domingo, febrero 10, 2008

Versiones para una relectura de la influencia de Miguel Hernández


Versiones para una relectura de la influencia de Miguel Hernández
Los últimos cincuenta años de poesía cubana





Jesús David Curbelo • La Habana


En un ensayo dedicado a John Donne en el cual trata de recontextualizar su obra poética y ponerla a buen recaudo de los ataques despiadados del Dr. Samuel Johnson, causa principal de que esta se mantuviera sepultada por casi tres siglos dentro de la historia de la poesía inglesa, afirmaba T. S. Eliot que el prestigio de los poetas entre las generaciones venideras suele comportarse como el alza o la caída de los precios en el mercado de valores: algunos son sobreestimados sin una buena razón literaria y otros resultan desestimados o mal leídos durante años en virtud de coyunturas extraliterarias, principalmente aquellas cercanas a verdades tan relativas como la ideología, la política, la religión y el compromiso social.


Este último es, de algún modo, el caso de Miguel Hernández dentro de las más recientes promociones de poetas cubanos. Y enfatizo lo de "algún modo" porque Hernández es de esos autores capitales cuya hondura confesional y cuyas gallardías formales, aparte de una biografía accidentada y de fatal desenlace, nos compulsan a simpatizar con su figura y respetar su estatura intelectual. Mas respeto y simpatía no significan necesariamente influencia, tema sobre el cual se me ha pedido exprese mis consideraciones en estas líneas.

Y aquí surge el primer escollo. A la hora de redactar el presente texto, sé que habrán de antecederme en el uso de la palabra críticos y poetas de sólida reputación, quienes abordarán la influencia del alicantino en las diversas generaciones de poetas cubanos, desde los pertenecientes al grupo Orígenes hasta aquellos que comenzaran a aparecer en la vida literaria nacional alrededor de los años setenta del pasado siglo. El problema es el siguiente: para llegar a mí tema, es decir, a la presencia o no de ese ascendiente en los poetas de las llamadas promociones del ochenta y el noventa, me veré obligado, primero, a aventurar criterios que tal vez repitan los de ellos, y peor dichos, sin duda; segundo, a subvertir las conocidas divisiones generacionales de la historia poética cubana después de 1959, para intentar hacer más comprensibles mis consideraciones acerca de cómo ha sido leído y apreciado Hernández por mis coetáneos; y, tercero, a ofrecer mi experiencia personal en un diálogo fácilmente visible en diversas zonas de mi producción poética.

Pero ya lo decía Lezama: solo lo difícil es estimulante. Y me lanzo al ruedo con el afán no de tener la razón, sino, al menos, de provocar dudas que sirvan para acercar más a críticos, poetas y lectores cubanos a una de las mayores voces del idioma. Nexo que, sospecho, es el principal vínculo entre él y los origenistas: la necesidad de beber en el chorro de una tradición común y de altísimo vuelo (Garcilaso, Fernando de Herrera, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Rubén Darío; y, más próximos en el tiempo, Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre), así como el acervo de una fuerte raíz de poesía popular, presente en Hernández desde sus primeros versos y que alcanza su colofón en Cancionero y romancero de ausencias, libro cuyas piezas desnudas, enjutas, pudieran estar detrás de algunas composiciones de Luz ya sueño de Cintio Vitier, o de Por los extraños pueblos, de Eliseo Diego. Otro parentesco posible entre el oriolano y los origenistas lo hallaríamos quizá en la religiosidad del primer Hernández, cultivada en la órbita de Orihuela al amparo de los consejos del padre don Luis Almarcha y de Ramón Sijé. Esta filiación católica desaparece luego del encuentro madrileño con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, quienes lo inclinaron hacia el surrealismo y le sugirieron, ya fuera de palabra, ya con el ejemplo, el conocimiento de las formas poéticas revolucionarias y de la poesía comprometida. Pero es posiblemente en ese fugaz paso por el surrealismo donde podamos emparentar a Hernández con Lezama, aunque no es dable hacerlo en el aspecto de la poesía comprometida, algo bastante lejano de los ideales estéticos de aquellos origenistas.

