lunes, junio 06, 2011

Mi encuentro con Harry Potter:Una reflexión sobre la crisis del libro y la lectura



Ambrosio Fornet • La Habana
Ilustraciones: Zardoyas

I

Permítanme comenzar agradeciendo a María Luisa Armendáriz, directora del Festival de la Palabra, que me haya asignado la honrosa tarea de clausurar este utilísimo Seminario1. Y permítanme confesarles que los envidio, porque en todos estos días han tenido ustedes el privilegio de compartir el saber y los puntos de vista de colegas a quienes mucho respeto y admiro2.

Mi conferencia —que preferiría llamar “charla”, para despojarla de antemano de toda connotación académica— tratará, como lo indica el título, sobre mi sorpresivo encuentro con el fenómeno Harry Potter y sobre los muy manoseados temas de la crisis del libro y la lectura, cuya existencia no niego pero de cuyos presupuestos y conclusiones me permito a veces disentir. Todos somos personas relacionadas profesional y emocionalmente con la lectura y los libros, de modo que si estos están en crisis, también nosotros lo estamos, por lo que se impone una pregunta: ¿aceptamos pasivamente el naufragio o tratamos de mantenernos a flote, por puro instinto de conservación y por amor a la cultura, a la enseñanza, a los jóvenes y al futuro de nuestros respectivos países? Estaremos reflexionando sobre estos asuntos, y al final, violentando un poco lo establecido en tan solemnes ocasiones, podrán ustedes hacer las preguntas que consideren convenientes para despejar dudas e inquietudes.

¿Estamos “realmente” ante una crisis del libro y la lectura, como venimos temiendo y proclamando desde hace tantos años, o estamos ante una crisis de viejas formas de transmisión y recepción de la literatura? Mi experiencia “personal” como editor de obras literarias no me autorizaba a hablar de crisis, como no fuera la “crisis de crecimiento”, porque en este caso se trataba de una situación sui generis que no podía ser automáticamente extendida a otros países latinoamericanos: resulta que los libros que yo editaba ―desde clásicos hasta contemporáneos, desde Homero hasta Kafka―, estaban subvencionados por el estado y, por tanto, eran baratísimos…, una experiencia similar a la que ustedes conocieron aquí en los años 20, en tiempos de Vasconcelos. Pero en sentido general yo asumía la tesis de la “crisis” hasta que, hace unos años, choqué con el fenómeno Harry Potter y sus decenas, centenares de miles de ejemplares vendidos en todo el mundo. Para que puedan ustedes medir la magnitud del shock, les contaré cómo sucedieron las cosas.

Todo empezó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara cuando vi una multitud de niños y jóvenes concentrados ante un quiosco o stand, unos comprando libros y otros observando arrobados el cartel que los anunciaba. Me acerqué, pregunté, y el librero o vendedor me explicó que se trataba de los tres primeros tomos, recién traducidos al español, de una serie de fantasiosas aventuras escritas por la joven inglesa G. K. Rawling y protagonizadas por un niño llamado Harry Potter. Jamás había oído ese nombre. En Cuba, ni se había editado ni estaba en librerías. Pensando en mis nietos ―de nueve y diez años en aquel entonces— y pensando también en los diez dólares en que venía saliendo cada tomo, le pregunté al librero cuál de los tres títulos disponibles me recomendaba para mis nietos, y él, muy sensatamente, me respondió que debían empezar por el principio y que, por tanto, debía llevarles La piedra filosofal. Bien. Regreso con el tomo a casa, muy orondo, y llamo de inmediato por teléfono a mi nieto mayor, muy aficionado a la lectura, para anunciarle que les traía ―a él y a su primo— un regalo: la primera parte de las aventuras de un niño-mago llamado Harry Potter. Percibí un inquietante silencio del otro lado de la línea y luego la voz entrecortada de mi nieto: “¿Harry Potter, abuelo? ¡No habrás traído La piedra filosofal!...” En efecto, tanto él como su primo ya iban por el segundo tomo de la serie y estaban esperando que una tía residente en el extranjero les enviara el tercero. Pocas veces en mi vida de editor ―y de abuelo— me he sentido más ridículo. De más está decirles que hace poco, cuando los vi leyendo Éragon, de Christopher Paolini ―voluminoso tomo inicial de una proyectada trilogía— di por descontado que ya ambos habían escrito a la tía para que les mandara el segundo tomo tan pronto como fuera traducido y puesto a la venta.

