Bellinghausen
La Jornada
"También el futuro tiene sus ruinas" (Rodolfo Walsh: Un kilo de oro)
Como si cualquier cosa, el fin del mundo está de moda. Lleva rato. Como si la fase aguda del "mal del milenio" (desatado alrededor del año 2000) se hubiera vuelto crónica y permanente, aún si existe una cierta ligereza en el pavor reiterado por las redituables fantasías cinematográficas y su pálido reflejo en las noticias diarias, que de suyo son graves y, para millares de personas, terminales.
Sin embargo, de modo inédito en la historia de la conciencia humana, ya no sólo la gente peligra. Hoy nos preocupan los pingüinos, los arroyos, las abejas, el maíz, las partículas del aire. Más allá de si el fin del mundo está en boga, es evidente que el mundo se acaba constantemente en los glaciares árticos, Darfur, Osetia, Bagdad, el Amazonas, las playas de Baja California y en determinadas neuronas de los jóvenes actuales que transfieren su memoria ("pesada" en gigas) a volátiles recipientes externos.
Si elaboráramos una lista, de seguro nos sorprendería la cantidad de personas, instituciones y empresas que hacen del fin del mundo un jugoso y paradójico modus vivendi. El fin del mundo vende. ¿Y quienes son los ganones? Bueno, algunos señores. Basta traer a mientes el rostro del señor Dick Chenney, su mirada astuta, la forma siniestra de su mandíbula inferior y cómo aprieta los dientes, como sonriendo. Rey del miedo, es el agente exterminador de varios mundos en nombre de la supremacía angloamericana y el petróleo; en todo caso, es uno de los más identificables.
Con fines opuestos, también la buena fe, la premonición profiláctica y la imaginación exorcizante recurren al fin del mundo como tema e instrumento. Del resto se encargan los huracanes, las sequías, los deshielos, las limpiezas étnicas, las pestes y las compañías mineras, petroleras, carreteras, inmobiliarias, hoteleras, militares.
Hay gobiernos que juegan con el fin del mundo (de los otros) y alardean alegremente con que pueden. Unos, por encargo directo de algún dios. Otros, en obediencia a las supremas leyes del mercado.
Puede decirse que el fin del mundo ha ocurrido siempre. Tampoco hay que alarmarse, nos sugiere Lewis Lapham con su entretenida pero desigual antología The End Of The World (Thomas Dunne-St. Martin Press, 1999), donde recoge textos que datan de hace tres milenios, pasajes de Gilgamesh, la guerra de Troya, la destrucción de Pompeya, la conquista española de América, el terremoto de San Francisco y la bomba de Hiroshima. Y llega a la venturosa (y desventurada) caída del muro de Berlín.
Debemos admitir que no toda la carga del asunto es negativa. Actualmente se multiplica la convicción de que nuestro mundo apesta, hay que hacer uno nuevo: otro mundo es posible, uno donde quepan muchos mundos. Detener el fin del mundo acabando con el mundo tal como está, pues la verdadera amenaza está en el rumbo que han tomado por nosotros los dueños de la humanidad; ilegítimos si se quiere, pero ineludibles.
Para las religiones mayoritarias, sin excepción, el fin del mundo es su mero mole. Y no dejan de fundarse nuevas religiones apocalípticas. Como no pagan impuestos. Pero los dioses no cambian desde hace siglos. Son los mismos. Lucen agotados y vacíos, pero se les mete sangre y gasolina para mantenerlos funcionando. Si la gente agarrara la onda y dejara de distraerse con esas creencias edificantes, al menos en este punto, la religión dejaría de pujar oportunistamente por la resignación ante el "fin del mundo" para amarrar sus intenciones salvíficas.
Como también descubrieron en décadas recientes los halcones neoconservadores de Washington y los capitanes de industria, el poder lo tienen quienes sean dueños del fin del mundo. Por tanto, no queda de otra sino quitárselos para poder decir, como la trompeta de Miles Davis, I love tomorrow.
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