Me gustaría lanzar la idea de que Lezama fue nuestro último y potencialmente único surrealista, nuestro postrero exponente de un cierto tipo de vanguardia, para esbozar la tesis de que, en la historia de la poesía cubana posterior a 1959, podríamos deslindar un camino que, a grandes trazos, nos lleve, después de él e incluso sin dejar de admitir la emergencia de poetas valiosos, no hacia el descubrimiento de corrientes en verdad nuevas, y sí hacia revisitaciones del siglo xix o de los albores del xx: un nuevo romanticismo, un neomodernismo y una neovanguardia, con sus respectivas ramificaciones y rectificaciones. Esta opinión surgió después de leer una afirmación de Octavio Paz en La llama doble, donde dice que, a partir de los años 50 del siglo XX, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals (“neoexpresionismo”, “transvanguardia”, “neorromanticismo”), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), los cuales dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. De modo general, suscribo sus tesis, y propongo su aplicación a la historia de la poesía nacional.

Insisto en aplicar el término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido neorromanticismo —a mi juicio incluido dentro del anterior— manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el xix, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los ideales de William Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso. Alex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve sacudida que, en los años 70, pretende regresar a la tierra, a la mirada y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia poesía.

Con los autores pertenecientes a estas promociones, o sea, los de la llamada generación del 50, los de la generación del 60 (o poetas de El Caimán Barbudo, como también se les conoce por la revista alrededor de la cual se nuclearon y desde la que emitieron sus puntos de vista estéticos) y muchos de los de la promoción del 70, son enormes los parentescos de Miguel Hernández; aunque ahora se trate, en esencia, del Hernández de Viento del pueblo y El hombre acecha, el de la denuncia social y los textos escritos en el fragor de la guerra civil contra falangistas y requetés. Es fácil asimilar el porqué de tal filiación. Jorge Luis Arcos, en el prólogo a su panorama de poesía cubana Las palabras son islas, nos comenta: “El imposible histórico que tanto había gravitado sobre la conciencia colectiva de la nación, y de tanta repercusión en su poesía, se transforma en plenitud histórica hecha realidad. Al menos, para la mayoría de los poetas; otros, vinculados de una u otra manera al régimen anterior, emigran, reiniciando así, al principio tímidamente, después con más fuerza, aquella poesía del exilio que tanto abundó en el siglo xix cubano”. Coincido con él en que “el imposible histórico” tuvo mucha repercusión en la poesía, vicio que, por desgracia, ha afrontado nuestra literatura desde sus orígenes: las páginas de casi todos los poetas del xix se resienten del exceso de sociologización (a excepción de Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, José Martí, Julián del Casal y Juana Borrero), y también las de muchos poetas del xx: Tallet, Villena, Pedroso, Navarro Luna, Félix Pita, Guillén; pero no creo que la “plenitud histórica hecha realidad” nos salvara de ello. Al contrario. No es noticia —y se ha encargado la historia del arte y la literatura de ponernos los ejemplos ante los ojos— que todas las grandes transformaciones sociales y políticas, desde la Antigüedad, han traído aparejados movimientos poéticos laudatorios en los que se mezclan, en dosis difíciles de precisar, la euforia y/o el oportunismo de los autores con la necesidad de los propios procesos de sentirse respaldados por el canto coral de sus bardos. Generalmente, incluso, ese orfeón se programa y se hace cantar mediante finos galimatías en el mundillo editorial, mediante la censura más feroz, o mediante una variante intermedia que va ora hacia una ora hacia otra parte según las exigencias del panorama ideológico o político. En ese torbellino, por supuesto, siempre hay un grupo de escritores genuinos que, o bien renuncian a participar en el coro, o bien lo asumen desde la legitimidad del sentimiento y nos legan algún que otro verdadero monumento literario (pensemos en Virgilio, en Horacio, en Marot, en Quevedo, en Byron, en Hugo, en Maiakowski, en Seifert, en el propio Hernández). El caso cubano no es una excepción, y la poesía cubana lo deja entrever con claridad. La llamada generación del cincuenta es, sin duda —y lo han dicho sus principales exégetas—, un fiel exponente de la “mutación del Yo poético que se siente solidario con todo el pueblo, es parte de él, y el sentimiento plural domina por encima de las peculiaridades individuales [...] La poesía se afianza como medio de conversación con el otro, con los otros, como diálogo con la historia común, vehículo del testimonio...”. Es decir, la poesía se pone al servicio de la historia, y debe pagar el precio de esa decisión: colocarse, a la larga, al servicio de la política y arrostrar el lastre que, ya sabemos, significa hacer literatura de compromiso mal entendida.

