los acontecimientos de España, como hombre de su tiempo, Carpentier está en Paris cuando se inicia el Primer Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, inaugurado el 21 junio de 1935 por André Gidé con palabras trágicamente premonitorias:… “Un miedo común nos reúne aquí… Que la cultura está amenazada es cosa que el empobrecimiento intelectual de ciertos países obliga a aceptar.”(7).No figura entre los delegados aunque, coincidiendo allí con Vallejo, Neruda, los españoles Julio Álvarez del Vayo, Andrés Carranque de Ríos, Arturo Serrano Plaja, y el argentino Raúl Gonzaléz Tuñón se sabe que asistió a reuniones informales en un hotel de Montparnasse. Es difícil de creer que el cubano no figurase entre los cientos de personas que abarrotaron, durante los cuatro días que duró el Congreso, el teatro de la Mutualidad, teniendo en cuenta los temas tratados y el prestigio intelectual de los delegados presentes.

Entre Valencia, Madrid, Barcelona y Paris, con la presencia de 150 delegados de 26 países, tuvo lugar el Segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, que se prolongó del 4 al 18 de julio de 1937. La delegación cubana estaba compuesta por Juan Marinello, Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Leonardo Fernández Sánchez y Alejo Carpentier. La presencia cubana ostentaba la misma desproporción que tendrían los combatientes cubanos en las Brigadas Internacionales, teniendo en cuenta la población total de la Isla, por aquel entonces. Pero en los asuntos de la sangre y el corazón las estadísticas no funcionan.

La discreta participación de Carpentier en las sesiones del Congreso contrasta con su brillante personalidad, su don de conversador impenitente y sus convicciones antifascistas, para esa época ya consolidadas. No figura entre los ponentes. No resultó electo para responsabilidad ulterior alguna, ni siquiera en el buró correspondiente a Cuba, como ocurrió con Marinello y Guillén. Sin embargo, no se puede hablar del Congreso sin remitirse a sus cuatro excelentes crónicas sobre aquellos días publicadas entre el 12 de septiembre y el 31 de octubre del propio año en la revista “Carteles”con el título de “España bajo las bombas”.

Antes de pisar por segunda vez tierra española, ya había escrito contra el nazismo alemán y el fascismo italiano. Se considera que el primer artículo periodístico antifascista de Carpentier data del 25 de mayo de 1930, y se tituló “El gran malestar de Europa en 1930”, dedicado al escritor rumano Panait Strati, perseguido por oponerse a la barbarie represiva que ya asolaba al continente. En 1931 escribe dos artículos dedicados a criticar al nazismo alemán, “Los de la otra orilla”, y “Vida y milagros de un emperador de la época”. En este último, publicado en “Carteles” el 20 de diciembre, no teme desenmascarar a los intereses clasistas y económicos que se mueven tras las sombras, y que lucran con el Nuevo Orden:

“Cuando los espíritus limpios de la vieja Europa se rebelan contra la tiranía de algunos de sus dictadores, olvidan demasiado a menudo que esos títeres ampulosos, histriónicos y declamadores, son casi siempre una hechura de los Potentes que se ocultan hipócritamente bajo los ocho reflejos de sus chisteras.”(8)

En artículos como “Los cánticos del progreso”(13 de mayo de 1932), “Berlín en 1933” (5 de marzo de 1933), y “La oposición en Alemania”, se ha movido entre el horror de la deshumanización extrema del experimento nazi, hasta la esperanza que le infunde la lucha de la resistencia clandestina que protagonizan comunistas, socialdemócratas, e intelectuales comprometidos.

Su critica al fascismo italiano ya ha aparecido también en uno de sus trabajos periodísticos anteriores a 1937, titulado “Al margen de la guerra de Abisinia” (15 de marzo de 1936). El problema español, a la luz del pronunciamiento militar contra la República, ha encontrado cabida entre los temas que aborda con anterioridad al Segundo Congreso. En “Repertorio Americano”, de San José, Costa Rica, correspondiente al 5 de junio de 1937, publica “Los defensores de la cultura”, donde exalta la actitud de la población que se moviliza para salvar obras de arte en peligro de ser destruidas por los bombardeos fascistas.

En consecuencia, es un hombre consciente, y no un turista curioso el que atraviesa el túnel de Port Bou y se encuentra en el interior de la estación un cartel que muestra el cadáver de un niño y la consigna estremecedora: “¡Defended Madrid!”; el que ve en Gerona… “edificios abiertos sobre la calle, como casas de muñecas…Montones de ladrillos erizados de vigas calcinadas. Una mujer amamantando su niño entre las ruinas de lo que fue su cocina hogareña.”(9); el que en Barcelona participa en un programa radiofónico donde Marinello termina su mensaje de esperanza y aliento al pueblo español en perfecto catalán y, sobre todo, el que recoge de la intervención de André Malraux unas palabras que siguen resonando en nuestros días, con acentos terribles:

“En este momento, —comenta Malraux— en que los acontecimientos de España plantean ante el escritor problemas que afectan su propia razón de existir, con imperativos ineludibles, hay demasiados intelectuales que sólo piensan en cambiar los papeles que tapizan sus habitaciones.”(10)

Porque, a pesar de toda la fuerza racional puesta desde antes al servicio de la critica y denuncia al fascismo, es España republicana para Carpentier, su definitivo Camino de Damasco, el lugar de su plena conversión a la causa del Hombre. Es allí donde comprende la futilidad de pavonearse entre escritores e intelectuales ingeniosos, pero inconscientes, y lo obsceno de buscar el éxito artístico, a toda costa, olvidando deberes y compromisos ineludibles a los que Malraux invocaba.

Por sus crónicas desfilan milicianos heridos que ansían volver al frente, comisarios políticos, como el periodista y escritor cubano Pablo de la Torriente Brau, no sólo respetados, sin también amados por sus soldados, la bella María Teresa León, Rafael Alberti, León Felipe, Manuel Altolaguirre, que no había aún fundado “La Verónica” habanera, dirigiendo presentaciones de “Mariana Pineda”, la dulce Anna Seghers,Alexei Tolstoi y Fadeev, José Bergamín, Miguel Hernández y Antonio Aparicio, ambos en uniforme de milicianos, y hasta un fantasmal Octavio Paz, en su mejor época. Pasan también las impresiones de un bombardeo nocturno contra Valencia, la certeza de que… “muchos apolíticos, muchos hombres tibios. irresolutos, sin convicciones definidas, han sido conquistados para la ideología republicana…por los aviones de Franco”(11), y sobre todo, por su carga simbólica y emotiva, el alto en Minglanilla, camino a Madrid, donde los escritores se encontraron rodeados de pronto por los niños huérfanos evacuados de Badajoz, uno de los cuales llevaba tatuado sobre el brazo el “¡No Pasarán!”, y una anciana de negro que les exigió, con acento inolvidable, “ ¡Defiéndannos, Ustedes que saben escribir!”.(12)

En Madrid se asombra Carpentier de la tenacidad de un pueblo valiente que se aferra a la vida, mientras canturrean versiones de coplas populares en las que se burla del agresor inmisericorde que cañonea día y noche. Otra vez la contraposición entre la cultura y la muerte se da , nos cuenta, cuando Neruda se empeña en visitar su departamento de otros tiempos, medio derruido por los obuses, y encuentra un grueso tomo de Góngora atravesado por la metralla. La imagen de la muchacha que hace sus ejercicios en un piano “herido por las balas”, en el castigado barrio de Arguelles, le resulta una expresión simbólica de la resistencia.

Lo que menos hace Carpentier en estas crónicas es hablar sobre las sesiones del Congreso, ni de las palabras brillantes que allí, por fuerza, deben haberse pronunciado: calla lo superfluo aplastado por la carga de una tremenda realidad, y la fuerza de tanta gente humilde, que si bien no saben expresarse con vuelo, hacen de su heroismo callado la mejor epopeya de esos días. España republicana y combatiente desarma en él, para siempre, al pequeño ególatra vanidoso que todos llevamos dentro.

Una de las más hermosas y optimistas revelaciones aparecidas en la obra carpenteriana, consecuencia de su contacto directo con la República española y la Revolución cubana, aparece en “La Consagración de la primavera” cuando en Playa Girón, junto a nuevos milicianos, tras repeler el intento mercenario de imponer en Cuba un gobierno sumiso a los intereses de Estados Unidos, se vuelven a encontrar Enrique y Gaspar. La Historia parece morderse la cola, pero hay un elemento inédito:

—“La ganamos —dice Gaspar— y bien que la ganamos”.

—“Esta nos desquita de otras que hemos perdido allá-digo. En la guerra revolucionaria, que es una sola en el mundo, lo importante está en ganar batallas en cualquier parte.”(13)

Carpentier lo dice sin ambages: es una misma historia, una zaga ancestral de caidas y ascensos contra el mismo enemigo, que no puede terminar sino con la victoria. Poco importa en que punto o país se produzca: siempre se producirá, tarde o temprano.

Otra certeza que Carpentier nos lega aparece en “La Consagración de la Primavera”, en medio de un diálogo del protagonista con un combatiente del Batallón “Comuna de Paris”, de las Brigadas Internacionales. En este caso, la misma ironía conque trató antes al contenido de la mochila guerrera de Enrique se aplica al fruto más sagrado de la civilización occidental, y muy especialmente, de humanistas como el propio Carpentier:

“Cuando el “Comuna de París”ocupó Filosofía y Letras, se hicieron parapetos con libros de Kant, Goethe, Cervantes, Bergson y hasta Spengler. Pero mejor cuando eran autores de muchos tomos…Lo que allí servía eran los setenta y cuatro tomos de Voltaire, los setenta de Victor Hugo, las obras completas de Shakespeare, la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra… Ahí supe, de bruces, entre bibliotecas transformadas en parapetos, que las letras y la filosofía podían tener una utilidad ajena a la de su propio contenido…”(14)

Desacralizado el libro, develada la misión terrenal del escritor, del artista, del intelectual en tiempos de barbarie y muerte, reconoce, no obstante, Alejo Carpentier que la cultura salva y defiende la vida, y que, como comprendieron los brigadistas parapetados en Filosofía y Letras, un tomo de Voltaire puede detener las balas. Otra magistral lección del Maestro, alevosamente escamoteada por estos días, y en la que debió pensar, muy especialmente, al enterarse, de que Pinochet, en 1973, había ordenado quemar sus libros en Chile, como si se tratase de destruir armamento ocupado al enemigo.

En honor a la verdad, lo era. Lo son la obra de todos los grandes escritores de la historia de la literatura universal cuando se ubican junto a la causa del Hombre y contra todo lo que lo reduzca y esclavice, sean las injusticias sociales, los poderes sin límites, las propias miserias humanas. Pero la gran lección de la vida y la obra de Carpentier, ahora que conmemoramos su centenario, es, además, la de la honradez y la decencia, la lealtad a si mismo y al acto de creación asumido hasta sus últimas consecuencias, en el mejor espíritu de José Martí cuando disculpaba a los poetas mambises por no rimar bien, “porque sabían morir( por sus ideales) aún mejor”. Y nos enorgullece que el contacto con el dolor sublime y limpio, con el destino trágico del pueblo español defensor de su República, haya actuado sobre él con la fuerza y el efecto de un baño lustral, exponiendo , para siempre, lo mejor de sí; sepultando, para siempre, lo más mezquino.

Hermosa lección del pasado que resuena en este año y en la propia España con acento especialmente premonitorio, precursor, para el que sepa oir, de un tiempo en que la verdad y el compromiso retornan a casa con los soldados españoles que regresan de una guerra igual de bárbara e injusta como la que presenció Carpentier en sus días; en aquellos tiempos venturosos, casi míticos, en que el Quijote, desde un grueso tomo empastado, repelía a la metralla mortífera y preparar una mochila para la guerra era una oportunidad única para burlarse de todos los manuales.

NOTAS:

1) Alejo Carpentier: “La Consagración de la primavera”. Clásicos Castalia. Madrid, 1998.

2) Idem, P.221

3) Idem, P.220

4) Idem, Pp 223-224

5) Idem

6) Idem, Pp 127-128

7) Manuel Aznar Soler: “I Congreso internacional de escritores en defensa de la cultura. Paris, 1935.”. Vol 1. Generalitat Valenciana, 1987. P.105

8) Citado en Ana Cairo Ballester: “Carpentier, un enemigo del fascismo”, en “Letras. Cultura en Cuba”, V. Editorial Pueblo y Educación. La Habana, 1988. P. 236

9) Manual Aznar Soler y Luis Mario Schneider: “II Congreso de escritores para la defensa de la cultura”. Vol V. Generalitat Valenciana, 1987.P.328

10) Alejo Carpentier: “España bajo las bombas. I”, en “II Congreso…”Oport Cit, P. 329

11) Alejo Carpentier: “España bajo las bombas.II”. Idem, P.336

12) Idem,P. 340

13) Alejo Carpentier: “La Consagración de la primavera”.Oport Cit, P.757

14) Alejo Carpentier: “La Consagración de la primavera”. Oport Cit, Pp 238-239. .

La ética de la escritura: Escritores cubanos en la guerra de España

Ambrosio Fornet • La Habana


1

Hoy no se necesitan argumentos para probar que nos movemos en un ámbito de intertextualidades. Los signos dispersos o articulados de la paz, la guerra y la escritura nos remiten inexorablemente a alguna máxima latina, a Tolstoi o al discurso del Quijote sobre las armas y las letras. Pero también a demandas y conflictos que implican cuestiones de ética, tanto individual como social. Situado, por ejemplo, entre la sevicia de unos y el profundo desamparo de otros —como ocurrió tan a menudo en la guerra de España—, el intelectual comprende que lo que está en juego es la condición humana y, por consiguiente, su propia dignidad como persona. De ahí que la vieja noción de una ética de la escritura recobrara vigencia entre los intelectuales extranjeros que se vieron involucrados en aquella guerra, ya fuera como combatientes o como meros simpatizantes del bando republicano. Aquí me propongo hablar de los latinoamericanos y, entre ellos, de los cubanos muy en particular. Fueron el rostro visible de una impresionante toma de conciencia que se produjo en toda nuestra América y que podría ilustrarse con opiniones como las de Eduardo Chibás —ex dirigente estudiantil de la lucha contra el dictador Machado— y Juan Marinello. Chibás no estuvo en la Península pero, como tantos otros, se hallaba plenamente identificado con la causa republicana. En un artículo publicado en la revista Bohemia, de La Habana, a principios de 1937, afirmaba:

Sobre la tierra de España se están decidiendo los destinos del mundo. Quizá ninguna guerra civil haya tenido nunca mayor trascendencia que la actual contienda española. Ella es la escaramuza preliminar de la próxima lucha mundial entre el fascismo y la democracia.