¿Qué conclusiones saqué de la experiencia Harry Potter? La más general fue que la famosa crisis del libro y la lectura era relativa; no podía aplicarse sin más a los niños de clase media residentes en los grandes centros urbanos ―para no hablar de los adultos―, porque si uno pertenece a esos sectores, siempre encuentra lo que busca. Y existen redes de información ―a veces soterradas, a veces poco visibles— que pueden crear la demanda sin que apenas nos demos cuenta. Si uno tiene la información, el deseo y la capacidad adquisitiva, están dadas las condiciones necesarias para pasar a la fase del consumo. Es el mecanismo que mueve el mercado de los best-sellers. Pero saqué otra conclusión, más importante aún porque está ligada a nuestra condición de padres, promotores y maestros: teníamos que hacer “algo” para garantizar que nuestros niños y jóvenes se sintieran atraídos por la lectura; pero dispuestos a ir “más allá” del simple entretenimiento.

“Más allá del simple entretenimiento”… Cualquier niño y no pocos adultos, al oírme expresar esa idea, me emplazaría con una sonrisa irónica: “¿Y eso ‘qué’ quiere decir, exactamente?”. Me tomo la libertad de volver sobre lo que ya he dicho en el Festival y en otras ocasiones: ¿Acaso “entretener” no es una de las funciones de la literatura, tan respetable como cualquier otra?3

II

La inmensa mayoría de los lectores no tiene reparos en admitir que es eso, justamente, lo que busca en la lectura. Pero la primera acepción de “entretener”, según el Diccionario de la Academia, es “distraer a alguien ‘impidiéndole’ hacer algo”, de manera que en el reflexivo “entretenerse” subyace la sospecha de que se trata de un pretexto para eludir o posponer tareas más serias o necesarias, las asociadas, por ejemplo, a lo informativo o lo didáctico. Quevedo hablaba de esos libros “doctos” que le permitían “conversar con los difuntos”, y Martín de Riquer, en su famosa semblanza de Cervantes, cita la descripción que en 1611 hace Covarrubias de los libros de caballerías: son ―dice― “ficciones ‘gustosas’ de mucho entretenimiento y ‘poco provecho’”. Y he aquí que volvemos al principio: sabemos que el “provecho” ―mucho o poco— consiste en satisfacer la muy humana necesidad de “distraerse”; pero sabemos también que esa necesidad se fue enturbiando a medida que su satisfacción dejó de depender del talento individual o colectivo ―el de aedos y rapsodas, griots y cuenteros, hábiles y memoriosas Scherezadas…― para integrarse a lo que hoy conocemos como “industria del ocio” o “industria del espectáculo”. Y lo que prima en esta industria es la producción en serie de fórmulas y estereotipos, provenientes de la retórica del folletín, que por su capacidad de satisfacer la curiosidad y las apetencias sentimentales del público ―según nos dicen—, tienen garantizado el éxito.

Ahora bien, hay “algo” que se “degrada” en la operación, y lo alarmante es que ese “algo”, ese vacío imperceptible, fue abarcando todas las formas de “contar” desde que el consumo de modelos narrativos ―a través del cine, la radio y la televisión— tuvo que pasar por el tamiz de la tecnología y adecuarse a las exigencias del mercado.

Lo que se “pierde” en la inmensa mayoría de los best-sellers y otros productos semejantes de la cultura de masas es lo que Borges llamó “la ‘pasión’ del tema tratado”, el factor que permite establecer un diálogo fecundo entre el escritor, su lector y una experiencia de la vida que trasciende lo circunstancial porque, aun estando hecha de palabras, va mucho más allá de las palabras. “Basta revisar unos párrafos del Quijote ―anota Borges— para sentir que Cervantes no era ‘estilista’ (en el sentido ‘acústico-decorativo’ del término) y que le interesaban demasiado los destinos del Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz”.

El comentario de Borges añade otra preocupación al nuestro; esa alusión al narcisismo literario ―que dentro de la tradición hispánica adoptó el problemático nombre de “barroco”― no puede dejarnos indiferentes. Algunos de nuestros más grandes escritores son barrocos en grado superlativo, totalmente ajenos a la visión de la literatura como crónica, periodismo o “entretenimiento”. Eso significa, por lo pronto, que a cambio de todo lo que dan, le piden un “esfuerzo” al lector. Gran parte de la política cultural de una nación debería consistir en dotar a los lectores potenciales de los medios y conocimientos necesarios para realizar “gustosa” y “productivamente” ese esfuerzo. Habría que empezar por el principio, es decir, por la escuela…, único modo de ir garantizando la competencia lingüística de los futuros lectores de nuestros clásicos del siglo XX.

