Beatriz Paganini (Desde Santa Fe, Argentina. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Tengo ante mí tu foto, Margarita Mbywangi.
Has salido en los medios de prensa internacionales.
¿Cómo se pronunciará tu apellido? ¿Mmmmbiuangi?
¿Cómo le agrego tu dulce acento guaraní?
Tenías cuatro años cuando los blancos mataron a tu familia y te llevaron como esclava para servir en las haciendas paraguayas.
Hoy, lo acompañás, con rango de ministra, al presidente Fernando Lugo en la valiente cruzada de gobernar al Paraguay como una nación libre y soberana.
Será a un alto costo; a una lucha diaria por todos los flancos.
¡No más cipayos paraguayos!
¡No más extranjeros dominando Paraguay!
Ahora tenés 46 años. ¡Lástima que tu compatriota Don Augusto Roa Bastos no pueda celebrarlo! Justamente él, exiliado, errante, perseguido por la dictadura.
Yo llegué a conocerlo en Toulousse. Le llevé la carta de Hermenegildo Rosales Prieto, otro paraguayo perseguido, a quien mi tío Ramiro le dio escondite y refugio en la casona de mis abuelos.
- ¡Tío, quiero llevarle esas letras! – le pedí entusiasmada.
Ante mi pedido, tío Ramiro aceptó.
Entonces, decidida, emprendí el viaje.
Toulousse me recibió con una fina y helada llovizna. Esperé en la sala de profesores de la Universidad donde él se encontraba.
Nos presentamos y, caminando nos dirigimos a su escritorio privado.
Espontáneamente le dije la semejanza física que tenía con Don Atahualpa Yupanqui.
_ Somos hermanos en la lucha de perseguidos por nuestros ideales, sobre los derechos inalienables de la Humanidad - me contestó - él con su canto, su guitarra y sus versos, yo con mi pluma y mi docencia. Francia hizo honor a su liberté, ëgalité e igualité al recibirnos y salvarnos de la garra persecutoria y asesina de los que desprecian su suelo patrio, conchabándose al Imperialismo, liberalismo o cualquier neo-ismo de todo lo que sea privilegio para unos pocos.
Asentí con un gesto y él, invitó a sentarnos.
Abrí mi cartera, saqué un sobre y se lo entregué.
Lo abrió y comenzó a leer en silencio.
"Augusto Roa Bastos, es el amigo paisano que me espera en Buenos Aires y yo, Hemernegildo Rosales voy a su encuentro.
Me costó escapar de esas bestias humanoides que castigan mi pueblo. Matan a mis hermanos. Se arrodillan ante los gringos y les venden lo que no es de ellos.
¡Mal venden por treinta dineros la tierra paraguaya!
¡Malaya! ¡Mal paridos!
La estaca que nos clavan, algún día será castigo para ellos.
Me salvó el silbido del Amancio, tal como era la consigna, si venían a buscarme.
Descalzo, salté al vacío desde el techo del rancho y me interné en el monte. Ladraban los perros del Isidro, pero yo corrí. Ladraban los perros de la Nemesia pero yo corría.
Llegué a La Chúcara.
Abrir el portón me fue fácil.
Me acordé que Don Juarez, el capatáz, estaría en la bailanta.
Los perros no ladraron porque me reconocieron.
No fue en vano los pedazos de carne que les daba, cuando llevaba el pedido de "La Mejor y Única.", la carnicería donde tenía mi conchavo de repartidor, mandadero y cualquier otro servicio que se le ocurriera al patrón (hasta que me despidió por afiliarme al sindicato).
Me subí al techo. El tanque de agua estaba a un costado. La tapa, gracias al tata ateo, tenía unas hendijas que me permitieron entrar las manos.
No era mi intención destaparla sino correrla.
Entonces empujé.
¡Puje! ¡Puje! Gritaba la matrona a mi mamá para que viniera al mundo la Zelmira. Y, ahora, con mi puje yo salvo mi vida.
Con fuerza y a su vez medido debía ser el puje porque la tapa no debía caerse. Después de cuatro pujes, calculé que entraba y me metí.
El frío no se me mezquinó. Sentí el sudor caliente como chirriando.
Igualito que chirría el hierro sacado de la fragua y metido en agua fría.
Así sentí mis carnes que hervían con el sudor que, hasta ahí nomás, me estaba chorreando.
Haciendo pié, me alcanzaba tener la cabeza fuera. Cuando se hizo la luz, salí para espiar.
Me metí otra vez por la aparición de unos gurises.
Quedé entumecido, hinchado, con la ropa pegada y ajustada como encogida.
Oí el silbido del Amancio. Esta vez no era Anahí sino Pájaro Campana.
Así habíamos quedado.
Si el silbaba Anahí yo ya estaba escondido.