Y Marinello, en Barcelona, dirigiéndose a sus colegas durante la última sesión española del segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura: “Ya no caben dudas de que España es el punto culminante del mundo y que en sus campos y ciudades se está decidiendo no solo el destino de un pueblo, sino la liberación definitiva del hombre.” Fueron esas convicciones las que suscitaron aquel vasto movimiento de solidaridad encarnado en las Brigadas Internacionales, a uno de cuyos veinticinco batallones, el Abraham Lincoln, pertenecían los anglo y los latinoamericanos. Desde el inicio de la guerra hasta su retirada del país, pasaron por España cerca de treinta y cinco mil voluntarios, cinco mil de los cuales, aproximadamente, murieron en los frentes de batalla. Del total de voluntarios, más de mil eran cubanos. Al despedir a los doce mil que en septiembre de 1938 aún permanecían en España, dijo la Pasionaria:

Madres, mujeres, cuando pasen los años y las heridas de la guerra hayan cicatrizado [...]; cuando los sentimientos de odio hayan desaparecido y cuando todos los españoles sientan el orgullo de una patria libre, entonces hablad a vuestros hijos. Habladles de estos hombres de las Brigadas Internacionales.

No sé si podremos exigirles a las madres de hoy que les hablen efectivamente a sus hijos de aquellos hombres —cuyos rasgos se pierden en la bruma de tiempos que ya nos parecen remotos—, pero podríamos recomendarles que, en el momento oportuno, les hagan leer algunos poemas, o relatos, o crónicas escritas al calor rugiente y militante de la guerra. Eso les permitirá conocer, vívidamente, cómo opera la famosa relación del hombre y su circunstancia, en este caso sobre personas que opinan que este mundo está mal hecho y que por tanto debiera cambiar.

En la despedida de los voluntarios, el dirigente italiano Pietro Nenni dijo que aquellos hombres, sin proponérselo, “habían vivido una Ilíada”. La alusión es justa, pero requiere una importante precisión. Los héroes de la epopeya clásica procedían de estratos sociales elevados y sus códigos de conducta eran los propios de su linaje. Ya Auerbach señaló el enorme contraste que existía entre los personajes de Homero y los del Evangelio, por ejemplo, plebeyos en su mayoría. A su juicio, la dimensión que adquiere de pronto el drama de Pedro, cuando niega tres veces a Cristo, se debe a que, siendo Pedro un humilde pescador, pasa a ocupar de pronto el centro de un escenario histórico trascendental —el del surgimiento del cristianismo— y a protagonizar un conflicto que remite a valores universales (le integridad moral, la valentía, la posible negación de ambas), papel que hasta entonces estaba reservado a otros. Homero no podía imaginar que un simple pescador de Galilea pudiera ser situado a esa altura. Lo que se les reveló a muchos intelectuales extranjeros, al entrar en contacto con los combatientes españoles, fue que sí se podía. El heroísmo —cierta forma callada de heroísmo— parecía ser en ellos un estado natural. En este sentido, no conozco testimonio más elocuente que el de Octavio Paz, en un pasaje de El laberinto de la soledad; vale la pena citarlo in extenso:

Recuerdo que en España, durante la guerra [dice Paz], tuve la revelación de “otro hombre” y de otra clase de soledad: ni cerrada ni marginal, sino abierta a la trascendencia. Sin duda, la cercanía de la muerte y la fraternidad de las armas producen, en todos los tiempos y en todos los países, una atmósfera propicia a lo extraordinario, a todo aquello que sobrepasa la condición humana y rompe el círculo de soledad que rodea a cada hombre. Pero en aquellos rostros —rostros obtusos y obstinados, brutales y groseros, semejantes a los que, sin complacencia y con un realismo, acaso encarnizado, nos ha dejado la pintura española— había algo como una desesperación esperanzada, algo muy concreto y al mismo tiempo muy universal. No he visto después rostros parecidos.

Paz añade que lo tiene sin cuidado la posibilidad de que su testimonio sea “tachado de ilusorio”; esa experiencia, dice, “ya forma parte de mi ser”. No quisiera simplificar una visión tan compleja y sugerente, pero me atrevería a decir que aquellos rostros “obtusos y obstinados” no eran sino el rostro del pueblo, tal vez una sobreimposición, como se diría en la jerga fotográfica, de los rasgos faciales de Sancho y el Quijote. De ahí que los modernos aedos —César Vallejo, en este caso— no tengan empacho en cantarle a un obrero ferroviario, a aquel Pedro Rojas, por ejemplo, que escribía “¡Viban los compañeros!” con “b” de buitre y cuyo cadáver “estaba lleno de mundo”; o a aquel Ramón Collar, yuntero, “paladín de Madrid y por cojones”...

Cuando los términos “España” y “pueblo” se fundieron, para los hispanoamericanos, en una entidad indivisible, llegó a su clímax el proceso de reconciliación con la antigua metrópoli que había empezado casi cuarenta años antes, en 1898. Se produjo, en suma, lo que José Carlos Rovira ha llamado “una resemantización de la palabra España”, que implicó —como fue el caso de Neruda y el de otros muchos— “un momento de viraje”, tanto ideológico como político y literario. Y es que en el imaginario histórico latinoamericano los rasgos fantasmales del pasado habían sido lúcidamente reemplazados por los del futuro, es decir, los del Conquistador por los del Trabajador. Nadie lo expresó mejor que Nicolás Guillén, en la primera de sus “Angustias”: ni Corteses ni Pizarros, advirtió, sino milicianos “con sus callosas, duras manos”; y en lugar de cascos y viseras, metal que sirva a los soldados, obreros y artistas para fundir “balas de ametralladoras”. Poco después, en un artículo publicado en la revista Mediodía, de La Habana, Carpentier retomaría la antítesis cargándola de connotaciones clasistas: de un lado, los terratenientes andaluces, los dueños de minas asturianos, los business men catalanes...; del otro, ese pueblo —clase media incluida— que bajo pésimas o precarias condiciones de vida había creado “todo lo que nos hace admirar a España: su música, su plástica, su arquitectura, su hidalguía moral”.

Este primer paso —el descubrimiento del pueblo, con la consiguiente transformación de los paradigmas heroicos— implicaba la recuperación de la memoria colectiva, que en el caso de las clases populares era una memoria saturada de agravios. Carlos Montenegro —uno de los dos grandes gallegos de la narrativa cubana, junto con Lino Novás Calvo— publicó en La Habana en 1938, coincidiendo con el artículo de Carpentier, Tres meses con las fuerzas de choque (División Campesino), libro en el que reivindica esa memoria en nombre de la justicia social.

Yo he estado en Guadalajara [dice]. Toda esa provincia era de un solo hombre, el conde de Romanones; pues la he visto seca, a sus habitantes viviendo en cuevas, la miseria en todas partes, el polvo hasta dentro de los ojos de los niños campesinos, agitanados y macilentos. Y lo mismo en Murcia, y lo mismo en Teruel, donde los hombres de la tierra han labrado hasta los montes más altos, modificando el aspecto del paisaje en una inútil obra de gigantes. Por eso el pueblo español ha ido espontáneamente a la resistencia. Aún me acuerdo yo de Galicia, donde mi padre tenía una fábrica de salazón. Mi padre se acostaba con las obreras más jóvenes, les hacía un hijo y les pagaba con un costal de harina. Y mi padre era un hombre de ley, militar y carlista de medalla, cruz y boina roja. No lo detracto: era un producto legítimo del régimen que ahora quiere regresar y contra el cual luchan los españoles con la decisión de pagar todos los precios.

A esa indignación que pudiéramos llamar clasista o justiciera, se suma la que produce el horror desnudo de la guerra. Dice Neruda, en su archiconocido “Explico algunas cosas”, de Tercera residencia: “¿Preguntaréis por qué su poesía/ no nos habla del sueño, de las hojas, / de los grandes volcanes de su país natal?// ¡Venid a ver la sangre por las calles, /venid a ver/ la sangre por las calles, / venid a ver la sangre/ por las calles!” En el relato Aviones sobre el pueblo (1937), Montenegro dramatiza la toma de conciencia de un humilde zapatero remendón que asfixió a sus propios nietos tratando de protegerlos de las bombas, y Guillén, en el poema citado, nos conmina con esta imagen brutal, que parece una transcripción verbalizada del “Guernica”, de Picasso: “¡Miradla, a España, rota!/ Y pájaros volando sobre ruinas,/ y el fachismo y su bota/ y faroles sin luz en las esquinas,/ y los puños en alto,/ y los pechos despiertos,/ y obuses estallando en el asfalto/ sobre caballos ya definitivamente muertos...” “Cuando empezaron los bombardeos sistemáticos de Madrid” —diría muchos años después Carpentier, por boca de uno de sus personajes—, “cada obús nos retumbó en las entrañas”.

2

Tal vez el primer testimonio cubano sobre la guerra de España sea el “Diario íntimo” escrito entre julio y octubre de 1936 por José María Chacón y Calvo, primer secretario de la Embajada de Cuba en Madrid, texto que permaneció inédito durante 70 años. En medio de la “barbarie” desatada por un conflicto donde, según sus propias palabras, media España se empeñaba en destruir a la otra mitad, Chacón no tardó en descubrir que la República liberal y democrática había respondido a aquella sublevación militar sin precedentes en la historia española, con “una verdadera revolución social”. Como ferviente cristiano y sincero defensor de la “neutralidad de la cultura” Chacón se preguntaba, horrorizado, si no sería posible “humanizar esta guerra atroz”, pero como “hombre de pueblo”[sic], folclorista, con vocación esencial”, veía con simpatía, según anotó ocho días después de iniciado el conflicto, “esta masa popular, vibrante, propicia al rasgo heroico o al sacrificio total”. “Hay en este movimiento desgarrado y violento” —escribió más tarde, al evocar a las mujeres que un día desfilaron bajo su balcón cantando La Internacional— “un fondo místico indudable”.

Permítanme ahora abolir un año para referirme a la participación cubana en aquel gran Congreso de intelectuales antifascistas inaugurado a principios de julio de 1937 en Valencia, continuado en Madrid y Barcelona, y clausurado en París a mediados de mes. Al ciclo español asistieron por Cuba Juan Marinello —quien presidiría el bloque hispanoamericano—, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez y Leonardo Fernández Sánchez. Fue —ha dicho Marinello—uno de los Congresos “más interesantes a que he asistido, porque se produce dentro de la pelea diaria [...] Mientras se discutía una tesis en el Congreso, sabíamos que se estaba peleando afuera, y nos traían banderas ensangrentadas del último combate”... Es decir, se vivía en un espacio de situaciones límite, que parecía exigir definiciones en todos los planos de la vida social e intelectual. Pita Rodríguez, por ejemplo —que entonces residía en Francia— podría sumarse a la lista de aquellos para quienes la experiencia viva de España supuso un vuelco decisivo:

Regresé de España a Francia poco después del Congreso [recordaba muchos años después] con una transformación ideológica completa. Cuando aquello, yo era políticamente un revolucionario emocional, sin base teórica... Pero mi estancia en España, la experiencia del evento, lo que observé de la guerra me maduraron por dentro y penetraron en lo más hondo de mi corazón, y empecé a devorar libros, periódicos y revistas marxistas.

3

Con los textos de los asistentes cubanos al Congreso que daban cuenta de las actividades del mismo o de sus propias andanzas por tierras españolas, podría hacerse una conmovedora antología. Iría precedida tal vez por las sinfónicas estrofas de España, poema en cuatro angustias y una esperanza —algunos de cuyos versos he citado—, que Guillén escribió y publicó en México, en mayo de 1937, y cuya segunda edición no tardó en aparecer en Valencia. (Cronológicamente, el poema encabeza ese gran tríptico hispanoamericano que forman, además, España, aparta de mí este cáliz, de Vallejo, y España en el corazón, de Neruda.) Como preámbulo de nuestra imaginaria antología podría incluirse también el manifiesto que firmaron varios intelectuales cubanos en julio de 1936, apenas un mes después de lo que entonces se llamaba "la sublevación militar-falangista". Su importancia estriba en que por primera vez sitúa la epopeya española en su dimensión verdadera; se trata —dice el manifiesto— de "un episodio nacional de la gran pugna en que se hallan empeñados todos los oprimidos de la tierra en el camino de su manumisión, y ello le comunica un trágico interés universal". A través de los artículos y crónicas de aquellos días turbulentos estamos en condiciones de seguir, como sobre la coloreada superficie de un mapa, la trayectoria política y emocional de los atrevidos viajeros. Rumbo a Cataluña, por ejemplo, el 3 de julio de 1937, podemos cruzar la frontera con Guillén.

Cuando el viajero de París penetra en España es como si amaneciera en otro mundo [escribe el poeta]. El pequeño túnel que a través del macizo de los Pirineos comunica Cerbere con Port Bou, no hace más que llevarnos, en realidad, de la vida a la muerte, del sereno y egoísta equilibrio francés a la desmesurada tragedia española. Ya en el mismo Port Bou, la destrucción nos sale brutalmente al paso.

Asistamos ahora a la llegada del grupo a Valencia, cuatro días después, y al insólito clima en que se desarrollaron en Madrid las sesiones del Congreso. Es Marinello quien cuenta:

A la madrugada [en Valencia] nos despertó la sirena de alarma [...], el ruido de los aviones enemigos, y, enseguida, el estruendo del cañón antiaéreo limpiando el cielo de alas siniestras. Los días que el Congreso trabajó en Madrid fueron escogidos por los facciosos para demostrar a los intelectuales de toda la tierra la medida de su crueldad. No hubo discurso que no fuese acompañado del repique de las ametralladoras y coreado por el aullido grave de los cañones sitiadores. [...] Entre ataque y ataque salíamos a la calle; el mismo horror de siempre: casas ardiendo, pavimentos horadados, mujeres destrozadas, niños agitándose entre la muerte...

(Por cierto, esas imágenes que aletean como pájaros siniestros sobre todas y cada una de estas crónicas, escritas hace casi 70 años, nos traen a la memoria las que todavía atraviesan a menudo, como jinetes apocalípticos, las pantallas de nuestros televisores. La historia no siempre se repite como farsa.)

Al igual que a sus colegas de otras partes del mundo, a los viajeros cubanos les resultaba imposible contener el tono irritado y patético que brotaba al simple contacto con la realidad española de 1937. Fue algo que no tardarían en descubrir quienes se habían propuesto, como táctica persuasiva adoptada por cierta escuela de periodismo, narrar sus experiencias en un tono objetivo y mesurado. Véase el caso de Carpentier. Voy a detenerme en el conjunto de cuatro textos que publicó entre septiembre y octubre de 1937 en la revista habanera Carteles. El primer problema que se le plantea es un dilema de escritura —diría yo—, entendiendo por escritura, a la manera de Barthes, una "moral de la forma", o si se prefiere, un "lenguaje literario transformado por un destino social", que es de hecho lo que hemos venido llamando una ética. Desde el punto de vista práctico el asunto parecía limitarse a un problema metodológico, pero Carpentier percibió de inmediato su verdadera magnitud y se sintió obligado a ventilarlo en un preámbulo que escribió para la serie. Se trataba, en suma, de lo siguiente: pensaba él dar cuenta de su periplo escribiendo artículos y no reportajes, porque a su juicio el reportaje, por exigir determinadas concesiones a lo puramente anecdótico y descriptivo, resultaba inadecuado para reflejar en su compleja intensidad la situación de España. Pero tan pronto como atravesó el túnel de Port Bou —ese pequeño túnel que ya conocemos, con toda su carga alegórica, y que reaparecería años después en el capítulo inicial de La consagración de la primavera— su propósito sufrió una mutación. "Me di cuenta [dice] que para hablar de la España que contemplaban nuestros ojos de hombres, era imposible permanecer en un plano meramente crítico o especulativo". De ahí que decidiera convertirse en testigo-participante desechando sus pruritos académicos y siguiendo, por el camino de Pascal, "la lógica del corazón". El resultado fue "España bajo las bombas", título genérico con el que aparecieron sus colaboraciones en Carteles y que constituyen —con las crónicas de Pablo de la Torriente Brau, a las que volveremos más adelante, y las ya citadas de Carlos Montenegro— un modelo del mejor periodismo cubano del siglo.

