jueves, octubre 09, 2008

El paciente americano


Pasaron aquellos bonitos tiempos de mayo de 2003, cuando el presidente de los EEUU, sacando, orgullosamente patriótico, pecho, podía decir: "¡Misión cumplida!" Lo que al final de su mandato muestran las pantallas de televisión es a un Bush desencajado, a un secretario del Tesoro Paulson postrado de hinojos y a un círculo dirigente acéfalo. La misión del imperio americano se ha cumplido en 2008.
La cañída tiene muchos nombres: Bush, Guantánamo, Falujhia y Abu Ghraib, Fannie y Freddie, AIG y Lehman Brothers. En una palabra: la crisis del siglo. El complejo de poder de la Casa Blanca, de la industria petrolera texana y de Wall Street se desmorona. El mundo cambia. Se redescubre el poder geopolítico.
El entorno neoconservador de Bush siempre ha despreciados a las personas reflexivas, entregado como estaba a la acción sin escrúpulos. Convencidos de que los errores se corrigen luego, dejando que otros paguen sus gravosas consecuencias, ahora se ven forzados a descubrir cuál era (y es) la base de poder de la hegemonía estadounidense en el mundo: no sólo la máquina militar, indiscutiblemente superior: "¡es la economía, estúpido!".
Hay que estar en condiciones de servirse del poder militar. Bush no lo está; deja en Irak una tragedia humana y un desastre político, como en Afganistán. En Guantánamo han bajado a la tumba el cadáver del estado de derecho y el derecho internacional público. Azerbaiyán ya sacado conclusiones de la incapacidad del poder hegemónico de los EEUU para proteger a socios menores voluntarios como Georgia y empieza a calentar las gélidas relaciones con Rusia.
El "antinorteamericanismo" prospera por doquier: el mundo siente una profunda repulsión por las políticas de fuerza del zaguanete de Bush, una repulsión compartida por muchos ciudadanos estadounidenses.
Pero lo decisivo es que los neocons han conseguido hundir a la economía en la peor crisis financiera de los últimos 100 años, en una zona abisal que no deja de ensancharse y de abismarse. Al comienzo, daban la impresión de poseer un arma mágica contra las tendencias al estancamiento del "capital monopolista" (por decirlo con el título del libro clásico e influyente de Paul Baran y Paul Sweezy publicado en los años sesenta). Se avilantaron a desregular drásticamente los mercados financieros, a fin de elevar astronómicamente las rentas privadas.
Empezó en los 70, cuando se procedió a dejar flotantes los cursos cambiarios de divisas, lo que permitió la especulación con las fluctuaciones. Los cursos ya no se fijaban políticamente por los bancos centrales, por los gobiernos o por el FMI, sino que se dejaron a los "mercados". Es decir: a los bancos privados, a los fondos de inversiones, a las aseguradoras y a las divisiones monetarias de las grandes corporaciones transnacionales.
La era neoliberal fue triunfalmente inaugurada por Margaret Thatcher con el big bang de la liberalización de los mercados financieros. De entonces en más, también la fijación de los intereses y de los réditos quedó al albur de activos financieros en manos de corporaciones empresariales privadas.
Los gobiernos y los bancos centrales perdieron la "soberanía de los tipos de interés", tan importante para una política económica independiente y orientada al pleno empleo.
No es una mengua psíquica
En el marco de unos mercados financieros más y más globalizados, los bancos y los fondos de inversiones entraron en una competencia sin tregua para atraer depósitos o para mantenerse en el negocio. Así, dispararon sin escrúpulos los rendimientos obtenibles con activos financieros, incomparablemente mayores que los beneficios reales. Eso es lo que exigía la concurrencia.
La ahora tan lamentada codicia sin límite de los altos ejecutivos no era una mengua psíquica, sino que tenía causas sistémicas. El capitalismo se transformó en capitalismo "financieramente inducido". La tasa de beneficios del capital industrial cayó en los pasados años, como lo muestran todos los estudios empíricos, mientras que los réditos financieros eran altos.
