domingo, junio 15, 2008

La canción, la guitarra... la voz

La canción, la guitarra... la voz
Por: Emir García Meralla

13 de Junio, 2008



(Cubarte).- La canción de autor ha sido siempre una constante dentro de la música cubana desde que esta irrumpió en la naciente nación. Ejemplos hay los suficientes, lo mismo de canciones hermosas como autores osados. Con el paso del tiempo estos autores que cantan sus canciones fueron llamados trovadores, y ese mismo paso del tiempo impuso y despertó el hecho de se fueran agrupando en movimientos, estilos, tendencias y hasta por simpatías personales o humanas.

Así uno encuentra la "trova tradicional", la de Sindo Garay, Manuel Corona y otros; pero a la que se pueden agregar nombres de intérpretes y canciones que hoy son imprescindibles. Esta trova tradicional respondía a los tiempos en que cantar entre la proyección de un filme y otro era el mecanismo de presentaciones y promociones de la época; por esta razón hay decenas de hermosas canciones perdidas, que no olvidadas, entre los misterios del tiempo; lo mismo que el café Vista Alegre, que fuera el cuartel general de aquellos padres fundadores.

El pasar de los años nos trajo "la trova intermedia"; esa que nos presentó a sus grandes, algunos hoy cercanos, y sus influencias por las que cruzaban el jazz y otras formas de hacer música. Ellos se hicieron llamar "los muchachos del Feeling" y el callejón de Hamlet les dio cobija y el disco les fue más cercano. Para esta generación de trovadores hubo grandes voces, hay grandes voces y toda una historia por escribir.

En los años sesenta, mientras el mundo se concentraba en sus revoluciones, sus sueños, sus guerras y sus mitos, la canción trovadoresca cubana ascendía un nuevo escalón y quienes llegaban se conocieron como la generación de la "nueva trova"; aunque de nueva solamente tuviera el nombre y el espacio social que le circundaba. La Nueva Trova, a diferencia de sus predecesoras incorporó mucha poesía escrita, redescubrió a Martí y a Vallejo; la Nueva Trova se mezcló con otras corrientes musicales, con otros giros tonales y humanos; dejó de ser un hecho exclusivo de Cuba para trascender al continente. Un continente y otras culturas que se integraron.
A la nueva trova le nacieron sus hijos, "los novísimos" y sus nietos, "los postnovísimos" y ahora se imponen otros nuevos trovadores y así llegara la espiral de una canción hasta un infinito reducible a una expresión: canto luego existo. De padres e hijos de la trova fue el más reciente concierto escuchado en la Habana: Pablo Milanés y su hijo musical Raúl Torres. De canciones hechas con la complicidad de la vida y el amor, de frustraciones y sueños, de sentido común y de alegría.
Que Pablo Milanés – o la Nueva Trova-- de un concierto en la Habana no es noticia. Al menos dos veces en el año el cantautor cubano satura algún teatro de la ciudad con sus seguidores, fanáticos y sus canciones. Milanés ha confesado más de una vez que cantar en Cuba, en casa, para sus compatriotas, es uno de los grandes momentos de su vida.

Raúl Torres –uno de los novísimos, a quien hace veinte años Pablo Milanés presentó ante su público; esta vez fue el anfitrión del concierto presentado y a la vez su acompañante. Raulito, como todos le llaman, llevaba años alejado de los escenarios cubanos; él, como muchos de su generación se ha radicado en España y desde allí ha dado una nueva dimensión a sus canciones que no han perdido esa autenticidad poética con que le descubrimos; pero era hora de volver a casa y de recuperar esa intimidad que solo los que nos han visto nacer y crecer dominan, agradecen y alimentan.
Bastaron veinte canciones para recuperar esa conexión hombre/canción/vida que de alguna manera ha caracterizado la obra de estos dos trovadores. Los fantasmas, las indecisiones y hasta ese amargo sabor de la lejanía compartieron estos dos creadores con algunos miles de amantes y seguidores de la música y la canción cubana.

Pablo, que indiscutiblemente es la mejor voz masculina de los últimos cincuenta años, desplegó todo ese lirismo que anhelamos y agradecemos en él, pero también dio una lección de humildad al subordinarse en todos los temas a su anfitrión. Raúl, por su parte, cuya voz recuerda la de José Antonio el King Méndez, recorrió su vida más reciente y a la vez nos acercó a aquel niño inquieto, cuya madre nunca supo como organizarle los juegos, pues entre una travesura y otra el antídoto para su intranquilidad fue una guitarra.

Se cantó a todo. Hubo canciones para el lejano frió europeo que se sustituye con los recuerdos; hubo canciones a esa mujer que desnuda y viva nos mira desde su altura humana, a la ciudad en que alguna vez se nació; se le cantó al poeta Milanés; aquel poeta que de alguna manera refleja el alma de los matanceros y al río San Juan, que como muchos ríos de Cuba y del mundo han alimentado los sueños de tantos hombres, ha guardado en sus aguas su miseria y aquellas lágrimas que un hombre vierte en silencio.

Pero igualmente se debía agradecer y los miles volvieron a cantar Yolanda, el himno de amor de estos tiempos y las emociones brotaron y los presentes se profesaron amor una vez más y nosotros volvimos a ser los mismos, los de los años ochenta, los noventa y este comienzo de siglo y milenio que ya nos cruza por las arterias.
Raúl Torres regresó a la Habana, vino a contarnos sus nuevos sueños y como todo hijo pródigo, a golpe de guitarra, como un buen trovador, pidió prestado tiempo y amor a su padre, a sus amigos y a esta vida constante que cada trovador nos desnuda.
Hubo concierto en la Habana, hubo sueños y manos tomadas.

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