domingo, septiembre 13, 2009

A un año de la muerte de Celia Hart: Las tardes de Ofelia


Ofelia Muzio (Celia Hart Santamaría) (Desde Cuba. Colaboración para ARGENPRESS CULTURAL)

Este 7 de septiembre se cumplió el primer año del fallecimiento de Celia y, para recordarla, hemos decidido publicar un cuento inédito que nos compartiera. Hace parte de una serie de tres o cuatro cuentos que había escrito y que pertenecían al género “erótico-político”, como ella decía. Celia firmaba sus cuentos con el seudónimo de Ofelia Muzio. Obviamente se sentía identificada con el personaje del drama de Shakespeare. Desconocemos la fecha de su redacción y creemos que en algún momento pensó publicarlos. Siendo ficción, conviene tenerlo presente, este cuento lleva la huella indeleble de su personalidad. Como quiera que ahora constituye parte del legado de Celia, pertenecen al pueblo cubano y a la humanidad entera, Olmedo Beluche.

Las olas en Río se ajustan con algo salvaje. Muy diferente al silencioso mar de mi plataforma. Yo no sabía quién era el hombre enorme que miraba la tardía caída del Sol en ese otoño. Andaba con dos o tres guaipiriñas y el cabello me lo había rizado un poco.

Por fin el dorador italiano me había puesto muy rosadita a mi palidez indomable y la blusa corta con la falda ajustada y un sin fin de caracoles por todo el cuerpo hacía que el otoño retrasase en mi piel el colorido del intenso verano en Brasil. Nada parecía real...

Las olas balanceaban en su vaivén el lecho marino como si le hicieran el amor de manera muy lenta, pero apasionada. El hombre de la playa solo miraba al infinito y no podía ver sus ojos... Sólo su piel me timbraba por dentro, muy adentro... En el bar de la playa todos andaban de carnaval (sin ser febrero). No sé qué santo celebraban y ese viernes había salido temprano del centro de prensa... Y ese hombre, ¿de dónde era? Lo miraba sorbo tras sorbo y se me hacía que salía de la playa envuelto en melancólico misterio.

Los niños se iban marchando, a pesar de que el Sol se retrasaba en el cielo. Los miembros del pequeño bar se animaban al ritmo del movimiento del mesero con las cervezas cada vez menos. El vodka y la indescifrable guaipiriña se apoderaban de las facturas. A mi lado una pareja conversaba con un señor mayor sobre los últimos acontecimientos públicos en la localidad. Su rostro afable y su tono agudo lo descifran como un buen trabajador social. Por detrás tres jóvenes se intercambiaban frases contundentes acerca del pasado juego de fútbol. La última Copa de América era muy reveladora y la eterna guerra entre Brasil y la Argentina tomaba aires peligrosos esa tarde. Un turista americano o canadiense no parecía interesarle los alaridos entre los muchachos, uno por conservador, el otro por optimista, en cuanto al chance de Brasil de ser la estrella.

Río es la imagen geográfica de la sensualidad. Sus habitantes en sandalias, y los bares con cocos enormes a lo largo de la playa .Yo, por mi parte, animada por la exquisita luz de la tarde respiré hondo y me compuse un tanto el cabello que me despeinaba el viento.

“Pequeña -pensé- estás en Río... ¿te das cuenta?” Al voltearme volví a paralizarme por la figura enigmática de aquel hombre cuyo estado de éxtasis parecía cómplice del Sol trasnochado de aquella tarde. La figura era alta, pero no tanto, fuerte, pero no tanto. Solo. Era tanto el negro del cabello, peinado hacia atrás como un Rodolfo Valentino posmoderno. El viento atentó contra la goma del cabello e hizo que se le desatara en mechones separados. A mi bello observado no le agradó esto, empinó hasta el final su cerveza y marchó al bar con intenciones precisas de colocarla en una mesa.

A Dios gracias sus buenas costumbres. La mesa más cerca del mar era la mía, la única cara complaciente y feliz en todo el Universo porque hubiese tomada esa decisión... era la mía –sonríe Ofelia y endereza el ojo torcido-.

Al poner la botella vacía me enfrento la más enigmática mirada que haya atravesado mi retina. Eran negros, pero turbios que le otorgaban un raro matiz gris. Contuve la respiración. Sus labios murmuraron algo, casi como una oración. De pronto me sentí murmurando a mí misma. ¡Dios! Yo conocía aquella mirada pegajosa. Sentí que no era hoy, ni ayer, que había visto esas manos precisas y enormes al colocar el frasco vacío sobre la superficie de la mesa. En ese instante en la lejanía del mar plateado se dibujó un relámpago. En los segundos que se retarda el sonido de la luz hice un gesto que pareció ser gracioso. Mi hermoso compañero se sonrió entonces muy débilmente, pero de sus labios se desbocó una blancura perfecta y… conocida.

- ¿Nos hemos visto antes, señor?- Dije sin esperar más.

- No lo creo, no me hubiese olvidado de usted si así fuese -y continuó-. Soy Joan de México.

- Ya me imaginaba que no era de este país. Soy Ofelia, de La Habana -dije levantándome, tenía caso que me viese completa- soy cubana de Cuba, no de Miami, aunque mi aspecto relajado en estos momentos anuncie lo contrario- y levanté sugerentemente mi copa.

