viernes, octubre 29, 2010

La llegada a América: mujer y ambiente / La Ventana

La llegada a América: mujer y ambiente
Enviado el Martes, 26 de Octubre del 2010 (14:45:40)
Un examen de algunos textos del siglo XIX desde la perspectiva de cómo se percibe el ambiente que fue “América”, bien como forastero (por primera vez), o bien como el regreso al hogar de un nativo

por Catharina Vallejo

Comienzo, necesariamente, con la definición de “ambiente”; el Diccionario de la Real Academia Española da como acepciones: «1) lo que rodea un cuerpo. 2) Aire o atmósfera. 3) Condiciones o circunstancias físicas, sociales, económicas, etc., de un lugar, de una colectividad o de una época». He enfocado este breve estudio desde el conjunto de las tres definiciones: las circunstancias físicas, lo que rodea un cuerpo —es decir, en una primera instancia: el ambiente natural.

Según lo explica Alfred North Whitehead en su estudio sobre el concepto de la naturaleza, ese ambiente se percibe a través de los sentidos, y para concientizar los sentidos, la percepción se constituye en evento, en el que la persona se posiciona. Desde los tiempos de la filosofía griega, a ese “ambiente”, a la naturaleza, se le ha adscrito cualidades metafísicas o simbólicas que han quedado sin cuestionar; y en tal función se la ha visto como femenina; ocurre con frecuencia una “generización” que muchas veces se opera en conjunto con “nación” o/y “patria” —tierra a la que hay que conquistar y luego deber lealtad.

Los textos que testimonian la América desde el principio le otorgan feminidad simbólica. Un ejemplo de mediados siglo XIX (1847), es el conocido poema épico/patriótico del argentino José Mármol titulado “Cantos del peregrino”. Sin duda muchos de ustedes recuerdan otros textos similares. En estos domina la conceptualización del ambiente natural, la carga cerebral, metafísica y espiritual otorgada desde la cultura, de potencia limitada y predeterminada por prescrita, y comunicables solo a través de los pensamientos articulados en palabras.

En este trabajo he querido examinar algunos textos del siglo XIX desde la perspectiva de cómo se percibe el ambiente (ambiente natural) que fue “América” —a través de los sentidos, circunscrita por las limitaciones “naturales”, es decir físicas, del cuerpo humano, y cómo se expresa esa percepción, en textos, es decir a través de la cultura, textos escritos desde el punto de vista de un viajero que llega a sus costas— bien como forastero (por primera vez), o bien como el regreso al hogar de un nativo.

Dados los múltiples puntos posibles (puntos geográficos, de perspectiva y temporales), he debido limitarme y seleccioné la costa caribeña de Colombia, los puertos y la región circundante. Son numerosos los textos que existen de viajeros, artistas, poetas, exploradores que se aventuraron en la región de Cartagena o Santa Marta, subiendo —o bajando— el río Magdalena. El maravilloso sitio de la Biblioteca Luis Ángel Arango en la red tiene listas de viajeros y sus textos, por ejemplo Alejandro de Humboldt, y un conde francés, Gaspard Théodore de Mollien, un poco más tarde —ambos textos científicos que establecen espacios, lugares de percepción y de subjetividad que me interesan clarificar/ establecer en este trabajo.

¿Qué ven? ¿Desde qué posición? ¿Qué sienten al llegar? ¿Qué opinan sobre ese ambiente tan imponente que es la costa de América?

El primer relato del siglo XIX es el de Alejandro de Humboldt. En ese viaje de 1800, cuya narración ocupa un capítulo en los cinco volúmenes de su Narrativa personal de los Viajes a las regiones equinocciales de América…, se dirige Humboldt a Cartagena desde La Habana. Su relato, dominado por un ambiente natural violento, abundante, exótico y prolífero, se presenta como singularmente desierto de género como expresión explícita: no hay tierra fértil, pocas flores, aunque sí listas de plantas y árboles con sus nombres científicos. Aparte de la tripulación de su barco, los únicos hombres son zambos o esclavos cimarrones.

