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Roberto Fernández Retamar • La Habana | ||
Cuando pedí a Gabo una colaboración suya para el que sería el número 100 de la revista Casa de las Américas, me la envió con carta desde México que entró en la Casa el 2 de noviembre de 1976 y comenzaba así: “Digno y paciente Roberto Fernández Retamar a quien Haydée guarde en su Santo Reino: Fayad Jamís me dice que todavía no es demasiado tarde, pero yo temo que sí, aunque espero que no. De todos modos ahí va: es un fragmento del libro sobre Cuba, que he separado para ti porque tal vez es el más personal. No pudo ir antes porque yo no estaba satisfecho con mi primera visión babilónica de aquella Habana de 1959, y tratando de hacer la evocación más justa y bella se me han ido los meses, agravados por la insensata idea de los comunistas colombianos de pre-candidatizarme para la presidencia de la República: ¡qué locura! El hecho es que teniendo ya la gloria me vine de Colombia la semana pasada huyendo del poder, y en largos galopes he tratado de arreglar lo que no me gusta del artículo, y no lo he logrado. Te lo mando, pues, mutilado, aunque convencido [yo] de que la mutilación no se notará en una avant-premiere de la Casa. El libro se demora aún: primero, porque los altos poderes de allá me metieron en otros oficios prioritarios, y segundo, porque mis ilusiones de que fuera un rápido trabajo periodístico han fracasado en una ciénaga de lirismo que es ya como parte de mis memorias. En todo caso, estaré allá en La Habana el 30 de noviembre, por unas dos semanas, para la instalación de la Asamblea Nacional.” El texto me gustó mucho, pero como llegó sin bautizar le pregunté a Gabo qué nombre iba a ponerle, y me respondió: “No se me ocurre ningún título”. Pareciéndome atractivo, lo publiqué con tal título. Ahora que se nos enciman las tres primeras décadas de la aparición inicial de Cien años de soledad, al invitárseme a este imprescindible homenaje en el que no quiero ni puedo dejar de participar, de repente, aún más lleno de dudas que Gabo entonces, no se me ocurrió qué decir. He leído tantas cosas, incluso acertadísimas, sobre la fabulosa novela, que temí que estaría obligado a repetir lo que han dicho muchos y muchas, entristeciendo a quienes me leyeran, en el dudoso caso de que lo hicieran: y también entristeciéndome a mí, que como es natural quiero darle lo mejor que puedo a García Márquez. Después de todo, mi situación no sería mejor si me propusiera escribir algo original sobre otras obras cuyas lecturas, en su momento, también me pararon de cabeza, trátese de Sandokan o del Quijote, de La Iliada o de Las mil y una noches, de Huck Finn o de En busca del tiempo perdido, de El conde de Montecristo o de La metamorfosis, de El fin de la aventura o de La montaña mágica, de Niebla o de Crimen y castigo, de La guerra y la paz o de Ulises, de Las dos mitades del vizconde o de Orlando. La lista es por supuesto tan diversa como casi inagotable, y excluye obras como las de Martí, Shakespeare y otros, generalmente poetas, porque con algunas de ellas sí me atreví, perdónemelo Dios o el Diablo. Pero hay un punto relativo a Cien años de soledad sobre el que puedo hablar sin ser interferido por ilustres predecesores, ya que se trató de algo que realicé tempranamente y a solas: mi primera lectura de la novela. Tendré hasta que remitirme al instante prenatal de la obra y a algunos alrededores. En enero de 1967 la Casa de las Américas realizó un Encuentro con Rubén Darío para conmemorar el siglo del nacimiento del gran poeta. En el editorial del número 42 de la revista, que recogió muchos de los materiales de dicho Encuentro, expliqué que ellos implicaban, por una parte, una valoración actual de la obra dariana; y por otra, “probablemente el aspecto más original del homenaje: una antología in vivo de la poesía latinoamericana más reciente, la cual, en alguna forma, puede considerarse una consecuencia de la tarea de desbrozamiento y fundación acometida a finales del siglo pasado por hombres como Rubén Darío”. Y