Un país que para afirmarse como nación ―plenamente consciente de su identidad histórica y cultural— deba imponerse esa tarea, es un país cuyos pedagogos y funcionarios docentes tienen un serio problema que resolver. Y esto atañe no solo a la escuela, sino a la sociedad en su conjunto, obligada como está a “construir” un tipo de lector capaz de “interesarse” por lo mejor de su cultura. Se eludiría así la trampa de lo “gustoso-pero-no-provechoso” de que habla Covarrubias, o la inversa, porque, si bien se mira, lo que “interesa” siempre resulta ser “entretenido”, sea cual sea la textura del discurso. Para que el ciclo del “dar” y el “recibir” se cierre venturosamente, es preciso que la sociedad ofrezca a cada ciudadano la posibilidad de acceder a los libros y enseñe a los lectores potenciales a cumplir “su” parte, esa que hemos llamado “del esfuerzo”. Entra a jugar ahí una voluntad que es a la vez individual y colectiva, un empeño que se prolonga desde el aula, cuando el niño memoriza por primera vez un poemita, hasta el hogar, cuando ya adulto se niega a escuchar los cantos de sirena del televisor o la computadora para ir a buscar el libro que dejó sobre la mesa…, aunque lo más probable es que este pertenezca a la estirpe editorial de los Potter y los Eragones.

III

Asumo ahora el papel de abogado del diablo para poner los pies firmemente sobre la tierra. No podemos descartar lo que realmente “se lee” alegando que Corín Tellado, la mayoría de las novelas policiacas o el último best-seller son subliteratura. Lo son, es cierto, pero el problema no termina ahí; por el contrario, “empieza” ahí, con la pregunta: ¿No estará esa subliteratura satisfaciendo alguna otra necesidad espiritual, además de la de “entretenerse”?

En muchas expresiones del folletín tradicional ―El Conde de Montecristo, por ejemplo—, Gramsci veía cumplirse la necesidad de todo ser humano ―pero sobre todo de las clases populares— de comprobar que se hacía justicia, que los culpables recibían su castigo y las víctimas, su recompensa. En esa aspiración, se expresaba una ética, pero al mismo tiempo alentaba el germen de lo que mucho después Hollywood explotaría hasta la saciedad con la técnica del “todos contentos y aquí no ha pasado nada”, es decir, con la maniobra del happy-end. El melodrama no solo “entretiene” sino que moviliza innumerables resortes de la conducta y de la ética personal: compadecemos a la víctima, nos identificamos con la joven laboriosa asediada por el rufián, condenamos la conducta del hijo que tantos sufrimientos le causa a su pobre madre. Ese ejercicio emocional mantiene en forma los músculos del corazón, como el ejercicio físico mantiene los del cuerpo. No se rían. Por ahí va el “gusto” de una buena parte del público. Pero el gusto no nace, “se forma”. El artista, al crear una nueva obra de arte para el espectador ―como diría Marx― crea también, al mismo tiempo, un nuevo espectador para la obra de arte. El problema entonces es la repetición, la rutina, la comprobación de que la simple lectura de entretenimiento forma un lector “acrítico”, pasivo, siempre dispuesto a tragarse lo que le ofrezcan. Las cosas se complican cuando comprobamos que en el mundo moderno, como hemos dicho, nunca han dejado de consumirse los géneros literarios tradicionales, sino que estos ―y sus modos de recepción— sufrieron una “mutación”; en efecto, ¿no consumimos grandes dosis de poesía lírica a través de géneros musicales como el bolero y las canciones de lo que en Cuba llamamos la Nueva Trova? ¿Acaso la telenovela no es una simple expresión electrónica de las artes escénicas saturadas de “melodrama”, ese subgénero nacido, precisamente, en los folletines y los escenarios de la Francia de Eugenio Sué, Dumas y Balzac?

De modo que si el lector tiene derecho a “entretenerse” ―y reconocemos que se trata de un derecho legítimo―, nosotros ―los que tenemos una responsabilidad en la formación cultural de los niños y jóvenes—, tenemos el deber, igualmente legítimo, de ir “formando el gusto” por la buena lectura y transmitiendo, así, un legado de valores y normas de conducta que nos permitan imaginar que un mundo mejor es posible. La gran pregunta es: ¿y cómo se logra, cómo se “cocina” eso?

Si tuviera la respuesta, la daría ahora mismo y podríamos pasar sin más a otra cosa, pero no la tengo, y en esto radica justamente el desafío que se nos plantea. Tampoco ustedes la tienen, pero en cambio, tienen suficiente experiencia como para orientarnos en medio de la incertidumbre3. Y aquí vienen a mi mente los nombres de algunos pedagogos ilustres, como el hispanocubano Herminio Almendros y el italiano Gianni Rodari. Yo, como crítico literario que soy, y un poco también como editor ―profesiones que ejercí durante años— tengo que limitarme, por el momento, a compartir con ustedes algunas de las dudas y certezas que me dejaron esas experiencias.

IV

Me inicié como crítico y editor en La Habana, a principios de los años 60. Nosotros muchos críticos en Cuba y numerosos colegas en el resto de América Latina estábamos empeñados en desarrollar lo que bautizamos entonces como una “crítica de la descolonización” y que no era más que un rescate y actualización de la crítica literaria que habían desarrollado los fundadores, desde Lastarria y Bilbao hasta Andrés Bello y José Martí. Poco después empezaron a surgir los estudios culturales y las polémicas en aquellos sitios donde suelen trazarse las estrategias teóricas y críticas, es decir, en las universidades de los grandes centros metropolitanos, especialmente de Francia y los EE.UU. En realidad, se estaban enfrentando, con el pretexto de los gustos literarios y los planes de estudio, dos concepciones del mundo muy diferentes.