Llama la atención, sin embargo, que en dos breves momentos aparecen las mujeres, aunque sea como referencia indirecta: una anécdota citada de Pedro Cieza de León, quien admiraba a las mujeres de la región, pero que consideraba que estas tenían demasiado trato con el diablo; y otra anécdota sobre una mujer que supuestamente maniató a su marido y lo tiró en una plantación de cacto —acción clasificada como una inmoralidad, perversa y diabólica.

La posición de Humboldt se expresa, podría decirse, como “sujeto” del ambiente, es decir, de dominio sobre el mismo; hay pocos verbos de percepción física o de sentido corporal; abundan verbos de observación, de conocimiento, de opinión, de decisión sobre los significados de los fenómenos del ambiente, que se expresan en la primera persona del singular: «yo observé», «opino», «sé», «deduzco», «decidí que»… En todo se nota el explorador, el primer viajero, el primer civilizado (científico) en un ambiente explícitamente conceptualizado como ‘salvaje’ —aunque no generizado femenino…

A Humboldt también le advierten algunos zambos que no se adentre en la selva, por el peligro que presenta la presencia de serpientes muy grandes —animal bíblicamente asociado con la mujer— peligro que él descarta por considerarlo cuento vengativo por parte de los zambos.

Entre 1822 y 23, el conde francés Gaspard Théodore de Mollien viajó por la misma región, y llegó a la Nueva Granada por la misma costa. Es sumamente interesante notar que su texto, aun traducido al inglés, sí lleva rasgos genéricos muy claros en sus referencias al ambiente natural: los valles son femeninos, se adornan con todas las gracias imaginables, los vientos del desierto —masculinos— se purifican en las montañas y de ahí dominan los valles, mientras de las faldas —femeninas, pues— de las montañas fluyen los riachuelos que «masculinamente fertilizarán los valles».

La tierra, concluye el conde de Mollien, produce cosecha abundante, su “seno” contiene riquezas inmensas. También este viajero se considera ser —o declara que el viajero puede imaginarse como— el primer ser humano en pisar ese ambiente. La soledad profunda, los bosques impenetrables, las montañas inaccesibles, la naturaleza animal solitaria —todo, en breve, tan “salvaje” como cuando llegaron allí los españoles— descartando cual(es)quier(a) otro(s) habitante(s).

También es interesante notar que ambos viajeros —Humboldt y Mollien— experimentan dificultades para llegar a la costa de Cartagena; sufren un ambiente repleto de vientos, ráfagas de lluvia fuertes, mar bravo, y peligros de naufragar bajo capitanes pocos aventureros. Humboldt describe en detalle los varios momentos de aterrizar en diferentes puntos, cuyas condiciones él analiza científicamente, y los presenta como eventos que provocan miedo, todos llenos de peligros necesitados de conquista por el hombre.

La “generización” femenina del ambiente natural de esta región se intensifica en la época romántica —fenómeno bastante estudiado—. De esa época hay varias muestras, tanto creativas como históricas.

Trataré el ambiente natural en la novela de Jorge Isaacs, María —publicada en 1867— en dos momentos, los que ambos cuentan la llegada del personaje principal —Efraín— al valle del Cauca. En las primeras páginas de la novela, el narrador ficcional no sólo llama “virgen” a la naturaleza, también le atribuye la capacidad de provocar placer y acomodar hospitalariamente a un extranjero/ viajero/ huésped: «al estrecharme [su madre] en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo» (6).

Luego, al internarse en la montaña, Efraín, dice, «la hallé [a la montaña] fresca y temblorosa bajo las caricias de las últimas auras de la noche» (13) —en “sensualización” evidente de la naturaleza ambiente—. Aquí también Efraín ofrece listas de plantas, aunque en esta novela, al no presentar los nombres científicos sino los comunes, el vocabulario se humaniza y de nuevo se sensualiza: «un lecho de peñascos afelpados de musgos, orlados en la ribera por iracales, […] plumajes sedosos y semilleros de color de púrpura […] un cedro corpulento, […] floridas parásitas, […] campanillas azules y tornasoladas […]. Una vegetación exuberante y altiva…» (14).