de inmediato: “Se ha dicho con justicia que en los últimos años la narrativa de nuestro continente ha alcanzado jerarquía universal, gracias a obras como las de Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. Conviene recordar que un fenómeno así había empezado a ocurrir para nuestra poesía desde finales del siglo xix, y que a ello no es ajena la obra mayor de Rubén Darío”. No hay que ser muy zahorí para reparar en que estas palabras (esta entrega) se proponían complementar un excelente número anterior de Casa de las Américas: el 26 (octubre-noviembre de 1964), dedicado a Nueva novela latinoamericana y hecho meses antes de que yo empezara a dirigir la revista. Tal número, cuyo principal animador fue Ángel Rama, lo encabezaba su memorable ensayo “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, y además de otros trabajos críticos incluía capítulos de novelas de Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Es decir, los novelistas mencionados en el editorial del número dedicado a Darío, más Onetti y Sábato. Vistas las cosas desde hoy, en ambas enumeraciones había, entre otras, una estruendosa ausencia: la de Gabriel García Márquez. Es decir, que la promoción de la nueva novela latinoamericana, a la que mucho colaboró aquel número 26 de Casa (como también lo hicieron otras publicaciones, desde luego: pienso por ejemplo en Marcha, de Montevideo, y en el suplemento cultural de Siempre!, de México) estaba a todo trapo cuando todavía Gabo no había publicado Cien años de soledad, aunque sí relatos destacados, y entre ellos al menos una obra maestra: El coronel no tiene quien le escriba. El 30 de mayo de 1967, según reza el colofón de la primera edición, que tengo a la vista, el libro se terminó de imprimir. Recordar que fue un terremoto no es muy original que digamos, pero así fue. Aquel volumen de la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, iba a convertirse en obligado tema de conversación en los medios literarios del continente, y pronto, también, más allá de unos y otro. El 3 de julio de ese año 1967, en carta de México en que me pedía comunicar “a toda la Casa de las Américas” sus cambios de direcciones, añadía Gabo: “De acuerdo con lo prometido, pronto recibirás 10 ejemplares de Cien años de soledad [...]” Cuando llegaron, después de disputarlos a dentelladas (el mío conserva una que otra mordida, pero son de bichitos papirófagos), nos dimos a devorarlos: así era de violenta la cosa. Las discusiones no se hicieron esperar, porque allí se juraba por los más variados títulos de la nueva novela latinoamericana, que en esa fecha, no se olvide, aún era nueva de verdad. Y tanto, que daba la impresión de que había vuelto a inventar el hechizo del género durante los viejos tiempos cuando ostentaba, en las letras, el atractivo del entretenimiento por excelencia: que solo libros de aventuras y sobre todo detectivescos habían seguido tomando en serio. Lo de la reinvención podría ser exagerado, pero aquellas novelas eran sin duda fascinantes. La de Gabo no solo no negaba tal hecho, sino que, con fruición encantadora, se complacía en proclamarlo. Mi lápiz iba señalando las huellas: “Víctor Hughes, página 84”, “Artemio Cruz, página 254”, “Rocamadour, página 342”. Lejos de competir con sus antecesores, Gabo los metió en su fiesta, mientras a la vez redondeaba su propio mundo, tan verdadero como soñado, del que nos había estado entregando retazos en obras previas. La suya era una novela de novelas, donde, además de los nuestros cercanos (sin olvidar al mágico desnovelista Borges), se habían dado cita la picaresca y Cervantes, Faulkner, Greene, franceses, rusos, italianos, y por añadidura los poetas de nuestro suntuoso idioma que Gabo recita con una memoria que yo suponía, ingenuamente, patrimonio mío. Y de pronto (¿o fue poco a poco?) se me ocurrió pensar en Rubén Darío, a quien siempre tengo tan presente, pero quizá de modo especial en ese año de su siglo. Desde que era muy joven, ya se sabía que Darío era un poeta de primer orden (Martí lo había llamado “hijo” en 