jueves, abril 16, 2009

Dignidad y afán


Darío Botero Pérez (Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Entendido como la reivindicación positiva, sin ninguna discriminación, de la dignidad inherente a cada uno, plasmada en el reconocimiento incondicional de los Derechos Humanos para todos y en todas partes; el sentimiento innato de libertad que se intenta formalizar bajo el término “liberalismo”, es joven respecto a ideologías tan antiguas como las de los grandes imperios y las civilizaciones fundacionales.

Pero -como defensa insobornable de esa convicción de dignidad y de ese anhelo de autonomía, independencia o libre albedrío que nunca, nada ni nadie ha podido extirpar de lo más íntimo del ser humano-, es el fruto de una lucha constante, desde los albores de la humanidad, adelantada por los mejores hombres, los más dignos, sometidos contra su voluntad al servicio de los potentados, gracias a la violencia.

Aún en los regímenes totalitarios más absorbentes y violadores de los fueros individuales que muchas culturas, inclusive, niegan de plano, al asignarle a cada uno un rol eminentemente social, preestablecido de acuerdo al origen del individuo colmena... en todas las latitudes, siempre, ha habido seres humanos resueltos a dar la vida por defenderla.

Para ellos, vida y libertad son sinónimos. Por eso, mientras no sean libres, prácticamente se consideran cadáveres ambulantes, zombis sin identidad.

No obstante, los testimonios de esta lucha, sostenida generación tras generación, han sido acallados por los potentados responsables de que las mayorías hayan vivido y sigan viviendo en condiciones infrahumanas, tanto durante la prehistoria como en la historia.

Por eso, estamos obligados a instaurar la neo-historia basada en el ejercicio directo de la soberanía por sus únicos dueños legítimos, tras tantas carnicerías y perversiones de los enamorados del poder.

Tenemos el deber y la oportunidad de repudiar a los Calígulas dispuestos a cometer cualquier crimen, que no dudan en calificar de inspiración divina, para obtener y monopolizar el poder.

Así creen constatar su “superioridad” (o absoluta carencia de escrúpulos que los hace considerarse por encima del bien y del mal) respecto a los menos criminales y, sobre todo, a quienes no lo son en absoluto y, por fortuna, conforman las mayorías de individuos de la especie.

Le llegó el turno a los ciudadanos, sin exclusiones ni preferencias.

Esta es la Nueva Era que tantas profecías han anunciado y que Obama no tuvo inconveniente en aclamar como una convicción vital.

Entiende el desafío y se resiste a optar por la muerte propiciada por los halcones de Washington y los potentados y los gobernantes criminales en todo el mundo, según la costumbre histórica, raramente contradicha.

La salida de la crisis, comprometida con la vida, de ninguna manera consiste en restablecerles sus fueros, privilegios y alta consideración a los potentados canallas, de todo rango y especie, que nos han traído al borde del abismo, y que esperan la ocasión de darnos el empujón final.

Es deber de las mayorías exigir castigo para los culpables. Y Obama está de acuerdo pero necesita nuestro apoyo expreso, multitudinario y constante para que resuelva pedirle cuentas penalmente a Bush y los bandidos que lo rodearon en su gobierno.

Es necesario proceder antes de que pretendan echarle toda el agua sucia al mestizo, como lo han intentado el republicano blanco (o rosado), Rush Limbaugh, la cadena Fox y toda una caterva de trogloditas empeñados en mantenernos anclados al pasado que tantos privilegios les ha asegurado a ellos y tanta miseria a las mayorías.

Si no procedemos, no sólo seremos las víctimas sino también los cómplices de los criminales más repugnantes que la especie haya conocido, pues no se satisficieron con exterminar pueblos y arrasar culturas que son (o eran) patrimonio de la humanidad.

En escasos 200 años, consumiendo hulla y, después, agregándole petróleo, han causado unos niveles de contaminación atmosférica y del medio ambiente en general, que los procesos naturales tardarían miles de años en producir, a no ser que ocurriese algún evento caótico.

Para el presente, dado que no ha caído el meteorito exterminador, el evento caótico que ha sufrido la tierra ha sido el capitalismo irresponsable, exacerbado durante los últimos 40 años con el brutal neoliberalismo.

