jueves, octubre 22, 2009

La sencilla grandeza de un colibrí

Amaya Paz y Gina Hernández • La Habana
Fotos: Cortesía de la autora


“Sin la mujer
hubiera sido distinta la lucha,
hubiera sido distinto el combate…”


Para llegar al apartamento, marcado con el número 67, de la calle Perseverancia, en lo más céntrico de La Habana, hay que subir una escalera de mármol con olor a gato. Un solo toque no basta, hay que llamar insistentemente. Adentro de la modestísima casa que comparte con su único hijo, Roberto, hay un olor penetrante a salitre que trae la brisa del cercano malecón.



Un montón de papeles, recortes de diarios y fotos, colocados sin orden en la mesita de centro, cobijan la memoria de esta mujer que no para de hablar y preguntar. Vizcaíno prepara una tasa de café mientras se oye el canto de un gorrión que espera paciente por su trozo de pan diario. Las manos nerviosas intentan encontrar, entre los papeles, una foto. “¡Robertico, enséñales esta foto a las periodistas!” La voz vibra pero la sonrisa inunda los cuatro puntos de la habitación como si esta mujer volviera a vivir, y el pasado no fuera más que una estación a donde van a refugiarse los recuerdos.

Profesora de música, enfermera, amante del deporte y luchadora contra las injusticias, conoció a Tina Modotti y a Dolores Ibárruri, La Pasionaria. Visitaron su casa Ernesto Guevara, Roque Dalton, Miguel Ángel Asturias, Carlos Fonseca, Haydée Santamaría, Tamara Bunke, Fabricio Ojeda, Antonio Vidali, el comandante Carlos…

El 22 de diciembre de 2004, María Luisa Lafita de Juan, la última de las cubanas que participó en la Guerra Civil Española falleció a la tierna y hermosa edad de 94 años. La luz de sus intensos ojos azules se había apagado hacía tiempo, pero no la de su apasionada y rebelde existencia. Ella vivió sus últimos años en la penumbra de un viejo apartamento en Centro Habana.

¿Olvidada? No sé. Ella nunca creyó en falsos cumplidos. Prefería la mirada transparente y la calidez de un abrazo sincero. Se fue de este mundo calladamente, sin alardes. Una vida como la suya vivida, gozada y sufrida no cabe en estas cuartillas.

Un acontecimiento como la Guerra Civil España, cuya repercusión mundial atrajo a personas de todo el mundo, significó no solo un antes y un después en la vida de la humanidad, sino un antes y un después en la vida de muchas mujeres, entre ellas, la de María Luisa Lafita. Aquí está el testimonio de esta mujer cubana-española que se dio a los demás, pura y sinceramente, como solo saben hacerlo los que tienen el alma limpia y la sencilla grandeza de un colibrí.

Entre el piano y la escopeta

Nació en Madrid, el 31 de agosto de 1910. Hija del ingeniero español Gustavo Lafita y Angelina de Juan. Llegó a Cuba con sus padres a los dos años de edad. Realizó los estudios primarios en la escuela norteamericana Elisa Bowman, de Cienfuegos, perteneciente a la iglesia protestante. En su adolescencia jugó tenis con un apuesto joven llamado Carlos Rafael Rodríguez y también practicó la equitación.

“Siempre me gustó treparme en los caballos y salir corriendo y corriendo… Cuando montaba uno de aquellos caballos árabes que tenía mi padre sentía una rara sensación, mezcla de temeridad y sobrecogimiento. También fui tenista —entonces había varios grupos que practicaban ese deporte en los colegios privados, en los círculos de sociedad—; y, por supuesto, era certera tiradora porque mi padre quiso prepararme bien para la vida. Con solo siete años empecé a tirar con escopeta de motas —unas balitas pequeñitas, puntiagudas, con una motita atrás—. Con el tiempo papá me adiestró en el manejo de las armas. Él había sido campeón de tiro. Me enseñó a tirar con perdigones, con balines y, luego, con todo tipo de armas. Eso me sirvió muchísimo en la Guerra Civil Española donde se necesitaba tirar y tirar bien.