1893, cuando el nicaragüense solo tenía veintiséis años y era el autor de Azul...); aunque todavía no ejercía ese señorío que iba a tener a partir de 1896, el año de su espléndido e influyente Prosas profanas. Pero en 1896, habían dejado de existir Martí, Gutiérrez Nájera, Casal, Silva. Si bien sobrevivieron coetáneos tan creadores como Herrera y Reissig, Lugones o González Martínez, Darío quedó reinando sobre ilustres desaparecidos, de no pocos de los cuales se había alimentado su obra. Más feliz que él, a García Márquez se le concedió heredar en vida a sus hermanos, y hacer en nuestro idioma, para la narrativa de estas décadas, lo que Darío había hecho para el verso del pasado siglo y principios del presente. Como consecuencia de esto último, durante un tiempo largo Darío no fue tenido como un modernista, sino como el modernismo. Ello le ocasionó alabanzas y ataques de toda naturaleza. Al cabo, se fueron apagando unas y otros, se fue esfumando el tonto capricho de encasillarlo, y se reconoció que al margen de escuelas y movimientos, siempre engorrosos, Darío es uno de los mayores poetas de nuestro idioma (y de otros), no inferior a criaturas como Garcilaso, San Juan, Quevedo, Góngora o Sor Juana. Hace mucho que los poetas de lengua castellana no escriben a favor o en contra de Darío: simplemente escriben (escribimos) a partir de él. Me parece que el destino de García Márquez, en lo que toca a nuestra narrativa, no será, no está siendo distinto. Ignoro lo que le habré escrito entonces (no conservo copia de mis líneas, seguramente manuscritas, como ya me había ocurrido cuando leí la impresionante Rayuela), pero a Gabo no debe haberle disgustado demasiado, de acuerdo con dos cartas suyas escritas desde Barcelona. Una, el 27 de febrero de 1968, a Ada Santamaría, quien le había “informado” de la edición que iba a hacer de Cien años la Casa de las Américas: “cualquier participación que usted quisiera darme en dinero cubano podría servirme para invitarla a usted y al fascineroso de Fernández Retamar, a una copa de daiquirí”; y otra a mí, el 15 de septiembre de 1969, donde me comunicaba: “Estoy feliz por todo lo que me dices de mi novela. Es algo estupendo para mi moral, sobre todo viniendo de un cabrón tan anticonformista como tú”. Antes de concluir, voy a recordar que Gabo me envió su cuento “Un hombre muy viejo con unas alas enormes” para ser publicado en Casa de las Américas, donde apareció en el número 48 (mayo-junio de 1968), y a explicar algo del envío y del cuento mismo, según su autor. También desde Barcelona, el 25 de enero de 1968, me escribió para excusarse, en los términos más cariñosos, de no haber podido venir en aquella ocasión a Cuba, añadiendo: “Sin embargo, todavía sigo con retortijones de conciencia, y busco con desesperación una receta para aliviarlos. El primer paso es que a más tardar en la última semana de febrero te mando para la revista un cuento que espero terminar en estos días, y que publicarás en exclusividad universal, pues hace parte de un pequeño volumen de cuentos para niños que estoy adelantando, y que no serán publicados separadamente, salvo el que te he de mandar. Cuando te lo mande comprenderás muy bien qué extraño y terrorífico concepto tengo de la literatura infantil.” Efectivamente, en febrero llegó lo prometido, con esta carta: “Hermano:// ahí te va el cuento, todavía caliente y remendado, pues apenas le estaba dando los últimos toques cuando llegó tu cable. El cónsul me ofrece mandarlo por vía segura. Para mayor seguridad, acúsame recibo.// Estoy en el punto más crítico a que puede llegar un escritor: ya no sé si lo que estoy haciendo es bueno o malo, entre otras cosas porque me estoy quedando sin modelos.