- Permíteme, Ofelia, que te invite a otra copa. De hecho usted tampoco me lo parecía.

- Prefiero que me invites (suficientes “ustedes”) a ver las olas, donde estabas, llevas más de una hora y quiero entender los motivos.

Sin decir más me tomó resuelto la mano y emprendimos la marcha a la arena. Se desplomó la tarde sobre mi cuerpo hecho brazas. Su mano me sostuvo con firmeza y me avergoncé de aquel estado que hacía desear a un hombre sin conocerlo.

- No estoy de acuerdo con todo el revuelo que se trae Cuba, no pienso que sea el camino para nada.

- Ja, ja -respondí –ahora sí es divertida la tarde. La política es de mis temas favoritos de plática. El revuelo que nos traemos es el revuelo propio de una revolución. Pobre de aquel estado que no marche en constante revolución Se estanca y no da gusto de vivir en un estanque. La fuerza de la verdad, del porvenir, nace desde la perspectiva revolucionaria, agitando con fuerza todos los viejos esquemas y viejos puntales.

-Eso es ya filosofía –apuntó Joan, con una sonrisa que condenaba al exilio la espuma del mar- y de eso no sé mucho, mas, donde dejas los valores que han sido conquista del hombre por tanto tiempo. ¿La familia, la religión?

- ¡Ah! ¡Pero ahora sí tengo al clásico conservador de folletín! ¿Qué es la religión sino la máscara triste donde esconden lo que no quieren explicarle al pueblo? ¿Qué la familia, sino el escaparate donde los hombres guardan su camisa decente para enarbolar el vicio noche a noche?

- ¿Y qué es la revolución Ofelia sino el nombre que buscan muchos revoltosos que no apetecen trabajar?

- ¡Ah! Qué triste que un mexicano piense así. De hecho creo que México ya no me cabe en mi concepción latinoamericana. No entiendo todavía cómo Trotsky, con sus alas de futuro, pidió asilo en México. Entre su devoción por los gringos, su eterno llanto por Tenochtitlán y su falta de memoria histórica deberían ya pertenecer de manera definitiva a la América del Norte o viajar sin compañeros de Patria... A ver a ver... ¿sería nuestra gran Patria desde Guatemala a la Patagonia?

- Menos debes entender marisabidilla, por qué Mercader se refugió en Cuba después de asesinar a este hombre. Ya había triunfado tu flamante revolución.

- Cierto, pero aún así los hombres que sí eran de bien en Cuba en la década del cuarenta no hubiesen permitido la muerte del mejor revolucionario, y si lo hubiesen hecho, el país se hubiese levantado para siempre.... México ha consentido muchas cosas que se me hacen cobardes.

Me miró sin verme. Una ráfaga de terror iluminó su rostro y en sus ojos parecía asomar un agua incontenible. Se levantó sin decir palabra y sentí un miedo ancestral, como si el cielo con todo y nacientes estrellas me cayeran encima.

- No hables de México si no conoces la historia – continuó casi en un hilo- me acusas de globalizado y creo que estás repitiendo las palabras de una cadena barata de televisión.

Ya no me podía hacer para atrás y con menos fuerza, teniendo en cuenta que hablaba de su patria murmuré:

- Bien esa es la imagen que tengo...

- ¿Te leíste el “pequeño Príncipe”? ¿Sabes que la verdad no se ve con los ojos sino con el corazón? ¿Sabes por qué soy conservador? Ojalá, y hubiésemos votado por la conservación y no por los cambios. Resulta que ahora una mujer rubia, tomándose un trago frente al mar, piensa que el cambio es la forma de la felicidad. Solo que para ella no ha habido nada. Siempre fue cambio. México ha perdido todo lo que tiene por el cambio.

- De hecho -dije más resuelta-, es cierto que nacimos de los barcos como decía Carpentier. Pero eso me da gusto el cambio. En mi tierra se juntaron todas las nacionalidades españolas, para ser gallegos, y todas las tribus africanas, para llamarse negros. Nacimos de las entrañas del mundo y somos ahora los únicos capaces de fundar una nación. Ya perdió Occidente el chance y Oriente vive muy tranquilo con su teoría del Yo. México, ¿a dónde pertenece? Ya ni sé... No hallo lógica en esto. Un gusto Joan, si te sirve de consuelo, mi madre adoraba a tu país. Nunca le entendí bien.

Me levanté con deseos expresos de marcharme. Al dar dos pasos sentí un imán muy poderoso en la espalda. Me dije “de nuevo esa mirada, lárgate Ofelia, tómate dos copas más y listo, que no es día de discutir con este burgués conservador”.

En ese mismo instante como si leyera mi pensamiento se levantó con agilidad y me tomó de la mano…

-Vamos por tu guaipiriña

Ya estaban ebrios en el bar y el mesero mostraba interés de ver cómo liquidaba los bolsillos de los chicos aquellos que no la paraban con el fútbol. El Sol estaba puesto desde hacía unos minutos y el horizonte irradiaba ese espectáculo rojizo que otorgaba la iluminación última a la tarde.

Nos miramos como si nos quisiéramos decir otras cosas más trascendentes que las revoluciones o la conservación. Sin dejarme de mirar Joan alzó su copa y como si dijera la verdad más acabada sentenció:

-Soy casado Ofelia, y felizmente casado.