¡Estamos en España! [escribe Carpentier]. A cualquier hora, en cualquier instante, los aviones pueden dejar caer sobre estas viejecitas, sobre estos niños, sobre estos modestos empleados ferroviarios, feroces cargas de explosivos. Aldea fronteriza, Port Bou conoce un terrible privilegio: el de poseer una estación terminal importante. Los franquistas han tratado de destruirla varias veces. Hasta ahora no lo han logrado.

"Hasta ahora"..., un sintagma que basta para mostrarnos la abismal diferencia que marca el latido de la vida a ambos lados de la frontera. Esa diferencia consiste, simplemente, en la intensidad con que se vive. Situada bajo la constante amenaza de muerte, ante la permanente posibilidad de no ser, la vida, del lado español, adquiere "una conciencia total de sí misma". Como se ve, el autor viola por momentos las leyes internas del "reportaje" para dar un espacio a la reflexión y al análisis político. De hecho, "España bajo los bombas" es un curioso ejemplo de reportaje autorreflexivo, por decirlo así, en el que su autor no cesa de inmiscuirse con oportunas acotaciones en la trama de su propio discurso. Después de soportar, en el desamparado vestíbulo de su hotel de Valencia, una hora y media de bombardeos nocturnos —los aeroplanos fascistas tienen sus bases en las Baleares y les sobra el combustible—, Carpentier llega a la conclusión de que el bombardeo de las poblaciones civiles es contraproducente:

Podéis estar convencidos de esto [dice]: muchos apolíticos, muchos hombres tibios, irresolutos, sin convicciones definidas, han sido conquistados por la ideología republicana... gracias a los aviones de Franco. En Madrid he visto gentes [...] que antes de la guerra tenían ideas levemente conservadoras, y que hoy son las primeras en alzar los puños y en proferir palabras de odio cuando comienzan los bombardeos cotidianos y sistemáticos de Madrid... ¡La carne grita!

Fue —y permítanme la digresión— lo que le ocurrió al viejo zapatero del relato de Montenegro, quien intuyó oscuramente que las bombas también servían para desenmascarar: “Solo fuera de allí, lejos de allí, eran posibles el engaño de la diplomacia y la mentira de las encíclicas. Pero allí no, allí las bombas lo arrasaban todo: las casas hasta los cimientos, y la vida, y los escapularios y los crucifijos...” Vuelvo ahora —si así puede decirse, aunque las fronteras del horror sean las mismas— a “España bajo las bombas”. Mientras se dirigían en caravana de autos a la capital, Carpentier y sus compañeros habían creído tener la más profunda y conmovedora experiencia de todo el recorrido en una aldea de Castilla donde algunas docenas de niños, huérfanos de guerra, les dieron la bienvenida cantando a coro bajo las ventanas del lugar donde descansaban. Horas después, al término del viaje, descubrirían que, en contraste con Valencia, Madrid ya no podía ser sorprendida por los ataques enemigos, porque allí el cañoneo no cesaba nunca. El poeta Emilio Ballagas había ridiculizado la arrogancia de los fascistas evocando al Madrid de 1936 que, “con su puño de luz” en alto, les había impedido entrar a la ciudad bajo “un arco de triunfo de cadáveres”. Pero ahora, mucho más que entonces, la población vivía perennemente en el filo de la muerte [anota Carpentier]. En cualquier instante los obuses enemigos pueden penetrar en vuestra casa, llevarse vuestro balcón, abrirle un nuevo hueco a la torre de la Telefónica [...], matar al pobre empleado que sale de una estación del Metro, echar abajo una iglesia, llenar vuestra sopera de cristales rotos... En tales circunstancias, los madrileños han optado por la más heroica solución: viven como si nada ocurriera. Han abolido el luto.

En "tales circunstancias", ¿qué puede hacer el escritor sino dar testimonio de esa fría barbarie y esas insospechadas formas de heroísmo? Por los ojos de Carpentier vemos a algunos de los ciento cincuenta autores de veintiséis países que asisten al Congreso —Huidobro y Vallejo, Alexei Tolstoi y Tristán Tzara, Rafael Alberti, el anfitrión solícito...— convertidos ahora en personajes de uno de ellos, el que a su vez, en algún momento del viaje, observado por unos ojos implorantes, se verá obligado a verse como personaje a sí mismo. Ahí están Marinello, Guillén y los demás cubanos junto a Octavio Paz y Carlos Pellicer apretujados en un autobús que los lleva de Port Bou a Gerona por los ondulados caminos de la Costa Brava; ahora escuchamos a André Malraux disertando sobre la responsabilidad social del escritor, y a Marinello, en una pequeña estación de radio provincial, despidiéndose de los oyentes en un catalán impecable, privilegio que debía a su padre y a sus maestros de Villafranca del Panadés, donde pasó parte de su infancia; allí está Guillén ante el micrófono proclamando, sin pelos en la lengua, las verdades de José Ramón Cantaliso; allí está Neruda, en la añeja casona de Madrid donde se había alojado años antes, descubriendo entre sus abandonadas pertenencias una voluminosa edición de la obras de Góngora, ahora atravesada por una bala; y allí, en el Paseo de Rosales, sembrado de trincheras y milicianos, esquivando escombros y cristales rotos, vemos deambular a Pita, Neruda, Paz y Vallejo por los rumbos del Manzanares y de la Moncloa, casi a la vista del enemigo. Como el lente impasible de una cámara, la mirada de Carpentier va desplegando ante nosotros esa galería de personajes, consciente de que merecen un trozo de posteridad, pero sin poder olvidar del todo la pregunta que se vio obligado a hacerse en la aldea de los huérfanos: ¿Qué puede la literatura? En efecto, al despedirse de los vecinos, en la placita del pueblo, se le acercó una anciana de arrugas minuciosas y negro pañuelo a la cabeza y le susurró, implorante, tomándolo como vocero del grupo: "¡Defiéndannos, ustedes que saber escribir!" "Nunca —confiesa Carpentier— me sentí tan humillado", porque "¿qué significa el saber escribir ante ciertos desamparos profundos...?” Quizá signifique, entre otras cosas, dar voz a quienes no la tienen, que era exactamente lo que la anciana les pedía. 4

Fue lo que hicieron en aquellos momentos ciertos corresponsales de guerra cubanos como los ya mencionados Carlos Montenegro y, sobre todo, Pablo —Pablo de la Torriente Brau—, quien un 6 de agosto de 1936, después de año y medio de estar cargando bandejas y lavando platos en Nueva York, anunció:

He tenido una idea maravillosa; me voy a España, a la revolución española. Allá en Cuba se dice, por el canto popular jubiloso: “No te mueras sin ir antes a España”. Y yo me voy a España ahora, a la revolución española, en donde palpitan hoy las angustias del mundo entero de los oprimidos. La idea hizo explosión en mi cerebro, y desde entonces está incendiando el gran bosque de mi imaginación.

Le quedaban cuatro meses de vida. En el vórtice del torbellino revolucionario fue comisario político y escribió las estupendas crónicas recogidas más tarde en el volumen Peleando con los milicianos. Murió combatiendo en Majadahonda, no lejos de Madrid, en diciembre de 1936. Ahora —apenas siete meses después, a punto ya de salir de España—, el grupo de los cubanos visita su tumba, en el cementerio de Barcelona.

El paraje y la hora [evoca Marinello] llenaban de sentido el recuerdo del muchacho excepcional. La tumba estaba en un montículo y frente al mar. Caía la tarde y, al tender la vista desde sus restos, al descansar la pena sobre el suave declive de trigos y olivares, pensábamos en cómo hubieran contemplado sus ojos aquel recodo del Mediterráneo, con todas las resonancias de la aventura y de la historia, sus dos grandes pasiones.

Nos cabe la suerte de contar con dos semblanzas de descubrimiento mutuo, la de Pablo, con respecto a su joven zapador, y la de éste con respecto a su jefe. Al parecer, Pablo altera ligeramente los hechos cuando evoca el encuentro:

Descubrí un poeta en el batallón [dice], Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Lo nombré jefe del Departamento de Cultura, y estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y la creación de uno o dos periódicos murales, así como la organización de la biblioteca y el reparto de la prensa. Además planeamos algunos actos de distracción y cultura.

Miguel Hernández, por su parte, le contaría a Nicolás Guillén, en 1937 (testimonio que, como vemos, modifica la información sobre el primer encuentro):

Conocí a Pablo en Madrid, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, esperando yo a María Teresa León... Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes...// Yo le quise mucho. Después de aquella noche que les digo, nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. “¿Qué haces?”, me preguntó alegremente al abrazarnos. “Tirar tiros”, le contesté yo, riéndome también. Pablo era entonces Comisario Político del Batallón del Campesino, hoy división. Me ofreció hacerme también Comisario de Compañía, con lo que estábamos juntos otra vez...

El poeta dedicará a su jefe caído una conmovedora elegía en la que aquel aparece como involuntario oráculo de sí mismo: “Me quedaré en España compañero/ me dijiste con gesto enamorado/ y al fin, en tu edificio tronante de guerrero/ en la hierba de España te has quedado.” Otra elegía de Hernández, por cierto, esta vez la dedicada a García Lorca —que el autor le mostró a Novás Calvo justamente en el velorio de Pablo— nos ofrece una relampagueante caracterización que de pronto sentimos más ajustada al héroe que al mártir: “Tú el más firme edificio destruido./ Tú el gavilán más alto derribado./ Tú, el más grande rugido,/ callado y más callado y más callado.” Confiesa Novás: “Me leí una y otra vez aquel poema. Así yo hubiera querido escribir uno a la muerte de Pablo.” Y volviendo a este, a aquel rasgo tan suyo —el sentido del humor, presente en casi todos sus textos, como humor negro inclusive— detengámonos un momento en los que forman Peleando con los milicianos. Se trata de un conjunto de crónicas y cartas escritas en un lapso aproximado de tres meses entre Barcelona, Madrid y Buitrago de Losoya, pueblito situado a menos de cien kilómetros al norte de la capital. Aparecieron póstumamente en México, en 1938, bajo el título con que han llegado a nosotros. Una de las crónicas más conocidas es la que se titula “En el parapeto”, de octubre de 1936, en la que súbitamente la guerra, por decirlo así, se humaniza, y no porque sea menos cruenta sino porque —a diferencia de lo que ocurre en tantas otras crónicas, en las que vemos llover la muerte de lo alto— aquí se anuncia cara a cara, entre desafíos y burlas mordaces. En este sentido, los personajes parecen estar más cerca de los héroes de la Ilíada que aquellos que son presa de la muerte tecnificada, la que acecha en los campos minados o cae rugiendo sobre las cabezas indefensas como una maldición bíblica. (A mí, la insólita controversia que narra Pablo siempre me ha recordado aquel pasaje del Discurso de las Armas y las Letras en que Cervantes deplora la aparición de la artillería, esos “endemoniados instrumentos” que le permitían a un cobarde matar a un valiente sin tener que medirse con él, y aquellos versos de El son entero, terribles en su simplicidad: “Mátame al amanecer/ o de noche, si tú quieres,/ pero que te pueda ver/ la mano [...], pero que te pueda ver/ los ojos,/ pero que te pueda ver”.) “En el parapeto” —la crónica de Peleando con los milicianos a la que nos venimos refiriendo— es, como reza el subtítulo, el minucioso recuento de una “polémica con el enemigo” que tiene algo de torneo caballeresco, pese a su contexto inocultablemente plebeyo. Ocurrió en la noche del 4 de octubre de 1936, en la llamada Peña del Alemán, en Buitrago de Losoya. Los principales contendientes eran Pablo y un “cura guerrillero”, quienes, para hacerse oír —las tropas de ambos bandos estaban separadas por una distancia de entre trescientos y quinientos metros— debían gritar a voz en cuello.

—¡Rojillos! —exclamaban de un lado— ¿habéis comido hoy? ¿Habéis fumado?

—Sí, fascista, nos sobró pollo, hombre. Ven por él —respondían del otro.

—Eh, rojillos, ¿desde cuándo no vais a Madrid?

—Fascista, hablad claro, que no tenéis espíritu ni para gritar. [...]

—¡Hijos de la Pasionaria! ¿Os habéis enterado de lo de Toledo? ¿Por qué si vais a Madrid tanto no os llegáis a Toledo, que está más cerca?

—Fascista, es que no tenemos tiempo. Tantas palizas como os damos no nos dejan tiempo para todo. [...]

Claro que los retos e insultos iban subiendo de tono a medida que el debate avanzaba, pero puede decirse que pese a todo se mantenía —si me permiten la paradójica expresión— un cierto “espíritu de diálogo”. Refiriéndose al suceso en carta a un amigo de La Habana, comentaba Pablo, con su ironía habitual:

Tuve el honor de endilgarles tres discursos en una sola noche. Y acabaron por gritar: “Que hable el cubano”. Ya ves tú qué honor, que los “camaradas fascistas”, como les llamaba, tuvieran gusto en oírme. [...] Donde llegó mi elocuencia a la cúspide fue cuando, recogiendo mi alusión de que les disparábamos con balas mexicanas, me plantearon el problema de cómo yo me atrevía a reprocharles a ellos usar aviones italianos si (nosotros) empleábamos balas mexicanas. Y he aquí que mi “poderosa” dialéctica dejó definitivamente aclarada la diferencia que existe entre un avión de Mussolini y una bala de los trabajadores de México.