Más o menos el mismo caso ocurre con los poetas de El Caimán Barbudo, tanto en su primera como en su segunda promoción. No vacilaría en afirmar que el Hernández más apreciado por ellos, e incluso el más visible a niveles textuales es el autor de “Canción del esposo soldado”, “Rosario, dinamitera” o “El herido”; aquel donde se conjugan la intención política más urgente con un lirismo raigal presente en la poesía del pastor de Orihuela desde sus mismos orígenes. De hecho, una lectura al vuelo nos convencería de que textos como “Un poema”, de Luis Rogelio Nogueras; “Patria”, de Raúl Rivero, el “Poética”, de Guillermo Rodríguez Rivera perteneciente a Cambio de impresiones, “Un poema de amor, según datos demográficos”, de Norberto Codina o “Epílogo” de Víctor Rodríguez Núñez, son una suerte de versiones a la cubana de la “Canción del esposo soldado”, de Hernández; que con toda probabilidad hallaríamos igual en poemarios de Víctor Casaus, Félix Contreras o Jesús Cos Causse. Y lo son porque este es un Hernández en el cual los recursos de lo conversacional y hasta de lo coloquial están puestos al servicio de lo discursivo, de la comunicación rápida y efectiva con el lector; característica que se acentúa en El hombre acecha, en el cual la crisis por la derrota militar conduce al poeta a un proceso gradual de interiorización del drama colectivo y de desnudez expresiva, así como a la búsqueda de una sencillez y de una sustantividad precisa, algunas de las mayores aspiraciones de los coloquialistas cubanos del 60 y el 70.

Otros matices posee la relación hernandiana con los poetas de la tierra, sobre todo con Roberto Manzano, el autor cubano más influido por el español. De entrada, pudiéramos reparar en el origen campesino de ambos, en una infancia difícil de trabajos y penurias económicas que dejó su impronta en sus personalidades adultas; en las relaciones suspicaces y un tanto difíciles con los cenáculos literarios provincianos y capitalinos; y en otras coincidencias biográficas que nos harían sencilla la encomienda. Pero se trata de algo más profundo, porque Manzano ha asimilado de Hernández lecciones literarias de primer orden: la necesidad de un continuo nacer, crecer y autodevorarse de un libro al otro, de un ciclo lírico al siguiente, que le han llevado a reinterpretar el aliento garcilasiano de nuevo tipo de los primeros poemas del alicantino o de los sonetos apacibles y melancólicos de El silbo vulnerado, y trasvasarlos en su Canto a la sabana o en algunos textos de Puerta al camino y El hombre cotidiano; a conciliar el estallido pasional con la exquisitez estrófica de las cuartetas, silvas, tercetos y sonetos que apreciamos en El rayo que no cesa, en ciertas zonas de El hombre cotidiano y de El racimo y la estrella; a beber en la epicidad nerudiana de las mejores piezas de Viento de pueblo y El hombre acecha y hacerlas lucir en Tablillas de barro I, Tablillas de barro II, Synergos, Transfiguraciones y Rapsodia de vivir, fundamentalmente; y, por último, a asumir la concentración lírica, el casi absoluto despojo de retórica y metaforización que Hernández muestra en Cancionero y romancero de ausencias, y con ellos intentar cuadernos como La hilacha o la colección de poemas para niños Pasando por un trillo. Y todo eso sin dejar nunca de atender el profundo drama ontológico del individuo en el universo y demostrando una audacia y una destreza técnica que le permiten moverse con soltura en los más variados metros y formas estróficas del idioma, en el verso libre, en el versículo y en el poema en prosa.