“En casa nunca fuimos sectaristas, éramos ideologistas pero no sectaristas. A todos aquellos que estaban luchando por derrocar una tiranía que reprimía al pueblo mis padres los apoyaban. Y crecí viendo eso, ese desprendimiento, que era natural, espontáneo, que salía del corazón.”

Su padre, el ingeniero Gustavo Lafita, pertenecía a la Juventud Socialista Española. En Cuba se unió al estudiante Pío Álvarez. Juntos organizaron un atentado contra Gerardo Machado y otro de sus allegados, el político Clemente Vázquez Bello. El intento fracasó y Lafita fue asesinado por la porra machadista, en 1932.

“Después que mataron a papá, continuamos solas mi madre y yo. Nos mudamos para San Miguel y San Nicolás, aquí en Centro Habana, cerquita de esta, mi actual casa. El apartamento era grande, tenía como ocho o nueve habitaciones y sirvió de refugio para muchos revolucionarios, estudiantes, líderes que andaban huyendo como Menelao Mora, Ramiro Valdés Daussá...”

María Luisa se graduó de maestra de piano y música en el Conservatorio Hubert de Blanck, en La Habana. En 1934 se casó con Pedro Vizcaíno Urquiaga…

El amor y la guerra

“Vizcaíno fue mi único amor, con quien compartí alegrías y penurias. Era muy cariñoso conmigo. Floro Pérez Díaz, uno de los jefes de Acción Directa de los estudiantes en la Universidad de La Habana, y él habían estado presos tres veces cuando el machadato. Eso fue antes que yo lo conociera. Él vino muchas veces a casa, algunas estuvo escondido de la porra. Imagínate, la cosa se estaba poniendo muy fea para el gobierno de Machado, que les tenía un odio atroz a los estudiantes. Entonces Pedro cayó preso cuando el atentado a Arsenio Ortiz, un tipo de la peor calaña, un asesino sin escrúpulos. Lo enviaron a Isla de Pinos y allí conoció a Pablo de la Torriente Brau. Los dos hicieron una verdadera y profunda amistad.”

Enérgica, alegre y valiente, María Luisa era temeraria. Integró el comité para la huelga de marzo de 1935 en contra del golpe dado por Batista. Debido a la grave situación política le fue imposible vivir en Cuba. Junto a su esposo, su madre y su pequeño hijo salen hacia España, pues allí tenían familiares.

“Salimos de Cuba en el vapor Órbita. Contra Pedro había una orden de detención y eso, en aquella época, era muerte segura. Llegamos en abril de 1935. Casi a la semana de estar en Madrid, lo primero que hicimos fue fundar la Asociación de Revolucionarios Antimperialistas Cubanos, esa asociación la fundamos Pedro Vizcaíno y yo, y a los pocos días empezaron a llegar adhesiones. Se sumaron muchísimos compañeros cubanos para el ejecutivo: Moisés Raigorovski, Alberto Sánchez, Wifredo Lam y otros revolucionarios puertorriqueños, también exilados. En aquella época el Socorro Rojo Internacional estaba dirigido por Vitorio Vidali, el comandante Carlos y por Tina Modotti, con la cual participé como enfermera en la guerra. Tina y yo nos llevábamos como dos hermanas.

Vidali y Tina llevaban en España apenas un año cuando nosotros llegamos y les contamos sobre la situación de Cuba, lo que estaba pasando, la intromisión del imperialismo yanqui... Tina nos dijo que llamaría a María Teresa León, la compañera del poeta Rafael Alberti, quien había creado una organización que se llamaba Ayuda, que tenía una gran representación política, de intelectuales, algunos eran comunistas, socialistas, troskistas, anarquistas, gente de izquierda, progresista, había escritores famosos, gente de cine, en fin, que estaban contra el fascismo...

