viernes, abril 29, 2011

Sobre una primera lectura de Cien años de soledad


(y otra lectura)

Roberto Fernández Retamar • La Habana

Cuando pedí a Gabo una colaboración suya para el que sería el número 100 de la revista Casa de las Américas, me la envió con carta desde México que entró en la Casa el 2 de noviembre de 1976 y comenzaba así:

“Digno y paciente Roberto Fernández Retamar a quien Haydée guarde en su Santo Reino:

Fayad Jamís me dice que todavía no es demasiado tarde, pero yo temo que sí, aunque espero que no. De todos modos ahí va: es un fragmento del libro sobre Cuba, que he separado para ti porque tal vez es el más personal. No pudo ir antes porque yo no estaba satisfecho con mi primera visión babilónica de aquella Habana de 1959, y tratando de hacer la evocación más justa y bella se me han ido los meses, agravados por la insensata idea de los comunistas colombianos de pre-candidatizarme para la presidencia de la República: ¡qué locura! El hecho es que teniendo ya la gloria me vine de Colombia la semana pasada huyendo del poder, y en largos galopes he tratado de arreglar lo que no me gusta del artículo, y no lo he logrado. Te lo mando, pues, mutilado, aunque convencido [yo] de que la mutilación no se notará en una avant-premiere de la Casa.

El libro se demora aún: primero, porque los altos poderes de allá me metieron en otros oficios prioritarios, y segundo, porque mis ilusiones de que fuera un rápido trabajo periodístico han fracasado en una ciénaga de lirismo que es ya como parte de mis memorias. En todo caso, estaré allá en La Habana el 30 de noviembre, por unas dos semanas, para la instalación de la Asamblea Nacional.”

El texto me gustó mucho, pero como llegó sin bautizar le pregunté a Gabo qué nombre iba a ponerle, y me respondió: “No se me ocurre ningún título”. Pareciéndome atractivo, lo publiqué con tal título.

Ahora que se nos enciman las tres primeras décadas de la aparición inicial de Cien años de soledad, al invitárseme a este imprescindible homenaje en el que no quiero ni puedo dejar de participar, de repente, aún más lleno de dudas que Gabo entonces, no se me ocurrió qué decir. He leído tantas cosas, incluso acertadísimas, sobre la fabulosa novela, que temí que estaría obligado a repetir lo que han dicho muchos y muchas, entristeciendo a quienes me leyeran, en el dudoso caso de que lo hicieran: y también entristeciéndome a mí, que como es natural quiero darle lo mejor que puedo a García Márquez. Después de todo, mi situación no sería mejor si me propusiera escribir algo original sobre otras obras cuyas lecturas, en su momento, también me pararon de cabeza, trátese de Sandokan o del Quijote, de La Iliada o de Las mil y una noches, de Huck Finn o de En busca del tiempo perdido, de El conde de Montecristo o de La metamorfosis, de El fin de la aventura o de La montaña mágica, de Niebla o de Crimen y castigo, de La guerra y la paz o de Ulises, de Las dos mitades del vizconde o de Orlando. La lista es por supuesto tan diversa como casi inagotable, y excluye obras como las de Martí, Shakespeare y otros, generalmente poetas, porque con algunas de ellas sí me atreví, perdónemelo Dios o el Diablo.

Pero hay un punto relativo a Cien años de soledad sobre el que puedo hablar sin ser interferido por ilustres predecesores, ya que se trató de algo que realicé tempranamente y a solas: mi primera lectura de la novela. Tendré hasta que remitirme al instante prenatal de la obra y a algunos alrededores.

En enero de 1967 la Casa de las Américas realizó un Encuentro con Rubén Darío para conmemorar el siglo del nacimiento del gran poeta. En el editorial del número 42 de la revista, que recogió muchos de los materiales de dicho Encuentro, expliqué que ellos implicaban, por una parte, una valoración actual de la obra dariana; y por otra, “probablemente el aspecto más original del homenaje: una antología in vivo de la poesía latinoamericana más reciente, la cual, en alguna forma, puede considerarse una consecuencia de la tarea de desbrozamiento y fundación acometida a finales del siglo pasado por hombres como Rubén Darío”. Y de inmediato: “Se ha dicho con justicia que en los últimos años la narrativa de nuestro continente ha alcanzado jerarquía universal, gracias a obras como las de Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. Conviene recordar que un fenómeno así había empezado a ocurrir para nuestra poesía desde finales del siglo xix, y que a ello no es ajena la obra mayor de Rubén Darío”.