Lo miré con carcajada en los ojos.

-No soy detective privado Joan, además me alegro por ti. Yo no lo soy y me alegro por mí.

Me miró muy serio como si quisiera traspasar mi modo jocoso y desenfadado. La mirada tenaz de Joan no puede ser soportada por más de 20 segundos.

-Vamos adentro a bailar, con permiso de tu esposa. ¡Por supuesto!

-No vuelvas a hacerlo Ofelia, yo no me he burlado de ti.

Tenía yo guaipiriña hasta en el pensamiento, y me levanté con un ademán brusco. “No querida -me dije-, basta con este patán. Lárgate de este lugar”.

Alzó la mirada por encima del vaso, y toda la súplica que puede caber en un suspiro se encerró en esa mirada. Me senté electrizada, reconociendo de algún sitio aquel derroche de dulzura y dolor. Se cerraba la tarde cálida y yo estaba clavada por la mirada y la voz de aquel desconocido del cual no reconocía nada similar a mí. “Has bebido mucho Ofelia, vete”. En el horizonte resplandeció otro rayo incoherente con el hermoso cielo, la brisa era ya muy fuerte. Ipanema entera con su extensión de noble arena, sus olas saltarinas y su ambiente festivo se disolvían en ese par de ojos.

Con un gesto cómplice y seguro me dijo:

- Volvamos al mar. No te enfades porque otros no piensan como tú. No crees en Dios y es una pena, pero pienso que pueden haber muchas cosas en las que sí coincidamos.

Sentí un olor agridulce y denso… por dentro de todos los rincones húmedos de mi cuerpo y alma. Cerré los ojos, por unos breves instantes y soñé con esas manos conservadoras extendidas y ese color aceituna sobre mi piel. Me enervé. “Qué haces pequeño diablo. Lárgate de aquí y vete al dichoso taller que tenías para las 8 de la noche”.

Pero nada, como si hubiese sido orden oficial, me levanté de la silla sin apartar mis ojos de sus labios, le di la mano y echamos a andar por la arena.

El susurro del mar competía silencioso con nuestros pies descalzos. Ambos mirábamos hacia abajo. La arena era tan tibia que se me hacía que me entregaba fuerzas y que penetraba hasta muy adentro. Nadie pretendía ver el mar esa noche de viernes y la playa se extendía sombría frente a nuestros ojos.

Su mano estrechaba con fuerza creciente la mía y en un último esfuerzo para salir de ese embrujo empuñé con dudoso desenfado una oración algo inconexa, relacionada con las razones de su estancia en Río. Joan me miró y con un gesto que no voy a olvidar jamás murmuró:

- No hables, no hables más. Ya has hablado suficiente.

Su rostro, enfrentando la brisa de la tarde moribunda, me estremeció de forma inédita. Me asusté y retiré mi mano asombrada de esa sensación escalofriante como si tuviese la red de electricidad conectada en ambos brazos. Sólo murmuré: “Joan”.

-Vamos a un hotel, ¡pero ya!

No retiró la mirada y yo contesté:

- Es urgente. El que quede más cerca.

El hotel era de un lujo excesivo. De manera habitual me molesto cuando se derrocha así el dinero, pero en ese instante me daba igual entrar con Joan en la Capilla Sixtina o en guardilla. Y teníamos el mar como único paisaje desde los vidrios de toda un ala de la habitación. Del lado opuesto un enorme espejo amarillento nos contenía a los dos. De reojo me miré y percibí que evidentemente las guaipiriñas eran afrodisíacas, o yo había contraído una locura irremediable. Las alas de mi nariz se contraían aceleradamente y mis manos temblaban a ojos vista, y además no sentía vergüenza, como debería suponerse. “Debo andar ebria”. Al voltear nuevamente al espejo reconocí el rostro moreno que despedía un calor palpable a los breves centímetros que lo separaban de mí. “Joan yo te conozco”, no dejaba de susurrar. Sin tocarlo ya sentía la voluptuosidad del encuentro. La luz era muy tenue y reflejaba sobre el espejo un abanico de color. Flotaba en el aire la cortina blanca de la terraza despidiendo un olor a salitre. En la arena se escuchaba un sonido de música, pero ya nada cabía para mi atención ya había perdido interés en cualquier evento que no fuera ese hombre dentro de mí. El olor de Joan se mezcló con la sal que venía del mar y como si me fuera a caer en un precipicio levanté ambos brazos y le rodeé sin titubear el cuello. La cama amplia y blanca, como la espuma del mar, se me hacía la cama más necesitada del mundo conocido.

- Lo que estés pensando de mí me tiene sin cuidado -dije resuelta-, pero sí voy a dejar de respirar si no me besas en este instante.

- No vas a dejar de respirar, mujercita, no antes de que seas mía y ver si tenemos mejor escenario para ponernos de acuerdo. ¿Qué tal la cama esta?

No respondí, sólo cerré los ojos y me atraparon sus labios. Toda la playa y sus moradores parecieron extinguirse en aquel beso enorme. Sus labios eran tan fuertes y delicados que me imaginé que de esa forma debían transportar las enormes cocodrilas del Nilo a sus crías por el río. Los labios de Joan comenzaron a ser los protagonistas de la noche. Joan tiene una boca grande, cuando ríe la expande más allá de lo normal. Y además tendría un control de temperatura, pues creo que, a pesar de mi humedad creciente, no perdieron su calor mientras recorrían mi cuerpo de norte a sur y a derecha e izquierda.