Esta caminata por el ambiente natural por parte de Efraín no simplemente le hace pensar en María; se convierten en la voz y la persona de la muchacha:
    Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, sus flores, sus aves y sus aguas, ¿por qué me hablaban de ella? ¿Qué había allí de María? En las sombras húmedas, en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río… Era que veía el Edén, pero faltaba ella; era que no podía dejar de amarla […]. Y aspiraba el perfume del ramo de azucenas silvestres… (15).
Pues ya se estableció la identidad entre María y naturaleza, mujer y ambiente natural, identidad que se continuará afirmando a lo largo del relato.

Así, al final de la novela, de nuevo se establece la identidad de la serie mujer-elementos naturales-América-patria. Durante su estancia en Londres, en una carta que le envía María, Efraín recibe pétalos secados de una rosa: «¡Rosales del huerto de mis amores! … ¡Montañas americanas, montañas mías!…» (131).

Como bien sabemos, Isaacs le hace regresar a Efraín en un intento de ver a María antes de que la muerte le alcance a esta. Llega él a la costa colombiana en un mar tranquilo, pero es el viaje en piragua por el río e internado en la selva en camino al valle del Cauca, donde de nuevo se salvajiza, se feminiza, se sensualiza y se exotiza el ambiente: «De allí para adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura… palmeras, […] de flexible tallo e inquieto plumaje, por un no sé qué de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos […]. La navegación iba haciéndose cada vez más penosa» (138).

Recordando a Humboldt, su serpiente y la relación de esta con la mujer, notamos que el guía que lleva a Efraín por el río le enseña una serpiente enorme «gruesa como brazo fornido» (139), de cuya fiereza y poder les informa una «negra joven» (140) que viajará con ellos en la piragua. Se hace muy claro una demonización de lo femenino.

Hasta aquí, como ocurre en muchos casos, hemos visto —porque es lo que hay— textos escritos por hombres —fácticos y ficticios— haciendo de la percepción sensorial del ambiente por parte del hombre una conceptualización simbólica generizada. Frente a aquel dominio masculino del lenguaje, de la percepción, del conocimiento y sentimiento, de la simbolización del ambiente natural, ¿qué puede hacer la/una mujer?

Para comenzar esa reflexión, volvemos a lo ficcional —una novela escrita por Soledad Acosta de Samper titulada Una holandesa en América, publicada en 1876, tan solo nueve años después de María y cuya acción tiene lugar a mediados del siglo XIX. Trataré específicamente la llegada de Lucía, esa “holandesa” a América, a la misma costa, en un episodio narrado desde el “yo” también ficcionalizado de un “diario” que mantiene este personaje en la novela; de nuevo, pues, una voz de sujeto ficcional.

La primera vislumbre que tiene Lucía de la costa americana es Martinica —y pensemos en Colón y su primera llegada a tierras americanas en las islas cercanas—. Desde la distancia del barco hacia la costa de esta isla, su pensamiento sigue el tradicional: de América como madre, patria, interlocutora del diálogo: «—¡América, América —pensé— yo te saludo! Tú serás mi patria y en ti fundo todas las esperanzas de mi vida; sobre tu maternal regazo han nacido todos mis hermanos, y en tus entrañas encierras la tumba de mi madre; te saludo, ¡oh América! Y te amo…» (103).

