Alejo Carpentier, el primer Cervantes cubano:
el conversador y el novelista
Marta Rojas • La Habana
Tuve el privilegio de conocerlo y me pregunto quién fue más sugerente si el novelista, el escritor en su acepción más amplia, o el conversador: se trata, desde luego, de Alejo Carpentier, el Primer Premio Miguel de Cervantes que obtuvo un cubano, en 1978, luego del poeta español Jorge Guillén. Nuestro Primer Cervantes este año, celebra su 103 cumpleaños porque es de las personas que no mueren.
Llegué a la figura de este escritor cubano universal cuando, recién graduada de periodista, tuve el privilegio de que alguien que lo había conocido a finales de los años veinte del siglo XX, puso en mis manos la novela de Alejo El reino de este mundo, en su primera edición (les muestro aquel volumen que conservo) Una edición rústica publicada en México y costeada por el mismo autor. Quien me la dio me dijo «Yo lo conozco a él; y es más, le entregué un documento que quemaba las manos, el Manifiesto del Grupo Minorista, trabaja como periodista». Mi interlocutor era mi jefe en la Sección en Cuba de la Revista Bohemia, recién estrenada yo como reportera, les decía. Ocurría en1954, el nombre de él, Enriquito de la Osa. Quien acotó, sobre El Reino de este mundo": Es la mejor novela que se ha publicado en español en muchos años". No me dijo en Cuba, o por un cubano, sino en español. Décadas después su autor recibiría el Premio Cervantes por su obra literaria excepcional en lengua española.
En un momento más este hombre me ofreció varias informaciones. Por ejemplo, que Alejo Carpentier, además de periodista era musicólogo y, en conexión con ese Grupo Minorista que abogada por una cultura nacional, se trataba de un escritor comprometido con las causas más justas, pues el Grupo Minorista se había fundado en una época de sanguinaria tiranía en Cuba, conocida como «el machadato». Obviamente yo leí El reino de este mundo.
En primer lugar tenía que hacerlo porque Enrique solía hablar con los periodistas noveles de la «Sección en Cuba» sobre los libros que nos entregaba o recomendaba. Era una especie de examen lo que llevaba a cabo en tertulias de cafés habaneros o algún bar de su preferencia, después del cierre de las páginas. Pero este deber lo cumplí tan rápidamente que releí el libro: tal vez sin percatarme de ello en toda su magnitud estaba ante una obra maestra. Pura intuición. Así tuve el primer conocimiento a distancia sobre Alejo Carpentier. No me imaginé que podía llegar a ser amiga suya y de Andrea Esteban de Carpentier (Lilia), su esposa, un personaje detrás del genio, pero de una cultura, autoridad y modestia inimaginables. Supe después de su origen burgués y de linaje, de su cubanía hasta el confín de su conciencia. Linaje social al que renunció por casarse con el entonces periodista Carpentier. Mi curiosidad, impenitente a veces, me haría buscar pistas sobre ella hasta llegar a saber que su bisabuelo había sido el Gobernador Político General de la provincia de Matanzas, Marqués de Esteban y que este había colocado la primera piedra del proyecto del teatro más importante de esa ciudad, y uno de los más famosos de la Cuba colonial. Este, en principio, se llamó por él Teatro Esteban, y luego Sauto en honor a quien terminó la obra.