Ahora bien, antes de entrar en lo que es mi verdadero tema en este panel, me gustaría hacer aún otra precisión. No sería del todo justo si me limitara a afirmar que la influencia de Miguel Hernández sobre los poetas cubanos de los 50, 60 y 70 descansa solo en el signo político de izquierda mayoritariamente común. Hay otro hecho que me parece todavía más interesante: la pervivencia de lo romántico en Hernández. Es el español un poeta en absoluto contemporáneo en el cual no se verifica esa ruptura entre poesía y yo empírico enunciada por Michael Hamburger, según la cual el yo se lanza a buscar otras identidades, otras máscaras en aras de explorar disímiles caminos de expresión para sus crecientes angustias ontológicas en un contexto donde comenzaba a primar la idea de la muerte de Dios y de la incapacidad del lenguaje para traducir a los demás juicios, correspondencias y sensaciones. Cuando leemos cualquiera de las colecciones del alicantino, siempre nos quedamos con la impresión de que es muy escasa, inexistente la división entre el sujeto lírico y el autor de los poemas que lucha de manera desesperada a favor del amor, la justicia y la libertad. Y nada podía ser más atractivo, supongo, para nuestros conversacionalistas y coloquialistas, para nuestros nuevos románticos, en fin, que volver a los tonos de un Byron, un Petöfi, un Pushkin, un Hugo, un Heredia, a través de lo aprendido en un poeta al mismo tiempo tan perturbadoramente moderno como Miguel Hernández.

El segundo gran escollo de mi tarea reside en que tengo la sospecha, y lo apuntaba al principio, de que la relación de Hernández con la mayoría de los poetas cubanos pertenecientes a las promociones del 80 y del 90, no supera los estadios de admiración y respeto para convertirse en influencia, si por influencia entendemos un incidir palpable en sus cosmovisiones o en sus modos de entender y escribir la poesía. Esto aspiro a explicarlo siguiendo con mi relectura subversiva de la historia poética cubana a través de las revisitaciones ya enunciadas, pero antes quisiera hacerles una anécdota. Cuando me solicitaron trabajar el tema, acudí al pueril expediente de rastrear entre los muchos cuadernos de poesía escritos por estos autores, una cita, un epígrafe, que me permitieran comenzar a desenredar la madeja de las posibles marcas de pensamiento y estilo. Si bien en el fondo una cita no significa nada, pues ya sabemos que cualquiera convoca alegremente a Nietzsche, a Schopenhauer o a Kierkegaard y apenas si ha mirado su ficha en Encarta o ha hecho una lectura diagonal de sus entradas en el diccionario de Abbagnano, nada más encontré UNA referencia explícita a Miguel Hernández en el cuaderno La vasta lejanía de Agustín Labrada, lo cual no deja de ser alarmante. Y, si la memoria no me falla, solo recuerdo unas décimas de Fernando León Jacomino, posiblemente inéditas, que glosaban los primeros versos de El rayo que no cesa: “Un carnívoro cuchillo/de ala dulce y homicida/sostiene un vuelo y un brillo/alrededor de mi vida”. ¿Por qué? Natural: las reglas del juego cambiaron y la(s) poética(s) de Hernández dejaron de ser seductoras para los poetas cubanos, ahora inmersos en búsquedas de un orden muy diferente.

Ya comenté de manera abundante la idea del nuevo romanticismo. No obstante, todavía quiero darle una rápida ojeada a una zona de la generación del 80, cuya acogida de crítica ha sido bastante amplia y benévola —casualmente por razones de signo ideo-político—, pero en la cual no hay el menor de los contactos con la influencia hernandiana, y muchísimo menos con alguna de las revisitaciones que constituyen, a mi entender, lo más revolucionario de nuestra última poesía. Hablo de los poetas que suelo llamar, un poco en broma y otro en serio, los exponentes del coloquialismo “al revés”, es decir, aquellos cuya relación con el poder se manifiesta en un muchas veces incisivo cuestionamiento cívico, en —según lo ha definido el crítico Arturo Arango— “una mirada crítica sobre el acontecer social o que insisten en asuntos tenidos como inconvenientes e inusuales, o en la desautomatización de personajes o temas maltratados por la retórica y los dogmas (los héroes, la historia, la política)”. En ellos, por supuesto, existe un palmario deseo por desacralizar los cánones ideológicos de las promociones precedentes y un desapego a la euforia fundacional que animó los versos de la generación del 50 o de la hornada inicial de los llamados poetas de El Caimán Barbudo (Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, el primer Raúl Rivero). Este interés, por sí solo, no garantiza la calidad de sus textos. A menudo los mismos se resienten por el exceso de explicitación de las posturas éticas y el defecto de consideración de los avatares estéticos; en ellos por lo general se nota la falta de equilibrio entre la testificación de una verdad particular (la del poeta en cuestión) y el cuidado de su expresión literaria. Para tales autores, obviamente, Miguel Hernández representa uno de los ídolos de las generaciones literarias que deben ser barridas en toda la línea, y nada resulta más lógico que, al apartarse de sus antecesores, también se aparten de sus lecturas y de los influjos de estas. Curiosamente, me aventuro a sugerir que estos autores, en una futura e hipotética organización del canon poético cubano, serán leídos como una prolongación del nuevo romanticismo, como un momento de tránsito entre este y las demás caras del espectro, las cuales coinciden con la tradicional división en promociones al uso de los estudios literarios cubanos (el resto de la promoción del 80, y la del 90): el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia.

