viernes, marzo 13, 2009

Zitarrosa: un artista a la altura de su mito


19 de Enero del 2009
por Cristian Vitale

Píntalo de negro

Una guitarra negra y cierta tristeza vivencial, económica en silencios y sonidos. 1977. Alfredo Zitarrosa, 41 años entonces, le doblaba el codo a la vida y ya azotaban su espalda los latigazos de una vida brava, intensa, iluminada por certezas, deseos y desconciertos. De una inspiración vital le sale lo que sería su obra cumbre: un poema por milonga que excedía los 16 minutos, y cerraba el disco. Tenía Guitarra negra, además, cinco de sus canciones más conmovedoras: “Pa’l que se va”, “Doña Soledad”, “Stéfanie”, “Ya es bastante” y “Adagio a mi país”. No había vuelta atrás: Zitarrosa, motorizado por la obra, se convertía en un orfebre de la canción popular latinoamericana, un artista a la altura de Atahualpa Yupanqui.

O de Carlos Gardel, por qué no. Guitarra negra, un yunque de imagen. Quizá como su coterráneo, el escritor Felisberto Hernández, Zitarrosa le confesaba su amor a un objeto y, a través de él, elaboraba una síntesis desordenada, pasional y melancólica de lo que había sido su vida hasta ahí, a través de partes —a veces inconexas— para las que él había inventado un término: contracanción. “Hoy anduvo la muerte buscando entre mis libros alguna cosa. Hoy por la tarde anduvo, entre papeles, averiguando cómo he sido, cómo ha sido mi vida, cuánto tiempo perdí, cómo escribía cuando había verduleros que venían de las quintas, cuando tenía dos novias, un lindo jopo, dos pares de zapatos, cuando no había televisión, ese mundo a los pies, violento, imbécil, abrumador, esa novela canallesca escrita por un loco. Hoy anduvo la muerte entre mis libros, buscando mi pasado.” ¿Por qué reavivar Guitarra negra para evocarlo cuando se cumplen 20 años exactos de su muerte? Porque en ella condensa y concentra el pasado, sí, pero además intuye el devenir complejo que subyace tras una apariencia formal de saco, corbata y gomina. Guitarra negra trasvasa, concatena y estructura su vida.

Era la época del duro exilio y el cantor andaba lejos de su tierra. La inercia de dos golpes militares, primero el de Uruguay, luego el de Argentina, lo habían arrojado a lo extraño del mundo. Algo sabía de eso.

Parido en 1936 por el vientre de una madre natural, Jesusa Iribarne, es dado a criar a un nuevo matrimonio: Carlos Durán y Doraisella Carbajal. Así es su infancia hasta que la madre de sangre, resuelta su situación marital, lo recibe nuevamente. Su esposo, el argentino Alfredo Nicolás Zitarrosa, es el responsable de un nuevo apellido. “Hoy anduvo la muerte entre mis libros buscando mi pasado, buscando los veranos del ’40, los muchachitos bajo la manguera, las siestas clandestinas, los plátanos del barrio, asesinados, tallados en el alma...”

El liceo, los oficios y cierta bohemia controlada fueron la marca de una juventud urbana, entre la casa de sus padres adoptivos, pensiones y la casa de su madre biológica, en el Barrio Sur, frente al cementerio central. Un devenir que, junto a las tempranas vivencias campesinas, le darían a su obra posterior las condiciones materiales de su existir: vendió muebles, fue cadete de oficina, actor, se inició en los quehaceres de una imprenta. Un universo de saberes adquiridos que le bancó el sustento hasta su debut como locutor de radio. Tenía 19 años.

Rasgos de un dolor sublimado en arte. Austero. Pródigo en imágenes poéticas. Los tres padres que tuvo, y principalmente aquel que lo concibió y negó, son causa de un giro. En “Explicación de mi amor”, Zitarrosa no cicatriza la herida (“Te pido que limpies mi amargo dolor; por favor, que no sigas muriendo”); pero la sublima en quien sí le dio contención a contramarcha de la biología: Carlos Durán, el hijo de un coronel, que fue militar en los ’40. La famosa “Chamarrita de los milicos”, escrita en 1970, es en su honor. “Chamarrita cuartelera, no te olvides que hay gente afuera, cuando cantes pa’ los milicos, no te olvides que no son ricos, y el orgullo que no te sobre, no te olvides que hay otros pobres.”

Píntalo de verde

Es cierto. Zitarrosa tenía un aura renacentista porque era increíblemente voraz en su inquietud. Se repartía. Una niñez ligada a Beethoven y a desentrañar los misterios del microscopio; una adolescencia intuitiva que desembocó en sus tempranas tareas como locutor y periodista —semi— especializado en física nuclear, pediatría o ¡cibernética!

Pero un sello, de esos que suelen imprimirse a fuego en la infancia, determinó buena parte de su corpus creativo. No sólo las tempranas vivencias camperas en Trinidad, el centro de Uruguay, mutaron —ya cantor— en un estilo musical único —la milonga “a la Zitarrosa”, madre remota del tango—, sino que dotaron a ésta de un acabado conocimiento empírico del medio rural: cazó, ordeñó, montó caballos, evitó ponchos, alternó gatos y zambas, y transformó todo eso en canciones, coloreando costumbres, animales y hombres bajo esa voz grave, gangosa, viril, seca.