Quien sacaba un rendimiento inferior al 20% al capital invertido, parecía, hasta el estallido de la presente crisis, un perdedor. Sólo en 2008, según información del Bando Federal Alemán, retrocedieron los réditos del 20,7% (2007) a un modesto 3,3% (primer semestre de 2008).
Los activos financieros son deudas activas (claims) que deben ser satisfechas, y cuanto más elevados los réditos y más voluminosas las deudas activas generadoras de réditos, tanto mayores son los rendimientosdel producto social global que van a parar al sector financiero.
En cuyo centro se halla Wall Street, o –como algunos prefieren— "Fraudstreet", en donde no dejan de desarrollarse nuevas estrategias de activos, ni de descubrir complejos papeles estructurados, ni de fundarse instituciones, hasta ahora desconocidas (como los "vehículos con propósitos específicos", SPV, por sus siglas en inglés), todo ello a fin de atraer constantemente nuevos clientes a sus hechizos financieros y, con métodos constantemente renovados, derivar hacia el sector financiero los réditos más altos posibles.
¿Desde dónde? Desde la economía real. Pero los excedentes de ésta –se puede observar en las tasas de crecimientos reales— no eran suficientes para aquellos elevados réditos, esto es, para la satisfacción de la "codicia".
Pues con las inversiones financiadas por el sector bancario no se crean valores nuevos (como en el capitalismo de la máquina de coser de la abuela), sino que, con ayuda de los productos financieros estructurados, se derivan hacia el sector financiero valores ya producidos. Así ocurrió ya en la era preindustrial y colonial, según supo mostrar agudamente Rosa Luxemburgo: "Acumulación por desposesión".
Llegados, empero, a un punto, la substancia no basta para satisfacer las exigencias cada vez mayores que gravitan sobre los mercados financieros. Lo cierto es que se buscan continuamente nuevos yacimientos y campos de activos financieros y que se los "perfora" con instrumentos de continuo renovados, por ejemplo los CDS (credit default swaps o contratos de protección en derivados financieros). El mercado de los cuales es tan grande como el producto social global, unos 62 billones de dólares.
Más allá de la ley y el orden
Nadie acepta gustoso y de grado las desvalorizaciones, tanto más cuanto que no se trata de cacahuetes. De modo que inversores y los gobernantes neoconservadores se sirven ahora del poder estatal para socializar las pérdidas. Hasta los más empedernidos y fundamentalistas adoradores del mercado descubren ahora en su corazoncito, ¡ay!, un rescoldo de socialismo.
Huelga decir que nadie sabe exactamente el volumen de las depreciaciones por venir. Lo único seguro es que la clientela privada de los propietarios de fortunas crematísticas será "rescatada" del barrizal por los gobiernos de Washington, Londres o Berlín…, a costa de quienes no disponen de patrimonio financiero.
La crisis de la New Economy hace ocho años se superó con depreciaciones de varios billones de dólares; el crash actual no costará menos, sino, si acaso, harto más. Por lo pronto, el Estado norteamericano está hoy muchísimo más endeudado que hace ocho años, y cada paquete de ayuda de centenares de miles de millones de dólares significa más endeudamiento.
Es verdad que las obligaciones de los EEUU, medidas con los criterios europeos de Maastricht, son todavía pequeñas, pero eso podría cambiar rápidamente. Y entonces los EEUU estarán posiblemente tan paralizados por yugo de la deuda como lo estuvo el Japón a comienzos de los 90, cuando el Estado tuvo que rescatar al sistema bancario japonés.
En segundo lugar, muchos países de todo el mundo están enganchados a la rueda de la crisis y sufren sus consecuencias. Los EEUU, tras décadas de idolatría del mercado, han redescubierto el poder político y se aprestan ahora a regular políticamente el "libre juego de las fuerzas del mercado".
Con los costes de la desvalorización del capital tiene que cargar el contribuyente norteamericano, pero no menos el resto del mundo. Eso ha sacado de quicio incluso al ministro alemán de finanzas, Steinbrück, como si con el gravoso resanamiento de la banca alemana se las diera de populista. Hasta se ha permitido decir que la teoría marxiana de las crisis no es totalmente falsa.
