martes, junio 14, 2011

Preludio del narrador Carpentier


Mario Cremata • La Habana

“…Pero hay hombres sin estilo y hasta grandes escritores sin estilo:
es decir, autores de una obra considerable por el contenido,
pero sin inflexiones propias, sin acento personal (…)
Hay hombres que nacen con su estilo a cuestas”.

A.C

A poco más de 30 años de su desaparición física, la huella que dejara Alejo Carpentier Valmont (1904-1980) sigue cautivando, moviendo al cuestionamiento y a la reflexión a un no desdeñable número de investigadores alrededor del mundo.

Tal vez las claves de ese comportamiento haya que buscarlas —es pertinente decirlo sin cortapisas— más allá de la personalidad a ratos inquietante de este cubano que manejó con soltura y creatividad el idioma, para adentrarse en la intríngulis de una metodología de la escritura; para ser todavía más exactos, en un estilo.

Carpentier empezó a escribir temprano, con una norma muy castiza, todavía en el canon decimonónico, pero con un macroobjetivo bien definido: sacar al lector cubano del provincianismo. Es un extranjero aclimatado, bilingüe, con una cultura prodigiosa, que aún se encuentra sometido a algunos rezagos del esteticismo trasnochado que languidecía a nivel continental, lo cual se verifica en sus primeros trabajos, tildados por él en la madurez de “pecados”, porque respondían a una forma ya superada.

Entre abril de 1923 y enero de 1924 se tiene noticia de la publicación de unos siete trabajos firmados con el seudónimo de su madre (Lina Valmont) en la revista Chic, y de otros tres en el periódico El País (1922), anteriores al que hasta hace poco era reconocido como el primer artículo dado a conocer por Alejo. Y es que todo hace indicar que ambos, de común acuerdo, decidieron que esa era la vía más factible para poder cobrar el importe de cada crónica terminada, en espera de que el joven lograra posicionarse en el gremio y esquivara el sinnúmero de prejuicios y resquemores que seguramente despertara su precocidad intelectual.

Entonces la prensa se encontraba en una etapa de tránsito. Había todavía elementos del modernismo, el naturalismo, las tendencias europeas finiseculares que subsisten. En realidad, el XIX se prolonga en el mundo entero, y en Cuba, hasta la década del XX, justo cuando una nueva pléyade de intelectuales salía a la palestra pública, con aspiraciones de modernizar el ambiente gastado que asfixiaba a la todavía joven República. Aquella comunidad de verdaderos “sentipensantes” —si se asume el guiño de Eduardo Galeano—, se distinguió por un fuerte sentimiento y proyección nacionalistas, en una coyuntura donde la penetración ideológica, socioeconómica y cultural norteamericana se afianzaba y buscaba mecanismos de perfección.

Seguramente el conocimiento que el Carpentier de 17, 18 y 19 años había podido acumular su capacidad de estar informado de todo y de todos, o lo que es lo mismo, su aguzado olfato periodístico, unido a la astucia para calibrar especificidades y requerimientos de sus posibles receptores, le granjearon un lugar preferente en estos años de su “darse a conocer”.

Un principio inherente al ejercicio periodístico es la adecuación del mensaje, y por ello el autor debe cuidarse de caer en excesivas generalizaciones. Todo hace indicar que el adolescente adquirió también de forma autodidacta una temprana conciencia de las peculiaridades de uno y otro medio de prensa, y de sus respectivos públicos. Será una intuición que le facilitará multiplicar al unísono sus colaboraciones, y que incorporará como método a una vasta carrera periodística, como se verifica al revisar sus trabajos, y como testimonia desde París en las cartas a su madre —encargada de entregar puntualmente los trabajos en las distintas redacciones habaneras de periódicos o revistas— cuando inquiere sobre la eficacia comunicativa de sus escritos para Social y Carteles o asimila las sugerencias que en este sentido le formula Luis Gómez Wangüemert, jefe de redacción de esta última.