Si silbaba Pájaro Campana, entonces estate tranquilo Herme, no hay peligro a la vista.
Como no sabía donde estaba, me dijo que se la pasó silbando. Que más silbaba de noche, pero que de día tampoco le hacía asco, por si las dudas.
No me fue fácil contestarle para que se orientara.
Los labios, la lengua, toda la boca no me hacían caso.
Demoré el silbido.
Para peor, cuando el suyo se alejaba yo me sentía desesperar, pero, al fin, pude domar la lengua como he domado siempre al destino que se me quiso torcer en desgracia.
En un momento, silbido y silbido hicieron un solo canto, sin eco.
Bajé. Nos abrazamos.
_ ¡Hermano!- me dijo sólo eso.
Ya estaba oscureciendo, yo lo seguía rengueando, descalzo.
_ No hay naides- me cuenta-han ido pal otro lado a buscar más rebeldes.
Le entendí.
Yo también era un rebelde terrorista.
En el rancho me dió ropa y había un camastro para pasar la noche.
Las alimañas sólo volverían dentro de dos o tres días, después con los pobres infelices que ya torturados en el camino, caerían en los calabozos de Asunción o Clorinda. Si no eran fusilados por el nazi-paraguayo de turno, morirían tuberculosos, locos o de cualquier peste.
El mate me acompañaba cuando estaba solo y en la cabeza maquinaba mi huída hacia Clorinda para enlazar con Misiones.
Pero, al final, fue por agua mi escape.
El Paraná me transportó.
En Entre Ríos, ya avisado, me esperaba un argentino muy caballero, educado como son algunos allá. Con el peinado chato como Gardel.
Me contó que estaba cumpliendo la misión que le había encargado un amigo de mi amigo Roa Bastos.
¡Cha`migo! Este Augusto.
Enfiló, con su fitito, hacia el Túnel que une Paraná con Santa Fe.
Yo nunca había pasado abajo del agua por un túnel.
¡Es de no creer lo que puede la mano del hombre!
Llegamos de noche, después de cruzar un pintoresco puente, que el argentino me dijo que se llamaba Puente Colgante; las luces de la ciudad me recibieron.
Parecía una ciudad tranquila. Cerquita del puente estaba la casa. Nos detuvimos y el argentino me dijo:
_ Amigo, lo voy a dejar en una casa de familia muy conocida de Santa Fe, pero a usted, por ahora, no lo verán. Uno de los hijos, aprovechando que el cabeza de familia está en Europa, lo acogerá en el sótano de su residencia con absoluto silencio. Desde ya confío en su discreción como usted deberá confiar en la buena voluntad que nos mueve a ofrecerle esta especie de salvoconducto.
Entonces, me di cuenta que la Argentina se estaba poniendo peligrosa para la gente al igual que para los paraguayos en su pago.
La mansión era imponente, daba a un boulevard y tenía dos entradas por dos calles porque abarcaba muchísimo terreno.
Cruzamos jardines, fuentes, estatuas, todo rápido, casi a lo oscuro.
Se abrió una puerta y, un indio vestido como cristiano civilizado inclinó la cabeza y nos hizo señas para que lo siguiéramos.
Entramos en una amplia y lujosa cocina, casi, casi de ésas medidas era mi rancho paraguayo.
En un ángulo, entre dos paredes había una puerta que el indio abrió, prendió una luz y se vió una escalera que descendía.
Bajamos.
Llegamos a una enorme despensa y bodega. Allí, volvimos a bajar por otra escalera.
Ese lugar era un lavadero. Pilas de ropa, fuentones, baldes, percheros con ropa colgada y varias planchas a carbón.
Otra vez bajamos y lo que apareció a mi vista, no lo podía creer.
Era una casa lujosa dentro de otra casa.
Jamás en la vida, hasta ese día, tuve frente a mi tanto lujo y comodidades.
Esos muebles fabulosos de maderas desconocidas. El piso alfombrado con distintos tapices que separaban, y unían a su vez, las zonas determinadas para Biblioteca, dormitorio, comedor. Cortinados, visillos, carpetas, floreros, esculturas, cuadros, arañas, muebles todo acorde con una decoración palaciega.
En menos de una semana pasé de fugitivo con riesgo de morir ahogado en un tanque de agua en el techo de la Estancia LA CHÚCARA del Paraguay, a huésped refugiado en un sótano lujoso y simulado de Santa Fe.
Mi agradecimiento a Don Augusto, viene desde mi infancia.
Su mamá ayudó a mi mamá y él, me enseñó a comprender el porqué estamos sometidos en nuestra querida tierra paragüaya.
Recuerdo que, hace cinco años desde Buenos Aires me ayudó con los gastos para que viajara hasta allí.
Vivíamos en una pensión. El vendía libros y yo vendía ropa.
