domingo, noviembre 23, 2008

Shampú de hombre

Lucrecia Maldonado
lmaldonado@telegrafo.com.ec

No soy alguien tan televisivo que se diga. Pero a veces, mientras me entretengo con las aventuras de Arnold, el único personaje infantil que ha hecho de la integridad un tema válido, hay un corte y se me aparece un señor que habla con acento colombiano y está indignadísimo. ¿Por qué? Está indignado porque le toca usar el shampú de su mujer. O sea, no. Está indignado en nombre de todos los hombres del mundo que entran a la ducha y encuentran que allí el único shampú disponible es el de su mujer. ¿Cuál es el problema que esto ocasiona? Muy simple: el uso continuado de este producto está influyendo en los procesos hormonales de los señores que lo hacen y parece que hay una serie de graves situaciones que no pueden enfrentar con dignidad. Se queja, por ejemplo, de los aromas de los shampús. Y yo lo comprendo. Jamás en mi vida me gustaría oler a colonia para después de afeitar, ni a desodorante de hombre. En eso quizá tenga razón. También se queja de que el shampú le da volumen y cuerpo al cabello. O sea, eso no le gusta. Le parece una mariconada (no lo dice así, claro, pero el trasfondo es eso, para qué le vamos a quitar méritos). Pero bueno, supongo que le gustará que el shampú le ayude a mostrar las entradas cada vez más pronunciadas junto a la V de Conde Drácula que comienza a perfilarse más en ciertas frentes masculinas. Sin embargo, lo que realmente le preocupa es ver cómo cierto tipo de sensibilidades se incrementa notablemente en sus compañeros de trabajo, que absorben hormonas femeninas del shampú a través del cuero cabelludo(!) y comienzan a tener más propensión a las lágrimas sin tragedia de por medio o a dar y pedir cariño por teléfono. Eso le angustia mucho, aunque obviamente el personaje del comercial aún no cae en eso. Pero su rechazo resulta altamente sospechoso. Se sabe que quien lo rechaza, teme llevarlo en sí. Así que…
"El comercial denigra muchas de las cualidades catalogadas como femeninas..."
Bueno, pero más allá de broma, es el juego de estereotipos de este inocente comercial lo que me ha dejado pensando. Sin afirmarlo directamente, aunque no lo hace tampoco con tino ni cuidado, el comercial estigmatiza y denigra muchas de las características y cualidades tradicionalmente catalogadas como femeninas: la preocupación por cierto tipo de apariencia, quizá, pero más que nada, la afectividad y la sensibilidad. Se burla de ellas, remeda, imita, ridiculiza. Habla en tono aniñado e insultante. La figura masculina se presenta 'superior': enérgico, serio, y sobre todo MACHO. Se burla de su compañero que 'pide beso por teléfono'.

Todo esto, tal vez en el siglo XIX o la primera mitad del XX habría sido bienvenido con aplausos, y de seguro que todavía hay quien se lo crea y piense que es un excelente comercial. Pero más allá de motivar o no a la compra del producto, la propaganda sigue hablando todavía de un sistema de valores y creencias firmemente arraigadas en el más acérrimo machismo: los hombres se deben ver bien machos, no lloran, no necesitan cariño ni son sensibles. Solo necesitan que no se les caiga el pelo ni les salga caspa. Y todos sabemos que, para eso, lo mejor es lavarse el pelo con jabón negro.

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