martes, febrero 17, 2009

En La Habana de los años setenta había una especie de furor por todo lo chileno.


14 de Febrero del 2009, 3:24 PM
Gracias a la vida

Posiblemente Chile sea, después de México, el país latinoamericano de mayores y más profundos vínculos culturales con Cuba. Esta relación, que como todo tiene su historia, tuvo un momento particularmente intenso durante el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, después de un proceso electoral que por primera vez llevó al ejecutivo a un candidato de la izquierda, como prefigurando algo que sobrevendría en la subregión mucho después. La experiencia chilena ponía así a prueba uno de los problemas más acuciantes del panorama político de los años sesenta: la pertinencia o no de la lucha armada como vía para la toma del poder, después del fracaso de la guerrilla boliviana del Che y de que los Andes no se convirtieran en la Sierra Maestra de América Latina.

En La Habana de los años setenta había una especie de furor por todo lo chileno. A los vinos de Don Balta, consumidos abundantemente por la población, se añadía la influencia en los círculos literarios de la llamada antipoesía de Nicanor Parra, una movida contra las catedrales verbales de Pablo Neruda adoptada con entusiasmo por los jóvenes poetas de entonces, hasta que devino una nueva retórica contra la que otros reaccionaron debido a sus excesos y a la falta de foco en la palabra misma, en definitiva el modo de ser de la literatura. Desde el Encuentro de la Canción Protesta, organizado por la Casa de las Américas a fines de los años sesenta, la presencia de Ángel e Isabel Parra, y de las canciones de la Violeta, llegaron a ser en Cuba un hecho casi cotidiano, igual que el trovador Víctor Jara. Interpretada por la cantante Omara Portuondo, "Gracias a la vida" grabó en el imaginario popular una de las más bellas canciones latinoamericanas de todos los tiempos. En los festivales de aficionados de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) emergieron agrupaciones que seguían las trazas de conjuntos folklóricos chilenos como Inti Illimalli y Quilapayún, portando no sólo instrumentos típicos andinos antes jamás utilizados por los músicos cubanos, sino también unos ponchos imposibles de lucir bajo el ardiente sol tropical de las plazas y los conciertos sin pagar con sudor el costo de la moda.

Luego del golpe de Estado, esa relación pasó a un mayor nivel de horizontalidad con la presencia de exiliados chilenos en Alamar, una localidad al este de la capital. Concebida como un plan emergente para resolver el eterno problema de la vivienda mediante las microbrigadas, Alamar permitió un conocimiento de los pro-cons de cada cultura mediante la lógica del contacto. Cubanos y chilenos constataban similitudes y diferencias interactuando en sus vidas diarias, al punto de que, como era lo esperable, no resultaron raras las uniones y matrimonios interculturales. En sus fiestas frecuentemente se mezclaban el puerco asado y el ron con la empanada y el vino, a pesar de que la abundancia no fue nunca un rasgo distintivo de la vida nacional, una razón para que los exiliados se marcharan progresivamente hacia otras latitudes del planeta, incluso antes del inicio del llamado Período Especial.

En otros predios, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y su militancia fueron para muchos cubanos los mirlos blancos, aunque oficialmente se apostaba por lo que sería el talón de Aquiles del proceso chileno: la unidad ante las divergencias respecto al camino a seguir para derrotar a una dictadura prohijada por Washington, apoyada por la oligarquía local --esa que una vez había decidido formar a sus militares bajo el esquema del káiser-- y que desaparecía o asesinaba indiscriminadamente a miles de personas, un trauma nacional todavía vivo y con secuelas. No era una cuestión de hegemonía cubana, como lo han sostenido ciertas evocaciones a manos de nuevos conversos y una papelería publicada tanto en Madrid como en Santiago, sino sobre todo una cuestión de afinidades electivas originada en una comunidad de ideología, métodos y procedimientos.

Cosas como estas, y otras que aquí omito por razones de espacio, marcan la pertinencia de que Chile sea el país invitado de honor a la Feria del Libro de La Habana, inaugurada el pasado jueves con la presencia de la presidenta Bachelet en la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, un gracias a la vida que ninguna cruzada podrá lacerar porque la conexión chileno-cubana tiene huellas indelebles, como las del musguito en la hiedra.

Alfredo Prieto.Ensayista y editor cubano. Reside en La Habana

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