// Estos cuentos para niños —serán unos cinco— tienen por objeto sacarme los últimos cagajones de Cien años de soledad, para llegar sin ese lastre a la nueva novela, que debe ser algo completamente distinto y nuevo. Pero estoy completamente en tinieblas. Si te parece una mierda, hazme el favor de no publicarlo.” Así se veía Gabo frente al inicial texto de ficción que iba a dar a publicar después de la rutilante novela antropófaga. El primero que tuvo que bracear con el influjo avasallador de García Márquez a partir de sus Cien años… fue, como es natural, el propio García Márquez. Arriesgaba tener, según observó una vez de otros autores Martínez Estrada, “el estilo de su estilo”. Pero Haydée Santamaría, que podía ser la justicia misma, expresó dos opiniones capitales: que ya era una hazaña portentosa haber realizado la novela de Macondo; y que era absurdo negarle al autor de tal hazaña la capacidad de acometer otras. La vida le daría la razón. Aunque probablemente ella no lo supiera, Darío había demostrado ya cuántos Daríos había en el autor de Prosas profanas. Ahora veo que he escrito mucho más de lo que creía (aunque mucho menos de lo que quisiera) con el involuntario auxilio de fragmentos de cartas de Gabo. Añadiré dos cosas, sin embargo, referidas a la primera lectura que hice de la novela, y que se suponía (yo también lo suponía) que era el tema de estas líneas. Al final de aquel volumen sobre el que luego regresé tantas veces, dice a lápiz mi letra: “Lo terminé de leer el cuatro de noviembre de 1967”. Luego mi inicial: “R.” Debajo, en tinta, otra letra escribió: “Y yo, el 5 de diciembre del mismo año”. Y de nuevo la inicial “R.” Pero esta vez no es la mía: es la de Roque, Roque Dalton, a quien había prestado el ejemplar una de las veces que salió a entrenarse para volver a pelear a su país. No me lo devolvió vacío, sino lleno de numerosísimos mosquitos que todavía están ahí, esperando quizá la resurrección, entre las páginas del libro maravilloso. La Habana, marzo de 1997. |
viernes, abril 29, 2011
Sobre una primera lectura de Cien años de soledad
34 años de Madres de Plaza de Mayo: Nora Cortiñas, “Nuestro compromiso es el de levantar los ideales de los que no están y de los que siguen luchando"
viernes 29 de abril de 2011
Inés Farina (ACTA)Respecto a las perspectivas del continente latinoamericano hay que valorar que hubo importantes cambios y podemos comprobar que hubo grandes avances con la hermandad de algunos países y con organismos como UNASUR que nacieron al amparo de estos cambios y que supieron reaccionar ante los intentos de golpes de Estado. Sin embargo, a pesar de toda la fuerza que se hizo desde los movimientos sociales y desde los países que apostaron a UNASUR, hubo un golpe que no se pudo detener. Hoy en Honduras no hay una dictadura pero persiste el terrorismo de Estado, hay víctimas y persecuciones a maestros, periodista, trabajadores y militantes sociales. Estados Unidos pudo imponerse con su ambición y con su decisión de controlar tierras y recursos que no le pertenecen. Hay que estar atentos y hacer que América Latina crezca, se estabilice y que acabe con la miseria y el hambre en todos los países inclusive la que existe en Argentina. De una vez por todas tenemos que lograr que el pueblo tenga trabajo y salario digno, esa es la forma de pelear por una verdadera Justicia Social para todos y todas, sin excluidos. Ese es el país por el que soñaban nuestros hijos y es el país por el que seguimos luchando. Hay que seguir movilizados, esa es la única manera de conquistarlo.
Vargas Llosa considera que “los jóvenes” que chatean piensan “como un mono”
El Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa considera que “los jóvenes” que acortan las palabras y vulneran las reglas gramaticales en los chats de internet o en Twitter y Facebook piensan “como un mono”, según una entrevista publicada hoy en el semanario uruguayo Búsqueda.
“El internet ha acabado con la gramática, ha liquidado la gramática. De modo que se vive una especie de barbarie sintáctica”, afirmó el autor de “Conversación en La Catedral”, de 75 años, en una larga entrevista publicada este jueves.
Vargas Llosa se refirió también a la política suramericana para afirmar que Argentina es “una barbarie” y que los Kirchner “son los dueños” de ese país. También dijo que Ollanta Humala ganó la primera vuelta electoral en Perú por culpa de WikiLeaks.