En Pablo de la Torriente Brau ya no es posible aislar los componentes de eso que hemos venido llamando una ética de la escritura: la ética se ha hecho etopeya, una manera de ser y de actuar llevada al nivel de la palabra, de los signos. Entre nosotros, Pablo representa el vínculo más entrañable y permanente de la intelectualidad cubana con la causa de la República en la Guerra Civil española.5

Permítanme volver a Carpentier para concluir la crestomatía y el anecdotario. A través de la picaresca y del padre Cervantes –padre de todos los que escribimos en esta lengua, salvando las respectivas distancias— la obra de Carpentier se inscribe por igual en la historia de las literaturas cubana, hispanoamericana y española. Luisa Campuzano ha podido hablar de “la españolidad literaria” de Carpentier —como antes lo hizo Marinello refiriéndose a Martí— y llamar la atención sobre el hecho, nada casual, de que España aparezca en dos de sus relatos y cinco de sus novelas, “con lo que constituye, fuera de Cuba, el más frecuentado de los espacios y los tiempos narrados por Carpentier”. El vínculo más profundo, desde luego, se da por la vía del idioma, pues siendo Carpentier perfectamente bilingüe —el español, además, no era la lengua materna de ninguno de sus padres biológicos— lo escogió por considerarlo un instrumento de trabajo sumamente flexible; solía bromear diciendo que en francés era imposible decir, por ejemplo, “no por mucho madrugar amanece más temprano”. Pero se me antoja pensar que otro de sus vínculos con España —el político, que con tanta intensidad se había establecido en medio de la Guerra Civil— vino a sellarse definitivamente al escuchar a la anciana de la aldea de huérfanos que lo había humillado, sin proponérselo, haciéndole temer que escribir nada significara ante tanto sufrimiento, ante aquellos “desamparos profundos”. Puesto que una de mis obligaciones o pasatiempos, como crítico, es cazar veladas alusiones, descubrir o establecer correspondencias —lo que hoy llamaríamos nexos intertextuales— entre situaciones o personajes supuestamente desvinculados entre sí, me atrevo a insinuar que pudiera haber un punto de contacto entre dos pasajes escritos a una distancia recíproca de casi cuarenta años: el de la anciana de marras y el de La consagración de la primavera en el que Enrique, el protagonista, residente a la sazón en Caracas, se reprocha no haber participado en la lucha insurreccional que condujo al triunfo de la Revolución Cubana. En los primeros días del año 59 los barbudos cubanos han sido recibidos triunfalmente en la plaza de El Silencio, en Caracas, y mientras la multitud se dispersa, Enrique se refugia en una taberna cercana. Y reflexiona. Lo que ocurrió en los últimos años —piensa— es que se fue quedando solo. O tal vez fuera mejor decir, al margen. En efecto, otros habían hecho lo que era necesario que se hiciera; otros habían llevado a la acción lo que yo, a veces, hubiese anhelado, sin pasar del anhelo; otros habían actuado, combatido, sufrido, caído, vencido, en mi lugar; otros habían pensado por mí; otros habían logrado una victoria, dejándome fuera de esa victoria. Yo era el hombre parado en la acera que asiste a un desfile triunfal, avergonzado al pensar que hubiese podido ser uno de los que marchan entre aplausos en vez de ser uno de los que aplauden.

Conociendo, como conocemos, el cuidado con que Carpentier escogía los escenarios y los nombres, no puede resultarnos indiferente el hecho de que esas recapitulaciones estén teniendo lugar en una “tasca española” del centro de Caracas llamada “La Pilarica”. ¿Una tasca española en el centro de Caracas? Como lo oyen. Y es allí, justamente, donde Enrique reflexiona sobre su soledad mientras saborea “un vino blanco aragonés”. El núcleo de su reflexión —el de la responsabilidad social del individuo, el de la deuda moral con quienes se sacrifican por los demás, aun al precio de la vida— había sido expuesto en Cuba el mismísimo primero de enero de 1959 por Roberto Fernández Retamar en un poema titulado, precisamente, “El otro”: “Nosotros, los sobrevivientes/ ¿a quiénes debemos la sobrevida?”... Es una reflexión que en cualquier caso precede a la escritura y cuyo desafío sólo puede afrontarse en la práctica, ya sea mediante la acción directa o mediante un esfuerzo por rescatar la memoria colectiva, lo que bien podríamos llamar una operación contra el olvido histórico. Puesto que no era escritor, Enrique optará por la primera vía insertándose (“¡Como en Brunete!”), en una batería de morteros durante la batalla de Playa Girón, acto del que quedará constancia escrita en una novela que conocemos muy bien.

En 1959 Carpentier, como su personaje, residía en Caracas. Años después, al tratar de explicar por qué él también decidió regresar a Cuba, respondió escuetamente: “Había voces que me llamaban”. Son esas voces las que llenan, con su polifónica textura, el monumental espacio de La consagración de la primavera. Quiero creer que ellas también intentan responder, a su modo, al reclamo de la anciana, aquella implorante y categórica anciana de la aldea de los huérfanos.*

BIBLIOGRAFÍA

Erich Auerbach: Mimesis (1946). Tr. I. Villanueva y E. Imaz. Pról. Rafael Hernández. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1986.

Ángel Augier: Nicolás Guillén. Notas para un estudio biográfico-crítico, t. II. Santa Clara, Universidad Central de Las Villas, 1964.

M. Aznar Soler y L. M. Schneider (eds.): II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Ponencias, documentos y testimonios. Barcelona, Laia, 1979.

Luis Báez: Memoria inédita. Conversaciones con Juan Marinello. La Habana, Editorial Si-Mar, 1995.

Emilio Ballagas: “Madrid, 1937”, en “Páginas salvadas” (Casa de las Américas, no. 86, septiembre-octubre de 1974, pp. 99-101. Agradezco el dato a Roberto Fernández Retamar.)

Alberto Antonio Bello y Juan Pérez Díaz: Cuba en España. Una gloriosa página de internacionalismo. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1990.

Luisa Campuzano: Carpentier entonces y ahora. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997.

Alejo Carpentier: “España bajo las bombas”, I-IV. (1937). En su Crónicas, t.II. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1976.

Alejo Carpentier: “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, en Mediodía (La Habana), 18 de julio de 1938. (Se reproduce en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, a. 95, no. 3-4, julio-diciembre de 2004.

Alejo Carpentier: La consagración de la primavera. Madrid, Siglo XXI Editores, 1978.

José María Chacón y Calvo: Diario íntimo de la Revolución Española. Pról. y notas de Nuria Gregori Torada. La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística, 2006. [Añadido a raíz de su publicación.]

Carlos Montenegro: Aviones sobre el pueblo. La Habana, Úcar, García y Cía, 1937. [2ª.ed., Sada-La Coruña, Ediciós do Castro, 2004. Agradezco la información a Jorge Domingo Cuadriello.]

Carlos Montenegro: Tres meses con las fuerzas de choque (División Campesino). La Habana, Editorial Alfa, 1938.

Lino Novás Calvo: “El entierro de Pablo de la Torriente Brau”, en revista Mediodía [La Habana], 25 de febrero de 1937. [Se reproduce en Periodista encontrado. Sel. y pról. de Norge Céspedes Díaz. Matanzas, Ediciones Aldabón, 2004, y en La Letra del Escriba, no. 45 (La Habana), noviembre 2005, p. 9.]

Octavio Paz: El laberinto de la soledad (1950). México, Fondo de Cultura Económica, 1981.

Pablo de la Torriente Brau: Peleando con los milicianos. 2ª ed. Pról. Juan Marinello. La Habana, Ediciones Nuevo Mundo, 1962.

Pablo de la Torriente Brau: Cartas y crónicas de España. Sel. pról. y notas de Víctor Casaus. La Habana, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 1999.

Silvio Rodríguez cantará en Washington


Una leyenda musical cubana, Silvio Rodríguez, ha confirmado conciertos para el 19 de junio a las 7:30 PM (EST) en el DAR Constitution Hall de Washington DC.

Por primera vez en su carrera, Rodríguez ofrecerá un concierto en la capital norteamericana. Los boletos saldrán a la venta al público el 28 de mayo. Presentará su último álbum, Segunda Cita.

En un intento por mejorar las relaciones entre EEUU y Cuba, el gobierno estadounidense ha aprobado recientemente la visa de Rodríguez. La primera presentación de esta gira en los EE.UU. será el 4 de junio en el Carnegie Hall de Nueva York.

Rodríguez es uno de los creadores de la Nueva Trova Cubana, un movimiento musical que surgió a mediados de la década de 1960, una mezcla de música tradicional con canciones de contenido progresista y profundo. Este estilo de música y su creador han influido en generaciones de todo el mundo durante casi cuatro décadas.

(Nota de prensa divulgada por Fuego Entertainment, Inc)

Ismael Serrano CANTAUTOR: "El compromiso sigue, pero más sutil"


El músico madrileño ofrece esta noche un concierto, a las 21.00 horas, en la sala Mozart del Auditorio de Zaragoza.

--Usted define ´Acuérdate de vivir´ como un disco que "pretende mirar al futuro, un futuro que no es el que escribieron los dioses" ¿qué quiere decir?
--Quiero decir que a menudo entendemos que nuestro camino está escrito. Da la sensación de que hemos renunciado a nuestros sueños y vivimos sin sumir los retos y los riesgos que, para mi, representan la vida. Esto ocurre porque no tenemos una mirada de futuro, no levantamos la cabeza para mirar el camino que nos queda porque el ritmo frenético en el que estamos inmersos no nos deja. Me refiero a que ese futuro no es un designio escrito por dioses, sino que es un camino que debemos trazar nosotros.

--Esto tiene mucho que ver con el título del disco, sacado de una de las leyendas de los viejos relojes, ´Memento vivere´.
--Cuando uno dice Acuérdate de vivir, lo que viene a decir es asume retos y riesgos, no renuncies aunque el modelo de sociedad en el que vivimos te empuje a ello. No creas que tus derrotas son inevitables.

--Poco a poco va sustituyendo la carga política de sus letras por sentimientos y emociones, como ocurre en ´Acuérdate de vivir´ ¿qué impulsa este cambio?
--Creo que el compromiso sigue en las canciones, aunque quizá me he vuelto más sutil. Sobre todo, tengo una mirada más global en el sentido de que entiendo que para comprender el origen de nuestros problemas hay que tener una mirada global y entender como los privilegios y las miserias de unos y otros están conectados. Esto no quiere decir que deje mi compromiso de lado, que sigue estando en mi activismo diario y en mi forma de componer, le canto a todo lo que me emociona.

--Sin romper con sus trabajos anteriores, el disco introduce también cambios en el estilo.
--En un cantautor hay una búsqueda constante de una identidad musical y un sonido característicos. Eso te hace incorporar e investigar, sin ser rupturista con tus trabajos anteriores. Hay una evolución musical, en este caso marcada por apostar por un sonido que bebe de las que son para mi las fuentes originarias de la canción de autor moderna, el folk norteamericano.

--La última canción del álbum se llama ´Balance´ y dice que "queda todo por hacer". Después de trece años en el mundo de la música y nueve discos ¿ese es su "balance"?
--Creo que sí, me queda muchísimo por aprender, no dejo de sentirme un amateur en esto de la música. Escuchando a otros cantautores me doy cuenta de que tengo que seguir investigando para estar mínimamente a la altura. Soy exigente con la realidad y, por tanto, también conmigo mismo.

--La gira de ´Acuérdate de vivir´ comenzó en abril y el hoy viernes le trae a Zaragoza ¿cómo será el concierto de esta noche?
--En esta gira estamos siguiendo la estela de la anterior. Estamos dándole un cierto carácter teatral a la puesta en escena. El repertorio contará en gran parte con canciones de Acuérdate de vivir, pero también haré un repaso de toda mi discografía. Además, la puesta en escena se desarrollará como en una casa. Yo recibo al público en una casa y le cuento historias del bloque en el que vivo, de los vecinos... Historias domésticas que pretenden tener un vuelo poético y ser la trama alrededor de la cual van apareciendo las canciones.

EDUARDO GALEANO - "Me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos..."


jueves 20 de mayo de 2010
Se perdió la "perdurabilidad" de las cosas - 20/05/2010

Me caí del mundo y no sé por donde se entra. ( Para mayores de 30)

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco..

No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.

Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.

¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo.

¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!
¡Es más!
¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces.
¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.
¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de los mocasines o zapatos?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura.

El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 30 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de... años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)

No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan .
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De 'por ahí' vengo yo. Y no es que haya sido mejor.. Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo', pasarse al 'compre y bote que ya se viene el modelo nuevo'.Hay que cambiar el auto cada 3 años como máximo, porque si no, eres un arruinado. Así el coche que tenés esté en buen estado . Y hay que vivir endeudado eternamente para pagar el nuevo!!!! Pero por Dios.

Mi cabeza no resiste tanto.

Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.

Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.

Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?

¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos.. . ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las tapas de los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!

Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para pone r en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'éste es un 4 de bastos'.

Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza completa.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo,pegatina en el cabello y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la 'bruja' como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la 'bruja' me gane de mano y sea yo el entregado.

Eduardo Galeano

Pablo de la Torriente Brau en la Guerra Civil Española



Víctor Casaus • La Habana


Miembro de Línea de la Real Academia de Foot Ball Intercolegial del Club Atlético de Cuba. Decano de la Sociedad de Empleados del Bufete Giménez, Ortiz y Lanier con prestación de servicio del Dr. Fernando Ortiz. Mecanógrafo de Mérito. Taquígrafo graduado. Alumno de Dibujo de la Escuela Libre dirigida por el pintor Víctor Manuel y domiciliada en cualquier café de La Habana. Exredactor anónimo de periódicos desconocidos. Socio de Pro Arte Musical, de la Hispano Cubana de Cultura, del Centro de Dependientes y de Gonzalo Mazas, etc., etc.

Confieso que después de ver cuánto título tengo, yo mismo me asombro de ser tan perfectamente desconocido.

Con estas palabras se presentaba Pablo de la Torriente Brau en el prólogo de su libro de cuentos Batey, escrito a cuatro manos con su amigo Gonzalo Mazas y publicado en 1930. [i]Hoy Pablo no es, para los cubanos, aquel autor perfectamente desconocido que su humor anunciaba y a sus títulos personales habría que agregar otros muchos: luchador antidictatorial y antimperialista, huésped prolongado de las cárceles machadistas; cronista de la revolución del 30, exiliado neoyorquino, novelista y precursor del género testimonial, corresponsal y comisario en la guerra civil española.

A esos dos últimos oficios citados, complementarios en el caso de Pablo, voy a referirme ahora aquí, siguiendo sobre todo el hilo de la memoria, que es una manera mayor y mejor de hacer justicia a este hombre que “escribía naturalmente, como sudaba o respiraba”, para definirlo a la manera nerviosa y precisa de Raúl Roa, su hermano de siempre.

Durante años he seguido y perseguido el hilo de esa memoria apasionada y apasionante.[ii] En cuartillas o en celuloide, a través de entrevistas o revolviendo y organizando papeles, he tratado de dibujar algunos rasgos de aquella personalidad creadora en la que convivían el humor y el amor, el entusiasmo y la capacidad de reflexión.

Al remontar ahora esa corriente de recuerdos reunidos y llegar con ustedes hasta los últimos días del cronista en tierra española, voy a adelantar y a compartir, al mismo tiempo, algunos de los resultados de una investigación que está por concluir y que parte de un impresionante material inédito: los cuadernos de apuntes de Pablo en la Guerra Civil.

Esos textos, como tantos otros de Pablo, fueron conservados celosamente durante muchos años por Raúl Roa. Se trata de cuatro libretas de taquigrafía en las que el corresponsal anotó datos e impresiones desde el 19 de septiembre hasta el 11 de noviembre de 1936.

A través de esos apuntes puede seguirse su rastro. Los pasos de Pablo van de Barcelona, a Madrid, a Buitrago de Losoya, a Madrid nuevamente, a Alcalá de Henares y a Pozuelo de Alarcón, en cuya zona, exactamente en Majadahonda, moriría siete días después de cumplir los 35 años de edad.