Me atrevo a hablar de neomodernismo y neovanguardia en medio de una ola creciente de posmodernidad entrevista al calor de una edad contemporánea cada vez más polarizada, global e interdependiente, con fuerte tendencia a la universalización de la civilización occidental (tecnología de punta, liberalismo, imposición del modelo social a otras civilizaciones) y, a la vez, caracterizada por la presencia de esas otras civilizaciones que, ante la inminencia de homogeneización, reivindican sus propias identidades y ejercen su derecho al equilibrio cultural, económico y político. El caso de Cuba, por no ir muy lejos, donde se ha instituido una labor de rescate de la identidad, un bastión de resistencia ante la despersonalización y la disolución de la responsabilidad, características que, al decir de Jean-François Lyotard, conforman una multiplicidad de estilos posmodernos que atacan los conceptos de arte y lenguaje y, a la postre, abren la puerta a una modernidad de altos vuelos que completa a la posmodernidad. O sea: nace de ella y a ella vuelve para entender (y entenderse con) la historia de la cultura y del pensamiento.

Entonces no resulta descabellado hablar de neomodernismo en el contexto cubano. En su ensayo “Modernismo, 98, subdesarrollo”, Roberto Fernández Retamar enumera algunas de las condiciones de América Latina en las postrimerías del xix que facilitaron el origen del modernismo, a saber: el subdesarrollo, la rebeldía y la necesidad de injertar al mundo en nuestra realidad. Perfecto. Mientras hoy España y los demás países hispanoamericanos generadores de sólidos movimientos poéticos en el xx (México, Argentina, Chile) avanzan hacia el liberalismo político, económico e intelectual, Cuba insiste en el socialismo como sistema, con una variante que intenta superar los errores del llamado socialismo real de Europa del Este, pero cuyas limitaciones económicas (a las cuales se suma el bloqueo norteamericano y otras leyes de carácter sociopolítico como la Helms-Burton y la Torricelli) mantienen al país en un estado de tensión administrativa que está más cerca del llamado tercer mundo que del ya mentado primero, desigualdad que refuerza la antes aludida faena de resistencia mediante el rescate de la identidad cultural. La rebeldía literaria también es perceptible en los autores que, a mi juicio, desembocan en el neomodernismo cubano en los 80 (el Raúl Hernández Novás de Al más cercano amigo y Sonetos a Gelsomina; el Ángel Escobar de Epílogo famoso y Allegro de sonata; el Rafael Almanza de Libro de Jóveno y El gran camino de la vida, el Pedro Llanes de Sonetos de la estrella rota) y los primeros 90 (Francis Sánchez, José Manuel Espino, Ronel González y Carlos Esquivel), pues reaccionan contra la corriente coloquial y su vulgarización de la literatura, lo mismo que rechazan una tal vez excesiva politización de la vida literaria y de la exégesis de nombres y zonas claves de nuestra lírica (José Martí, Nicolás Guillén, la poesía negra, la social). Y en cuanto a injertar el mundo en la realidad cubana, ni hablar: han emprendido una reconquista que incluye a Martí, a Casal, a Darío y a múltiples poetas de la lengua española, cultivadores excelsos de los metros y formas estróficas “tradicionales” (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Unamuno, Machado, Julio Herrera y Reissig, César Vallejo, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Jorge Luis Borges, Octavio Paz), con los cuales experimentan en el intento de renovar desde la relectura de la tradición. Y este es un hecho peculiar: el modernismo hizo lo contrario: importar a Leconte de Lisle, a Baudelaire, a Verlaine, a Mallarmé, a Whitman, en busca de nuevas armonías vivificadoras del moribundo español decimonónico, mientras el neomodernismo aspira a integrar a la avalancha de poesía en otras lenguas (el coloquialismo norteamericano, los “experimentalismos” italiano, francés, inglés, nórdico y de expresión alemana) la dignidad renovadora de un idioma amplio y diverso en su gama semántica y sonora. Ángel Rama expone, entre algunas de las principales particularidades de la expresión dariana (y del modernismo, por extensión) el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos, y toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad como ligazón para las palabras. Si revisamos con cuidado la producción de nuestros neomodernistas, hallaremos todos estos manejos lingüísticos y, además, el conjunto de símbolos que, nueva “selva sagrada”, les ayudan a representar el sincretismo del mundo. Desde luego, si en algunos poetas del 80 y el 90 podrían pesquisarse huellas de Miguel Hernández, sería en estos; y siempre daríamos con el cantor gongorino de Perito en lunas, o con el quevedesco de El silbo vulnerado o El rayo que no cesa, mas me temo que en este caso estamos en presencia no de una genuina influencia, sino más bien de un manejo de fuentes comunes, en el cual salen beneficiadas las presencias de Quevedo, Góngora, Darío y Borges en los experimentos con el soneto, de Jorge Guillén, Herrera y Reissig o Eugenio Florit en los concernientes a la décima, o las de César Vallejo, Juan Ramón Jiménez u Octavio Paz en otras indagaciones menos “ortodoxas”.