Se acercaba la época en que los discípulos de Harold Bloom harían preguntas de este talante: “¿Qué vamos a enseñar en las clases de literatura: el canon anglosajón o los testimonios latinoamericanos? ¿Shakespeare o Rigoberta Menchú?” En semejante contexto no era fácil proponer una “vuelta al referente” que de inmediato sería denunciada como un intento de imponer el historicismo o, peor aún, el sociologismo en el ámbito sagrado de la estética. Todo había marchado muy bien en la primera mitad del siglo, inclusive cuando irrumpieron en el escenario académico los formalistas rusos, con sus inapreciables hallazgos, pero luego, durante largas etapas, el predominio casi absoluto de la estilística, primero, del estructuralismo, después, y del posmodernismo, por último, amenazaron con borrar en las aulas la imagen del mundo o, dicho de otra manera, implantaron en los claustros universitarios la dictadura del discurso o el logos, como si el planeta solo girara en torno al eje aportado por los profesores y estudiantes de semiótica y lingüística.

V

En la tarea de promover desde el aula la afición a la lectura, nada puede sustituir la experiencia y la sensibilidad del maestro o la maestra, pero es posible acudir a métodos legítimamente pedagógicos que contribuyan a aumentar el interés de los lectores potenciales, más allá de las obligaciones que impone el programa docente. El ya mencionado Herminio Almendros, pedagogo con el que tuve el privilegio de trabajar en la edición de libros para niños y jóvenes, era un gran partidario del método Freinet o de “la imprenta en la escuela”, que ustedes seguramente conocerán. Aprender a “componer” un texto como si el niño fuera un tipógrafo aficionado―, se convierte en una manera entrañable de “leer”, y mucho más si ese texto ha sido escrito por los propios niños, partiendo de su propia experiencia. Almendros trazaba una clara distinción entre “imaginación” y “fantasía”, y consideraba que la primera era la que debía desarrollarse en el pequeño lector, porque la imaginación es la capacidad de fantasear “a partir de experiencias realmente vividas”, y la vida se hacía más rica y compleja cuando mantenía ese vínculo con lo real. El método que seguía para obtener las historias que luego, pulidas e ilustradas, se imprimirían en cuadernillos y se distribuirían en las escuelas, consistía en ir a los campos con una grabadora, por ejemplo, y grabar lo que los niños le contaban sobre sus experiencias cotidianas cómo se habían encaramado a un árbol para alcanzar una fruta o un nido, y cómo la rama se había partido, dando con sus huesos en tierra—, o historias más o menos escalofriantes, llenas de lechuzas y ruidos nocturnos que ellos asociaban con almas en pena o con “cocos” que venían a llevárselos, por haberse portado mal con su santa madre. Aclaro que esa labor recolectora no obstaculizaba en absoluto la divulgación de lo mejor de la literatura universal destinada a los niños, y que muchos de estos, los de menor edad, se formaron leyendo una antología titulada Había una vez… en la que figuraban desde apólogos en verso de Lope de Vega y cuentos de Hans Christian Andersen, hasta fragmentos de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez.

Primera anotación, que ha demostrado su validez en la práctica: busquemos la manera de asociar la lectura a la escritura, el arte de contar historias con el aprovechamiento de la experiencia personal. El teórico inglés Raymond Williams ha hecho notar que los primeros autores británicos del siglo XIX procedentes de la clase obrera escribieron conmovedoras autobiografías, pero no novelas, pese a ser la novela un género tan popular. La razón es que aquellos improvisados autores no se sentían familiarizados con las formas que adoptaba el género narraciones, descripciones, diálogos… y en cambio, se sentían cómodos con el narrador en primera persona, una “primera persona” que eran ellos mismos, dispuestos a contar las vicisitudes y los anhelos de sus familias y de su clase social. ¿Por qué se sentían más familiarizados con la narración centrada en el Yo que con el narrador omnisciente, con la multiplicidad de perspectivas posibles del género novela (su condición “dialógica”, como diría Bajtín)? Porque disponían del arsenal de formas provenientes de la tradición confesional, la practicada desde siempre en las iglesias y en los tribunales, donde la persona “se confiesa” ante el sacerdote o ante los jueces, “dando testimonio” de su propia conducta o de un hecho cuya veracidad “le consta” por haberlo presenciado. Por cierto, la técnica Almendros tenía sus precursores entre los antropólogos (piensen en el Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas) y tendría su descendencia en los fundadores del moderno Testimonio latinoamericano: Miguel Barnet con su Biografía de un cimarrón—, en Cuba, y Elena Poniatowska con Hasta no verte, Jesús mío—, en México. Es lógico suponer que cuando los niños campesinos le contaban a Almendros sus reales o imaginarias peripecias, partían de la única “tradición” que conocían, la “oralitura”, la tradición oral. Detrás de todos esos niños había un cuentero o una cuentera un abuelo, una madre… que, sin proponérselo, le había proporcionado a cada uno de ellos la forma de asumir por cuenta propia ese papel.