Pocas páginas después, es un señor pasajero que le recuerda —o le inculca— un lazo temporal y genérico (masculino) entre el puerto de Santa Marta y la conquista española, al mencionar que entre ese momento y la llegada de la holandesa mediaban exactamente 300 años (106). La holandesa, sin embargo, al acercarse a la costa colombiana y ver la Sierra Nevada de Santa Marta que se destaca sobre las nubes, ver las casas sobre las faldas de los cerros,
    magníficas arboledas de mangos, guayabos, altas y enhiestas palmeras, frondosos platanares y veinte clases de árboles frutales más…, dirige su diálogo no ya a la naturaleza misma, sino a los co-viajeros: “No cesaba de pedir explicaciones acerca de cuanto veía, pues todo era para mí nuevo, sonriente, encantador y aún más bello de cuanto había leído y soñado”. (103).
Se comienza aquí a ver lo que Alfred Whitehead teoriza sobre la naturaleza: esta es lo que observamos y percibimos a través de los sentidos (3); aquí la percepción del ambiente se presenta casi como un regreso al inicio, antes de la mitologización, a flor de cuerpo, por así decir. Lucía expresa esa percepción sensorial y llega a “naturales” consecuencias sentidas:
    ¡Oh tierra privilegiada! ¡Cuánto se debe de amar en esta atmósfera que convida a vivir, a gozar y a ser dichoso! Pero al mismo tiempo, en medio de una naturaleza eternamente bella y fresca, la idea de llegar a la vejez y de perder los sentidos, que hacen gozar tanto con los objetos que se ofrecen a la vista, al olfato y al oído, debe de ser mucho más penosa que en otros países, donde el pensamiento de la decadencia y de la muerte se presenta cada año con la llegada del invierno que lo marchita todo y hace caer las hojas de los árboles y secar las hierbas de los prados (105).
Se presenta la realidad de América como presencia ante los cinco sentidos, y al mismo tiempo como trayecto temporal lineal, mientras en “otros países” —europeos, se supone— se presenta en un tiempo cíclico que prepara a los seres humanos para la decadencia inevitable. Es notable en este pasaje la intrusión del elemento temporal del ambiente como existencia vital, y en tanto “América”.

Para la llegada de Lucía a la tierra firme de América desde el mar, también ella, como Humboldt y Théodore, tiene que aguantar una breve tormenta en el mar, pero su reacción es distinta a la de los exploradores (masculinos) anteriores:
    Deseosa de presenciar un espectáculo que tantas veces había oído describir y que frecuentemente veía desde tierra en Holanda, y considerando al mar más como a un amigo que como enemigo, al empezar la borrasca no quise buscar el abrigo del camarote, sino que permanecí sobre cubierta en unión de Mercedes, la cual se entusiasmaba siempre delante del peligro, y escuchaba… el bramar de las olas y la imponente música del viento entre las cuerdas y palos desnudos del azotado navío. Apoyadas contra el palo mayor y abrazadas para no caernos, nos pusimos a contemplar la lucha de la débil embarcación (107).
Mientras aún siguen impresionando las sensaciones físicas —oyen, tambalean y ven— a su conclusión se añade una dimensión espiritual a la percepción del paisaje, no genérica ni temporal sino una oposición entre la realidad y lo poético: «A su regreso, Lucía no tuvo ya ocasión de admirar el paisaje que tan poético le había parecido esa mañana, porque el sofocante calor y los mosquitos que se arrojaron sobre ellos, no le dieron un momento de tregua…» (114).

La misma autora de la novela, Soledad Acosta de Samper, en un viaje que hizo a la Suiza a mediados del siglo XIX, y cuyo relato publicó en los periódicos de Bogotá en los mismos años en los que publicó a novela, subraya numerosas veces esa relación, oponiendo lo poético no solo a la realidad, sino a lo civilizado: semejante a Lucía en Santa Marta, contempla Acosta a Ginebra en una barca desde la mitad del lago; encuentra la vista desde allí —lejos, panorámica: «bellísima», pero, sigue diciendo, «se oía a lo lejos la voz de la civilización, quitando así mucho de su poesía a la admirable escena…» (#25, oct 1, 1879 pág. 112)— y repite varias veces esta comparación.