Resumido así, aquel período de tiempo se nos revela con ritmo de torbellino, de movimiento vital, de fuerza indetenible. Todo eso hubo en la vida de este cubano nacido en Puerto Rico, que creció y luchó en la Habana, pasó frío en el exilio neoyorquino y decidió ir a contemplar y a contar lo que ocurría en la España de entonces, pensando en "aprender para lo nuestro algún día”.

Todo eso hubo en aquellos escasos tres meses en que Pablo vivió la experiencia de la guerra civil y escribió cartas y crónicas que han quedado como un conmovedor documento literario, un testimonio humano y emocionante en el que no faltan, como en la vida de su autor, ni el humor ni la pasión indispensables.

“LA EMOCION DEL IMPULSO QUE ME DICE...”

Para llegar a España, Pablo tuvo que reunir centavo a centavo --casi literalmente-- el costo del pasaje y solicitar y obtener la corresponsalía de dos importantes publicaciones: la revista New Masses, editada en Estados Unidos y el diario mexicano El Machete. Y tuvo, sobre todo, que decidir un rumbo para su vida, desde el exilio neoyorquino en que se encontraba desde principios de 1935. Cuando varios compañeros de entonces le insistieron para que regresara a la Isla, aprovechando el espacio precario que otorgaba una reciente amnistía, Pablo les respondió, desde la sinceridad y el humor --componentes imprescindibles de su estilo epistolar y vital-- en una carta memorable:

Ustedes me han confundido un poco con un organizador o algo por el estilo. Muy lejos estoy de ello, a mi más profundo y sincero juicio. A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan para ese papel, si es que alguna vez puedo dar de mí algo más que un agitador de prensa. Y no me arrastra ninguna aspiración de mosquetero. Voy simplemente a aprender para lo nuestro algún día. Si algo más sale al paso, es porque así son las cosas de la revolución. Como si me vuelve cojo una granada.

No vayas a creer tampoco que estoy encabronado. Sencillamente, trato de darte a comprender el secreto de mi impulso hacia allá. Y hay, como siempre en mí, la emoción del impulso que me dice que allá está mi lugar ahora. Porque mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas. Y eso es todo.[iii]

Cuando esa frase --mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas. Y eso es todo-- apareció, diáfana y rotunda, dentro de la papelería de su exilio que luego tomaría el nombre de Cartas Cruzadas, pensé que todos los testimoniantes que en el mundo han sido, somos y serán habíamos encontrado una hermosa declaración de principios para nuestra labor de rescatar, aquí o allá, la memoria impredecible del hombre.

Por lo pronto, la memoria y el espíritu de aquel hombre que definió magníficamente nuestro oficio habían encontrado su camino en las calles de Nueva York. Después de conversar, a su paso por la ciudad, con Miguel Angel Quevedo —”director de la revista Bohemia de La Habana, de carácter liberal y democrático, donde algunas veces he escrito”—, Pablo se fue a las manifestaciones de Union Square, donde recordó que era periodista, que su gusto era ir por entre el pueblo, buscando su emoción, para expresar sus anhelos. Días después narraría en una carta el impacto de aquellas jornadas:

He tenido una idea maravillosa, me voy a España, a la revolución española. Allá en Cuba se dice, por el canto popular jubiloso: “no te mueras sin ir antes a España”. Y yo me voy a España ahora, a la revolución española, en donde palpitan hoy las angustias del mundo entero de los oprimidos. La idea hizo explosión en mi cerebro, y desde entonces está incendiado el gran bosque de mi imaginación.

Cómo no se me ocurrió antes la idea? Ya estaría yo en España. La culpa es de Nueva York. Aquí, en año y medio de exiliado político, no he hecho otra cosa que cargar bandejas y lavar platos. Me puse estúpido. Me volví tornillo. He sido uno de los diez millones de tuercas. Algún día me vengaré de Nueva York.[iv]

La carta está fechada el 6 de agosto de 1936. Antes de que terminara aquel mes, Pablo estaría navegando hacia Europa.

UN ADELANTADO EN TIERRA ESPAÑOLA

Hace unos quince años, cuando investigaba para realizar un largometraje documental sobre la vida de Pablo, entrevisté a un compañero que había vivido aquella época, y le pregunté cómo había ido Pablo a España. Me contestó sin titubear que Pablo había sido enviado por el Partido —refiriéndose al partido marxista-leninista cubano de aquellos años. El paso del tiempo o, quizás más exactamente, una manera equivocada de recordar y reanalizar los hechos del pasado, invirtió en aquella respuesta el orden —y el valor— de los acontecimientos.

El temprano gesto internacionalista de Pablo —que alcanza dimensión más alta y calado más profundo cuando lo vemos en su justa complejidad humana— es aún más hermoso porque se trató de una decisión apasionada y lúcida al mismo tiempo, que tuvo que ser llevada a la práctica reuniendo trabajosamente los recursos materiales que la hicieran posible, cuando aún no existía un aparato movilizador y de apoyo creado para ello.

La acción precursora de Pablo —subrayada de manera tremenda por su muerte, ocurrida sólo tres meses después— sirvió precisamente como ejemplo para la campaña que —entonces sí— se desarrollaría ampliamente en la Isla, en favor de la incorporación de voluntarios para luchar en defensa de la república y contra el fascismo. La cifra de combatientes cubanos que participaron en la guerra junto al pueblo español es una de las más altas, en términos proporcionales, entre tantas manifestaciones similares de solidaridad provenientes de otros países.

La pasión y la vitalidad de Pablo lo hizo un adelantado en tierra española, en aquellas jornadas de defensa de la república agredida. Su intuición y su talento lo harían también un adelantado en el terreno del periodismo y de las letras: su impactante Presidio Modelo lo convierte en un evidente precursor del testimonio moderno en nuestra literatura. A ese libro, finalizado en los días del exilio en Nueva York, se sumarían póstumamente las crónicas de España, reunidas por sus amigos y publicadas en México en 1938 bajo el título de Peleando con los milicianos.

Las crónicas que integran ese libro fueron vividas y escritas por el cronista sobre todo en Barcelona, Madrid y sus alrededores y el pueblo de Buitrago de Losoya.

Pablo llega a Madrid el 25 de septiembre. En la libreta de apuntes ha dejado las impresiones de su viaje en tren desde Barcelona, vía Valencia: un conjunto de apuntes donde la agudeza para la recepción del entorno popular se mezcla con el disfrute del paisaje que va descubriendo durante el trayecto.

Ya en Madrid, el primer apunte del cuaderno es el siguiente:

(Cubanos en el frente)

Pedro Vizcaíno, Columna de Galán,

Somosierra - 1 mes - Transporte de heridos

del Escorial - Milicias Cívicas de las F.U.A.A.

(María Luisa Lafita - Socorro Rojo, enfermera, Hospital de Sangre

-Sanitaria Milicias Populares-

Alberto Sánchez 2 hermanos Grenet

Esteban Larrea Herminio Oropesa

Moisés Raigorovski Ramón de la Campa
Radio Este F. Maidagán H Hidalgo

Pedro Pablo Porras

Se trata del primer encuentro con algunos de los cubanos que ya estaban en España en el momento del levantamiento contra la república el 18 de julio y que se habían sumado a su defensa desde los primeros momentos.

El interés de Pablo por marchar rápidamente al frente para iniciar su labor de corresponsal, se hace evidente en este dato que los cuadernos de apuntes revelan con exactitud: el mismo día 25 parte hacia Buitrago de Losoya, un pequeño pueblo, 76 kilómetros al norte de Madrid, donde había sido detenido, desde fecha muy temprana, el intento de tomar la capital.

Buitrago se convirtió en el centro militar de la zona, bajo el mando del General Francisco Galán. Entre los milicianos venidos de Madrid desde los primeros momentos para cerrar el paso a los sublevados surgieron jefes populares e intuitivos como Valentín González, "El Campesino", a quien Pablo descubrió como testimoniante imaginativo y fecundo desde su llegada a Buitrago y quien sería después el Jefe de la Unidad donde Pablo trabajó como comisario hasta su muerte. [v]

Buitrago fue también el centro de la actividad periodística de Pablo. Allí compartió el frío y las guardias en los parapetos con los improvisados defensores del agua de Madrid. Allí vio cómo traían sin vida, desde trinchera cercana, a Lolita Máiquez, una miliciana de 17 años, y allí polemizó con el enemigo desde La Peña del Alemán.[vi] Allí comenzó a hacerse carne y realidad aquel incendio de la imaginación que le asaltó la vida a Pablo de la Torriente Brau en el mitin de Union Square un mes atrás. En la Sierra de Guadarrama, pocos días después de llegar a la guerra, nos deja en unas de sus crónicas la dimensión humana de la experiencia que está viviendo, y lo hace con la sinceridad y la sencillez de su lenguaje, ajeno a toda retórica:

Me acosté a cielo abierto, porque no había más espacio en las pocas chabolas que aún se habían hecho. Había una clara luna remota, de menguante. Y las estrellas, mis viejas amigas del cielo del Presidio. Tanto tiempo sin verlas. De pronto me entró una duda. Era Casiopea la constelación que brillaba sobre mi cabeza? El cuerpo me temblaba por el frío, como si fuera un flan. Tendré yo miedo —pensé— que no me acuerdo bien de lo que sé? Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros y de mis árboles en Punta Brava. Yo me dije: a lo mejor, en la guerra cuando uno tiene un recuerdo es porque se tiene miedo. Pero no estaba convencido.[vii]

Desde Madrid continúa enviando a sus publicaciones las crónicas y cartas donde narra las experiencias extraordinarias que está viviendo. Y las vive con esa intensidad para la que están hechos precisamente sus ojos: Yo asisto a la vida con el hambre y la emoción con que voy al cine, dice en una de sus cartas. Y ahora Madrid es todo él un cine épico, concluye. Pablo es a la vez espectador jubiloso y protagonista cotidiano. Si la estructura de su libro Presidio Modelo había incorporado estructuras narrativas de moderna vocación cinematográfica, ahora el autor incorpora la mirada del arte más joven a su propia pupila indagadora: No me canso de ver todo esto. Como no tengo tiempo de ir al cine, el cine lo encuentro en la calle. Todo es espectáculo para mí.[viii]

Las descripciones de sus crónicas encuentran muchas veces este tono gozoso que juega con las comparaciones sonrientes hacia el paisaje de la Isla lejana:

Ahora las manifestaciones tienen un sello especial. Sobre ese cielo limpio y fino, que parece el cutis de una muchacha azul, brilla una luna que casi parece la de la bahía de la Habana, donde la tanta luz no deja dormir a los tiburones. Las manifestaciones recorren las calles bajo esa luna, y tiene algo de fantástico el desfile de los rostros serios, barbudos o imberbes, iluminados por la lívida luz transparente, con ese modo de marchar a la española en el que lo importante no es el paso, como en los alemanes, sino la decisión de los brazos que enérgicamente cruzan el pecho, con el puño cerrado, hasta llevarlo al hombro.[ix]

El hombre que ve y narra con agudeza y color esas manifestaciones ha sido cronista y participante de eventos similares. En una de aquellas movilizaciones de estudiantes habaneros —que el lenguaje popular bautizaba sonora y sabiamente como tánganas— había estrenado su vocación de luchador social el 30 de septiembre de 1930.[x] Aquel había sido el año de su iniciación política y de su carrera literaria: la calle Infanta y el libro Batey, de portada rojinegra y cuentos imaginativos, podrían ser los símbolos de ambas aproximaciones que desde entonces se fundieron espléndidamente en la vida de Pablo.

Vida, por otra parte de una intensidad impresionante: estamos ahora con él, contemplando esas manifestaciones, faltan sólo escasos tres meses para su muerte en los alrededores de Madrid y se maravilla uno de pensar que la parte más intensa y fecunda de su vida y de su obra ha transcurrido en los últimos seis años. De esa intensidad, de los acontecimientos históricos y personales por los que atravesó su acción y su palabra, viene, sin dudas, este párrafo macizo:

Yo he visto demostraciones del primero de Mayo en New York. Yo he visto los mítines de Union Square y el Madison Square Garden. Yo he visto las demostraciones populares de la Habana, en contra de la presencia de los acorazados americanos en aguas cubanas. He visto a un hombre bajo el paroxismo revolucionario, disparar con su revólver contra los barcos de guerra yankees, en la bahía de la Habana. He visto a un hombre, bajo el pánico, huir del linchamiento de una multitud justamente furiosa. He visto la cara de un policía acobardado delante de mí. Y he visto sonreír a un compañero moribundo. Mi memoria es un diccionario de recuerdos indelebles.[xi]

A esos recuerdos comenzarían a pertenecer, por derecho propio, las imágenes de las calles madrileñas. Algún día nos emocionaremos recordándolas, escribe Pablo a un amigo en carta del mes de octubre, proponiendo un ejercicio de la memoria que ya no podrá cumplir. Pero igualmente evoca aquel momento en que:

comienza un crepúsculo largo, bello, pendiente, de una profundidad tirante como un arco, sin la exuberancia cromática y fulminante de nuestras tardes inolvidables, pero lleno de majestad y grandeza. A esa hora se van agrupando las mujeres y los hombres, engrosando las filas, cantando sus canciones, y en la sombra ya de la noche, con los faroles cubiertos de azul oscuro, los manifestantes se van a disolver por los barrios, cuando los estandartes rojos son ya negros, como la sangre que se ha puesto vieja. No creas, el pueblo es siempre emocionante para mí.[xii]

LA MÁS CONCRETA DE LAS COSAS HUMANAS

Gentes de ese pueblo, tozudos sobrevivientes de aquellos tiempos, gentes que eran muy jóvenes cuando Pablo los encontró en Buitrago, en Madrid o en Alcalá de Henares, y les hizo una entrevista, les pidió una opinión para su libreta de apuntes; gentes que después de la guerra vivieron vidas disímiles y duras, a veces en el exilio cercano y lejano, otras en el mismo pueblo que defendieron hasta que pudieron; gentes con sus memorias poderosas o fallidas, con sus recuerdos luminosos y tristes, con sus vidas rehechas o deshechas y vueltas a hacer; estas gentes, digo, han sido la alegría para mi insistencia en seguir el hilo de la memoria de Pablo desde los días temporalmente remotos de la guerra civil española.

Alegría fue encontrar a Victorina Rodrigo, la hija del alcalde republicano de Buitrago, asomada a la puerta de la misma casa donde Pablo la vio entrar vestida de enfermera, casi una niña, una mañana de octubre de 1936. Alegría fue filmarle la sonrisa suya, que no tiene edad a estas alturas, mientras miraba una foto de Pablo y decía: Sí, tenía cara de listo.