“A los pocos días fuimos a ver a María Teresa León a su casa, ubicada en la calle Alberto Aguilera... Era un apartamento en el último piso de un edificio, muy sencillo, ordenado, con libreros en las paredes y había una mesita para tomar el té. Nos recibió como si fuéramos sus familiares. En España, y más en aquella época republicana, se quería mucho a Cuba. Vaya, yo diría que no se ponía límites al cariño. No, no, no… no se podía decir nada malo de Cuba delante de uno de aquellos revolucionarios españoles, ni siquiera que un cubano era feo, porque entonces te decían: ¿Óigame, y cómo usted ve que está feo? Yo no he visto todavía a ningún cubano feo. No querían que se dijera nada malo de los cubanos, quizá era una exageración, pero era así.

“Pues bien a María Teresa le contamos sobre el Comité de la Asociación de Revolucionarios Antimperialistas Cubanos, que era la primera organización latinoamericana, entonces también cubana, que peleaba contra el nazifascismo; pero que venía de una experiencia de lucha en Cuba, y por lo tanto, era también antimperialista.
“Nos integramos de inmediato al Socorro Rojo Internacional pero, al mismo tiempo, trabajábamos y estudiábamos. Yo daba clases de Música o de Inglés, y mi marido ayudaba a un ingeniero electricista en las horas que no tenía que ir a la Universidad de Madrid donde asistía a clases de Derecho como oyente. Robertico, nuestro hijo, era chiquitito entonces y estaba al cuidado de mi madre. A los pocos días del estallido de la guerra, nos dan la orden de irnos para Somosierra. Mi mamá y otras mujeres fueron al Socorro Rojo Internacional, se llevaron dos o tres máquinas de coser —los fascistas habían roto los uniformes para evitar que el pueblo los cogiera—, y aquellas mujeres prepararon un pollerito grande y ahí escondieron los uniformes.

“Los miembros de la organización habíamos pedido permiso en el radio oeste de Madrid para hacer ejercicios militares y así prepararnos. Eso fue unas semanas antes de que estallara la guerra. Lo de la guerra era inminente, se veía venir.

“Como conocían que habíamos iniciado esos preparativos, nos dijeron que había que tomar las armas porque el enemigo se había adueñado del Cuartel de la Montaña y había que ir a pelear. Y la respuesta fue muy valiente, ni uno solo se negó, todos los cubanos, los puertorriqueños, todos preguntaron qué había que hacer... Y la cosa no estaba buena, óiganme aquella gente tirándonos desde adentro del cuartel era algo muy serio…”

La muchacha atraviesa con prisa la gran plaza de Madrid. El cañoneo es constante y hay varios heridos. El fuego de las ametralladoras inunda el cielo como si fueran lucecitas de navidad solo que ya no hay Santa Claus anunciando baratijas en las vidrieras sino ruido y ajetreo de hombres y mujeres, llantos de niños, rostros ocultos detrás de los parapetos, escombros y ese zumbido inconfundible de los aviones que pasan rozando el suelo, llenando el aire de sombra y pavor.

Madrid es un avispero. María Luisa intenta correr de un lado a otro de la inmensa plaza sin importarle la metralla. Descubre el cuerpo casi inerte de un miliciano que ha recibido una herida en el tórax. La ambulancia está repleta. Es apenas un fantasma en medio de la noche centelleante. El capitán-médico da las primeras órdenes: “¡Plasma, más plasma, con urgencia, se nos muere!” María Luisa se agita y el soldado la mira con una sonrisa en los labios. Ella llora mientras le cierra por última vez los ojos intensamente azules.

“En la toma del Cuartel de la Montaña participó mucha gente del pueblo. ¿Saben cuántos soldados había en ese Cuartel, cuánta gente tenían allí los fascistas? Nada menos que diez mil hombres. Solamente ese año se habían graduado 700 oficiales de los distintos cuerpos y, como una parte de la dirección militar se había pasado al enemigo, mandaron los 700 oficiales a defender el Cuartel de la Montaña. Eso sin contar con los que ya estaban en el Cuartel de la Montaña, generales y de todo allá dentro...”




