Entre el erotismo y la inocencia, el gran poeta mexicano logró construir un estilo único y conmovedor. Murió hace 10 años.
Rubén Darío Buitrón
EL COMERCIO
Alguien decía que leer los poemas de Jaime Sabines es un acto que justifica la existencia.
Rubén Darío Buitrón
EL COMERCIO
Alguien decía que leer los poemas de Jaime Sabines es un acto que justifica la existencia.
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor.
Los amorosos viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte.
Esperan, no esperan nada, pero esperan. Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos (...).
Los amorosos son locos, solo locos, sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas. Se ríen de las gentes que lo saben todo, de las que aman a perpetuidad, verídicamente, de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor (...).
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas, a arroyos de agua tierna y a cocinas. Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor.
Los amorosos viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte.
Esperan, no esperan nada, pero esperan. Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos (...).
Los amorosos son locos, solo locos, sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas. Se ríen de las gentes que lo saben todo, de las que aman a perpetuidad, verídicamente, de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor (...).
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas, a arroyos de agua tierna y a cocinas. Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
Y tuvo razón. Porque Sabines nos acerca a lo distante, nos pone frente al espejo para hablarnos de lo que muchas veces evadimos: el amor simple, el amor que se construye y destruye por fuera de nuestra voluntad y nuestras decisiones.
Porque Sabines, mejor dicho, los poemas de Sabines, están ahí, diciéndonos cosas, estremeciéndonos, conmoviéndonos, sacudiendo nuestros mitos, nuestros tabúes, nuestras creencias, nuestros prejuicios, nuestros miedos, nuestras maneras de no dar la cara a los terribles desafíos que implica el hecho de enamorarse y, más terrible aún, el hecho de desenamorarse.
Jaime Sabines parece haberlo dicho todo sobre el amor y, sin embargo, confesaba que siempre sintió que en su búsqueda de las palabras y los conceptos exactos a él también se le escurrieron entre los dedos el amor tangible, el amor tocable, el amor que muchas veces no pudo nombrar:
“Digo que no puede decirse el amor./El amor se come como un pan,/ se muerde como un labio,/ se bebe como un manantial”.
Llamarlo el ‘poeta del amor’, o algo así, sería poco para Jaime Sabines. Sería trillado. Un lugar común. Porque Sabines no solo es amor de pareja sino amor de la existencia, de Dios, la soledad, el vacío, el miedo, la vejez, el dolor, la enfermedad, la muerte como epílogo de algo más grande que la muerte:
“Me dueles./Mansamente, insoportablemente, me dueles./ Toma mi cabeza, córtame el cuello./Nada queda de mí después de este amor”.
El recientemente desaparecido Mario Benedetti, poeta uruguayo, decía que a Sabines no le calza ningún adjetivo cuando se intenta definirlo como poeta. Porque, según Benedetti, la esencia de los textos de Sabines está en su capacidad de ser él mismo, de abrir su intimidad, de exhibir sin falso pudor sus contradicciones: “Si pudieras escarbar en mi pecho, y escarbar en mi alma, y escarbar por debajo de las tumbas, no encontrarías nada. Es solo el tiempo el que pone algo en las manos, una fruta, una piedra, algodones o vidrios”.
Hace una década, un cáncer lo mató. Tenía 72 años. Pero eso de “mató” es un decir. Cómo va a estar muerto alguien cuya palabra permanece en sus nueve libros, en sus cientos de poemas, en su inigualable manera de amar desde la palabra: “Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua./ Tiene los pechos dulces, y de un lugar/ a otro de su cuerpo hay una gran distancia:/ de pezón a pezón cien labios y una hora...”.
Sabines descifró el amor. Y, al descifrarlo, nos dejó como legado la paradoja de repensar nuevas formas de decir amor.
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