Aquí podría razonarse también sobre la existencia de una suerte de neoposmodernismo, si entendemos este como una tendencia literaria y no como posmodernidad. Esta tendencia insiste en la decantación formal de las ganancias del neomodernismo (sobre todo el soneto y la décima) y se vale de ellas para expresar la ciudad de provincia, la vida cotidiana en la “suave” patria, entre el polvo fatigado del municipio, desde donde se alzan las más amplias indagaciones en y hacia el universo. En estos poetas predomina la mirada urbana, generalmente de tono intimista; hay en ellos rasgos de humor, muchas veces irónico, y puede llegar hasta el grotesco y la escatología. Entre los principales exponentes de esta tendencia podemos hallar al José Luis Mederos de El tonto de la chaqueta negra, al Yamil Díaz de Apuntes de Mambrú, Soldado desconocido y Fotógrafo en posguerra, al José Luis Serrano de Aneurisma y El yo profundo, y al Carlos Esquivel de Los epigramas malditos. Pero en ninguno de ellos hay casi rastros de la impronta hernandiana por una sencilla razón: la poesía de Miguel Hernández es demasiado grave, no tiene momentos de humor, y estos poetas han ido a buscar sus patrones en López Velarde, Luis Carlos López, Barba Jacob, o en los epigramas de Cardenal, los antipoemas de Nicanor Parra y las canciones de Joaquín Sabina. Debo aprovechar para introducir un paréntesis curioso: buena parte de la difusión de la poesía de Hernández en Cuba tuvo bastante que ver con los textos musicalizados por Joan Manuel Serrat, muy influyente en quienes eran jóvenes en los 70 y 80; pero después el lirismo de Serrat fue cediendo paso al cinismo de Sabina, al desenfreno de Fito, o al desenfado de Estopa y Jarabe de Palo, e imagino que para los poetas de los 90 y sobre todo para aquellos que comienzan a publicar en los albores del nuevo siglo, Serrat sea ya “un cantante para personas mayores”, como lo son para mí, salvando las distancias, Miguel de Molina o Nino Bravo. Con esta tendencia ocurre otro hecho interesante: algunos libros de Yamil Díaz o de Carlos Esquivel abordan el tema de la guerra, lo cual induciría a rastrear en ellos el hálito del español; y erraríamos, pues en el caso de la guerra de Angola, contienda fundamental tratada en esos volúmenes, Díaz y Esquivel no quieren de ningún modo trasmitir una visión épica o comprometida con el suceso histórico; antes prefieren poner en tela de juicio el triunfalismo del discurso oficial y acuden a influencias menos “edificantes” como la del Apollinaire de los Caligramas o las de Georg Trakl, Wilfred Owen, Siegfried Sassoon, Isaac Rosemberg, August Stramm y Giuseppe Ungaretti.