(Con información de EFE)
Casa de las Américas: 50 años en 300 páginas (+ Fotos y Video)
Por Senel Paz
Hay que empezar por los créditos principales: “Marcia Leiseca, Chiqui Salsamendi, Silvia Gil y Jorge Fornet imaginaron este libro”, dice la primera página. Y naturalmente que sí, que solo personas cuya vida y la de la Casa de las Américas son casi lo mismo podían soñar y realizar este libro, streptease de la institución ante nuestros ojos. Todo lo que aparece en él aconteció, está en la memoria y en la historia y convive con el presente y seguirá andando hacia el futuro porque es camino andado. Ejercicio de recuento y nostalgia, cincuenta años apretados en trescientas páginas.
Me detengo en la primera, donde el fotógrafo adivina y traza la trayectoria y atrapa las imágenes de las tres figuras tutelares que han presidido la Casa y que amamos y respetamos. Ellos abren la puerta y luego va uno recordando o enterándose. Un jurado de novela integrado por Lisandro Otero, Camilia Enríquez Ureña, Italo Calvino, Fernando Benítez y ángel Rama.
Otro, el primero, que habría de premiar Bertillón 166 de nuestro Soler Puig, compuesto por Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Miguel Otero Silva, Miguel Angel Asturias y Labrador Ruiz, que falta en la instantánea. Así, pensaría cualquiera, no es tan difícil hacerse un prestigio, pero fue precisamente el prestigio como carta de nacimiento con la cultura cubana y la Revolución como padres, lo que atrajo a personalidades tan relevantes que con su trabajo y su presencia han ido construyendo el alma de esta institución justo a sus directivos y trabajadores.
A veces sorprende la juventud de figuras de quienes tenemos fijada como representativas imagen posteriores. Hay fotos de Oscar Hurtado, Thiago de Melo o Chico Buarque, por poner ejemplos, en las que aparecen casi de colegiales.
Admira el intento, registrado en la página de 57, de introducir para los cañaverales cubanos un nuevo vestuario: Manuel Rojas con saco y boina, Juan Bañuelos y Carlos Pellicer con guayaberas blanquísimas, Marta Traba con cerrado gorro de estambre. A favor de Manuel Rojas hay que decir que no entra si no que sale, con decisión, del cañaveral.
En la cama de un camión que, en la página siguiente, viaja por los campos de Oriente, nos sonríe una juvenil de Chiqui Salsamendi tras gafas de actriz. ¿Hacia dónde irían? Al río Toa, sugiere otra gráfica.
Naturalmente, uno busca primero las fotos de sus “conocidos”, aunque ese conocimiento provenga solo del encuentro con sus obras, o de aquellos eventos que mejor recordamos o que marcan las estaciones principales de la Casa de las Américas que cada cual lleva en su corazón, como los Premios Literarios, las jornadas teatrales o las exposiciones.
En la página 79 tuve oportunidad de asomarme a una reunión, al parecer muy importante y sustanciosa, del Comité de Colaboración de la revista Casa de las Américas en la que, de izquierda a derecha, aparece parte grande de lo que más brillaba en el momento y sigue brillando hasta el día de hoy. Es una foto del 69, y en ella tuve la oportunidad de enterarme de que para esa fecha ya Ambrosio Fornet había comprado los espejuelos que le conozco. En el grupo, porque le asiste algún privilegio o dispensa especial, solo un indisciplinado fuma: Roberto Fernández R.
Carlos Puebla, Omara Portuondo, un Pablo Milanés jovencísimo y Haydee Santamía, escuchan a Mercedes Sosa en la página 107, instantánea que seguramente está bajo llave porque tentación de llevarla a casa debe ser universal.
Yo por poco estoy en la página 149, donde la foto está dedicada al Primer Encuentro de Jóvenes Artistas Latinoamericanos que, junto a Trinidad Pérez, la Casa de las Amércas nos dio a muchos jóvenes de entonces la oportunidad de organizar y participar. En vez de mi imagen, Pepe Méndez, el responsable del diseño, prefirió utilizar otra en la que aparecen las piernas de Ana Istaurú sobre las que están clavadas, como dos cruces, la vista los diez artistas que completan el grupo.