Creo que también el maestro debe asumir la “tarea” dando a los alumnos tanto a los que “todavía” no saben, como a los que “ya” saben escribir— la “tarea” de contar historias personales: ¿A dónde fuiste el domingo y qué hiciste allí? ¿Cómo se llama tu perro o el de tu vecino y quién y cuándo lo sacan a pasear? ¿Has visto alguna vez un mono o un león? Si no, ¿cómo te imaginas que sea? O bien, las diversas variantes de la fantasía, incluyendo la más socorrida de todas: ¿Qué quieres ser cuando seas grande y por qué? (¡Cuidado!, ninguna pregunta sobre videojuegos o programas de televisión… Eso puede venir después.) Se supone que ya en el aula haya habido “lecturas” desde fábulas de Samaniego hasta El principito, de Saint-Exupéry— que han ido familiarizando al niño con los posibles modos de soñar y contar. Huelga añadir que son ustedes mismos los únicos que pueden modelar esa “situación creativa” de que hablaba Gianni Rodari. Permítanme citarlo por extenso…, o “volver” a citarlo por extenso, porque ya lo hice antes, en un taller que coordiné en el contexto de este Festival de la Palabra:

“El encuentro decisivo entre los niños y los libros se produce sobre los pupitres de la escuela ―dice Rodari en Gramática de la fantasía, su excelente Introducción al arte de inventar historias, publicada en 1973―. Si se da en una situación creativa, en la que lo que cuenta es la vida y no el ejercicio, el resultado será el gusto por la lectura, con el que no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si el libro es reducido a instrumento de ejercitación (copias, resúmenes, análisis gramaticales, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional “pregunta/respuesta”, podrá nacer la “técnica” de la lectura, pero no el “gusto”. Los niños sabrán leer, pero leerán solo si se ven obligados a ello. Y al margen de la obligación se refugiarán en los comics ―aunque sean capaces de lecturas más complejas y más ricas―, quizá solo porque los comics no han sido “contaminados” por la escuela.

El meollo del problema parece radicar en nuestra capacidad para crear expectativas. Pero, ¿cómo hacerlo? Las obras literarias ―las narrativas, en este caso— están tejidas en torno a un “asunto” que se desarrolla por conducto de personajes y diálogos, de descripciones que permiten imaginar el espacio donde tiene lugar la acción, de situaciones que revelan la médula del conflicto en que se basa el “tema”. El asunto es la anécdota; la forma en que se desarrolla esa anécdota es el “argumento”, y el sentido último ―el “mensaje” del texto, digámoslo así― es el “tema” (el “asunto” de Romeo y Julieta es el drama de una pareja de adolescentes que no pueden oficializar un compromiso amoroso porque sus respectivas familias son enemigas irreconciliables; el “tema”, en cambio, es la fuerza del amor, capaz de vencer todos los obstáculos, inclusive la muerte). Lo que suele interesar al lector promedio es el asunto (“¿de qué trata?”, es lo primero que le preguntan a quien recomienda una obra), y después viene lo demás (eso, precisamente, “lo demás”, es lo que a nosotros nos interesa promover porque es lo que define el mérito de las obras literarias). La curiosidad por los “asuntos” parece ser algo innato, una fuerza instintiva ligada por lo visto a los misterios de la naturaleza y a la magia. Es posible que los primitivos cazadores hayan pintado los ciervos de Altamira como si estuvieran haciendo un cuento realista, destinado a dar testimonio de una experiencia colectiva, pero lo más probable es que se tratara de un cuento fantástico, el acto de magia mediante el cual se invocaba el favor de los dioses “atrapando” simbólicamente las piezas que esperaban cazar.

Existe una fórmula, inventada por los juristas y los estudiosos de la novela policíaca, que pretende dar cuenta de los factores que definen un caso y el interés de los lectores por el asunto. La componen una serie de pronombres y adverbios: “¿Qué? ¿A quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué?”. Y presidiéndolo todo: “¿Quién?”, es decir, el gran enigma: la identidad del asesino. Puesto que las preguntas aspiran a situar las cosas en su lugar ―a despejar cuestiones de protagonismo, de tiempo y de espacio―, es posible utilizarlas en la exploración de cualquier pieza narrativa.