No pasaría mucho tiempo, cuando al triunfar la Revolución Cubana, un día el propio Enrique me mandó a hacerle una entrevista a Carpentier quien acababa de llegar de Venezuela y estaba realizando proyectos culturales en La Habana, el primero impulsar una Festival del Libro e inmediatamente después colaborar, codo con codo con Haydée Santamaría, una heroína de la Revolución encabezada por Fidel, cuyo cumpleaños es el 29 de diciembre. Se trataba de echar a andar el Premio de la Casa de las Américas, institución que ella presidía. Entonces vi. muy de cerca a Carpentier, el autor de El Reino de este mundo. Lo observé gesticulando y conversando con una sonrisa entre irónica y candorosa, combinación rara. Luego lo vena de nuevo en la Editora Nacional. Le hice preguntas que me contestó con una naturalidad asombrosa, sin dejar de trabajar frente a su mesa. Entonces fumaba cigarrillos. Me recibió, o mejor, yo fui a su encuentro cuando me indicaron dónde estaba su escritorio y le pregunté sobre El Quijote que a sugerencia suya se publicaría, nada menos que en una edición millonaria, según indicó Fidel. Sus respuestas fueron concisas, apenas alcanzaban para una nota informativa de diez líneas pero me habló de Sancho Panza, de Dulcinea, de Don Quijote y del vizcaíno, de los famosos rebuznos y me paseó por la cueva de Montesinos, como si personajes y hechos fueran reales. "Todas las novelas escritas y por escribir, están ahí, solo hay que imaginarlas", algo así me dijo. Me hababa de los personajes como si lo conocieran, como si fueran sus contemporáneos.
En ese encuentro descubrí al conversador cabal. Luego de un buen rato de conversación -suya- me preguntó cómo estaba Enriquito y además, mi nombre. Todo ello sin ninguna afectación, ví que, mecánicamente o como recordatorio, apuntó los dos nombres en un papel y un «dile a Enriquito que lo voy a ver».
Siete años después volví a hablar con Carpentier y se selló una amistad privilegiada. Ocurrió en Hanoi en plena guerra de Viet Nam. Fue en 1966. El año anterior yo había permanecido mis primeros meses trabajando como corresponsal de guerra en el sur de Viet Nam, junto a los famosos viet cong, el ejército guerrillero del Frente Nacional de Liberación, triunfante en 1975. Coincidió la estadía mía en Hanoi con la visita de Alejo Carpentier a la República Democrática de Viet Nam, invitado por los escritores vietnamitas. Pero una visita a Viet Nam en guerra era vivir y sufrir la guerra era la misma cosa de manera que en las noches los corresponsales y otros visitantes solidarios nos reuníamos en el único hotel con condiciones para ello, llamado Reunificación, Thong Ñhan —en vietamita— construido por los anteriores ocupantes franceses.
Durante no menos de tres o hasta cuatro noches, en el vestíbulo del hotel, donde los que gustaban beber una copas sólo podían optar entre cerveza vietnamita clara o vodka, té o café, pues no había otras ofertas, acercaban sus asientos hacia donde estaba ese hombre alto de voz fuerte y gestos maravillosos que contaba sus experiencias en el paralelo que separaba artificialmente el Norte del Sur de Viet Nam, y sobre los horrores que había visto durante el día. Pero lo más interesante era que hablando de ello conectaba un suceso con otro que sucedía en Europa o en América, en la Guerra Civil Española, o había sucedido durante la Conquista del Nuevo Mundo, o en África, inclusive desde la Trata a Lumumba. Es de suponer que muy pronto él estableció una especie de complicidad conmigo —la otra cubana en el círculo— para llevar el tema, un día u otro, hacia donde quería y contar a los demás extranjeros cosas de América toda, y así llegó hasta José Martí, el primer latinoamericano, cubano por más señas, que desde Nueva York en el Siglo XIX escribió para los niños sobre el Reino de Annam y las tierras de los anamitas (vietnamitas) que visten pijamas de seda, comen pescado y arroz, y luchan y volverán a luchar hasta vencer, decía Martí.
Carpentier era tan perspicaz que comprendía de inmediato, entre su espontáneo auditorio, cuándo alguien quería saber con más exactitud alguna cosa o no la comprendía bien mediante el intérprete vietnamita. En ese caso él mismo se traducía al francés y algún otro periodista del francés al ruso u otro idioma.
Así transcurrieron varios días —él permaneció dos semanas en el Norte de Viet Nam— pero a veces tenía compromisos con los escritores, poetas o la Embajada de Cuba, y faltaba a esa apetecida tertulia, lo cual nos desalentaba a todos. El tiempo en el hotel se alargaba porque había que esperar condiciones especiales para emprender viaje de regreso con un mínimo de seguridad
Pero él también sabía escuchar y provocar para que otros hablaran.
