Salvador E. Morales Pérez
Mercantil, en su origen y en su empleo. La revolución como mercancía. Como si la sociedad fuese un libro de contabilidad. Conservación y cambio como el haber y el debe. Terminología de tal naturaleza es reveladora de una distorsión, de una especulación desvirtuadora, tamizada por la sombría matemática de los intereses creados.
Apenas nacida, la Revolución cubana fue acusada de comercio ilícito a los ojos de los intereses imperialistas: exportar la subversión. Cargo sumamente avieso, pero también desconocedor de que al sur del Río Bravo la gramática ideológica tiene su propia etimología. Según el lenguaje mercantil, Simón Bolívar y José de San Martín fueron destacados exportadores de revolución al cruzar Los Andes por el norte y por el sur. Como ellos, cuantos siguieron la pauta de llevar hasta los confines la guerra contra el enemigo común.
En la América nuestra, los hechos revolucionarios transfronterizos tienen distinta y más noble acepción: solidaridad. Pensamiento y sentimiento nacidos en la búsqueda de una identidad forjada en la quebradura del cascarón colonialista. Atadura que fue nicho de la dramática gestación de pueblos nuevos en tortuoso proceso de gestación y auto reconocimiento. En esas entrañas conflictivas un proyecto ideal ha querido imponer la fuerza de las comunidades sobre la de las partes disímiles. Bolívar y Martí expresaron estupendamente la idea aglutinadora de muchos: unos en el origen, en la esperanza y en el peligro. Pocas veces en el acontecer histórico mundial una ideología supranacional ha logrado subsistir en medio de tantas dificultades y enajenaciones. La pretensión unificadora actual muestra al pertinaz latino americanismo siempre renaciente como el ave Fénix.
Es precisamente, en esa raíz fraternizadora en donde debe buscarse las razones profundas del solidarismo revolucionario que ha caracterizado a nuestra América. De 1810 hasta nuestros días unos pueblos han hecho deuda histórica con otros. La solidaridad se ha convertido en un valor moral arraigado en el imaginario popular y cultural latinoamericano y caribeño. Contra los despotismos de dentro o de afuera, o ambos simultáneamente, han reaccionado en coro. De tal modo, ¿cómo puede extrañar la cooperación venezolana y costarricense, por ejemplarizar, en la lucha contra la dictadura de Batista? Las armas allegadas fortalecieron la ofensiva final del Ejército Rebelde en 1958. ¿Cómo puede extrañar que una vez derrocado Pérez Jiménez y Batista, las simpatías y apoyos se volcasen a favor de los inveterados luchadores dominicanos contra el trujillismo? La solidaridad cubano venezolana con el Movimiento de Liberación Dominicano estaba inserta en una tradición que no se inventaron Rómulo Betancourt y Fidel Castro. Pueden mencionarse una multitud de gestos de esta naturaleza, tan censurada por los intereses hegemónicos: respecto a la Revolución mexicana, contra regímenes dictatoriales, en favor de presos políticos, en condenas de asesinatos y masacres, en protección de asilados... el culto a los derechos humanos tiene su larga y peculiar historia en la América Latina.
Pero hay otros elementos más a considerar. Las revoluciones no se producen por caprichos voluntaristas, son producto de situaciones estructurales y coyunturales anómalas necesitadas de corrección. Desde 1956 en adelante se revirtió la situación favorable a dictaduras y totalitarismos y una ola revolucionaria barrió con unas y amenazó a otras.
Apenas aterrizó Batista en tierra dominicana Trujillo presintió el peligro que le amenazaba. La onda revolucionaria que sacudía a las dictaduras pro norteamericanas, como se decía entonces a ciertos engendros favorecidos por la política imperialista de guerra fría, lo tenía por siguiente blanco. Tomó la iniciativa de preparar una Legión contrarrevolucionaria, con aquellos cubanos fugitivos y una turba de aventureros fascistoides de diversas partes del mundo. La recluta fue rápida y masiva. Cuando aun las fuerzas antitrujillistas que se entrenaron en Cuba, en la Sierra de los Órganos, aun no concluían su preparación para una expedición revolucionaria, Trujillo tenía listo un ejército adicional de soldados de fortuna. Los luchadores dominicanos estaban dispuestos a enfrentar la desigual correlación. No se les abandonó. Por medio de las memorias del comandante Delio Ochoa y los trabajos historiográficos de Emilio Cordero Michel y José Abreu, insuficientemente conocidos, sabemos del aporte venezolano, los 150,000 dólares que dio Betancourt, con ciertos pertrechos bélicos y del fuerte entrenamiento y de la logística con las cuales contribuyó el flamante gobierno revolucionario cubano.