Para cuando, en 1965, editaba su disco-debut a través del sello Tonal —El canto de Zitarrosa—, esa experiencia estaba presente en retazos: en “El Cambá”, canción de origen boliviano, pero también en “Mire amigo”. Se profundizaría en la desgarradora “Mi tierra en invierno” y, sobre todo —con lujo de detalles—, en otra de las contracanciones de Guitarra negra. Zitarrosa había sido testigo de matarife y tenía con qué expresarlo:

“Temblando, con el frontal partido con el marrón, por el marronero, cae sobre sus costillas, pesada como un mundo, la res... Cae con estrépito, de bruces sobre el cemento... Balando al descuajarse su osamenta, ya sólo un pobre costillar enorme, ya sólo un pobre cuero y sangre, media tonelada de huesos astillados, hincados en toda esa vida temblorosa y atónita”.

Píntalo de rojo

Los primeros signos exteriores del Zitarrosa militante hay que ubicarlos no en su cancionero sino en su tarea como periodista del periódico Marcha —los diamólogos— y en un concepto crítico que tituló como “el cantor alienante y el público alienado”, un recorte arbitrario de aura marxista, que utilizaba para instar al público a escuchar con oído crítico al artista. Y la acción... la unión entre pensamiento y acción.

Ya en 1961 distribuye una carta por los medios a través de la cual denuncia una palabra cara al poder: censura. De inmediato es “cesado” en Radio El Espectador y sus inquietudes toman un curso más afín como periodista de Marcha. Quiso conocer Cuba, con la revolución fresquita, pero el desplante de un amigo antropólogo lo impidió. Debutó como cantante en Perú y se tragó el tono revolucionario de América latina y, ya para 1971, era un cuadro fundamental para la izquierda del continente.

“Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes, bajo sospecha de subversión... Y no halló nada.”

La franca y pública adhesión al Frente Amplio, la apertura de un comité de base ¡en su casa!, el poner el cuerpo en la gesta de Allende y el comienzo de un periplo complicado. Muchas de sus canciones son prohibidas en Uruguay tras las elecciones de 1971, con el Frente derrotado; todas cuando sucede el golpe (27 de junio de 1973) y tres años en el limbo que determinan una decisión: el autoexilio.

Resiste unos meses en la Argentina —hasta el golpe—; luego vive en España, donde la angustia se entremezcla con el whisky y las “sobredosis” de cigarrillos, que determinan el período más oscuro de su vida. Y a partir de 1979, México. Prados de Coyoacán. Dos hijas. Leve renacimiento. Escribe en Excelsior; conduce el programa “Casi en privado” por Radio Educación y se convierte en fogonero de la libertad mediante su participación en festivales internacionales. “Trabajo de
cantor popular exiliado”, solía decir por esos días.

“(La muerte) no pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, ni al Príncipe Kropotkin, ni al Uruguay ni a nadie... A mí tampoco me encontró... Yo había tomado un ómnibus al Cerro e iba sentado al lado de la vida.”

Píntalo de vida

“De tanto vivir frente / del cementerio / no me asusta la muerte / ni su misterio.”

Una rémora del Barrio Sur. Su casa y un paisaje que mezclaba tumbas, flores, negros pobres y carnaval. Retazos, imágenes que se irán reconstruyendo en la suma total de una personalidad: no había miedo a la muerte, de tanto vivirla.

Cuando en julio de 1983 la democracia argentina lo recibe en Obras —tres veces— ocurre uno de los recitales más emotivos del período. Canta “Adagio a mi país” y sus músicos mojan las guitarras con lágrimas. Traje, gomina y rictus serio. El público estalla.

Al año siguiente —palabra propia—, la experiencia más importante de su vida: el 31 de marzo, a las dos de la tarde, baja del avión. Nunca, cuentan testigos, la rambla que une el Aeropuerto de Carrasco con el centro de Montevideo estuvo tan atiborrada de gente feliz. El cantor del pueblo volvía al pueblo. Atrás quedaban 8 años de desarraigo, de ese whisky venenoso que bebía para matar la angustia en la lejura. (Soledad con el alcohol / suelta un gorrión / que por el aire del alma se va / con el alcohol la soledad / tibio gorrión / que por el aire del alma voló.)

Es el boom Zitarrosa. La serie de melodías largas llevan su discografía a 40 y un libro de cuentos —Por si el recuerdo— es la suma que engancha y completa el magistral Guitarra negra. 56 años y una premonición: cuando el 17 de enero de 1989 la noticia de su muerte hiela la sangre del pueblo, él ya le había alisado el terreno. “Por sanar de una herida he gastado mi vida / pero igual la viví / y he llegado hasta aquí. Por morir, por vivir / porque la muerte es más fuerte que yo / canté y viví en cada copla sangrada querida cantada / nacida y me fui.”

La llamó “Pájaro rival”, y fue incluida en su primera obra póstuma: Sobre pájaros y almas. Zitarrosa, un cantor que del pago supo ser universal; que de epocal, atemporal; que de existencial pudo predecir hasta su muerte, sin temerle.

Tomado de Página/12, - enero 2009

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