El método podrá parecer muy rudimentario, pero les propongo que lo sometan a prueba. Piensen en dos novelas muy conocidas por ustedes y de épocas distintas ―digamos Clemencia, de Altamirano, y Los de abajo, de Azuela o La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes— y pregunten a los estudiantes qué ocurre allí, en cada caso, y a quién, en qué época o momento, en qué lugar, y qué motiva los sucesos y las acciones de los personajes… Y avanzando un paso más, ¿cuál es el “tema” de la obra, la idea en torno a la cual gira la misma? El texto es una red formada por múltiples hilos que equivalen a otros tantos asuntos, estéticos o no, literarios o extraliterarios, cada uno de los cuales puede suscitar el interés de los lectores potenciales y prestarse para una digresión enriquecedora o para una recomendación oportuna (“¿Te interesa ‘ese’ aspecto de la novela? No dejes de leer entonces ‘tal’ libro”, o inclusive, ¿por qué no?, de ver ‘tal’ película…). Cada una de las funciones ya citadas de la obra literaria ―las estéticas, las recreativas, las ideológicas, las informativas…― se presta para ampliar la exploración de nuevos horizontes: ¿Está bien descrito ese paisaje?; tal situación, ¿es risible o patética?; tal conducta, ¿es justa o arbitraria? Si uno se viera involucrado en una situación semejante, ¿cómo reaccionaría? ¿Cómo se comportaría entre tal dilema moral? No se puede lograr que el estudiante persista en la lectura si de algún modo ―aquí, como verán, gloso a Rodari— no “vive” la obra como una posible experiencia personal, capaz de vincularse de alguna manera a su vida.

VI

Ahora bien, no es posible aprovechar una experiencia de lectura si se carece de la necesaria competencia lingüística, algo que solo proporcionan el maestro y el propio hábito de leer. ¿Tiene el estudiante ―o está deseoso de adquirir— un vocabulario lo suficientemente amplio como para entender y asimilar lo que lee? En su ensayo “Apolo o de la literatura”, Alfonso Reyes cita unos versos satíricos de Góngora sobre los jactanciosos: “Que se precie un Don Pelón / de que comió perdigón, / bien puede ser; / mas que la biznaga honrada / no diga que fue ensalada, / no puede ser.” Si no logramos identificar a ese Don Pelón como un Don Nadie, ni sabemos que “perdigón” se refiere a la perdiz y “biznaga” al palillo o mondadientes, difícilmente podríamos entender —ya no digamos disfrutar— la ingeniosa burla de Góngora: “Bien está que un pobre diablo se jacte de haber comido perdiz ―traduce Reyes―, pero el honrado mondadientes nos descubrirá la triste verdad: que solo ha comido una humilde ensalada”.

Así como la noción de competencia lingüística nos hace pensar en la necesidad de frecuentar los diccionarios, la de “sensibilidad lingüística” nos hace pensar en el gusto por la poesía. Es leyendo a los poetas como desarrollamos ese tipo de sensibilidad y como podemos disfrutar de ciertos productos del talento y la capacidad expresiva. Observen cómo fluyen las enumeraciones en estos tercetos de dos clásicos españoles. Primero, Garcilaso:

Yo no nací sino para quereros.
Mi alma os ha cortado a su medida.
Por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos:
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.

Y ahora, Góngora:

Goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, marfil luciente,

no solo en plata o viola truncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Piensen en los ritmos, las cadencias, las metáforas, los símiles y otros recursos expresivos que van desde los que, por manoseados, ya suenan ridículos (“las perlas de su boca”, por ejemplo), hasta las metonimias que, como esas ingratas “que no tienen corazón”, han acabado refugiándose en los boleros; o como las curiosas sinestesias que nos hablan del “trino amarillo del canario” o el famoso quiasmo de la “Canción de otoño en primavera”: “Cuando quiero llorar no lloro, / y a veces lloro sin querer…” Pero el lenguaje “prosaico” no carece de hallazgos parecidos, lo que puede verse en novelistas como Dickens ―para citar un caso atípico―, quien en cierto pasaje de Pickwick habla de “una tarde medrosa y trémula”, o ―acercándonos en tiempo y espacio―, como Élmer Mendoza, quien en Efecto tequila describe a cierto personaje en la mesa de un restaurante viendo pasar a otro “desde su bife de chorizo”.

