domingo, diciembre 13, 2009

Carlos Emilio, el guitarrista de Irakere



13 Diciembre 2009

Carlos Emilio Morales (izquierda), Jorge Reyes y Chucho Valdés (derecha), integrantes de Irakere, en la Casa del Jazz. (Foto: Archivo)

Para algunos, sería suficiente decir Carlos Emilio, el guitarrista; para otros, bastaría con mencionar su nombre, sonoro como cualquiera de las secuencias que él imagina y lanza desde su guitarra dándonos la buena nueva acerca de las bondades que promete un tema a partir de su introducción, o bien despidiéndolo con cariño para que vuelva siempre a la memoria desde la coda, larga o breve, que el compositor o el arreglista saben bien que estarán, literalmente, en buenas manos cuando este pasaje tan definitorio se haya confiado a la guitarra o, mejor dicho, a su guitarra.

Hablamos de Carlos Emilio, el músico a quien -todavía veinteañero- le fueron asignados importantísimos solos en los arreglos del inmenso Armando Romeu para la Orquesta de Música Moderna, asumidos por él con un alto nivel de improvisación y maestría en la ejecución. Algunos de ellos -para la buena suerte de nuestra historia musical- se grabaron en vivo durante el concierto que ofreciera dicha agrupación en ocasión de su debut, que tuvo lugar en el Teatro Amadeo Roldán, en 1967. Un buen ejemplo puede resultar Pastilla de menta, uno de los temas de mayor incidencia en la popularidad que alcanzara la mencionada orquesta.

Único en su papel solista e imprescindible como músico de atril sobre cuya ejecución descansa buena parte de la estabilidad y firmeza requeridas en el trabajo de conjunto, Carlos Emilio Morales ha descrito una trayectoria que lo define como alguien acerca de quien podría editarse un libro lleno de testimonios aleccionadores y sabrosas anécdotas, en cuyas páginas quedaría muy claro hasta qué punto un artista totalmente ajeno al delirio de protagonismo, es capaz de poner de acuerdo a los más diversos gustos, criterios y posiciones, para verse considerado como dueño de un absoluto e incuestionable primer plano entre los grandes músicos cubanos del siglo XX.

Acerca de su hermosa y fecunda coincidencia con Chucho Valdés desde los primeros tiempos, podría hablarse largo y tendido. Según me cuenta Carlos, la primera vez que trabajaron juntos fue a comienzos de la década de los sesenta en la orquesta del Teatro Musical de La Habana. De aquellos tiempos en que Chucho, con el concurso de algunos músicos afines decide formar su primer grupo, datan las grabaciones que por iniciativa del compositor Giraldo Piloto, entonces al frente de una modesta productora discográfica orientada hacia el mercado exterior, estuvieron dedicadas a mostrar el arte de un joven cantante y percusionista: Amado Borcelá (Guapachá). El video que podemos apreciar aquí, tiene que ver con el trabajo recogido en ese disco y es un fragmento del material documental que la inolvidable cineasta Sara Gómez titulara Y tenemos sabor. En él -único testimonio en imágenes y sonido que nos ha quedado de Guapachá, debido a su fallecimiento súbito, ocurrido pocos días después de la filmación-el cantante despliega su arte en diálogo con los excelentes músicos encabezados, desde el piano, por Chucho, su director, con Carlos Emilio en la guitarra, Orlando López (Cachaíto) en el contrabajo, Vento en la flauta, Manolo Cala en el bongó y -según me afirma el propio Carlos- Roberto Concepción en la batería, todos procedentes de la mencionada orquesta del Musical. Acerca de las excelencias de esta muestra, prefiero no anticipar noticia alguna que pueda restar una pizca de asombro a quien haga su entrada, desde aquí, a ese breve episodio anticipador de lo que, a partir de 1973, comenzaríamos a conocer y admirar como Irakere.

Siempre amigo, siempre fiel al pensamiento de Chucho, el nombre y la historia de Carlos Emilio se han mantenido estrechamente asociados al nombre y a la historia de ese grupo, longevo como pocos y dueño de un sello sobradamente reconocido a escala nacional e internacional, en la medida en que alcanzó a ver convertidos en realidad los ideales de algunos músicos jóvenes que a finales de los cincuenta, desde el Club cubano de jazz, soñaban con un “jazz cubano”. El tema que aparece aquí como ejemplo del arte de Carlos Emilio en función de Irakere, forma parte de un disco titulado Tierra en trance, que reúne varias obras de la autoría de Chucho Valdés. Hallamos en él un muestrario de las exploraciones en que se aventuraba el compositor a partir del excelente elenco de instrumentistas que, con tan buen juicio, había sabido seleccionar, así como un anticipo de todo lo que, tanto él como la agrupación, irradiarían en todas direcciones, siempre a partir de la noción de un arte musical donde lo cubano es, a un tiempo, atmósfera y esencia.

Palia, la obra que figura en el corte número dos del disco, puede calificarse como un retrato en vivo del músico a quien nos estamos acercando este domingo. La guitarra, a partir de todas sus posibilidades, se convierte en la columna vertebral del tema, desde el impresionante comienzo hasta la coda. Prácticamente a lo largo de todo el discurso musical, el formato de teclado, bajo y percusión, sirven como base a las ocurrencias del guitarrista que se suceden, desde una primera atmósfera de quietud, creciendo hacia el logradísimo y nunca aparatoso clímax, para luego dejarse arropar por los instrumentos de viento en un momento de sabiduría orquestal donde se reafirma la maestría de un Chucho que nunca fue principiante y de un Carlos Emilio que, en eso -no cabe duda- más que pisarle los talones o seguirle los pasos, decidió caminar siempre a su lado.

En una ocasión le pedí que me regalara alguna fórmula para mejorar mi ejecución en la guitarra. Su respuesta fue: -”tienes que conocer absolutamente todos los sonidos que pueden originarse a lo largo del brazo, al extremo de que, cada vez que te venga a la mente un pasaje musical, vayas, con los ojos cerrados, al sitio exacto donde los dedos de tu mano izquierda conseguirán encontrarlo y hacerlo sonar”-. Sí, pero ¿cómo puede alguien llegar a ese grado de dominio?-le pregunté-. Su respuesta dejó bien claros los trazos de un retrato en vivo: -”Bueno, es que yo, desde que me levanto, agarro el atril, pongo la guitarra en el medio de la sala y, cada vez que ando cerca, le paso la mano!” Eso lo explica todo, a partir del instante en que tratamos de aproximarnos a su arte, prestando atención o -como dice el dicho- poniendo oído a Palia: un momento estelar en la historia musical cubana del siglo XX.

Agradecimientos a la coleccionista Rosa Marquetti por haber gestionado y facilitado para esta columna, acceso e información relacionados con los documentos audiovisuales que en ella aparecen. Aplausos y felicitaciones para el músico modesto, callado y ocurrente, cuyo legado ocupa el centro de nuestra atención este domingo, como una manera de sumarnos a las congratulaciones que ha estado recibiendo por haberse decidido, hace poco, a cumplir los setenta.

Guapachá con el Quinteto de Chucho Valdés. Carlos Emilio en la guitarra (1967)

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