Pero, en el 73 mi madre enfermó y quise ir a verla. Pasó el tiempo, me quedé con ella y no pude volver a Buenos Aires.
Ahora, llegando el 75, me avisó que corría peligro en Paraguay, cosa que yo ya había advertido.
Por teléfono le dije que iba y me explicó que dejara todo en sus manos y que yo sólo le avisara por donde iban mis pasos.
En nuestra última llamada desde Paraná me contó que ya en la Argentina estaban persiguiendo y matando como en Paraguay.
La triple A de José López Rega, el minitro de Isabel Martinez de Parón, estaba matando hasta en las calles de Buenos Aires.
Y, aquí estoy. Mañana a la noche me llevan a Rosario.
Dejo estas líneas como agradecimiento a la familia Quintana que me ayudó y es la dueña de este chalet. Algún día, en tiempos mejores para la Humanidad, volveré para agradecer personalmente.
A lo mejor, ese día, conoceré a los niños que ríen, corren y cantan allá arriba; donde ahora, no me ven ni yo los veo.
Dios y el Tata Ateo los bendiga, lo digo y lo firmo:
EN UN DIA DE AGOSTO DE 1975 Hermenegildo Rosales Prieto"
A medida que Don Augusto leía, su cara de esfinge india, seria, como tallada en madera y piedra comenzaba a transformarse con un gesto de tristeza, que por momentos le obligaban a interrumpir la lectura.
Cuando terminó, se levantó y con paso pausado se acercó a la biblioteca. Sacó un bibliorato. Lo abrió. Se volvió a sentar, pasando las hojas buscando, evidentemente, algo importante.
Al encontrarlo me dijo - Lea usted, por favor. -
Sus manos temblaban cuando me acercó las páginas señaladas.
Era un recorte de un diario de Rosario que consignaba lo siguiente:
Dos delincuentes abatidos
AGENCIA E.F.E
25 de agosto de 1975.
Ayer, en horas de la noche, luego de un asalto a mano armada en el interior de la joyería El Diamante, dos delincuentes fueron abatidos cuando intentaron huir cubriéndose la retirada a los tiros. Identificados, los malvivientes resultaron ser: Hugo García argentino, de 25 años y Hermenegildo Rosales Prieto, paraguayo, de 38. Ambos con pedido de captura y frondoso prontuario delictivo. En el auto abandonado, se encontraron armas de guerra y documentación falsificada.
Lo miré consternada. Hubo una pausa.
Luego, él me dijo:
- Esta hoja del diario me la dió Zelmira, la hermana menor de Hermenegildo, hace tres meses cuando yo fui a Paraguay a ultimar los detalles de mi vuelta. Lo extraño del asunto, fue que el recorte se lo mandaron a su domicilio en Paraguay a los dos días de su publicación. Entonces ella me dijo no creer que su hermano hubiera terminado en eso, como un delincuente. ¡No mi`hija! la interrumpí. Yo pongo las manos en el fuego por tu hermano. Él iba a mi encuentro, pero escondiéndose. Le expliqué lo que era el Plan Cóndor y cómo se había extendido como un virus exterminador, matando mujeres, hombres y niños. Que hasta había monjas y curas corriendo la misma suerte.
A demás, estaba demostrada la relación internacional de los represores. ¿Por qué le mandaron la noticia del diario a ella? Era para meter miedo o sembrar dudas. Daba igual. Mientras tanto, yo lo esperaba, pero no tenía noticias, era como si se lo hubiera tragado la tierra, y me tuve que ir solo a Europa con la intriga que permanecía en mi corazón, dado que su rastro se perdió cuando salió del refugio de Santa Fe. Ahora, con las letras que él dejó escritas, está todo claro: ES OTRO DESAPARECIDO, aunque esta vez lo hacen pasar por delincuente. Hoy mismo le hablaré por teléfono a Zelmira y le diré que le llevo la última carta de su hermano.
Fue la primera y última vez que nos vimos con Don Augusto.
Él volvió definitivamente al Paraguay, falleciendo en 1995. Yo sigo viviendo en Santa Fe.
El chalet ya ha sido demolido. Los ladrillos que formaron sus paredes fueron mudos testigos de los sentimientos más nobles y más mezquinos de la condición humana, algo así como los acontecimientos de la vida misma. Como la historia de mi país, Argentina con sus utopías, heroísmos, venganzas, traiciones, prejuicios, patriotismo, renunciamientos… la historia misma de la humanidad toda.
Por eso, esta carta te la dirijo a vos: MARGARITA MBYWANGI. Es como si Don Augusto te dejara la posta en tus manos y en todas las manos de los paraguayos patriotas.
Varios cientos viven en mi país, Argentina, otros cientos repartidos por América, que sus luchas y exilios no hayan sido en vano.
Un fraterno abrazo.
VERÓNICA QUINTANA