Ya no supe quien o cuándo separaron mis ropas y las de Joan de sus respectivos portadores. Lo único que tengo claro que el espejo amarillo divisaba a un par de locos desnudos que aparentaban no haber hecho el amor durante meses.

Cada caricia venía precedida por una mirada pidiendo aprobación. Yo molesta ante tanta burocracia me parecía que el mundo empezaba en sus ojos y terminaba en los brazos que me sostenían. Fui suya una y otra y muchas veces más. Cuando Joan me penetraba perdía de manera inmediata su compostura y adquiría un semblante casi demente. Desde mi posición su rostro se alejaba y acercaba con baja frecuencia. Cerraba los ojos y luego los abría tantito dibujando una sonrisa pícara De manera pausada en cada movimiento una cadena resplandecía en mi boca. Los dos nos sonreíamos en un lenguaje conocido y sabíamos lo que queríamos sin hablar. De repente vi descompuestos sus labios; había aumentado considerablemente la frecuencia del juego. Su boca se estiró hacia abajo y me miraba con la cabeza baja. Antes de contestar o entender que pasaba sentí un placer que me hizo gritar asustada. Casi dolía. Me reí y lloré durante esos 10 segundos. Me agarré de su cabello y si no hubiese sido porque perdía fuerzas me habría comido a mi amante.

En esos diez segundos se detuvieron las balas que amenazaban esos días al Medio Oriente. Se quedaron fijas las estrellas en el cielo, el eje magnético de la Tierra cambió al Sur y el Sol, en un rápido vuelo, salió de noche asombrado por el cataclismo que ocurría en una cama de Ipanema. Al voltearme comencé a ver círculos concéntricos de diminutas luces. Un aire como de ventilador potente me agito el rostro y medio dormida y medio asombrada observé luces como de antorchas. Vi la luz de un relámpago, y ya no olía a Joan con su perfume agridulce, un olor acre, como a sangre me hizo enojar y había voces en otro idioma y yo que me volvía loca al perder en la memoria la imagen el recuerdo y el sabor adictivo de mi hermoso Joan.

- Ophelie, Ophelie -sentí de repente. Por alguna razón supe que era conmigo- ¡Sube la tela, en qué andas mujer!

Me rodeaban miles de jóvenes dando gritos y unas telas con títulos “Gobierno popular”, y fotos... ¿del Che? ¿Qué hacía yo golpeando esos adoquines, y rodeada de toda esa gente que no conocía? ¿Y mi nombre? ¿Por qué lo pronunciaban diferente? ¿Y esos sonidos melodiosos... de dónde salían? y más todavía ¿por qué los comprendía perfectamente?

El tumulto aceleró el paso y yo con ellos empecé también a gritar con esos sonidos. Los muchachos que me acompañaban eran muy jóvenes, poco a poco los fui reconociendo: Lorine, con su vaquero ajustado y ese cabello pálido, la bellísima Othilie, sudorosa, no bajaba la estampa del Che. Con Othilie había estado hablando antes de unos exámenes hace unos meses. De la diferencia entre hacer reformas dentro del capitalismo y hacer la revolución. Terminamos a gritos, pero envueltas en abrazos. El libro de la Luxemburgo despedazado...

No me dio tiempo a seguir recordando. La policía arremetió contra uno de los chicos. Y salimos como fieras a responderle: canailles, me escuché pronunciar, como si esa palabra me la supiese de toda la vida. Bajamos corriendo por unas angostas escaleras cerca del pont…

Cerca del puente trabajaba de manera infatigable un grupo de compañeros editando pliegos de papel con consignas. Entramos y nos sobrecogió el olor a tinta, pegamento y el torbellino de emociones se fundaron con el golpeteo de la prensa. Jackie parecía que volaba entre las risas de los compañeros y los cuentos del policía despedazado. Los ojos azul intenso de esta editora parecían dos antorchas. Me miró con sudor en el rostro y me pregunta “¿estaremos en revolución?”, algo así como si estuviese embarazada y ya estaba próxima al alumbramiento. “No sé querida... pero se siente bien... Nos vemos en la marcha de mañana”, terminé de decir...

Salimos con los pliegos de la próxima marcha y bajamos una escalera... Los peldaños eran muy altos o así me lo hizo ver la prisa, detrás de mí venían muchos compañeros sofocados por la carrera., vociferando palabrotas irrepetibles.

De un solo golpe no me preocupé más por mi identidad perdida, ni por aquel amante jugoso que había dejado en una playa suramericana, ni de nada más. Entre risas y comentarios llegamos a un local destartalado que se separaba del río por un par de calles oscuras y transitadas. Me alegré de poder ir al baño y en el oscuro espejo volví a asustarme. ¿Quién era la jovencita delgada pecosa y de pelo rojo que se suponía ser yo? “Bueno -me dije-, al menos sigo con los ojos virados”. Una playera enorme me llegaba hasta poco arriba de las rodillas y la mirada plena de mis compañeros me llenó de gran confianza.

- Tenemos que llamar al profesor- dijo el joven rubio- Ya es hora de la huelga, la policía está sorprendiéndonos cada vez más y es momento de que se sumen los docentes e incluso los sindicatos de trabajadores.