El secretario del Tesoro Paulson quería al comienzo emplear 700 mil millones de dólares sin control parlamentario y sin necesidad de rendir cuentas, bajo los solos auspicios de la "lógica del dinero" y del poder. La crisis tenía que ser resuelta haciendo que los costes del paquete de rescate se cargaran en la cuenta del contribuyente, sin que ni él ni sus representantes pudieran decir esta boca es mía.
Un resanamiento bancario más allá de la ley y el orden, una suerte de Guantánamo financiero. Pero el Congreso frenó al ex-ejecutivo de Goldman Sachs, alabado por Bush como su "general financiero".
Los congresistas temían la ira de sus electores. Quieren preservar hasta donde sea posible el dinero del contribuyente; cuatro semanas antes de las elecciones presidenciales, resulta comprensible. ¿Quién varga entonces con las pérdidas de la bonanza especulativa? No pueden sino externalizarse, es decir, transferirse al extranjero, en la medida en que el dólar vaya depreciándose.
Es de suponer que eso es precisamente lo que sucederá. Pero no antes de las elecciones del 4 de noviembre –una devaluación no es buena cosa—, sino en el tiempo muerto de la transición hasta la toma de posesión del nuevo presidente en enero de 2009. La política, en la era de la crisis financiera, es geopolítica.
Una devaluación del dólar depreciaría las considerables reservas de dólares atesoradas en Asia, en Europa y en el Oriente Medio, en Rusia y en América Latina. Por consiguiente, los gobiernos en posesión de fuertes reservas de dólares se verían impulsados a cambiar y pretenderían trasvasar a valores reales sus depósitos en dólares amenazados de depreciación. Eso es lo que hasta ahora han prohibido los EEUU.
Ni pudo China adquirir la petrolera Unlocal, ni pudo hacerse la Autoridad Portuaria de Dubai con los puertos de Nueva York y de Miami. Es muy posible que esa legislación restrictiva para los extranjeros no pueda seguir manteniéndose. China, comprensiblemente, hará todo lo posible por asegurar el valor de sus enormes reservas en dólares, rayanas en 1,8 billones.
¿Qué viene después de esta crisis devastadora?
En substancia, una crisis grave es un mecanismo de desvalorización gigantesca de capital. Por así decirlo, un enorme potlatch como el que practicaban de vez en cuando los indios del Pacífico canadiense celebrando la destrucción de riquezas. Con esa ceremonia, lo que pretendían era que nadie llegara a ser lo bastante rico como para escindir la comunidad con sus riqueza privada.
Tras el potlatch, la vida seguía su curso. Pero la crisis financiera no es una acción social consciente; es una "tempestad en el mercado mundial" (Marx), y como tal, se abate sobre Wallstreet y sus callejuelas aledañas en todo el mundo.
¿Qué viene después de esta crisis devastadora? Al aguacero de la new economy en 2000 siguió el boom inmobiliario con las hipotecas subprime y los productos financieros aventureros, lo que posibilitó unos cuantos años de imponentes negocios que han durado hasta ahora, hasta la crisis financiera más grave de los últimos 100 años.
Capital disponible, de todos modos, sigue habiéndolo, a pesar de la crisis. Se halla al acecho de aquellas inversiones que, hoy y en lo venidero, podrían reportar réditos. ¿Cuáles podrían ser?
Las materias primas, señaladamente petróleo y gas, así como agrocombustibles procedentes de biomasa, son la primera opción. Sus precios deberían subir, porque escasean y la demanda es alta. Los certificados de emisión para dióxido de carbono, conformes al protocolo de Kyoto, prometen buenos réditos.
O los bienews públicos privatizados, como los ferrocarriles o los complejos militar-industrial y espacial. Desde hace mucho los inversores tienen esto en el punto de mira. No hay crisis que dure eternamente. Lo único que ha quedado atrás, y por mucho tiempo, es la época de los réditos de ensueño superiores al 20%.
Elmar Alvater

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