¿Y había muchas mujeres en la defensa?

¡Cómo no! y peleaban con lo que tenían o podían, hasta con un palo, con lo que fuera.
Tomado el Cuartel de la Montaña a María Luisa se le envió como enfermera al Hospital de Maudes y allí conoció a Tina Modotti, Matilde Landa, María Valero…

“Hay que preparar el Hospital Obrero para recibir y atender a los heridos —nos dijo el doctor Planelles—. Eran tantos que no se sabía cómo darles atención de urgencia. Ya se había tomado el Cuartel, pero había que resolver lo de los heridos. Por eso se decidió tomar el Hospital Obrero, que en aquella época era uno de los más grandes de Europa. Había que abrir las puertas, pero no había llaves, rompieron una de las principales y logramos entrar. Rápidamente preparamos los quirófanos, las camas, buscamos plasmas y acondicionamos todo como pudimos pero necesitábamos más gente. Llamamos a las que sabíamos eran de izquierda. Se presentaron muchas mujeres, entre ellas María Valero, que era estudiante de Filosofía y Letras, muy inteligente, bonita y valiente. Pero en esa función solo estuvimos apenas unas semanas porque Vittorio Vidali fundó el 5to. Regimiento y, como ustedes saben, el 5to. Regimiento necesitaba gente que supiera tirar, al menos, que supiera de armas y, bueno, yo tiraba bastante bien, modestia aparte... También necesitaban personas que supieran cuidar de los heridos…

“Cuando las ambulancias se metían a recoger heridos en las avanzadas de Somosierra, le salían las patrullas de tiradores, entonces, había que llevar tiradores para protegerlas. Una de las que iba con ametralladora al frente era yo.

“Es horrible una guerra. Se imaginan, cientos y cientos de heridos y muertos y tantas cosas.... Son imágenes que siempre están ahí, dándole vuelta a una en la cabeza y no puedes olvidar por más que pasen los años...”

Y también se cantaba

“Un día, en una de esas esperas largas, cuando el tiempo parece detenido pero una sabe que solo es una ilusión... porque la guerra crea, por momentos, un mundo de irrealidad, a una le parece que todo el tiempo vivido anteriormente fue efímero y solo el presente de la guerra es el verdadero, el real. Sin embargo, hay momentos en que en medio de esa realidad y crueldad de la guerra, se sorprende ante las cosas más sencillas y emocionantes, un recuerdo, una música, el olor de una flor... Ese día estábamos juntas Tina y yo, y me dice ella muy resuelta: ¡Vamos a cantar! Ahora no nos van a atacar, seguro que esperan hasta mañana y para los enfermos que están por aquí será un consuelo... A ella le gustaba cantar y cantaba bien…”

¿Y qué cantaban?

Verán, a eso voy. Ella hacía el papel de segunda, porque tenía la voz de mesosoprano, y yo tenía la voz de soprano, entonces formábamos un dúo. Ella hacía el segundo y yo el primo. Le gustaba mucho “Quiéreme mucho”, de Gonzalo Roig y “O sole mío”.

¿Y lo cantaban en italiano?

En italiano, claro. Yo sabía esas canciones porque mi padre, que además de ser ingeniero civil, tocaba el piano como un concertista y cantaba lindísimo, también mi mamá —todavía guardo su laúd—. Ellos me enseñaron muchas cosas. ¿Ustedes saben cuál es “O sole mío”, no? Había que oír a Tina. Todavía lo recuerdo y me entran deseos de llorar... Se dan cuenta, éramos dos mujeres. Yo, con apenas 23 años y Tina un poco mayor, ella me llevaba 15... Y cantando en medio de una guerra... Muchos pensaban que estábamos locas porque se esperaba el ataque de los aviones —las “pavas cagonas”, como le decían— y de las fuerzas terrestres, y nosotras cantando como si nada: “O sole mío, cual pliuma al vento/ molta tel chento/ e di pense...”

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