Nos sentamos y nos devoramos el pan y el queso que yo había ido a comprar hacía un rato.

En ese instante llegó el profesor. Nos apilamos haciéndole el coro, al mirarlo me pareció reconocido de algún lugar. Sentí el latigazo eléctrico que había sentido hacía muy poco en un hotel y mis pechos se dispararon erectos como si le hubiesen cantado el himno nacional (del país a donde pertenecieren, que ya su dueña no sabía a qué lugar del planeta agradecer su loca existencia). Desee aquel hombre o lo deseaba desde antes, cuando con voz precisa me explicaba la mejor manera de tomar una fábrica o como se elegirían los consejos obreros. Caramba, pero ¿qué tenía que ver aquello con las guapiriñas y el joven mexicano? “Ofelia o Ophelie, o como te llames, ahora sí tranquila, que algo grande pasa en esta ciudad”- me dije algo preocupada. Mas la voz del profesor me despejó las dudas. Frente a su voz jamás tuve problemas de identidad.

Ya los docentes aceptan la huelga -dijo decidido- y varios sindicatos importantes se nos sumarán dándonos su apoyo. Recuerden que no debemos conformarnos con tenues reformas. El mundo está cambiando, por todos lados repican los cantos de libertad, solos no somos nada, juntos y organizados tomaremos esta vez el cielo por asalto.

Unos treinta minutos duró su discurso y yo escuché por dentro que esas palabras eran mías o lo fueron.

Salimos silenciosos con mucha formalidad frente al profesor de Ciencias Políticas. Al darle la espalda escuché: “¡Ophelie! Debo hablarte”. De nuevo el relámpago se interpuso frente a mi fiebre de hacer la revolución.

- Dígame profesor.

- Sígueme – respondió.

Salimos caminando sin decir palabra y conseguimos sentarnos en un café ruinoso que quedaba cerca del puente. Desde mi asiento lograba ver sus arcos de hierro, que se unían repetidamente de un pilote a otro. Sus pilotes de de concreto penetraban decididos el Sena y la luz de esa tarde me permitió una vez más entender a mi compañero. Era como de 40 años, con un cabello revuelto, que terminaría en calvicie al cabo de una década, sus mechas más claras brillaban como oro bajo el Sol liviano que nos perseguía, y sus inconfundibles ojos, color avellana, de mirada rápida y pequeña, hacían que el pedazo de queso que me había comido bailara tango dentro de mi estómago. Sus manos eran blancas e inmensas y sostenían la taza de manera peculiar. Me miraba por encima de los lentes provocando en mí un raro silencio La boca estrecha sorbía el café de tal suerte que en ese momento hubiese querido estar en estado líquido y ser bien negra y azucarada. Me recordé inmediatamente de días, tardes y noches, conversando en la Universidad de Nanterre sobre un tema único: mi integración a un partido u organización política, al que fuese, incluso a los que él más odiaba y la colaboración con el grupo de estudiantes de mi clase, que debería ser menos “gritona” y más profesional. Me hablaba de la necesidad de que trascendiera sobre mis grititos de doncella por las calles de París y mis chillidos revolucionarios en cuanto pedazo de papel en blanco encontrara a la mano.

- Ophelie-dijo disgustado- ¿por fin pensaste en lo que hablamos?

- Bien profesor -me parecía que ese día de mayo, previo a la gran marcha era el menos adecuado para una reunión filosófica-, creo que tenemos el mundo por delante, no es el momento para esto...

- ¡Ni un profesor más! –Respondió encendido- En estos momentos no soy tu profesor, ni tu padre, ni tu hermano mayor. Eso sí, creo ser tu camarada y amigo... y si es hermano, hermanos de la misma edad. Y sí, es el momento preciso. En estas circunstancias es que puedes entender las ventajas de tener una organización antes de que la situación revolucionaria esté creada, lo que lograríamos es mucho más elevado, y tú eres importante en tu clase, incluso con tus amigos sindicalistas. Lo hago pertinentemente ahora. Si no lo ves en este mayo, ya no lo verás más y tus alaridos revolucionarios se perderán en el vacío.

-De acuerdo, Marcial. Yo no tengo seguridad de querer militar en ninguna organización. Le temo mucho a la falta de libertad -eso me venía de muy adentro, como si alguna vez hubiese militado- y yo les veo a ustedes todos decir lo mismo, usar el mismo lenguaje. Citan a los clásicos como si fueran versículos de la Biblia. Para luchar por la revolución es imprescindible la libertad individual. Si no, mira como está la URSS y mira los sucesos de Praga. Yo creo que los estudiantes por sí mismos pueden constituir una clase organizada y enfrentar los desafíos de la época.

- ¿Praga? ¿Qué tiene que ver Praga?

- Tendrá que ver, ya verás…-o eso lo soñé, mas no importa-.

- Sólo te rogué que analizaras los hechos concretos que estudiamos en clase y que a ti te encantaban, y que lo colocaras en la situación de hoy.....

No recordaba un día anterior a éste, pero traté de dejar en paz la amalgama complicada de sueños, recuerdos y vivencias y entonces por alguna extraña razón, sí sabía que me repelía la forma de organizarse de aquella gente, sin embargo, adoraba las pláticas... Era una maldita contradicción. ¿Me estaría coqueteando al fin el profesor? Alisté mis mejores armas por si era menester.