No hay por qué negarlo. Han sido timbres de orgullo, para toda una generación, a pesar de los esfuerzos hechos para distorsionarlos y presentarlos bajo un prisma inaceptable; el intervencionismo. Nada más alejado y ajeno. Si de intervencionismo se trata, no hay otro ejemplo más contundente que el no-intervencionismo de la guerra fascista en España cuando se dejaron las manos libres a la injerencia de Hitler y Mussolini. Intervencionismo explícito fue y ha sido el reconocer regímenes como los de Somoza, Trujillo, Pinochet, e incluso bajo cuerda permitir que se fortalezcan, mantener silencio de las tropelías, usar sus votos en la ONU o en la OEA. No es difícil descubrir la hipocresía política del intervencionismo implícito.
Cierto es, que algunas acciones que se llevaron a cabo durante aquellos primeros meses de efervescencia revolucionaria, no respondieron a lineamientos del Estado cubano. Me refiero exactamente a la aventura llevada a cabo por César Vega, propietario del night club Las Vegas, aun existente frente a la estación de Radio Habana Cuba en la calle Infanta. A la expedición contra el gobierno de Panamá se enrolaron por su cuenta varios jóvenes. Si hubiera sabido de ella también hubiera considerado integrarme, porque ese espíritu revolucionario, entre romántico y quijotesco, saturaba el ambiente, queríamos ser como aquellos quinceañeros soldados rebeldes que acompañaban a Fidel y Raúl Castro, al Che Guevara, como los Mau-Maus de Efigenio Amejeiras. También deseábamos ayudar a cualquier pueblo hermano a tumbar un dictador. En los ánimos populares latinoamericanos y caribeños vibraba un fuerte anhelo libertario, justiciero, transformador.
Por supuesto, no solo Trujillo había puesto las barbas en remojo. Los regímenes dictatoriales subsistentes - léase Duvalier en Haití, Somoza en Nicaragua, Idígoras Fuentes en Guatemala, Stroessner en Paraguay, entre los más relevantes enemigos del proceso cubano - intuyeron que esta épica revolución cubana, con sus legendarios guerrilleros iba a tener una fuerza mítica poderosa, influyente, erosionante, en todo el ámbito continental. No dudaron en cuestionarla, execrarla, perseguir y controlar a sus admiradores y secuaces, resistirla a como diera lugar. Y tenían por qué temerla, no por el alcance que pudiese tener esta pequeña isla, en cuanto a poderío militar, demografía y riqueza, como a las dimensiones subversoras de su proyecto de cambio. Cambios anhelados crónicamente por la América Latina deseosa de una real modernización que no llegaba, que siempre estaba a la vuelta de la esquina y con el transcurrir de los años de postguerra seguía en la misma condición de subdesarrollo y dependencia. Los menguados crecimientos no se traducían en bienestar general para todo el conglomerado social. Esa malformación era un real y potencial caldo de cultivo en que el germen de cambio podía caer con fuerza arrasadora. La desinfección podía llevarse a cabo implantando desde arriba algunas reformas, pero la sensatez no es cosa usual entre los grandes intereses, sean oligárquicos o capitalistas, nacionales o foráneos. La Alianza para el Progreso, fue tardía e ineficiente. Fidel Castro había hecho una temprana propuesta de cooperación desarrollista a principios de 1959. La descalificaron precipitadamente. No aprenden de la historia. Las situaciones revolucionarias se producen cuando se cierran las puertas a las reformas populares imprescindibles.