Hace poco un político latinoamericano, ya cincuentón, recordaba cómo solía pintar consignas “en las remotas paredes” de su adolescencia… En ocasiones, ese lenguaje figurado, esas licencias poéticas le dan a la comunicación un aire de reto o de misterio que reclama cierta complicidad por parte del lector, quien debe “entrar en el juego” para suplir las ambigüedades o las lagunas. Cuando, en el primer canto de la Ilíada, Homero describe al dios Apolo descendiendo del Olimpo para acudir al llamado de la hija de Agamenón, dice que Apolo “iba semejante a la noche”. ¿Semejante a la noche? ¿Qué significa eso? ¿Acaso que iba con un talante sombrío? No es algo que se desprenda del contexto, y mucho menos tratándose de un dios… Por consiguiente, le toca a uno decidir, convirtiéndose por un instante en coautor del texto. Es decir, la comunicación entre emisor y receptor se establece no solo mediante las palabras, sino también mediante los silencios, lo que “no” se dice o “no” se explica pero está ahí, latiendo entre palabras, como una incitante promesa. (Podemos ver cuánto significan esos silencios, por ejemplo, cuando afectan la estructura misma del texto mediante el artificio que conocemos como “dato escondido”, equivalente a la famosa técnica del iceberg descrita por Hemingway.) El lector percibe la vibración desde el principio, como en esas aperturas que van directo al grano y remiten al asunto sin rodeos: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto” (La metamorfosis, de Kafka); otras se apoyan en la intensidad de una experiencia: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia” (La vorágine, de José Eustasio Rivera); otras basan su misterio en el empleo de una simple partícula, el pronombre indeterminado “tal”, por ejemplo, como en el caso de Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un ‘tal’ Pedro Páramo”; otras, en la increíble coexistencia de situaciones insólitas y antitéticas, como en el caso de Cien años de soledad, de García Márquez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. (Por cierto, parece que a García Márquez le complace ese recurso, que las preceptivas denominan “prolepsis”, porque en Crónica de una muerte anunciada lo utiliza también: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nazar se levantó a las 5:30 de la mañana…” etc., etc.

¿Qué “finales” corresponderían a esos “principios” si se tratara de cuentos? Nunca lo sabremos, pero nada nos impide jugar a imaginarlos… De hecho, fue lo que hicieron los primeros seres humanos que trataron de explicarse algunos de los sucesos o misterios, vistos u oídos, que cada noche, al recogerse en lo profundo de sus cuevas, les daban vueltas y vueltas en la cabeza. Nadie sabía de fijo cuándo ni dónde habían comenzado a circular, ni a qué posibles causas respondían, y fue así como aparecieron los ancestros más notables, guerreros y jerarcas convertidos como por arte de magia en los héroes y dioses de tantas mitologías. Y fue así como aparecieron, también, fórmulas providenciales del tipo “Hace muchos, muchísimos años”, o simplemente “Había una vez…” Las historias se hicieron fábulas y leyendas, de las leyendas surgieron los mitos, de los mitos ―que resumían grandes aspiraciones y frustraciones, tanto individuales como colectivas— surgió una manera de entender la conducta, las relaciones del ser humano con los dioses, con sus congéneres y con ellos mismos entre sí. En todos los casos, esa relación suponía una disciplinada aceptación del Destino ―el fatum, decían los griegos― y una estricta distribución de premios y castigos según fueran los méritos y las culpas de cada uno. Es decir, el ser humano había creado en su imaginación un mundo de personajes y situaciones que reflejaban, por una parte, su experiencia viva de la realidad y, por la otra, los fantasmas luminosos o tenebrosos de sus sueños y pesadillas. Para conservarlos y divulgarlos fueron surgiendo los griots, los aedos, los cuenteros ambulantes, los miembros de esa portentosa cofradía que pudiéramos llamar la tribu de Scherezada en honor de aquella memoriosa joven, maestra en el arte de crear expectativas, que durante mil y una noches, hilvanando cuento tras cuento, logró mantener la atención de su posible verdugo y salvar así su propia vida…, y de paso la integridad moral, el mermado prestigio de las personas de su sexo.

VII

Veo que va siendo hora de concluir esta charla y no quisiera hacerlo sin llegar a algunas conclusiones y sin darles una buena noticia. Las conclusiones tal vez puedan resumirse en dos o tres puntos. Nunca en toda la historia de la humanidad ha sido tan extendido y sistemático el consumo de los elementos con que tradicionalmente se ha hecho la literatura; lo que ocurre es que eso no se nos hace evidente porque los géneros han cambiado de soporte y el “consumo” ―que ahora llamamos recepción— se ha vuelto “indiscriminado” y “pasivo”. En la inmensa mayoría de los casos, alguien ―casi siempre más interesado en su propio beneficio que en elevar el nivel cultural de sus destinatarios— decide por nosotros lo que podemos ver y oír. Cuando nosotros ―los incorregibles habitantes de la Galaxia Gutenberg— anhelamos la vuelta al libro y la lectura, lo que estamos reivindicando realmente es el derecho a elegir lo que “consumimos”, así como el lugar y el momento en que mejor nos cuadre hacerlo. No se trata de volver a formas preelectrónicas de consumo. Me parece descubrir una pizca de nostalgia en el recuento de la visita a Babilonia que hizo Alberto Manguel ―el autor de una admirable historia de la lectura, como muchos de ustedes recodarán— poco antes del comienzo de la guerra de Irak.