- No, profesor, sólo así concibo la revolución. Sin trucos internos, sin ensayo de plenarias, sin esa política de salón en la que ustedes se envuelven. No imagino a un verdadero comunista involucrado de verdad en esas peleas internas de poder, y esos recursos turbios que mueven entre bambalinas. Eso, es no es hacer revolución. Eso es el engendro ruso ese del que usted habló. Me quedo con el imperialismo más atroz. No compartimos las ideas de la toma del poder: El poder no es para nosotros, aunque seamos el grupo de avanzada. Nuestro deber es entregárselo a los trabajadores y seguir en la lucha. Un verdadero comunista siempre está en revolución. Mira al Che. Recuerda “Cresta que cuando es ya no es ninguna” así concibo el poder de los comunistas. Cuando lo tienen, deben dárselo a los obreros y seguir haciendo revolución. Esos versos - la Cresta, los escuché de Silvio Rodríguez alguna vez, pero mucho antes, o mucho después, y los pude decir en ese idioma que pronunciaba sin conocerlo, adorando eso sí, el sonido y las alargadas del mismo-, y ¿quién era Silvio Rodríguez? Por otro lado, hablar del Che me rellenaba de agua desde la vejiga hasta los cabellos. Esas tres letras las tenía revueltas en mi pensamiento sin saber desde cuándo. Creo que en este azar de las mil vidas el Che existió siempre... ¿Sería Dios?

- ¿Por qué lo llevas todo al mismo extremo, Ophelie? Un partido es importante y esas luchas internas son normales. Un estado obrero necesita de organicidad, de constancia...

- ¡Aja! Tal cual lo que ocurría en la URSS. ¿Quiénes eran los comunistas allí? Detestaría ver un estado revolucionario en contra del pueblo... Déjenos así en un movimiento. La experiencia de Fidel Castro está a nuestro favor.

Por un segundo temblé al pronunciar también ese nombre. Lo sentía muy entrañable y conocido. Me sabía al dedillo la historia de la Revolución Cubana, pero además tenía una incomprensible ligazón a ella. Como si toda mi sangre perteneciera a esa epopeya mundial en la isla del Caribe. Mis ojos se humedecieron nuevamente. No sólo me sabía el pasado... me sabía el futuro de aquella revolución ¡Dios mío! y recordé la muerte del Che, meses atrás, que consumieron todo el dolor de mi alma. Miré de nuevo al profesor tratando de buscar alguna respuesta. Mi mirada era sólo de súplica.

Me tomó por las manos con gran fortaleza y me dijo:

- ¿Sigues con los sueños, pequeña?

- Sí, y de alguna forma el punto de partida es la Revolución Cubana, como si la historia del mundo dependiera de ella. Pero esto es normal, ¿Qué me decía?

- Que no tienes que exagerar, pequeña, ni siquiera por ser tan joven....

- Sí, y no exagero. El estalinismo es hacer el mal en nombre del bien, es creer que la mediocridad tiene derechos de poder por estar organizada, es la dependencia ideológica de una consigna trazada por ese ente incoloro, abstracto que puede llegar a ser un partido. Prefiero que hagan el mal en nombre del mal. Donde objetivos y métodos confluyan. Se lucha con más claridad. Usted se enreda mucho. Además no concibo la revolución sin la poesía, sin el encanto, sin la inocencia.

Esta discusión la teníamos desde la universidad de Nanterre. Era recurrente, y recurrente eran nuestras palabras. Ya estaba aburrida de lo mismo. Una carga roja de furor se apoderó de su pálido rostro y casi grita:

- Pero, ¿por qué crees que todas las organizaciones son estalinistas? ¿Cómo las conoces tan bien? Y además ¿crees que sólo con gritar en una situación concreta como la que vivimos lograras resolver los desastres de la sociedad de los que te quejas tanto? ¿Y piensas que, porque tienes la palabra bonita y la gente te sigue, ya eres una revolucionaria? ¿Y no sabes todo lo que hay que construir, planear, organizar y aprender?

No podía acusarlo de querer arrimar la sardina a su sartén (en este caso yo era la sardina), pues me proponía incluso militar en alguna organización diferente a la suya. Era evidente que su preocupación era yo misma y no el triste papel aquel de sumar afiliados que me tenía harta. También en algún segundo de otra vida había militado mucho y tenía una animadversión especial, una alergia a los partidos estructurados. Hice ademán de dejar la charla. Yo ya no le escuchaba. Este hombre –me decía malhumorada- me tiene frita con este tema y ya lo que debemos hacer es terminar las pancartas del sindicato, allá estarán los muchachos trabajando y nosotros queriendo entender el mundo.

Al ver mi estallido de indiferencia me tomó por ambos brazos y me miró fijo como siempre hacía con aquella mirada persistente por encima de los lentes.