La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural...) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos, igual que en el caso precedente, facilita la vuelta a lo que el ensayista Walfrido Dorta ha calificado como “una retórica neovanguardista densamente moderna” y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del XX, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo “experimental” que pudiera desearse (no obstante ciertas parcelas de las obras de José Juan Tablada, León de Greiff, César Vallejo, Jorge Guillén, Mariano Brull, Nicanor Parra y Octavio Paz), y la conexión con poetas y pensadores europeos (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Michel Deguy, Ernst Jandl; Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, e. e. cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en Rolando Sánchez Mejías, Ricardo Alberto Pérez y Carlos Alberto Aguilera, por una parte, y en Caridad Atencio, Ismael González Castañer y Rito Ramón Aroche, por otra; a la cual se han sumado escritores provenientes del neomodernismo (el Almanza, de Hymnos i e Hymnos ii; el Manzano, de Tablillas de barro i, Tablillas de barro ii, Transfiguraciones y Synergos; el Novás, de Atlas salta; el Escobar, de La vía pública, Abuso de confianza o La sombra del decir) o del nuevo romanticismo (la Soleida Ríos, de El libro roto; la Reina María Rodríguez, de Páramos, La foto del invernadero y ...te daré de comer como a los pájaros...; el Omar Pérez, de ¿Oíste hablar del gato de pelea? y de Canciones y letanías, el Pedro Marqués de Cabezas; el Juan Carlos Flores, de Distintos modos de cavar un túnel), así como Carlos Esquivel, Gerardo Fernández Fe, Javier Marimón, Leonardo Guevara y Luis Felipe Rojas, quienes igualmente intentan nuevas búsquedas de amplia flexibilidad conceptual y estimables excelencias formales. En el conjunto de la neovanguardia se aprecian características como contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc. En este conjunto, huelga aclararlo, la posible influencia de Miguel Hernández es nula, máxime si consideramos que, en lo relativo a las vanguardias —salvo en sus episodios surrealistas bajo el influjo de Neruda y Aleixandre—, el oriolano adoptó una conducta estética similar a la de Paul Valéry: buscar en las formas clásicas, en el excesivo cuidado de las leyes filológicas, en el empleo de arcaísmos y términos lexicales de raigambre local, un bastión de resistencia contra los excesos de los ismos vanguardistas que conociera en el Madrid de los 30. No es casual, supongo, que Perito en lunas, libro fundamental en el cual asume esta actitud, esté encabezado por una cita del francés. Y nuestros revisitadores de la vanguardia, desde luego, siguiendo las enseñanzas de sus maestros Marinetti, Tzara o Breton, no están dispuestos a pactar con el enemigo, mucho menos si este ha sido, además, lectura de cabecera de tendencias y promociones precedentes que ellos consideran anquilosadas y empobrecedoras, en sentido general, para la evolución del destino poético nacional.

Hasta aquí, por suerte, las especulaciones del crítico. No sé si aún tengan paciencia para soportar las del poeta que, rara avis en este contexto, no ha vacilado en confesarse, en varias entrevistas y ensayos, deudor de las enseñanzas de Miguel Hernández. Mi relación con su poesía proviene, primero, de Serrat, como es lógico, y, luego, de la presencia de dos o tres textos suyos en los libros de lectura de la secundaria. Si no recuerdo mal, aquellos poemas eran “A ti, llamada impropiamente rosa”, “Por tu pie, la blancura más bailable...”, “Te me mueres de casta y de sencilla...”, “Vientos del pueblo me llevan”, “El niño yuntero”, “Canción del esposo soldado”, “Menos tu vientre...” y “Tristes guerras...” Fue suficiente tanta variedad temática y formal para llevarme a indagar en la biografía de quien los había escrito. De inmediato simpaticé, tal vez por mi condición particular, con su cualidad de poeta de provincias. En mi larga lista de poetas predilectos, hay muchos oriundos de la provincia (Catulo, Du Bellay, Góngora, sor Juana, Wordsworth, Hölderlin, Rimbaud, Machado, Trakl, Celan, Perse, Bonnefoy, Heaney), en los cuales admiro sin falta la fuerza natural, la descontaminación inicial que ofrece a su obra venidera una educación a contrapelo de las presiones y trapisondas de las respectivas vidas literarias capitalinas, en las que entran para mantener, de manera general, una autonomía, una mirada personal permeada por sus “malas lecturas” que los distingue de aquellos destinados a ser carne de cenáculo, fuego de artificio en el espaldarazo de las revistas y relleno en las antologías donde se promueven los líderes de escuelas y tendencias. A mis cándidos quince añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser.