Alegría fue que José Cañizares y Manuel Alguacil me contaran cómo llegó Pablo a la imprenta donde hacían, a mano, el periódico No pasarán, en plena Sierra de Guadarrama, y escribió, de un tirón, mientras conversaba con ellos, la crónica "Vengo de América”, donde expuso los mismos argumentos de su célebre “Polémica con el enemigo”, y que recordaran, al unísono, la asombrosa velocidad de Pablo en la máquina de escribir y el dominio de su oficio periodístico, asumido casi como un juego por aquel cronista formidable.[xiii]

Alegría fue hallar en su casa de Béjar, tras una vida de exilios y retorno, a Eloy Castellano, que era el oficial más joven de la República en aquellos días de 1936 cuando Pablo le propuso hacerle una entrevista para un trabajo que ya no podría escribir; y escucharle ahora, más de cincuenta años más tarde, la descripción emocionada de aquel momento, que se confunde en nuestra memoria con la voz de Pablo que precisa este detalle en la carta a un amigo:

Porque, claro, el pueblo, además de ser en sí, por grande, como el mar, una cosa abstracta, es una cosa concreta, la más concreta de todas las cosas humanas, sin duda. Y no se moviliza por obra de ningún misterio, sino por el movimiento de sus propios resortes, de sus órganos vitales.[xiv]

La actividad profesional desplegada por Pablo desde su llegada a España a mediados de septiembre era seguramente alimentada por aquella explosión magnífica que le escuchamos confesar en una de sus últimas cartas del exilio neoyorquino. La Imaginación incendiada iba del Buitrago atrincherado al tenso Madrid. Una larga lista de nombres puebla las páginas de sus libretas de apuntes: figuras de la política y del gobierno, funcionarios encargados de la prensa, colegas de otras publicaciones, agitadores del teatros callejeros, enfermeras, milicianos, militares de carrera, cubanos residentes en Madrid, pintores y poetas.

En Madrid Pablo se relaciona estrechamente con lo mejores representantes de la cultura artística española que defiende, con sus obras y su hacer, a la república agredida. En la Alianza de Intelectuales Antifascistas asiste a reuniones en que escritores y artistas de otros países ofrecen su apoyo a la lucha del pueblo español. Allí entrevista a Ludwig Renn y solicita un autógrafo de Louis Aragon para New Masses, según comenta en sus apuntes. En la calle descubre y testimonia las expresiones visuales de la resistencia frente a la agresión: las notas describen decenas de affiches y consignas y recogen fragmentos de obras de teatro popular presentadas por el grupo "La Tribuna".

Por otra parte, Pablo conoce a Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Marañón, a través de su amigo José María Chacón y Calvo, que entonces se desempeñaba como diplomático de la Embajada cubana en Madrid. Juntos cenan en la casa de Menéndez Pidal el 18 de octubre.

“ME SEPARAN DE EL MUCHAS COSAS: ME ATRAEN...”

Es interesante detenerse en esta zona de la experiencia madrileña de Pablo durante la guerra porque arroja luz sobre un elemento poco comentado de su personalidad y su carácter: la capacidad para mantener relaciones cálidas y sinceras con amigos que no tenían sus mismos puntos de vista en cuestiones tan importantes de la vida como la visión de la historia y la práctica personal dentro de ella.

La dirección de Chacón en Madrid es el primer apunte de Pablo a su llegada a la capital española. Allí se quedaría en otras ocasiones, a su regreso del frente. Las notas de Pablo consignan otros momentos relacionados con esa amistad, como el bombardeo al aeropuerto de Barajas, que el cronista vive junto al diplomático que viajaba hacia Cuba:

¿Te conté que ayer presencié el bombardeo aéreo del aeródromo de Barajas? Fui a despedir a Chacón y Calvo y pasaron los pájaros soltando bombas incendiarias. Volaron tan alto que no se utilizaron las antiaéreas. Y naturalmente, las bombas, como cincuenta en fila, cayeron muy lejos e incendiaron los rastrojos y un montecito. Al caer se iluminaban contra la tierra, como cuando se pisa un fósforo y se enciende.[xv]

Creo que bajo esa misma luz hay que ver también este testimonio inédito, tomado del diario personal de Chacón y Calvo. Vale la pena reproducirlo con cierta amplitud por la valoración que hace de Pablo y de aquel encuentro.

2 de octubre

Voy a resumir la emoción de estos días pasados. Llegó el viernes último (25 de septiembre) Pablo de la Torriente Brau, mi ahijado de matrimonio y autor de Presidio Modelo. Es una fuerza de la Naturaleza. Me separan de él muchas cosas: me atraen su cordialidad, su bondad nativa, su sentido del deber. Ha sufrido mucho por sus ideas. El 30 de septiembre de 1930 estuvo a punto de morir, en aquella gran manifestación estudiantil contra Machado. Allí murió Trejo y Pablo sufrió la fractura del cráneo. Luego estuvo dos años en Isla de Pinos. Vino la revolución cubana, cayó Machado, y Pablo siguió su vida de periodista. Es un hombre que ha conocido los más varios oficios. Cuando la huelga revolucionaria de marzo le obligó a salir de Cuba, se fue a Nueva York. Allí ha trabajado de camarero en el Restorante de la Universidad de Columbia y ha seguido su campaña contra el imperialismo yanki. Su mujer es Teté Casuso, como siempre la llama. Pablo viene como periodista y como militante.[xvi]

Sin saberlo, Chacón estaba continuando con aquel apunte de su diario personal, la autobiografía de Pablo en la presentación de Batey. El hilo de la memoria de Pablo pasa en este momento muy cerca de la imagen de Chacón, lo toca casi, en la foto que se tomaron en el patio de la Embajada cubana, trajeados, junto a Menéndez Pidal y Gregorio Marañón. La foto es borrosa, pero están allí, a pesar del tiempo.

“DE ACUERDO CON LA ANGUSTIA Y CON LAS NECESIDADES DEL MOMENTO...”

En su carta del 11 de noviembre Pablo escribe:

Por lo pronto, mi cargo de comisario de guerra con "Campesino" acaso sea un error desde el punto de vista periodístico, puesto que tengo que permanecer alejado de Madrid más tiempo del que debiera, pero, para justificarme plenamente, comprenderás que en estos momentos había que abandonar toda posición que no fuera la más estrictamente revolucionaria de acuerdo con la angustia y las necesidades del momento. Más adelante, cuando mejore sensiblemente la situación, abandonaré este cargo y podré maniobrar más libremente.[xvii]

Los apuntes de Pablo ayudan a calcular el momento en que tomó esa decisión, aunque no haya un dato explícito sobre su designación como comisario. Ya el día 5 de noviembre Pablo anota que ha ido con el Comandante cubano Policarpo Candón al cerro de La Marañosa. Es probable que para esa fecha el cronista ya estuviera asumiendo sus nuevas funciones:

(...) Encuentro con Candón

Gestiones en el Cuartel General del 5º Regimiento sobre

la posición del Cerro de los Angeles - Conversación con Enrique

y Carlos sobre el plano = Ordenes para hacer

una exploración, descubrir y averiguar = Re-

greso a La Marañosa

La decisión de Pablo remite a una disyuntiva (acción vs. palabra) que ha sido vista en algunas ocasiones de una manera demasiado simple: mostrándola como una renuncia al segundo elemento, el de la palabra, en favor del primero, el de la acción. Creo que en Pablo, al igual que sucede con otros altos ejemplos en que esos elementos se muestran como unidad más que como dicotomía, el proceso es más rico y profundo. Verlo complejamente enriquece, al mismo tiempo, a los dos elementos que forman esa unidad.

Creo que Pablo continuó siendo el cronista apasionado de Union Square cuando asumió las responsabilidades de comisario político en la Primera Brigada Móvil de Choque, al mando de Valentín González, "Campesino". En todo caso, estaba invirtiendo las prioridades inmediatas, colocando en primer plano, justamente, la situación creada por el nuevo hostigamiento a la capital, iniciado a principios de noviembre por las fuerzas enemigas que la rodeaban.

Sin embrgo, es significativo que en su carta del día 15, en el párrafo siguiente al comentario sobre su designación como comisario, Pablo aborde, de entrada, la idea del libro La leche de Buitrago, un proyecto testimonial que aparece esbozado en su libreta de apuntes y que toma como título una frase escuchada entre los milicianos de Somosierra en los primeros días de octubre. Esa hipótesis está también fuertemente respaldada por la anotación hecha en el cuaderno el día 11: "Campesino me notifica que tiene un coche a su disposición para que escriba todo lo que quiera”. En todo caso —también lo declara en su carta—, más adelante, “cuando la situación mejore”, podrá abandonar ese cargo, y “maniobrar más libremente”.

Pero hasta que ese momento llegue, no será otra vez el corresponsal que comparte su tiempo y arriesga su vida junto a los milicianos: será uno de esos milicianos. Me parece, por tanto, más interesante y fecundo acompañarlo ahora en su nueva condición y valorar esa diferencia, bullente de vida y de humanidad, que se aprecia claramente en las anotaciones siguientes:

Ayer, por casualidad, sentí otra de las emociones de la guerra: la de entrar en Madrid como un miliciano más. La emoción de “venir a Madrid” a olvidarme de todo, a no pensar ni en mí, como vienen los hombres del frente, que tanto quieren esa oportunidad de estar aquí unas horas; ver los ojos brillantes de las mujeres y tomar en las tabernas, entre amigos irresponsables, un poco de vino rojo y luminoso como el farol de las prostitutas; o unas cañas de cerveza, dorada y espumosa, como deben ser las novias alemanas de los alemanes de la Brigada Internacional. Allá nos fuimos, a la Hostería de Laurel, sin apenas dinero, después de bebernos una cantimplora del viejo vino de marqués, a comer platos distintos, cosas raras que hace tres meses que no comíamos, un grupo de compañeros.

Había vino antiguo, mujeres de brillante pelo negro, figuras plenarias de la vida; sonrisas blancas; ojos misteriosos como las piedras antiguas y manos suaves y blancas, pero quién se acuerda de las mujeres ahora! Sólo yo que te escribo y los novios que andan por los rincones al anochecer. Te digo que es bello vivir. Y el vino de España pone la imaginación alegre y no emborracha. Por lo menos a mí.

De allí me fui a ver la destrucción y el otro rojo que no es más que la sangre. Por allá, por la plaza de España, había un caballo muerto. Unos niños con la imprudencia del pueblo que está jugando a la vida o a la muerte como con ese escepticismo con que se juega a la lotería, se explicaban unos a otros la guerra.[xviii]

DEL VINO ROJO AL ROJO ENNEGRECIDO DE LA SANGRE

Ese tránsito casi imperceptible de la vida a la muerte es uno de los rasgos que marcan, sin dudas, la realidad de la capital por aquellos días tensos y angustiosos. España toda, en realidad, está siendo atravesada por esos vientos terribles. Pablo vive cada día ese tránsito en su propia labor y ante su propia pupila.

¿Cómo narró el cronista, en sus cartas, la experiencia bélica que había deseado tan ardientemente vivir?

La presencia de la guerra atraviesa las cartas de Pablo, que son como conversaciones inquietas con sus amigos lejanos. El intercambio epistolar era ciertamente el único vínculo directo que conservaba con su reciente pasado americano. En alguna ocasión se queja de que no recibe respuestas a sus cartas: no le llegan las noticias sobre Cuba que tanto le interesan. No se siente solo ante tanto espectáculo que lo rodea y lo solicita. Pero añora.

Por ese carácter plenamente conversacional, las cartas constituyen quizás un conjunto de testimonios más vibrante aún que sus formidables crónicas, escritas al ritmo de los acontecimientos violentos en los que está envuelto su autor, pero en todo caso construidas dentro de las estructuras eficaces del periodismo innovador. Las cartas son más libres aún que sus crónicas, entrevistas y reportajes de libérrima estructura. Las cartas pueden ser dejadas por un momento, para que su remitente se asome a la ventana a ubicar en la distancia un cañoneo; pueden resumir textos tomados de la prensa del día; pueden adelantar aquella frase que veremos estallar después en uno de los reportajes que vendrán.

Pablo está, por ejemplo, escribiendo una carta y anota:

(Y el cañoneo va aumentado con el día. Tiemblan las ventanas, como cuando un caballo se sacude las moscas.)[xix]

O se maravilla con el entorno sonoro de la guerra:

Si oyeras cómo truena el cañoneo! Parece que están sacudiendo todas las alfombras de Madrid.[xx]

O compara los sonidos estremecedores que le llegan a su cuarto con la furia de la naturaleza que tanto ama, que tanto amó en la Isla recordada. Hay un eco del Realengo 18 en la memoria del cronista cuando comenta, casi jubiloso:

Cómo truena la artillería! Es digno de oírse esto, aunque sea alguna vez en la vida. Parece una tempestad de truenos y rayos, allá en las montañas de Oriente.[xxi]

O termina una conversación, cerrando la carta con esta frase, que es la expresión de la doble condición que lo define, lo realiza y lo marca:

Te dejo, porque no tengo ganas de estar escribiendo mientras ladra tanto cañón por ahí.[xxii]

En la medida en que transcurren los días y las semanas, se acumulan en sus apuntes y sus cartas las referencias a las imágenes terribles que la guerra disemina a su alrededor. Un día cuenta que “una insolente escuadra de 15 trimotores italianos, con sus correspondientes aparatos de caza, temprano voló sobre Madrid y descargó de manera brutal y despiadada”. “Esa canalla —comprueba Pablo— está matando más mujeres y niños en Madrid que hombres en los frentes de combate”.

El cine, esa expresión tan irrefutable de la memoria, que Pablo ponderaba sin cansancio en sus textos, ha dejado seguramente el testimonio más impactante de aquellos hechos. A fuerza de verlas repetirse, en ocasiones, copiadas y recopiadas, de documental en documental, de filme en filme, algunas escenas han alcanzado casi la condición de imágenes emblemáticas. Así me parece, al menos, en aquel plano que he visto en tantos documentales donde una mujer atraviesa corriendo la calle bajo un bombardeo, y un hombre mira, mientras corre también, fugazmente hacia el cielo, hacia lo alto, hacia los aviones que rugen o hacia Dios, a quien está pidiendo quizás llegar a salvo al edificio tan cercano pero tan angustiosamente lejano al mismo tiempo.

Las imágenes literarias, testimoniales, de Pablo me han remitido muchas veces, durante su re-lectura, a esos fogonazos de la memoria que palpitan, a pesar de su uso repetido —¿o por ello mismo?--, en las pantallas cinematográficas. El horror no parecía tener más límite que su propia desgarradora capacidad de destruir. Eso es lo que Pablo parece resumir con esta noticia y este comentario incluidos en una carta de noviembre:

Sobre Madrid lanzaron, con un paracaídas, una caja que contenía el cuerpo horriblemente descuartizado de un aviador que cayó en sus filas. Nada comparable en horror a esto. Ni las tribus de antropófagos hacen esto, pues no hay en ellas el exhibicionismo de la barbarie.[xxiii]



¿Cómo tocaban, en lo hondo de su humanidad, a aquel muchacho enorme, los horrores de la guerra? Creo que para asomarse a una dimensión verdaderamente compleja, justa y justiciera. de la imagen de Pablo hay que indagar, desde sus propias palabras, en esa imprescindible vertiente humana de sus experiencias, sus actos y sus visiones.

Quedémonos entonces ahora, solos por un momento con Pablo de la Torriente Brau, en la tarde del 21 de noviembre, para escuchar cómo nos cuenta, a través del tiempo y de una carta, esta anécdota estremecedoramente humana:

Qué me falta ya por ver, palpar y sentir de la guerra? Bueno, sentir no. No se siente nada en la guerra. Terminó con ella la sensibilidad humana. Anoche regresábamos en el carro y traía en la mano el diario de un desertor que acababa de ser ejecutado. Y bromeábamos con absoluta naturalidad, del frío que estaría pasando su cadáver, bajo la noche inclemente, de un fino e interminable lloviznar helado. Con su diario en la mano cabeceé un poco en tanto llegamos a Madrid. Comenzaba en francés; luego seguía en español.