Lo tuve que mirar esta vez ¡Dios! Yo amaba a ese hombre, ahora no me quedaba dudas, cuando nos cerraron la Universidad y nos agolpamos en el Campus empecé a olfatear su sudor… Imperioso y paternal me dijo con voz quebradiza, como si mi felicidad futura dependiera de esas palabras:

- Lo que te deseo es que los sueños que hostigan tus razones, sentimientos y emociones los tomen por asalto adueñándose de ellos de una vez por todas, sin soltarlos jamás y socializándolos de una manera que te coloque en las filas que son imprescindibles para que los sueños de las francotiradoras animen una acción revolucionaria, necesariamente colectiva y organizada. Es esta la mejor posición para vivir los momentos más poéticos: los del arranque de las masas trabajadoras, cuando descubren la autoorganización, la democracia de clase que comienza con la elección de los delegados directamente responsables ante los que les eligen, controlables y revocables por ellos en todo momento, la autogestión de la lucha, del trabajo y de la vida colectiva...

Era muy hermoso, pero me sentí amenazada, y no hay sentimiento que me alarme más que ese. Me eché para atrás tratando de que el Sol me diera en los ojos. Al no saber qué decir, él se adelantó y me pregunta:

- Pero dime ¿has escuchado la verdadera la historia de la revolución cubana?

Me quedé paralizada. Los círculos concéntricos y el ruido del ventilador volvieron a asecharme y por un instante el Pont Neuf me cayó encima, sus arcos se sucedían unos a otros y sentí en la boca el mismo sabor acre. Marcial me sacudió y me levantó la cabeza. Divisé el Louvre, en la lejanía acuñando, que todavía andaba en París –“sería interesante si estoy con Napoleón o Enrique IV o Chirac...”- pensé ya sin importarme. Recordé la frase “Revolución Cubana”, ¿que tenían esas dos palabras que me revolcaban el alma? En dos minutos respondí.

- La revolución cubana no la menciones para justificar un solo detalle de oscuros métodos de organización. Esas relaciones con los movimientos populares y todo ese sectarismo y dogmas religiosos no tienen nada que ver con una revolución tan clara como el sol de Cuba y tan abierta como el mar Caribe. De lo que no sabes no hables, ni me provoques. Es más, que ni siquiera saben los resortes que hicieron mover al Che. Ustedes le llaman foquismo y no sé cuántos términos sacados de un viejo libro de Trotsky y se sienten con derecho de criticar al revolucionario más pleno y al mejor de los internacionalistas, el que dio su vida, su inteligencia y su juventud en virtud de lo que defendía. Mucho más que Marx, Lenin y Trotsky juntos. No, y no fue un romántico fanático, salvó para las nuevas generaciones la esencia del marxismo más legítimo. Fue un teórico impresionante. Lo que sucede es que, de todos, fue el que no trazó límites entre su pluma... y sus pasos.

Caí en un estado deplorable. Comencé a llorar sin explicarme el motivo. Marcial me repetía:

- Claro, Ophelie claro... Regresa, regresa.

Volví en mí y lo miré detenidamente. Marcial estaba a punto de caer en desesperación.

– Perdóname – susurré.

Salí corriendo y me detuve. También como un mandato del pasado necesité escuchar lo que decía el profesor. Regresé y le pedí que me hablara despacito en lo que cruzábamos el puente. Entró la revolución cubana por mis oídos como los cuentos de cuna que escuchamos de mayores. Algo sutil, leve, me producía una apacible melancolía. Una historia paralela, llena de misterios, contradicciones y belleza. Los errores de aquella revolución me hicieron amarla más, entonces, que cuando la creía perfecta.

París no es sólo una fiesta, a decir de Hemingway: es un escándalo ardiente de belleza. Atravesamos el puente en dirección al Louvre. Ya se ponía el Sol y acababan de encender las farolas. Con admiración veía el palacio de los reyes. ¡Ah! con todo ese esplendor y gracia el pueblo de Francia los quitó del medio. Me bendecía por estar pisando tierra de revolución y estar al lado de un hombre que tan sólo pedía de mí cierta piedad. Caminar por la... Me recordaba otro lugar... otras aguas... otros puentes... ¿otra revolución?

Me volví de pronto y apoyando las dos manos en el barandal voltee la cabeza y le dije

- Cuéntame Marcial, cuéntame más... Te escucho...

- Pero no quiero comentarte nada más muchacha, estás confundida y quisiera por un instante que te olvidaras de mi edad, de la tuya y de todas tus vidas y te concentres en lo que tú piensas hacer en la vida. Tienes dos caminos: o te dedicas a seguir saltando con tus pintorescos escritos, o te dedicas a la revolución.

El Sol ya estaba puesto, y el café digerido.

Yo vivía enamorada del hombre que tenía delante para poder decidir algo tan serio como aquello, pero él jamás le hizo caso a mi coquetería excesiva, ni a mi desenfrenada libertad sexual, no se daba por aludido. Cuando dejaba los temas de la militancia en los malditos partidos trotskos, hablaba de lo mismo, de los partidos. Era algo que en mi ajedrez femenino representaban sus torres de defensa.

Pero esa tarde, previa a la marcha de los docentes y los obreros por las calles de París, sentí que esos ojos me harían entender mucho más rápido que querría decir con “militar”.

Mi desenfado anárquico contrastaba con su sobriedad. Yo salía con el joven Pierre por el sólo hecho que no estría bien que una joven de París no fuera a la cama a punto de empezar la década de los setenta.

Estábamos debajo del puente, el árbol al fondo se veía muy florido y a punto de explotar de color. Ni Che, Stalin, los trotskistas, ni la marcha de mañana con mis compañeros de la Sorbona y sobre todo con los sindicatos obreros que se nos unían, eran importantes frente a Marcial con su camisa verde-gris a unos centímetros de mis manos.