De tal suerte, al analizar comparativamente sus crónicas de El País con las destinadas a Chic, salta a la vista que las primeras, dirigidas a un público más provinciano, esto es, tradicional y apegado a lo nacional, se permitían, cual paradoja al tratarse de un órgano diario, la densidad y la impronta literaria que no tendrán, al menos de forma tan marcada, las que enviaba a un magazine como Chic, donde gozarán de entusiasta acogida esos aconteceres ligados a la vanguardia que estaba sentando cátedra en el Viejo Continente, abordados en un tono más light, más conciso…, en definitiva más periodístico, como lo reclamaba su público.

Al joven cronista no le interesa tanto construir sus colaboraciones lo más apegado posible a eso que se tiene como “imagen de la realidad”; en vez de eso opta por legar una mirada singular y atrayente que, si por momentos idealiza lo que pudiera tomarse como “verdad”, no deja de erigirse en espacio donde el sujeto-narrador interpreta y dibuja el mundo social.

El despojo de todo lo redundante, el equilibrio en el empleo de figuras retóricas o la adjetivación precisa, no se logran si no con la constancia y la madurez. Sin embargo, debe apuntarse como un acierto notable el que ya en esta prosa temprana, que llega tamizada por el tiempo, se respire esa lucha ejemplar del narrador contra todo lo que coadyuve a aniquilar sus potencialidades comunicativas.

La crónica periodística, no tanto por los arrojos temáticos ni la amenidad o armonía de la composición, sino por el propio soporte para el que fue concebida (revistas, periódicos), supuso, más que una gratificación económica para muchos noveles escritores, un reconocimiento social, y le aportó un cariz más democrático, masivo e inclusivo a dicha producción escritural.

Transcurrido casi un siglo de que Alejo Carpentier y otros intelectuales bisoños emprendieran con verdadera fruición la tarea de sacar a Cuba del aislamiento, se percibe la certeza de un salto, y de un salto productivo. De la afición por este género entre familias enteras de las clases medias o menos favorecidas, y de la función informativa, de orientación y de deleite que en buena medida cumplió, se cuenta con más de un testimonio. Y la eficacia comunicativa no admite serios cuestionamientos si se advierte que se trata de materiales imperecederos, cuya lectura depara no escasas sorpresas al público de hoy.

En este caudal cronístico inicial subyace el ojo crítico de quien no fallará en deslindar lo efímero de lo valedero, lo superfluo de lo imperecedero. Un hombre comprometido con su época, apasionado por su ciudad, un transgresor deslumbrado por el arte legítimo y los frutos de la vanguardia europea, un iconoclasta que otea y sucumbe ante lo autóctono.

Osado, trepidante, con un conocimiento atípico para su edad y una elocuencia también poco común, y, como se subrayó, con la temprana conciencia de superar los tiempos abolidos, se revela el jovencito que, partiendo de un sentido universalista de la cultura, no desdeñará la preterida renovación nacional.

Su modo de actuar será la voluntad de servicio a través de la prensa, y su modesta contribución, aún en una etapa formativa como intelectual, serán estas páginas, donde si bien no ha cristalizado lo que ha de llamarse su estilo una voz definida como espejo de culturas, no dejan de advertirse, junto a la desmesura de todo iniciado, algunos atisbos destacables: la autonomía creadora, la cubanía absoluta, el audaz enfoque personal, las riquezas de su metaforismo, la sutil ironía, los golpes de audacia comunicativa… vale decir, la fulgurante carrera periodística que precede y complementa al escritor en ciernes, aunque el lenguaje periodístico diferirá, en lo esencial, del lenguaje literario.

Este texto ha sido elaborado especialmente para La Jiribilla, con información de la recién defendida Tesis de Licenciatura en Periodismo del autor, en la Universidad de La Habana, titulada Arpegios de un “pecador”. El estudio, enfocado hacia el análisis del estilo narrativo-periodístico de Alejo Carpentier (1922-1924), propuso una mirada inédita a su primera producción escritural, a partir de la compilación y examen de las crónicas firmadas con el seudónimo de Lina Valmont en el periódico El País y la revista Chic, desplazando el análisis hacia los contextos, las mediaciones y el perfil de las publicaciones, cual universo profuso, complejo y totalmente inexplorado tanto por biógrafos, como estudiosos del novelista cubano más universal.

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