Mientras cenaba iba leyendo y en esto me lo pidió otro con la promesa de devolvérmelo. Probablemente se perderá. Sin embargo, yo era un hombre sensible y acaso lo vuelva a ser. La otra noche, mientras se resolvía un asunto, López, el ayudante de Pepe Galán, abrió el radio del coche en mitad de un campo silencioso, cerca del enemigo. Tocaba una de las sensitivas baladas de Chopin que tantas veces he oído en medio de públicos recogidos, casi angustiados de emoción.

Yo, mientras ponía más atención a los posibles ruidos cercanos, recordé con cierta pena el tiempo en que la música tenía para mí horizontes más diversos que el de los himnos de la revolución desacordemente entonados por las compañías en marcha, estrafalarias, soñolientas y animosas. Pero así es la guerra de inhumana e insensible. Por eso nadie podrá jamás pintarla bien. Cuando se pone a escribir es que, por un momento siquiera, le ha vuelto a uno su capacidad de emocionar el recuerdo. Y ya es falso todo. (...) Cuando yo recordaba otros tiempos, mientras el radio sonaba la balada de Chopin, López me dijo: “Te gusta eso, no?” Me acuerdo porque a la noche siguiente, por el mismo camino, desapareció, probablemente para siempre.[xxiv]

“Y NI ME INTERESA NI CREO EN EL ‘HOMBRE PERFECTO’”

Ahora que tenemos delante de nosotros, creo, con esa anécdota, en su dimensión más alta y compleja, a este cronista que puede ser, al mismo tiempo o sucesivamente, apasionado, reflexivo, humorístico, jubiloso o desgarrador, me gustaría comentar y compartir con ustedes algunos fragmentos de otro texto en el que Pablo, un año antes, había adelantado cómo concebía la imagen del héroe. Su definición se basaba precisamente en la imprescindible presencia de esa complejidad a la hora de evaluar las conductas del ser humano.

El artículo se titula "Hombres de la revolución", y fue publicado por Pablo en las páginas de El Machete, en el primer aniversario de la caída de Antonio Guiteras y Carlos Aponte. Aquellas muertes de El Morrillo constituyeron, después del fracaso de la huelga de marzo de 1935, las actas de cancelación de la revolución del 30— dramáticamente ida a bolina, según la gráfica definición de Raúl Roa. Pablo había tenido que marchar a su segundo exilio para salvar la vida después de la represión desatada tras el fracaso de la huelga. En este artículo, como en muchas de sus cartas cruzadas de aquellos meses, se mezclan la reflexión con la furia, la memoria con el humor, a veces amargo por lo ocurrido, y sobre todo por lo que rodeaba al autor en aquellos momentos: la vertiginosa y fría (en más de un sentido) arquitectura de la ciudad de Nueva York.

Después de caracterizar la figura de su “hermano”, el venezolano Carlos Aponte, que había sido coronel de Sandino en las Segovias (“Carlos Aponte tuvo culpa sin duda, porque no concibió sino la línea recta, ni creyó en otra cosa que en la justicia revolucionaria, ni en su imaginación entraron para nada razones científicas, o de familia”. (...) "Fue un hombre de avalanchas. Fue un turbión. Fue un hombre de la revolución. No tuvo nada de perfecto"), Pablo esbozó en su artículo la dramática personalidad de Antonio Guiteras, una de las figuras más extraordinarias de aquel período:

Antonio Guiteras cometió errores graves. En su apasionante carrera política hay páginas buenas para que un historiador sin miedo diga la verdad y la angustia de un hombre honrado en la encrucijada de los dilemas terribles. (...)

Y por eso tuvo delirios terribles, alucinaciones potentes, hermosas fantasías y sueños maravillosos e irrealizables para él. (...) Y muchas veces no conoció a los hombres, e hizo confianza en quien no la merecía y llamó su amigo a quien sería traidor y supuso talento en algún cretino. Tuvo, arrastrado por su fiebre, el impulso de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la victoria final (...) Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de perfecto.[xxv]

Ayudado por el arma del humor, Pablo resume su definición del héroe revolucionario, alejándolo de toda sospechosa canonización:

Ellos fueron hombres de la revolución. Y ni me interesa ni creo en el "hombre perfecto". Para eso, para encontrar eso que se llama "el hombre perfecto", basta con ir a ver una película del cine norteamericano.[xxvi]

Creo que los homenajes de evocación a Pablo pueden alcanzar su dimensión más honda si los colocamos bajo su propia pupila, ajena a toda sacralización, e indagadora en los verdaderos valores que definen al héroe dentro de su complejidad humana. Este año, cuando se está conmemorando el sexagésimo aniversario de su muerte en Majadahonda, habrá posibilidad de traer hasta nosotros su memoria en toda su esplendorosa riqueza, sin mutilaciones esterilizantes ni simplificaciones paternalistas. Amigos: Pablo es un héroe que se lo merece.

Se lo merece por esa vocación de adelantado, de pionero, de precursor en la vida y en las letras. Se lo merece por ese diáfano ejercicio de la ética que nos regala en sus libros, sus cartas y sus acciones.[xxvii] Quizás se dirá que no podía esperarse menos de un niño nacido en San Juan, de padre santanderino y madre puertorriqueña, nieto de Don Salvador Brau; de un joven formado en Cuba que confesó haber aprendido a leer en las páginas de La Edad de Oro de José Martí; de un hombre que pasó por luchas, cárceles y exilios, que analizó con cabeza propia los problemas de su país y de su tiempo. Y será sin duda cierto.

Pero de todos modos habría que añadir, para completar ese acto de justicia histórica, humana y poética, que Pablo realizó todas esas cosas desde la pasión y desde el humor, claves de su personalidad fascinante.

Pablo fue un hombre felizmente ajeno a los rituales vacíos y las solemnidades innecesarias. Eso se había comprobado en sus crónicas de las cárceles cubanas, en sus “105 días preso”, en sus cuentos y en su novela y aún en su libro de testimonios Presidio Modelo. Para la terminología al uso --a veces de moda-- en nuestros días, Pablo fue un transgresor. En primer lugar, fue más allá del orden establecido, analizó las causas esenciales de la dependencia neocolonial de la Isla; imaginó, soñó y luchó por cambiar aquella realidad, y fue consecuente con ello a lo largo de su relampagueante vida.

En segundo —pero no menos importante— lugar, fue también un luchador contra la retórica de las letras y de la vida. Su sensibilidad humana —afilada por los rasgos de su carácter y su formación, donde convivían lo culto y lo popular, lo cubano y lo universal— hicieron de Pablo no sólo “el más talentudo mozo de su generación”, como lo calificara Raúl Roa, sino también unas de esas figuras que nos enseñan de manera ejemplar el valor de las mixturas y los matices.

No es necesario recorrer muchas páginas de sus apuntes, sus cartas y sus crónicas de España para encontrar esa visión de la realidad que incluía sus costados humorísticos o grotescos. Aún en los momentos difíciles de la guerra, en medio de situaciones tensas o peligrosas, el cronista ejercía esa saludable aproximación a las cosas que le estaban sucediendo.

Desde las primeras cartas, por ejemplo, cuando solicita ayuda a un amigo en Nueva York de esta manera:

Bien, otro problema es el del puñetero frío. En Madrid dicen que no hace tanto como en Nueva York, pero ya ayer la sierra estaba nevada por las cumbres. Si te es posible consígueme por allá una capa-abrigo, bien chula. Porque no es justo que un corresponsal de mi categoría, representante de “New Masses” y “El Machete”, ande por ahí por las montañas con su sencillo lumberjacket, temblando más que un condenado a muerte, a pesar de no tener miedo. Pero eso sí, si la consigues, tiene que pertenecer a la categoría de las cosas chulas de primera categoría. Y te advierto que yo no soy de los que admito cajas de muerto usadas.

Otro asunto (y entre paréntesis, si no consigues la capa-abrigo, pues cualquier cosa: un sweater, un jersey, etc.)...[xxviii]

Y a mitad de otra misiva, cuando la interrumpe para acotar entre paréntesis:

(Parece que suenan de nuevo las sirenas. Es una coña escribir así, y si esta gente se propone joder tanto, voy a pedir que me instalen una antiaérea en la azotea.)[xxix]

Y volviendo a veces a temas recurrentes de su cotidianidad, como la temperatura o la comida:

Y de frío, nada te digo. Moriré no de bala sino de frío. El termómetro aquí no tiene las temperaturas de allá, pero la vida a la intemperie que allí no se hace, gracias al subway y a las cafeterías con steam heat, y el dormir dentro de máquinas que parecen neveras, me están poniendo flaco, que no el hambre que no paso, gracias a Rusia.[xxx]

El tema de la comida y de la ayuda que se recibía, vuelven a estar unidos también por el humor en este fragmento de una crónica de Pablo:

“Campesino” dijo: “Si no es por Rusia nos morimos todos de hambre”. La miliciana comentó: “Tenemos que hacernos todos comunistas, aunque sea sólo por agradecimiento”; uno de los enlace de las “Aguilas de Acero” dijo: “Y no se cansan de mandar”.

El otro no podía dejar de hablar y dijo: “Caray, esos rusos son la hostia. Se están rompiendo la crisma por unos jilipollas que habemos aquí”. Yo, ante la comida pierdo todo concepto revolucionario y me limité a asegurar que el salmón ruso, dulce, me gustaba más que aquel americano, seco. [xxxi]

Pablo muestra la misma aguda mirada para la anécdota donde él participa directamente que para los acontecimientos tragicómicos, risibles o risueños que suceden a su alrededor. Dentro de ellos se delinean los rasgos de muchos personajes que el cronista —el escritor— iba encontrando día a día. Creo que la agudeza de Pablo para descubrirlos y para caracterizarlos después en sus textos viene de dos fuentes principales: la pericia periodística, afilada en el intenso ejercicio de la profesión y su propio carácter, dado a la comunicación rápida y fácil con la gente que lo rodea.

La experiencia de España trajo para Pablo nuevos escenarios y personajes, muchos de ellos, obviamente, dentro de las filas del ejército y de las milicias donde se desenvolvía la mayor parte de sus actividades. Además de los excelentes retratos de Francisco Galán o Valentín González, hay una galería de caracteres secundarios en cuanto a su jerarquía, en ocasiones verdaderamente anónimos, que el cronista rescata para la memoria de mañana.

Muchas veces, como estamos viendo, el filo del humor también ayuda a dibujar el perfil de los personajes principales:

“Campesino”, con la confianza de su vieja amistad con los hermanos Galán, y con su prestigio de héroe popular, con voz ronca y cortante, dijo: “La retirada es una palabra que está retirada del diccionario. No existe”. Pepe [Galán} siempre atento a todos los detalles, --y al “Campesino hay que suavizarlo muchas veces-- hizo la excepción: “Sólo hay retirada si yo la mando”. A lo que ”Campesino”, firme en su posición, argumentó: “En ese caso no se llama retirada. Se llama repliegue táctico”.[xxxii]

“REIR SIEMPRE, SIEMPRE”

A través de su trabajo como comisario político, Pablo conocería a otro hombre que vivía también esa pasión doble, esa angustia necesaria compartida entre la palabra y el hacer.

Descubrí un poeta en el batallón, Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Lo nombré jefe del Departamento de Cultura, y estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y la creación de uno o dos periódicos murales, así como la organización de la biblioteca y el reparto de la prensa. Además planeamos algunos actos de distracción y cultura.[xxxiii]

Así nos da Pablo la noticia, en una carta fechada el 28 de noviembre de 1936, en Alcalá de Henares. La carta es más bien extensa y la noticia, dentro de ella, ocupa solamente el espacio que los múltiples, tensos acontecimientos de la guerra y de la vida del cronista le dejaron. Pero, en su sencillez, anuncia la amistad que unió, en el fragor de aquellos días, a estos dos hombres.

Miguel Hernández relató, por otra parte, su primer encuentro con Pablo, en una entrevista que le hiciera el poeta cubano Nicolás Guillén en 1937, pocos meses después de la muerte del cronista en Majadahonda.

Conocí a Pablo en Madrid, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, esperando yo a María Teresa León, que no venía. Recuerdo que fue en septiembre del año pasado. Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes. Y lo hacía con una originalidad y una fuerza...

Yo le quise mucho. Después de aquella noche que les digo, nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. “Qué haces?”, me preguntó alegremente al abrazarnos. “Tirar tiros”, le contesté yo riéndome también. Pablo era entonces Comisario Político del Batallón del Campesino, hoy división. Me ofreció hacerme también Comisario de Compañía, con lo que estábamos juntos otra vez Pablo y yo.[xxxiv]

Juntos trabajarían Pablo y Miguel Hernández en las semanas siguientes, en las nuevas labores estrenadas por el cronista. Sus cartas ofrecen apretadas síntesis de esas actividades en las que está presente siempre una sensible valoración de la circunstancia que vivía y de las necesidades humanas de los hombres envueltos en aquellos tensos acontecimientos.

Por otra parte, tenemos unos cuantos discos entre los que hay alguna rumba. Hay que divertir al hombre de la guerra; hay que hacer que se olvide de ella, cuando por casualidad, como ahora, se nos ha dado la oportunidad de un relativo de un relativo descanso. Y aparte de todo esto, hemos dotado a cada compañía de un maestro, con una campaña intensiva para que todo el mundo sepa firmar el próximo pago. Y muchos están aprendiendo ya a leer y escribir.[xxxv]

(...)

Y ayer tuvimos dos reuniones importantes en el cuartel: una fue una reunión de todos los oficiales de la brigada, tomándose importantes acuerdos sobre la disciplina, organización, etc., y la otra una función que improvisamos en la nave de la iglesia, con la colaboración de María Teresa, Rafael Alberti, Antonio Aparicio, Emilio Prados y Miguel Hernández, y en la que participaron también varios milicianos y milicianas. Fue una fiesta alegre, para levantar el ánimo a los hombres que en esta ciudad, un poco gris siempre en este tiempo de otoño, es un poco cansada y tristona.[xxxvi]

Resultan reveladores estos comentarios sobre sus nuevas funciones. Por un lado, en su tono se refleja claramente el carácter de Pablo, donde conviven el humor, la humanidad y la autenticidad. Por otro lado, arrojan luz sobre zonas poco conocidas dentro de las tareas del comisario, a veces concebido rígidamente dentro de los esquemas ideológicos existentes.

