lunes, junio 06, 2011

Leer libros


Fernando Martínez Heredia • La Habana
Ilustración: Amilkar

“El alma, el patrimonio espiritual, se conserva en el vehículo de la lengua (…) Una civilización muda es inconcebible”, decía Alfonso Reyes en su Discurso por la lengua, en 1943.

Nos quieren dejar mudos. Antes se les arrancaba la lengua a los rebeldes y a los peligrosos para estar seguros de la mudez deseada. Ahora se multiplican las imágenes y los medios, se revolucionan las tecnologías y, en medio del caos aparente de una torre de babel, se gobiernan rigurosamente las expresiones y los ruidos. El objetivo de los que dominan y le cierran a la gente toda oportunidad a la vida plena es el mismo, pero su ambición se ha desorbitado: ahora nos quieren dejar mudos a todos.

Lenguaje y pensamiento entran en crisis, juntos. Velocidad y ancho de banda exigen desaparición de vocales y un esperanto de signos internacionales; pero la brevedad y el apuro que ellos fomentan no llevan a la síntesis, sino a la renuncia al ejercicio del pensamiento. Mentiras, prejuicios, ñoñerías y exigencias de la moda, repetidos sin descanso, marcan las rutas de un viaje inducido hacia la idiotez.

Desvanecer todas las fronteras entre las certezas y las invenciones, las palabras y la nada, los hechos y los engaños, es un requisito de la guerra cultural. Se lanzan asertos tajantes, a veces catastróficos —como el error del milenio— que luego pueden sustraerse a la luz, para siempre, mediante la varita de mago de los jefes de redacción. La inminente desaparición del libro es uno de ellos. Mientras, los escritores siguen escribiendo, los fabricantes siguen fabricando libros, los libreros vendiéndolos y hay lectores comprándolos. Es cierto que la proporción de quienes pueden leer ha aumentado en las últimas décadas, pero no tanto el número de los lectores: muchos deben escoger entre comprar un libro o comprar comida. El capitalismo centralizado apuesta a aumentar el consumo, no los consumidores.

La apuesta cubana se ganará si pensamos, si aprendemos a gobernar entre todos a todas las formas de comunicación, y no nos dejamos gobernar por los que forjan nuevas cadenas con cada invención. Necesitamos el libro, prenda moderna que la Revolución democratizó, como un instrumento más de goce y de conquista de las cualidades personales, y que el libro comparta con los demás medios la misión de garantizar la plenitud humana, que es la garantía de la liberación social.

Me parece pretencioso aconsejar la lectura de mis “mejores” libros. Pero me gusta compartir los títulos de una parte de los libros que se me aparecieron una vez y ya nunca me han abandonado. Ahí van los que ahora recuerdo. Don Quijote de la Mancha; las obras de José Martí; Pluma en ristre, de Pablo de la Torriente; Crónicas de la Guerra, de José Miro Argenter, El reino de este mundo; el Juan de Mairena, de Antonio Machado; Cecilia Valdés; Caballería roja, de Isaac Babel; el Manifiesto comunista; El siglo de las luces, también de Carpentier; los Siete ensayos…, de Mariátegui; El llano en llamas, de Juan Rulfo; toda la poesía de César Vallejo que encontré; El Estado y la revolución, de Lenin; Bertillon 166, de Soler Puig; Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci; En blanco y negro, de Ambrosio Fornet; La cartuja de Parma, de Stendhal; Juan Criollo y Generales y doctores, de Loveira; Macbeth; Los hermanos Karamazov; Bufa subversiva, de Roa; El señor presidente, de Asturias; Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz; los cuentos de Quiroga y de Maupassant; El maestro y Margarita, de Bulgakov, los libros de Roque Dalton, la poesía de Federico García Lorca, Nicolás Guillén, Ballagas, Juan Gelman… Claro que me faltan muchos, pero debo terminar. Como diría Salarrué, seacabuche.

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