Descubrí a Lesbia Vent Dumois, más china que en el presente, en la página 164, en medio de un grupo enorme. Y de este modo, volviendo a tropezar con las portadas de libros que hemos amado, de discos que nos dejaron escuchar las voces más importantes del continente, de exposiciones a las que asistimos, con una gráfica que fue fundamental para que tantos de mi generación aprendieran a amar la gráfica y a enorgullecernos de la nuestra, va uno completando un viaje divertido y emocionante por la historia de la institución, un particular y personalizado andar por casa.
Algo hay de cada evento, de cada manifestación. Es un libro con música, poesía, teatro, diseño, artes plásticas, artistas, muchos artistas, y sobre todo ideas y pasión. Todo está aquí. Está lo que ha sido, lo que no se puede borrar ni discutir. Incluso el espíritu de Mayeya y Eusebio. Y no se advierte, ni por un instante, como en ocasiones señalan algunos malvados, que la casa cargue la mano hacia la literatura. Eso no es cierto y la imparcialidad del actual presidente en este punto está absolutamente fuera de dudas. Que las páginas dobles estén dedicas al panteón de lujo de lujo que conforman los grandes Pablo Neruda, Julio Cortázar, Mario benedetti, Roque Dalton, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez y Ernesto Cardenal, todos ellos literatos, debe responde a una casualidad, como seguramente podrá confirmar cualquiera aquí en Casa.
De manera que, y para finalizar, les digo que este libro, del que no se puede hablar sin abundantes adjetivos, es indispensable y debemos agradecerlo a todos los que lo hicieron posible. Al final del recorrido, uno se encuentra más cerca de la Casa y la admira y respeta más. Yo recomiendo a todos aquellos que les sea posible que no duden en adquirirlo y los invito a visitarlo en la tranquilidad de sus hogares, si con amigos mejor, y solo les pido que se abstengan del natural deseo de llevárselo con ustedes si se van de viaje. Es un libro de Casa para dejar en casa.
Silvio Rodríguez: “Llegar a Casa fue una salvación”
Fragmentos de las palabras de Silvio Rodríguez en el panel
Yo no me incorporé desde el principio a Casa de las Américas, porque éramos jóvenes… Siempre hablo de nosotros, porque éramos un grupo de muchachos, que hacíamos canciones, que nos juntábamos porque nos gustaban las canciones que hacíamos y las intercambiábamos. Por hacer canciones llegamos aquí, a Casa de las Américas, en 1968.
Teníamos cada uno una breve trayectoria recorrida, sobre todo Pablo, que desde muy jovencito había comenzado a cantar. Noel y yo, menos. Vicente, menos también. Martín Rojas y Eduardo Ramos, aunque eran muy jóvenes, eran un poquito mayores que nosotros y ya tenían una trayectoria profesional. En el ambiente cultural cubano se hacían sentir sus composiciones. No habían trascendido al gran público, porque tocaban en night- clubs, en cabarets, pero ya los entendidos en el mundillo musical reconocían a ese núcleo original que se mostró aquí esa noche de febrero, creo que el 18, de 1968.
Llegar a Casa de las Américas fue una salvación. En muchos sentidos. Cantábamos lo que veíamos, lo que sentíamos. Desde el inicio asumíamos la canción con opiniones que vertíamos de una manera natural, fluida, y eso trajo contradicciones, que son conocidas -a veces magnificadas; también, a veces, no reveladas del todo. Parte y parte.
Llegar aquí fue una gran enseñanza. Nos puso en contacto con artistas ya hechos, con personalidades de la cultura, gente que conocíamos de los periódicos, del Noticiero ICAIC, de los libros… De pronto podíamos tratarlos y mantener, gracias a la Casa, ese contacto con los más grandes escritores latinoamericanos de la época, con pintores. Fue un crecimiento para mi generación de trovadores. Significó la Ilustración, realmente. La Ilustración desde el punto de vista cultural y también, ético. Nos ayudó mucho estar en contacto con personas de una estatura ética tan grande, como la de Haydeé Santamaría.