La ventaja es que sus efectos letales no son tan inminentes e inmediatos como los del evento que acabó con los dinosaurios, al menos según la explicación más popular.

Quizás todavía podemos pellizcarnos y evitar el exterminio. Pero tiene que ser ya. Titubear es perdernos.

Cada día que pasa, las consecuencias del enfermizo y anómalo desarrollo económico- deformado por la codicia de los propietarios privados guiados por su egoísta y, por ende, mezquina y miope racionalidad-, hacen más inminente y próxima la catástrofe definitiva; el ya aludido “empujón final”.

A causa de los excesos del neoliberalismo, tal hecatombe universal se volvió patética y evidente para todos, lo cual no nos cansaremos de agradecerle al imbécil criminal mitómano, George W. Bush.

Tampoco olvidamos, ni dejaremos de repetirlo mientras dure, que continúa disfrutando de impunidad a pesar de sus gravísimos crímenes contra su pueblo, contra el mundo y contra la humanidad, en particular contra afganos e iraquíes.

Pero es de esperarse que sea por poco tiempo, pues tiene que pagarla, junto a sus compinches. Bernard Madoff los espera pacientemente, pero la humanidad tiene afán en castigarlos, para que a nadie se le ocurra volver a imitarlos.

Por eso, Obama, padre de dos pequeñas niñas que adora y sustentado en su trípode de salud, educación y energías limpias, intenta empoderar a los ciudadanos del común -de los que hacía parte hasta que ascendió a la clase política-, con el fin de despertar las fuerzas necesarias para vencer esa amenaza mortal, mediante el cultivo de los talentos y las inteligencias de las nuevas generaciones.

Entiende que, aunque, en gran medida, las nuevas generaciones son víctimas ajenas a las causas del desastre, también son las más aptas para romper con la criminal cultura consumista, que exige convertirlo todo en basura lo más rápido posible, y que a todos nos absorbe aunque los viejos ni cuenta se den, o, lo que es peor, poco les importe.

En una sociedad fundada en la dirección de la economía por intereses particulares ajenos al bien común que el Estado debería proteger, el consumo es el requisito (letal para el medio ambiente bajo los parámetros del capitalismo) para que el ciclo productivo pueda repetirse y la vida pueda continuar.

La razón es que los capitalistas no invierten ni financian nuevos procesos mientras no hayan realizado las ganancias que les debe dejar el anterior. Cuando ese consumo que permite realizar las ganancias no se da a nivel social, se generan las crisis de superproducción, como la de 1929. Si es a nivel individual, el capitalista, simplemente, se arruina.

Tal racionalidad individual y asocial es la que permite que la economía se paralice a pesar de su capacidad para satisfacer necesidades humanas hasta cubrir toda la demanda potencial.

Además, distorsiona la forma en que las necesidades se satisfacen, prefiriendo las apariencias al contenido, el empaque a la utilidad del producto o servicio; la ilusión de satisfacción a la satisfacción real...

La tienen sin cuidado las necesidades sociales de quienes carecen de capacidad adquisitiva y las de la misma madre Tierra, que no resiste más tanta estupidez derrochadora, puro culto a Thanatos, diría un filósofo de escuela, o a la muerte, según uno de la universidad de la calle.

Esta orientación suicida queda demostrada mediante la aterradora y acelerada extinción de especies; el calentamiento global con sus funestas consecuencias, o la inmensa contaminación atmosférica causante de enfermedades crónicas de las vías respiratorias que se quiere achacar a los fumadores, para culparlos ante los no fumadores y desviar su atención sobre las verdaderas fuentes de las EPOC en todas las latitudes.

Antes de vernos como enemigos, reflexionemos y aprovechemos la globalización para salvarnos entre todos, como hermanos, aunque no sea sino por la angustia del inminente desastre, que exige la colaboración de todos para detenerlo y revertir sus efectos.

Ya no hay redentores. Ningún individuo nos salvará. El asunto es colectivo. Exige nuevos paradigmas de poder, auténticamente democráticos. ¿Usted está dispuesto a participar, o espera que lo sigan salvando con mentiras e ilusiones mientras el cataclismo avanza hasta volverse incontrolable?

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