No hay que ser muy zahorí para reparar en que estas palabras (esta entrega) se proponían complementar un excelente número anterior de Casa de las Américas: el 26 (octubre-noviembre de 1964), dedicado a Nueva novela latinoamericana y hecho meses antes de que yo empezara a dirigir la revista. Tal número, cuyo principal animador fue Ángel Rama, lo encabezaba su memorable ensayo “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, y además de otros trabajos críticos incluía capítulos de novelas de Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Es decir, los novelistas mencionados en el editorial del número dedicado a Darío, más Onetti y Sábato.

Vistas las cosas desde hoy, en ambas enumeraciones había, entre otras, una estruendosa ausencia: la de Gabriel García Márquez. Es decir, que la promoción de la nueva novela latinoamericana, a la que mucho colaboró aquel número 26 de Casa (como también lo hicieron otras publicaciones, desde luego: pienso por ejemplo en Marcha, de Montevideo, y en el suplemento cultural de Siempre!, de México) estaba a todo trapo cuando todavía Gabo no había publicado Cien años de soledad, aunque sí relatos destacados, y entre ellos al menos una obra maestra: El coronel no tiene quien le escriba. El 30 de mayo de 1967, según reza el colofón de la primera edición, que tengo a la vista, el libro se terminó de imprimir. Recordar que fue un terremoto no es muy original que digamos, pero así fue. Aquel volumen de la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, iba a convertirse en obligado tema de conversación en los medios literarios del continente, y pronto, también, más allá de unos y otro.

El 3 de julio de ese año 1967, en carta de México en que me pedía comunicar “a toda la Casa de las Américas” sus cambios de direcciones, añadía Gabo: “De acuerdo con lo prometido, pronto recibirás 10 ejemplares de Cien años de soledad [...]” Cuando llegaron, después de disputarlos a dentelladas (el mío conserva una que otra mordida, pero son de bichitos papirófagos), nos dimos a devorarlos: así era de violenta la cosa. Las discusiones no se hicieron esperar, porque allí se juraba por los más variados títulos de la nueva novela latinoamericana, que en esa fecha, no se olvide, aún era nueva de verdad. Y tanto, que daba la impresión de que había vuelto a inventar el hechizo del género durante los viejos tiempos cuando ostentaba, en las letras, el atractivo del entretenimiento por excelencia: que solo libros de aventuras y sobre todo detectivescos habían seguido tomando en serio. Lo de la reinvención podría ser exagerado, pero aquellas novelas eran sin duda fascinantes. La de Gabo no solo no negaba tal hecho, sino que, con fruición encantadora, se complacía en proclamarlo. Mi lápiz iba señalando las huellas: “Víctor Hughes, página 84”, “Artemio Cruz, página 254”, “Rocamadour, página 342”. Lejos de competir con sus antecesores, Gabo los metió en su fiesta, mientras a la vez redondeaba su propio mundo, tan verdadero como soñado, del que nos había estado entregando retazos en obras previas. La suya era una novela de novelas, donde, además de los nuestros cercanos (sin olvidar al mágico desnovelista Borges), se habían dado cita la picaresca y Cervantes, Faulkner, Greene, franceses, rusos, italianos, y por añadidura los poetas de nuestro suntuoso idioma que Gabo recita con una memoria que yo suponía, ingenuamente, patrimonio mío. Y de pronto (¿o fue poco a poco?) se me ocurrió pensar en Rubén Darío, a quien siempre tengo tan presente, pero quizá de modo especial en ese año de su siglo.

Desde que era muy joven, ya se sabía que Darío era un poeta de primer orden (Martí lo había llamado “hijo” en 1893, cuando el nicaragüense solo tenía veintiséis años y era el autor de Azul...); aunque todavía no ejercía ese señorío que iba a tener a partir de 1896, el año de su espléndido e influyente Prosas profanas. Pero en 1896, habían dejado de existir Martí, Gutiérrez Nájera, Casal, Silva. Si bien sobrevivieron coetáneos tan creadores como Herrera y Reissig, Lugones o González Martínez, Darío quedó reinando sobre ilustres desaparecidos, de no pocos de los cuales se había alimentado su obra. Más feliz que él, a García Márquez se le concedió heredar en vida a sus hermanos, y hacer en nuestro idioma, para la narrativa de estas décadas, lo que Darío había hecho para el verso del pasado siglo y principios del presente. Como consecuencia de esto último, durante un tiempo largo Darío no fue tenido como un modernista, sino como el modernismo. Ello le ocasionó alabanzas y ataques de toda naturaleza. Al cabo, se fueron apagando unas y otros, se fue esfumando el tonto capricho de encasillarlo, y se reconoció que al margen de escuelas y movimientos, siempre engorrosos, Darío es uno de los mayores poetas de nuestro idioma (y de otros), no inferior a criaturas como Garcilaso, San Juan, Quevedo, Góngora o Sor Juana. Hace mucho que los poetas de lengua castellana no escriben a favor o en contra de Darío: simplemente escriben (escribimos) a partir de él. Me parece que el destino de García Márquez, en lo que toca a nuestra narrativa, no será, no está siendo distinto.