En Babilonia ―lo que fue Babilonia, a solo 60 kilómetros al sur de Bagdad— surgió, en el cuarto milenio antes de Cristo, este vicio que todos padecemos, el de la lectura, cuyo soporte era entonces la tablilla de barro. Entre las ruinas del lugar, Manguel evocó “aquellos remotos días en que los generales sabían leer” y en que Alejandro Magno, tres siglos antes de Cristo, moría “a la edad de 33 años… con un ejemplar de la Ilíada en la mano”. Dichosos tiempos aquellos… para un puñado de generales y para el conquistador de medio mundo. En nuestra época, nos cuesta trabajo imaginar que el más culto de los generales pueda ser aficionado a la Ilíada ―o a esas Ilíadas del siglo XX que se titulan Pedro Páramo, El siglo de las luces o Cien años de soledad―, pero en cambio sabemos que también los analfabetos escuchan la radio y ven la televisión, lo que significa que entran en contacto con un espacio audiovisual relacionado de algún modo con la literatura.

¿Cómo acercar ese espacio al propiamente “cultural”? No está en nuestras manos lograrlo, pero sí lo está el ir creando condiciones favorables para ello, formando en nuestros estudiantes ciertos hábitos de lectura y escritura que, llegado el momento, los induzca a rechazar la agobiante rutina de los “medios” y exigir un poco más de respeto para el público. En nuestro contacto con padres y abuelos, nos tocaría abogar por el rescate de la conversación en el seno de la familia, por el contacto directo y sin intermediarios con los niños y adolescentes. (Ya sabemos que muchos de los emplazados nos emplazarán a su vez. preguntándonos: “¿Y de dónde sacamos el tiempo y la energía?”). Convendría que nosotros mismos, como profesionales, reflexionáramos un poco más sobre el papel que desempeñan las tiras cómicas y los lenguajes audiovisuales; antaño recibimos con beneplácito Para leer el Pato Donald, de Dorfman y Mattelart, y hoy podríamos detenernos a pensar, por ejemplo, en las conclusiones a que llega José Antonio Salgado Carrión en La presencia de la televisión en los hábitos de ocio de los niños.

VIII

Hace apenas unos días el cable trajo la noticia de que en la sexagésima edición de la Feria del Libro de Francfort, recién clausurada, se presentaron 400 mil novedades, de las cuales “solo un 40 por ciento corresponde al libro tradicional”, lo que pudiera reavivar en nosotros ciertos temores apocalípticos. Pero el señor Jürgen Boos, director de la Feria, declaró que en su opinión el kindle ―es decir, el aparato para leer libros y diarios electrónicos de Amazon— “no hará desaparecer el libro tradicional de la faz de la Tierra”. La prueba, a su juicio, era que “ni el video, ni los audilibros, ni los book-on-demand” lo habían conseguido; de hecho, solo sirvieron para crear “mercados paralelos”. ¡Pues qué bien! Ya podemos respirar tranquilos. Es posible que en Alemania, de aquí a diez años, el libro electrónico acapare entre un diez y un 15 por ciento del mercado editorial, pero a nosotros lo que nos concierne directamente es América Latina, y ¿qué porcentaje de la población latinoamericana dispone hoy de kindles o puede navegar por el ciberespacio?

Pero la “buena” noticia que les tenía reservada no es solo esa —la opinión de los expertos en el sentido de que el libro, tal como lo conocemos, no desaparecerá, digan lo que digan los catastrofistas—, sino otra mucho más personal. Antes de salir para acá, vi a mi nieto mayor leyendo con inocultable placer Eldest, la segunda parte de Éragon, un volumen que consiguió no por conducto de la tía, sino por intercambio con un condiscípulo (él le había prestado, a cambio, el tercer tomo de Harry Potter). Cuando comenté con mi nieto menor —todavía no ha cumplido los 14— lo extensa que me parecía Eldest (¡830 páginas nada menos!), él se quedó mirándome y me dijo: “Sí, abuelo, pero tiene una letra grande, es muy fácil de leer”. Entonces me di cuenta de que no solo la había visto, sino que él “también” se proponía leerla. Y me vino a la mente la canción de Fito Páez: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.”

Notas:

1. Conferencia de clausura del V Seminario “Herramientas para la promoción de la lectura”. Palacio de la Autonomía, Centro Histórico de Ciudad México, 29 de octubre de 2008.

2. El brasileño João Cézar de Castro Rocha, el cubano Orlando González Esteva y los mexicanos David Toscana y Francisco Rebolledo.

3. El texto que, en lo esencial, reproduzco en esta sección, había aparecido en la revista Sic (No. 37, Santiago de Cuba, ene.-marz. 2008) con el título “Hacer de la lectura un esfuerzo gustoso y productivo”.

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