Mis brazos colgaban de mi cuerpo como si no me pertenecieran y la tarde de mayo se hacía noche.

Los muslos sudaban por dentro, y no estaba en período de la regla. Me sentía mareada y envuelta en una repentina fiebre. “El vino barato de anteayer” -me dije. Y el color de sus ojos cerveza me arrancaron cada cabello rojo y enderezaron mis ojos por un segundo. Mi madre había pasado la mitad de su vida tratando de enderezarme los ojos, sin conseguirlo, a lo mejor cuando se mató pensaría acabar su obra con su pequeña hija de ojos virados.

“Mi madre” ¿Y quién era mi madre? ¿Y por qué una ternura de su recuerdo se apoderaba de mí cuando escuchaba “Revolución Cubana o Che Guevara”?

El olor de Marcial me trajo de vuelta. No era como el de Pierre, era más fuerte y yo consideré aquel puente el sitio más terminado del mundo para amar…

- Marcial -le susurré casi negando mis propias palabras-, tenemos la última reunión con los de la Sobona. Nos faltan los carteles de...

Sí, era su olor y su respiración cercana. Justo al ponerse el Sol logré fuerzas y me encaramé a su cuello. Por unos segundos pensé que me volvía líquida y perdería mi forma... Largamente me miró por sobre los lentes. En mi vientre vacío sentí la dureza de su sexo, y esa sensación disparó mis pezones, a los que ya era evidente que le entonaban la Marsellesa. En su cuello los vellos desordenados también se erizaron y yo presentí el más largo y dulce beso de mi vida. Las pancartas de la marcha podrían esperar. Mi piel y cada gota de mi sangre deseaba aquel olor ácido y aquella lengua en mis labios me explicarían mucho mejor aquel asunto de la militancia. Era obvio que me besaría. Yo era una jovencita que todo el mundo besaba cada vez que se me antojaba un beso...

Mas no, con fuerzas me apartó de su pecho y de su sudor que por rara difusión llegaba a mojarme.

-No Ophelie, no te besaré porque no te amo, y si te amase no haría eso que crees que haces con todos por puro hábito. No seré pieza de colección.

De pronto, volví en mí, miré el Sena que ya resplandecía con la luz amarillenta de los faroles. “No le gusto a Marcial” ¡Pero no es posible! Pensé que me mandaría a correr de vergüenza y humillación.

Todo lo contrario. Una paz se apoderó de mí y comprendí por primera vez en toda mi vida que no tenía la obligación natural de llevarme a la cama a cada hombre que me gustara. Que los hombres (infelices) tienen también derecho a la elección y Marcial estaba eligiendo.

Me separé relajada y segura. Le sonreí y dije:

- Ya me platicarás con más detalles sobre la militancia, presiento que tendremos toda la vida. Acabo de conocer a mi mejor camarada. Vamos por las pancartas para la manifestación de mañana.

Antes que volteara la cabeza y echara a andar, me sentí haber crecido unos veinte años y con las primeras estrellas de un espléndido cielo de mayo empecé a creer que la revolución era aún más importante de lo que pensaba, y que yo estaba inserta en ella y debía ser responsable.

En ese mismo instante mis compañeros anarcosindicalistas corrieron hacia nosotros y sin sospechar lo trascendente de aquella reunión bilateral me reclaman en gritos. Hacía mucho que querían trabajar juntos de manera formal.

- Ophelie al fin te encontramos. Están reunidos los compañeros y quieren hablar contigo.... Ya les dije que tú no entrabas a ninguna organización...

Le interrumpí mirando al hombre que había deseado hasta el dolor y por el cual en ese momento no me quedaba ni un rastro de progesterona disponible, tan sólo una feliz y profunda amistad. Toda sequicita, con el pecho amplio de compañerismo y agradecimiento hacia Marcial, le comunico a mis compañeros:

- No estés tan seguro, vamos que ya desde hoy trabajaré con ustedes. Mañana me visto de rojo y negro.

Marcial sonrió y mientras corría con mis nuevos camaradas viré la cabeza, dejaba atrás mucho más que un simple rechazo.... Marcial me había aceptado al fin.
.
En ese instante mis pasos se alargaron y la fuerza del conocido ventilador azotó mi cabello, se llevó mi voz y la de mis nuevos camaradas.... Marcial ya no existía en la distancia y los relámpagos me hicieron cerrar los ojos, cuando los volví a abrir.... Sentí volando sobre mi cabeza artefactos de hierro y disparando con ráfagas por todas partes… De nuevo escuché la palabra OFELIA y un insulto cariñoso en otro idioma que no era francés y unos imbéciles hablando en un tercer idioma, ¡los gringos!

¿Desde cuándo había empezado a odiarlos? ¡Chucha madre!

Poco a poco fueron pasando la historia aquella teórica de la organización política, y el cerebro y el corazón le cedió el mando al índice de mi mano que tan sólo quería disparar… ¿Y ése odio de donde venía?

Experta ya en mis ensoñaciones, le hice caso a los que tenía enfrente y me levanté hablando el mismo idioma rápido y entrecortado….

Por fortuna presentía que mis ojos seguían virados.

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