Mi vocación por la filología, disciplina que en aquella tierna edad pensaba me ayudaría a convertirme en escritor, me condujo de nuevo a Miguel Hernández, figura de riguroso estudio en los programas de Literatura Española de la universidad. Corrían los ochenta, y los profesores insistían aún en la zona de su obra que, con honrosas excepciones (casi todas citadas a lo largo de este trabajo) a mí me parecía menos atractiva: la relativa a la denuncia social y al drama de la guerra y el inicio del peregrinaje por las cárceles que terminaría por aniquilarlo. Y no porque fuera yo un insensible incapaz de entender los horrores del franquismo, de congeniar con la dignidad y el patriotismo del poeta, o de estremecerme ante su accidentada historia de amor con Josefina Manresa, sino porque me seducía más la idea de aquel viaje desde una primitiva poesía popular apreciable en sus inmaduros Poemas de adolescencia, hasta el retorno a la fuente nutricia, esta vez en un estadio superior, Cancionero y romancero de ausencias, donde el envoltorio de lo popular sirve de continente a dos de los polos de la alta poesía, el amor y la muerte; y donde, por si no bastara, bordeaba otro de los temas para mí capitales: el silencio. Si a esto le añadimos las paradas de Perito en lunas, cuyas octavas me sedujeron desde las primeras lecturas; o las de El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, cuyos sonetos erótico-amorosos me entusiasmaron a probar fuerzas con un molde a un tiempo tan inflexible y tan maleable; o incluso los dignísimos ejemplos de poesía comprometida que son “El niño yuntero”, “Rosario, dinamitera” o la “Canción del esposo soldado”, en los que aprendí que la poesía sirve para todo, hasta para hacer política sin perder el temblor humano y cognoscitivo que la engrandece y eterniza incluso cuando pasen las coyunturas históricas, ideológicas o sociales que dieran arranque a los versos; o la hondura dolorosa de piezas como “Nanas de la cebolla” y “Ascensión de la escoba”, en las cuales el drama íntimo cobra altura universal, no puedo menos que confesarles que, todavía a mis ingenuos veintiún añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser. Un poeta que creciera de un libro a otro, de un ciclo lírico al sucesivo; un poeta que tuviera siempre el fiel de su brújula atento a las menores oscilaciones del espíritu contemporáneo para aspirar a apresarlo en su poesía; un poeta que se atreviera a buscar la renovación no en la ruptura per se sino en continuas relecturas sagaces de la tradición; un poeta como mis admirados Dante, Donne, Blake, Baudelaire, Vallejo, Celan o Paz. O sea, un poeta grande, aquellos que, según T. S. Eliot, se reconocen por su excelencia, su abundancia y su diversidad.

Y lo intenté. He sido abundante, y hasta diverso, supongo. Por desgracia, excelente no. Traté los mismos temas de Hernández: la infancia, el dolor del crecimiento, el amor, la guerra, la muerte, la soledad, el silencio. Ensayé muchas de sus formas estróficas: la copla, la décima, el romance, el soneto, los tercetos, la silva. Pero nada funcionó. Entonces tomé una decisión. Como no podía ser igual a Miguel Hernández a pesar de todo lo que él me había educado, me prometí que trataría de trasmitir a otros esas enseñanzas, a ver si alguien con mayor talento lograba hacerse justicia, o, al menos, si mi pasión resultaba contagiosa y despertaba un poco el entusiasmo de mis coetáneos por su obra y por seguir muchos de esos senderos aún inexplorados que nos legó. Estas palabras han sido el humilde cumplimiento de aquella promesa.

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