A los rusos les hablaba de Rusia y de su madre rusa, y de la familia Valmont; a los franceses de todo lo que aprendió en París, de la evolución «extraordinaria» (palabra muy suya) de la radiodifusión; de pintores, músicos, museos o barrios de París. Yo no fui una excepción en sus pesquisas y en una ocasión estuve respondiéndole sus preguntas sobre el asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y el juicio celebrado a Fidel Castro y sus compañeros, proceso que había tenido la fortuna de presenciar. Pienso que, lógicamente, debió interesarle mucho pues me dijo que había leído el libro mío sobre el tema, pero quería saber más de aquellos días, y de paso me prometió hacerle un prólogo si hacían una nueva edición. Solo tenía que avisarle si la publicarías. En pocos años me vi premiada con su prólogo, para mí, realmente, el premio literario más grande que jamás imaginé recibir.
Después de esos días de Hanoi, entre cuyas conversaciones no podía faltar alguna sobre la comida asiática y especialmente la vietnamita, me llamaría "colega", seríamos colegas de tú a tú —salvando las diferencias de edades y enjundias— incluso en Estocolmo, a propósito de celebrarse la primera sesión del Tribunal Bertrand Russell contra los crímenes de guerra en Viet Nam. En ese foro mundial participamos gentes de varios países, incluso norteamericanos que habían sido prisioneros del FNL. y fue escuchada con avidez la voz de Alejo Carpentier. "No podía hacer otra cosa que reírme cuando me presentaba: "Aquí mi colega".
La narración de lo que vio en una escuela vietnamita bombardeada, por la forma en que la hizo, parecería un trozo de novela, o una magnífica crónica. Pero lo más insólito, al punto de avergonzarme fue el hecho de alabar mi declaración ante el Tribunal: "...cuando ambos aportamos nuestros testimonios acerca de las atrocidades cometidas por las tropas norteamericanas en la Guerra de Viet Nam, pude apreciar la elocuente concisión del discurso pronunciado por mi colega". Le protesté y como los periodistas tenemos ardides hice publicar un trozo del texto que él improvisó, y este fue llevado a las Memorias del Tribunal.
Decía en su antológica pieza oratoria, basada en el bombardeo a la escuela vietnamita: «A la hora citada, los alumnos se encontraban en la clase de geografía. Hubo una primera pasada de aviones norteamericanos... Los niños descendieron a un refugio subterráneo bastante elemental, evidentemente, pero ¿qué hacer más que abrir galerías de topo en una tierra húmeda cuando esto constituye la única defensa posible? Las bombas comenzaron a caer. Caían exactamente sobre el refugio y los que allí se encontraban. Treinta y tres niños perecieron enterrados. Algunos fueron hallados estrechando en sus brazos a sus compañeros de estudios. Se halló la camisa de uno de ellos colgada de un árbol. El suelo estaba sembrado de libros manchados de sangre... Lo que queda de esta escuela de Hadinh es un hoyo de 13 metros de diámetro y 7 de profundidad»
Ahora, recuerdo por fuerza las páginas que el mismo Alejo Carpentier había escrito en España cuando la Guerra Civil, publicadas en la revista Carteles de La Habana en 1937: «Serían las cuatro de la madrugada. En el medio sueño precursor del despertar percibo un ruido anormal, ruido que hiere mis oídos por primera vez, zumbido de motores de aeroplanos, acompañados de un extraño silbido intermitente, como notas picadas de un flautín agudísimo. Quejas del aire desgarrado por balas de los cañones antiaéreos. De pronto, una explosión sorda, subterránea, formidable golpe de ariete en la corteza del suelo. Hace temblar la pared del hotel... El suelo retumba y se estremece. Terremoto fugaz seguido de bofetadas de aire en todos los cristales... ¡Ésta ha caído más cerca todavía!...»