Lo mismo sucede, según creo, con los acontecimientos que se narran en la carta que citaré a continuación. En primer término, es posible encontrar una valoración crítica de las labores de reclutamiento que se llevan adelante en aquellos momentos. Aquí Pablo enjuicia la situación de ese importante aspecto de la reorganización militar, valorando objetivamente los alcances y los desaciertos de su realización, a partir de la experiencia vivida en aquellos días:

Este reclutamiento nuestro ha habido que hacerlo un poco desorganizadamente. Nosotros recibimos instrucciones, con vistas a una disposición gubernamental que ordenaba la movilización dentro de determinados límites de edad, de reclutar hombres donde los hubiese. Por lo menos, así interpretamos la orden (...) Nos hemos encontrado con una resistencia sorda de los campesinos. En la mayor parte de los casos ello ha sido debido a dos razones: a una gran pobreza del trabajo político en los pueblos, y, de otra, al hecho de que la revolución y la guerra les ha ido quedando muy lejos desde el comienzo. Tampoco nosotros en la mayor parte de los casos, hemos sabido plantear los problemas. A donde yo he ido he tratado de argumentar con habilidad, pero ya había mar de fondo en contra de la medida, y los campesinos tienen una extraordinaria habilidad para no hacer lo que no quieren hacer. Ellos son los maestros del saboteo cuando no comprenden el por qué de una cosa. En algunos casos han ocurrido enojosas y hasta difíciles situaciones. Los comités no siempre son revolucionarios, y, cuando lo son, no siempre lo son conscientemente.[xxxvii]

En segundo término, la carta muestra al cronista —incluso al narrador de ficción— recreando los momentos tragicómicos que se produjeron durante la gestión reclutadora que llevó a cabo junto al poeta. Quiero citar in extenso ese fragmento porque creo que allí hay una pintura vívida, convincente y humana de los avatares menores de la guerra, que es a menudo vista sólo en clave de grandeza —o incluso de grandilocuencia. En la narración también se menciona un dato poco conocido, que tiene sin embargo sensible resonancia afectiva en la vida de Pablo: el hallazgo de Pepito, el niño huérfano que sería, a partir de ese momento, su pequeño ayudante.

El día 2 de este mes fui, en unión de dos oficiales y de Miguel Hernández, a dar un mitin en Mejorada del Campo, con el fin de hacer propaganda de reclutamiento. (...) Allí me encontré un chiquito de trece años, asturiano, sin padres, que iba a la aventura, hambriento, y con frío. Subió al Comité a pedir alojamiento y comida y, como tenía cara de gran inteligencia, me lo llevé para enlace mío. (...) Bien, la cosa fue que cuando llegamos al pueblo, al entrar la noche, nos encontramos con una cantidad extraordinaria de hombres armados con escopetas y con rifles, y, al dirigirnos a la casa del Comité, en la escalera nos interceptó la gente, y ya en franca situación de violencia, quisieron desarmarnos. Se produjo una situación de escándalo y confusión que se aumentó cuando violentamente, le pegué dos gritos al que más chillaba y tuve la mala suerte de darle en la cara con su propia arma. Nos salvamos de ser ametrallados allí, precisamente por ser pequeño el espacio y mantener nosotros nuestra decisión de conservar las armas. Esto aparte de que ni un momento dejábamos la discusión, más alta que ellos, para conservar la moral. (...) Un tipo me estuvo hablando con la pistola en la barriga más de un cuarto de hora, empeñado en que yo me cuadrara; al fin no le hice caso y le di la espalda pero para pegarme a otro suyo. Dos o tres intentaron desalojar la escalera para dispararnos desde la puerta y estuvimos encañonados por unos escopeteros enfurecidos; pero valiéndome de nuevas violencias la gente volvía atrás a gesticular y chillar. En la situación en que estábamos esta era ya nuestra única salida. En definitiva, un poco de bluff, ante la seguridad casi absoluta de que nos iban a asesinar allí. Pero al cabo ganamos la primera parte de la batalla, cuando un hipocritón miembro del Comité apareció en lo alto y poco a poco logró que pudiéramos subir con nuestras pistolas. Cuando me vi arriba, en el cuarto del Comité, aunque la gente chillaba estupendamente por fuera, consideré que ya todo era cuestión de tiempo y de habilidad. (...) El hombre del rifle, a quien le había golpeado al empujarlo, entró asegurando que los cinco tiros no me los quitaba nadie de la cabeza. Me le encaré y le dije que qué pensaría él de una autoridad que se dejase desarmar sin resistencia. Pero no se dejaba convencer. Sin embargo, ya tenía aquellos cierto aspecto divertido para mí que sé que cuando no se dispara pronto no se dispara fácilmente. (...) Después, hasta un telegrama pasaron al Comité de Guerra pidiendo que “evitaran un día de luto a España”. Parece que el luto lo iban a guardar por mí, que pocas veces las he visto más fea.[xxxviii]

“ME QUEDARE EN ESPAÑA, COMPAÑERO...”

“Toda la guerra se ha hecho para que el cine dé cuenta de ella”.[xxxix]

Así terminó caracterizando Pablo la relación activa, perteneciente que encontraba entre los acontecimientos violentos, terribles, grotescos o valerosos de la guerra y el arte que podría darle rostro, emoción y movimiento.

Por ello mismo les propongo terminar estas palabras que hemos compartido hoy con la imagen de Pablo, libreta en ristre y chaqueta de cuero, en una torre de Buitrago, mirando a la cámara, probablemente bajo el sol de 1936, y en el fondo (y en la superficie de estos días que ahora vivimos) la voz de Miguel Hernández diciendo, en el cementerio de Chamartín, y en la Gran Vía madrileña, y en la Peña del Alemán, y en la Rambla de Barcelona y en el subway de Nueva York y en la ciudad de San Juan y en las piedras de la Habana los cinco versos finales de su “Elegía Segunda”:

Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.

No temáis que se extinga su sangre sin objeto,

porque este es de los muertos que crecen y se agrandan

aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.[xl]


NOTAS

[i] Pablo de la Torriente Brau y Gonzalo Mazas Garbayo, Batey, La Habana, Cultural. S. A., 1930.

[ii] Pablo, largometraje documental, ICAIC, La Habana, 1978; Pablo, con el filo de la hoja (Premio de Testimonio, Concurso Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1979, Premio de la Crítica, 1983), La Habana, Editorial Unión, 1983; Cartas cruzadas, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981; El periodista Pablo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1989; Me voy a España, La Habana, Editorial Pablo, 1993.

[iii] Carta a Raúl Roa, Nueva York, 18 de agosto de 1936, en Cartas Cruzadas. pp. 426-427.

[iv] En Peleando con los milicianos, Barcelona, Editorial Laia, S. A., 1980, p. 83.

[v] La primera edición de Peleando con los milicianos fue hecha en México, en 1938. La primera edición cubana, que apareció en 1962, no incluye la crónica “Campesino y sus hombres”, y el nombre de ese jefe militar, que comandó la unidad en la que Pablo trabajó como comisario en el frente, fue eliminado de las cartas y trabajos periodísticos. La segunda edición hecha en Cuba en 1987 repitió, 25 años después, el mismo error. La editorial barcelonesa Laia publicó Peleando con los milicianos en 1980 según la edición mexicana de 1938. Las dos ediciones publicadas por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau en su sello editorial La Memoria, bajo el título de Cartas y crónicas de España, documentan amplia y fielmente la etapa final de la vida de Pablo en la Guerra Civil Española, incluyendo las versiones originales de sus textos.

La compleja personalidad de Valentín González, “Campesino” es analizada con profundidad y acierto por Pedro Mateo Merino, en su libro Por vuestra libertad y la nuestra, publicado por la Editorial Disenso, Madrid, 1986.

Merino era teniente de milicias en Buitrago de Losoya, donde Pablo le conoció a principios de octubre de 1936; al finalizar la guerra, Merino era teniente coronel del Ejército Republicano.

“Valentín González era un jefe popular de prestigio reconocido cuyos milicianos se batían con heroismo como fuerza de choque”, escribe Merino en su libro, subrayando la intuición innegable de Campesino para los métodos guerrilleros, eficaces en los primeros momentos, pero que hicieron crisis en la medida en que la contienda se complejizaba.

“Después de su destitución por Líster y hasta el final de la guerra --quizás hasta su propia agonía-- Valentín González ha sido un hombre a la deriva”, resume Merino, antes de entregar esta nítida y acertada valoración del tema remitido también a sus contextos:

“Nuestra guerra,como toda verdadera tragedia, es una caprichosa mezcla de lo sublime y lo ruín, de lo horrible y lo grotesco, de lo heroico y lo bufonesco. En ella están presentes todas las contradictorias facetas de un magno acontecimiento histórico, en los hombres y en los hechos (...) pero ello no desdice la grandeza de su obra, sino que la enmarca en contornos reales y concretos”.

[vi] Pablo escribe en una carta fechada en Madrid, el 10 de octubre de 1936:

Nuestro parapeto es uno que se conoce por "La Peña del Alemán", y está frente a uno de ellos al que llamaban "el parapeto de la muerte". Estos puntos constituyen los dos fuegos más próximos, al extremo de que, en cuanto oscurece, empiezan, de parte y parte, los discursos que concluyen con los insultos de rigor. Yo tuve el honor de endilgarles tres discursos en una sola noche. Y acabaron por gritar: "Que hable el cubano". Ya ves tú qué honor, que los "camaradas fascistas", como les llamaba, tuvieron gusto en oirme. Claro que no fueron discursos al estilo mío del "Mella", que tanto indignaban la seriedad de la compañera de Ramírez. Fueron en serio y después de cada uno de ellos se quedaban en silencio, como pensando qué contestar. Al fin se salían por la tangente, planteando otros problemas, a los cuales daba rápida contestación. Por último, donde llegó mi elocuencia a la cúspide fue cuando, recogiendo mi alusión de que les disparábamos con balas mexicanas, me plantearon el problema de cómo yo me atrevía a reprocharles a ellos usar aviones italianos si empleábamos balas mexicanas. Y he aquí que mi "poderosa" dialéctica dejó definitivamente aclarada la diferencia que existe entre un avión de Mussolini y una bala de los trabajadores de México. Peleando con los milicianos, p. 90.

[vii] “En el parapeto”, ob. cit., p. 237

[viii] Carta del 28 de octubre, ob. cit. 117.

[ix] Carta del 28 de octubre de 1936, ob. cit. p. 116

[x] Al narrar las circunstancias de su primero encuentro con Pablo de la Torriente Brau, Raúl Roa diseñó también, con sus palabras, el retrato del amigo entrañable:

Conocí a Pablo en el estío de 1930. Hacía una semana que andaba, a toda hora, con un libro suyo bajo el sobaco. Ni que agregar tengo que aludo a Batey, una colección de cuentos cubanos, escritos una mitad por él y la otra por su fraterno amigo Gonzalo Mazas Garbayo. Inquirí la manera de encontrarlo. Me había asombrado su imaginación fabulosa, su estilo desenfadado, su pupila afiebrada, su afán de servicio, su corazón trepidante y su generoso amor a los que sufren, sueñan y pelean. Una tarde le fui presentado en el bufete de don Fernando Ortiz, donde trabaja como secretario suyo. Era un mocetón alto, de musculatura atlética, pelo oscuro, frente dilatada, voz grave, mentón altivo, sonrisa franca, mirada diáfana y jocundo talante. De vez en cuando lanzaba una carcajada estruendosa que estremecía los cristales de las ventanas. Le hablé de su libro y me habló de Rubén Martínez Villena, el pálido poeta de pulido temple. (...)

Nos despedimos con un vigoroso apretón de manos. Anochecía. La ciudad se enguirnaldaba lentamente de ascuas. Yo iba silbando de júbilo. Había conocido a un hombre entero y verdadero. Y había anudado, también, la más limpia, alegre y honda amistad de mi vida.

Raúl Roa: “Los últimos días de Pablo de la Torriente Brau”, en La revolución del 30 se fue a bolina, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 239.

[xi] “We are from Madrid”, en Peleando con los milicianos, pp. 220-221.

[xii] Carta del 24 de octubre, ob. cit., p. 110.

[xiii] José Cañizares y Manuel Alguacil, el impresor y el editor de aquel improvisado diario de los milicianos en Somosierra, me contaron así aquel momento:

Se presentó allí en la imprenta del periódico que estaba en la calle central de Buitrago, a mano izquierda, y nos contó que era un periodista que venía de Cuba, de América, y que había pasado por Bélgica y por Francia y había visto la solidaridad de los pueblos con el pueblo español. Dijo: ¿Quieren que les escriba un artículo? y se sentó a la máquina y era una ametralladora escribiendo: en mi vida yo he visto escribir a esa velocidad. Me dijo que en su casa escribía con la luz apagada: no necesitaba luz para escribir. Y entonces hizo una cosa que no he visto hacer nunca: según escribía a máquina, seguía hablando. Hablaba y escribía. Decía: ¿Está bien así o sigo escribiendo?

[xiv] Carta del 24 de octubre de 1936, en Peleando con los milicianos, p. 111

[xv] Carta del 4 de noviembre de 1936, ob. cit. p. 132.

[xvi] Diario de José María Chacón y Calvo, La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística.

[xvii] Peleando con los milicianos, p. 132-133

[xviii] Carta del 17 de noviembre de 1936, ob. cit. p. 145-146

[xix] Carta del 4 de noviembre de1936, ob. cit. p. 130.

[xx] Carta del 4 de noviembre, ob. cit., p. 132.

[xxi] Carta del 17 de noviembre, ob. cit., p. 143-144.

[xxii] Carta del 4 de noviembre, ob. cit., p.132

[xxiii] Carta del 17 de noviembre, ob. cit., p. 144.

[xxiv] Carta del 21 de noviembre, ob. cit. p. 149-150

[xxv] “Hombres de la revolución”, El periodista Pablo, p. 365-366.

[xxvi] Ob. cit., p. 363

[xxvii] Pablo definió claramente su criterio sobre el tema en una carta a Raúl Roa el 15 de enero de 1936:

No tengo nunca miedo de escribir lo que pienso, con vistas al presente ni al futuro, porque mi pensamiento no tiene dos filos ni dos intenciones. Le basta con tener un solo filo bien poderoso y tajante que le brinda la interna y firme convicción de mis actos. No me importa nada equivocarme en política porque sólo no se equivoca el que no labora, el que no lucha.

[xxviii] Carta del 10 de octubre de 1936, Peleando con los milicianos, p. 92.

[xxix] Carta del 23 de octubre de 1936, ob.cit., p. 106.

[xxx] Carta del 21 de noviembre de 1936, ob.cit., p. 155.

[xxxi] Carta del 15 de noviembre de 1936, ob.cit., p. 138-139.

[xxxii] Carta del 15 de noviembre de 1936, ob.cit., p. 136

[xxxiii] Carta del 28 de noviembre de 1936, ob.cit., p. 160.

[xxxiv] Nicolás Guillén: “Un poeta en espardeñas; hablando con Miguel Hernández”, revista Mediodía, nov. 1, 1937, pp. 11 y 18, ilust.

[xxxv] Carta del 13 de diciembre de 1936, Peleando con los milicianos, p. 165-166

[xxxvi] Carta del 28 de noviembre de 1936, ob.cit., p.162

[xxxvii] Carta del 13 de diciembre de 1936, ob.cit., p. 167.

[xxxviii] Carta del 13 de diciembre de 1936, ob.cit., p. 167-170.

[xxxix] “Francisco Galán, un general de las milicias españolas”, ob.cit., p. 260.

[xl] Miguel Hernández: “Elegía segunda”, en Poesía, La Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1976, p. 272.