Ignoro lo que le habré escrito entonces (no conservo copia de mis líneas, seguramente manuscritas, como ya me había ocurrido cuando leí la impresionante Rayuela), pero a Gabo no debe haberle disgustado demasiado, de acuerdo con dos cartas suyas escritas desde Barcelona. Una, el 27 de febrero de 1968, a Ada Santamaría, quien le había “informado” de la edición que iba a hacer de Cien años la Casa de las Américas: “cualquier participación que usted quisiera darme en dinero cubano podría servirme para invitarla a usted y al fascineroso de Fernández Retamar, a una copa de daiquirí”; y otra a mí, el 15 de septiembre de 1969, donde me comunicaba: “Estoy feliz por todo lo que me dices de mi novela. Es algo estupendo para mi moral, sobre todo viniendo de un cabrón tan anticonformista como tú”.

Antes de concluir, voy a recordar que Gabo me envió su cuento “Un hombre muy viejo con unas alas enormes” para ser publicado en Casa de las Américas, donde apareció en el número 48 (mayo-junio de 1968), y a explicar algo del envío y del cuento mismo, según su autor. También desde Barcelona, el 25 de enero de 1968, me escribió para excusarse, en los términos más cariñosos, de no haber podido venir en aquella ocasión a Cuba, añadiendo:

“Sin embargo, todavía sigo con retortijones de conciencia, y busco con desesperación una receta para aliviarlos. El primer paso es que a más tardar en la última semana de febrero te mando para la revista un cuento que espero terminar en estos días, y que publicarás en exclusividad universal, pues hace parte de un pequeño volumen de cuentos para niños que estoy adelantando, y que no serán publicados separadamente, salvo el que te he de mandar. Cuando te lo mande comprenderás muy bien qué extraño y terrorífico concepto tengo de la literatura infantil.”

Efectivamente, en febrero llegó lo prometido, con esta carta:

“Hermano:// ahí te va el cuento, todavía caliente y remendado, pues apenas le estaba dando los últimos toques cuando llegó tu cable. El cónsul me ofrece mandarlo por vía segura. Para mayor seguridad, acúsame recibo.// Estoy en el punto más crítico a que puede llegar un escritor: ya no sé si lo que estoy haciendo es bueno o malo, entre otras cosas porque me estoy quedando sin modelos.// Estos cuentos para niños —serán unos cinco— tienen por objeto sacarme los últimos cagajones de Cien años de soledad, para llegar sin ese lastre a la nueva novela, que debe ser algo completamente distinto y nuevo. Pero estoy completamente en tinieblas. Si te parece una mierda, hazme el favor de no publicarlo.”

Así se veía Gabo frente al inicial texto de ficción que iba a dar a publicar después de la rutilante novela antropófaga. El primero que tuvo que bracear con el influjo avasallador de García Márquez a partir de sus Cien años… fue, como es natural, el propio García Márquez. Arriesgaba tener, según observó una vez de otros autores Martínez Estrada, “el estilo de su estilo”. Pero Haydée Santamaría, que podía ser la justicia misma, expresó dos opiniones capitales: que ya era una hazaña portentosa haber realizado la novela de Macondo; y que era absurdo negarle al autor de tal hazaña la capacidad de acometer otras. La vida le daría la razón. Aunque probablemente ella no lo supiera, Darío había demostrado ya cuántos Daríos había en el autor de Prosas profanas.

Ahora veo que he escrito mucho más de lo que creía (aunque mucho menos de lo que quisiera) con el involuntario auxilio de fragmentos de cartas de Gabo. Añadiré dos cosas, sin embargo, referidas a la primera lectura que hice de la novela, y que se suponía (yo también lo suponía) que era el tema de estas líneas. Al final de aquel volumen sobre el que luego regresé tantas veces, dice a lápiz mi letra: “Lo terminé de leer el cuatro de noviembre de 1967”. Luego mi inicial: “R.” Debajo, en tinta, otra letra escribió: “Y yo, el 5 de diciembre del mismo año”. Y de nuevo la inicial “R.” Pero esta vez no es la mía: es la de Roque, Roque Dalton, a quien había prestado el ejemplar una de las veces que salió a entrenarse para volver a pelear a su país. No me lo devolvió vacío, sino lleno de numerosísimos mosquitos que todavía están ahí, esperando quizá la resurrección, entre las páginas del libro maravilloso.

La Habana, marzo de 1997.

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