Antes que las fuerzas inclinadas por los cambios se consolidasen, la resistencia a los mismos se había confabulado. Siempre he pensado que la derecha reacciona más rápido y violentamente que las fuerzas progresistas o de izquierda, tardan menos tiempo en ponerse de acuerdo. Desde luego, poseen poderes financieros, materiales, medios disuasivos y aliados experimentados, pero sobre todo un sensible olfato de clase. Si la historia de esta expansión revolucionaria de comienzos de los sesenta en América Latina está por escribir, la historia contrarrevolucionaria no está menos necesitada de conocimiento e interpretación. Aun los archivos de todo el continente esconden mucha información de como se tejieron las más oscuras y bochornosas complicidades para ahogar en la cuna a un infante con la pesada estrella de los iniciadores. Por lo pronto, lo sabido por quienes nos preocupamos por estas historias es que desde 1958 –como recientemente a señalado en reciente artículo mi amigo Andrés Zaldívar - Estados Unidos procuró apoyo entre los gobiernos del área mediante la OEA para impedir el triunfo del Ejercito Rebelde y establecer un régimen afín. Esfuerzos que fueron readecuados a cada circunstancia desde 1959, lo cual permitió el entrenamiento de una fuerza de choque contrarrevolucionaria y base de desinformación con el apoyo de los gobiernos de Guatemala, Nicaragua y Honduras, a los que se añadieron gradualmente otras complicidades, las cuales constituyeron un amplio frente enemigo de la Revolución Cubana. Adversarios no siempre explícitos ante la opinión pública, y frente a los cuales no se tuvo reparos en apoyar a los elementos revolucionarios internos. En la Segunda Declaración de La Habana quedó claramente expresada esta posición de reciprocidad antagónica. La Revolución Cubana se sintió política y moralmente autorizada para reaccionar en consonancia a la política que se siguiera contra ella. La legitimidad de su posición se asentaba en una tradición histórica y en la necesidad de su defensa en condiciones tan desiguales,
Entonces como ahora, quienes respaldamos esa decisión solidaria dentro de una lucha continental creemos que en ella no hay nada de que avergonzarse y mucho de lo cual enorgullecerse.
Salvador E. Morales Pérez es integrante del Instituto de Investigaciones Históricas, UMSNH.
Mercantil, en su origen y en su empleo. La revolución como mercancía. Como si la sociedad fuese un libro de contabilidad. Conservación y cambio como el haber y el debe. Terminología de tal naturaleza es reveladora de una distorsión, de una especulación desvirtuadora, tamizada por la sombría matemática de los intereses creados.
Apenas nacida, la Revolución cubana fue acusada de comercio ilícito a los ojos de los intereses imperialistas: exportar la subversión. Cargo sumamente avieso, pero también desconocedor de que al sur del Río Bravo la gramática ideológica tiene su propia etimología. Según el lenguaje mercantil, Simón Bolívar y José de San Martín fueron destacados exportadores de revolución al cruzar Los Andes por el norte y por el sur. Como ellos, cuantos siguieron la pauta de llevar hasta los confines la guerra contra el enemigo común.
En la América nuestra, los hechos revolucionarios transfronterizos tienen distinta y más noble acepción: solidaridad. Pensamiento y sentimiento nacidos en la búsqueda de una identidad forjada en la quebradura del cascarón colonialista. Atadura que fue nicho de la dramática gestación de pueblos nuevos en tortuoso proceso de gestación y auto reconocimiento. En esas entrañas conflictivas un proyecto ideal ha querido imponer la fuerza de las comunidades sobre la de las partes disímiles. Bolívar y Martí expresaron estupendamente la idea aglutinadora de muchos: unos en el origen, en la esperanza y en el peligro. Pocas veces en el acontecer histórico mundial una ideología supranacional ha logrado subsistir en medio de tantas dificultades y enajenaciones. La pretensión unificadora actual muestra al pertinaz latino americanismo siempre renaciente como el ave Fénix.
Es precisamente, en esa raíz fraternizadora en donde debe buscarse las razones profundas del solidarismo revolucionario que ha caracterizado a nuestra América. De 1810 hasta nuestros días unos pueblos han hecho deuda histórica con otros. La solidaridad se ha convertido en un valor moral arraigado en el imaginario popular y cultural latinoamericano y caribeño. Contra los despotismos de dentro o de afuera, o ambos simultáneamente, han reaccionado en coro. De tal modo, ¿cómo puede extrañar la cooperación venezolana y costarricense, por ejemplarizar, en la lucha contra la dictadura de Batista? Las armas allegadas fortalecieron la ofensiva final del Ejército Rebelde en 1958. ¿Cómo puede extrañar que una vez derrocado Pérez Jiménez y Batista, las simpatías y apoyos se volcasen a favor de los inveterados luchadores dominicanos contra el trujillismo? La solidaridad cubano venezolana con el Movimiento de Liberación Dominicano estaba inserta en una tradición que no se inventaron Rómulo Betancourt y Fidel Castro. Pueden mencionarse una multitud de gestos de esta naturaleza, tan censurada por los intereses hegemónicos: respecto a la Revolución mexicana, contra regímenes dictatoriales, en favor de presos políticos, en condenas de asesinatos y masacres, en protección de asilados... el culto a los derechos humanos tiene su larga y peculiar historia en la América Latina.