Así lo que llega a dominar en Suiza es la civilización, no el ambiente natural; ya el hombre lo ha domado completamente. En Lucerna Acosta presenta otra experiencia similar a la de Lucía en América: se embarcan al lago, donde
    se levantan… tempestades repentinas que sacuden sus olas espumosas remedando un pequeño mar embravecido. Una corta borrasca nos acometió en medio del lago, y el barquito subía y bajaba entre sus blancas olas, balanceándonos como un leve madero…; esta escena nos encantó sin darnos cuidado, pues íbamos costeando sin el menor peligro (212).
Precisamente, es notable cómo en este relato del viaje por Suiza para conocer y admirar su naturaleza —relato de un viaje hecho en la realidad, como el de Humboldt— dominan las obras hechas por el hombre; la civilización está aún en las montañas de difícil acceso: se había hecho «una excavación. . . en las entrañas de la montaña para facilitar el camino…» (136); casi todos los trayectos los pasan en transporte “facilitado”: mulas ensilladas, diligencia, barco, tren, «cómoda berlina» (212). Cuando caminan, se sienten como «peregrinos, apoyados en nuestros bastones… o como pastores de Arcadia…» (256).

El viaje por esas tierras es civilizado, una gira programada según el tiempo disponible, y «el viajero, como el judío errante, tiene que seguir su marcha sin descanso, si no quiere destruir todos sus cálculos de viaje» (257).

Aquí de nuevo es notable cómo Acosta relaciona el espectáculo de una catarata con el tiempo: «El mugiente torbellino que sin cesar se precipita, cae, brama y huye sin detenerse nunca, sin apocarse jamás, ni suspender un segundo su curso desordenado. Es la imagen del tiempo que nunca podremos recobrar si lo gastamos sin fruto» (258-259). Así también, la memoria de su propio país —la «querida patria» (135)— no le llega a través de los sentidos del ambiente, sino como un momento de tiempo cuando señala el día de la patria en Colombia (julio 20).

En este recorrido selectivo y somero que acabo de hacer se han visto ciertas diferencias entre la perspectiva masculina —el científico de principios del siglo XIX y el escritor romántico— y la femenina —un personaje en una novela fuera del romanticismo, y en un viaje de descubrimiento de una escritora. A través de esta, vemos un “retorno” a la percepción del ambiente dominada por los sentidos, pero asimismo presenta un viraje hacia una conciencia temporal de ese ambiente —espacio— natural. En Acosta de Samper la naturaleza sigue siendo un ambiente no simbolizado en la mujer, en efecto, un ambiente sin género, pero sí, como imagen de la modernidad, en un conjunto temporal y no poético.

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Obras citadas

Acosta de Samper, Soledad. Una holandesa en América. [1876] La Habana/Bogotá: Casa de las Américas/Eds Uniandes, 2007.

Acosta de Samper, Soledad. “Recuerdos de Suiza”. La mujer. Bogotá. Tomo III, oct.187 – Abril 1880.

Isaacs, Jorge. María. [1867] México: Porrúa, 1988.

Mármol, José. Cantos del peregrino. [1844] Buenos Aires: Eds Estrada.

North Whitehead, Alfred. The Concept of Nature [1920]. Amherst NY: Prometheus Books, 2004.

Théodore, Gaspard, Travels in the Republic of Colombia: in the years 1822 and 1823 [1824].

Von Humboldt, Alexander. Viaje a las regions equinocciales del Nuevo continente… 1799-1804. Caracas: Es. Técnica industrial… 1941-1942. 5 vols.

Con este artículo continuamos una nueva temporada de reflexiones, esta vez sobre el tema de género y medio ambiente, con trabajos presentados en la edición 2010 del Coloquio Internacional Mujeres y ambiente en la historia y la cultura latinoamericanas y caribeñas, organizado, como cada año, por el Programa de Estudios de la Mujer en la Casa de las Américas.

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