Pero si sabor tiene este párrafo escrito, más impresionante me resultó oírlo, seguido de otras anécdotas de su estancia en España, cuando lo contaba en el hotel de Hanoi, mezclados con el presente, de entonces, y con el porvenir. Porque allí habló sobre el fascismo y dijo que la semilla podía germinar donde menos lo pudiéramos pensar. Preguntaba «¿Qué otra cosa se puede suponer cuando yo vi a niños quemado con azufre en aquella escuela, otros con NAPALM, bombardeos indiscriminados a aldeas y a la selva misma, buscando el camino Ho Chi Minh que las copas de los árboles nunca han dejado ver..., en otros lugares puede suceder, repetirse la historia, en cualquier parte del mundo, incluso quisieran hacerlo con Cuba»
Hablaba de cosas tangibles, pero en aquellas conversaciones también novelaba, a partir de la realidad, usaba palabras y frases propias de la mejor literatura. Y todo ello acompañado con la dramaturgia del lenguaje oral. Si se ven lo documentales grabados por el Instituto Cubano de Cine, en los que él habla de La Habana, todos estaremos de acuerdo en su excepcional dramaturgia en la expresión oral.
Del Tribunal Russell pasamos a París donde él, ya el novelista, ensayista y periodista de tan vasta y diversa obra era, además, Ministro Consejero de la Embajada de Cuba. Pocos escritores contemporáneos han sido trabajadores cotidianos con la marca de Alejo Carpentier, para quien, por ejemplo, la publicidad tenía normas éticas que no chocaban con el propósito de atraer y por eso trabajó tan intensamente en la publicidad Arts, de Caracas, durante años.
Ya en París, en esa oportunidad y en ocasiones durante las conversaciones de Paz de Viet Nam, conocí al diplomático y al hombre del hogar. Al novelista que dedicaba las mañanas a escribir, como un sacerdocio, y al escritor al que no se le escapa nada. De tal forma que una vez me invitaba a ir con él a la carnicería porque había combinado con Lilia hacer alguna comida especial por la noche: «Carne de res mechada», o de tal o más cual forma. Cuál no sería mi asombro cuando Carpentier le indicaba al experto carnicero cómo cortar y qué cortar en la banda de la res que estaba colgada en un gancho. O cómo filetear una pescado. Lo sabía al dedillo y además, los condimentos apropiados., para qué utilizarlo en la cocina. .
«Todo le hace falta saber al que escribe», además lo disfruto, así con su arrastre de la rra bien pronunciado. Cómo si no, en caso que el personaje tenga que hacerlo podría desenvolverse, más rápido y cómodamente". Una noche, por primera vez en París, fui la «pinche de cocina» de Carpentier. Lilia desde la sala nos veía hacer, mezclar, probar, mientras atendía a las visitas. A ella aún le gusta recordar esta anécdota porque Alejo Carpentier era un gran cocinero, un gran mezclador. No sólo condimentaba su prosa inigualable de rango universal, sino las más sofisticadas o las más sencillas comidas:
Recordemos El recurso del método: «Varias bandejas y platos presentaban ahí, como dispuestos en suntuoso bodegón tropical, los verdores del aguacamole, los rojos del ají, los ocres achocolatados de salsas de donde emergen pechugas y encuentros de pavo, encarchados de cebolla rallada. Alineadas sobre una tabla de trinchar, había chalupitas y enchiladas, junto al amarillo de los tamales envueltos en hojas calientes y húmedas que despedían vapores de regocijo aldeano. Y las frituras de batata, y las barquillas de coco doradas al horno y aquella ponchera donde, en mezcla de tequila y sidra española, de la de allá, se tomaba en bodas campesinas».
Todavía me pregunto dónde había más fuerza, si en su escritura o en su conversación. Al cabo me decido: eran sus dos canales de expresión inigualables. Uno nutría y retaba al otro. Pero, además, qué manera de vivir desde dentro de los hechos, además de cultura abarcadora. Lo recuerdo, en París, revisando de una hojeada o de una mirada los múltiples títulos de revistas y periódicos e interesarse por alguno, al parecer, baladí, además de los noticiosos, pues por necesidad y afición estaba al día de lo que ocurriera en cualquier parte. Así fuera en el cosmos.
Hasta aquí algunos de mis recuerdos de Carpentier.
26 de diciembre de.2007. Homenaje de Letras Cubanas, Instituto del Libro.
tomado de la jiribilla.