Pero hay otros elementos más a considerar. Las revoluciones no se producen por caprichos voluntaristas, son producto de situaciones estructurales y coyunturales anómalas necesitadas de corrección. Desde 1956 en adelante se revirtió la situación favorable a dictaduras y totalitarismos y una ola revolucionaria barrió con unas y amenazó a otras.
Apenas aterrizó Batista en tierra dominicana Trujillo presintió el peligro que le amenazaba. La onda revolucionaria que sacudía a las dictaduras pro norteamericanas, como se decía entonces a ciertos engendros favorecidos por la política imperialista de guerra fría, lo tenía por siguiente blanco. Tomó la iniciativa de preparar una Legión contrarrevolucionaria, con aquellos cubanos fugitivos y una turba de aventureros fascistoides de diversas partes del mundo. La recluta fue rápida y masiva. Cuando aun las fuerzas antitrujillistas que se entrenaron en Cuba, en la Sierra de los Órganos, aun no concluían su preparación para una expedición revolucionaria, Trujillo tenía listo un ejército adicional de soldados de fortuna. Los luchadores dominicanos estaban dispuestos a enfrentar la desigual correlación. No se les abandonó. Por medio de las memorias del comandante Delio Ochoa y los trabajos historiográficos de Emilio Cordero Michel y José Abreu, insuficientemente conocidos, sabemos del aporte venezolano, los 150,000 dólares que dio Betancourt, con ciertos pertrechos bélicos y del fuerte entrenamiento y de la logística con las cuales contribuyó el flamante gobierno revolucionario cubano.
No hay por qué negarlo. Han sido timbres de orgullo, para toda una generación, a pesar de los esfuerzos hechos para distorsionarlos y presentarlos bajo un prisma inaceptable; el intervencionismo. Nada más alejado y ajeno. Si de intervencionismo se trata, no hay otro ejemplo más contundente que el no-intervencionismo de la guerra fascista en España cuando se dejaron las manos libres a la injerencia de Hitler y Mussolini. Intervencionismo explícito fue y ha sido el reconocer regímenes como los de Somoza, Trujillo, Pinochet, e incluso bajo cuerda permitir que se fortalezcan, mantener silencio de las tropelías, usar sus votos en la ONU o en la OEA. No es difícil descubrir la hipocresía política del intervencionismo implícito.
Cierto es, que algunas acciones que se llevaron a cabo durante aquellos primeros meses de efervescencia revolucionaria, no respondieron a lineamientos del Estado cubano. Me refiero exactamente a la aventura llevada a cabo por César Vega, propietario del night club Las Vegas, aun existente frente a la estación de Radio Habana Cuba en la calle Infanta. A la expedición contra el gobierno de Panamá se enrolaron por su cuenta varios jóvenes. Si hubiera sabido de ella también hubiera considerado integrarme, porque ese espíritu revolucionario, entre romántico y quijotesco, saturaba el ambiente, queríamos ser como aquellos quinceañeros soldados rebeldes que acompañaban a Fidel y Raúl Castro, al Che Guevara, como los Mau-Maus de Efigenio Amejeiras. También deseábamos ayudar a cualquier pueblo hermano a tumbar un dictador. En los ánimos populares latinoamericanos y caribeños vibraba un fuerte anhelo libertario, justiciero, transformador.
Por supuesto, no solo Trujillo había puesto las barbas en remojo. Los regímenes dictatoriales subsistentes - léase Duvalier en Haití, Somoza en Nicaragua, Idígoras Fuentes en Guatemala, Stroessner en Paraguay, entre los más relevantes enemigos del proceso cubano - intuyeron que esta épica revolución cubana, con sus legendarios guerrilleros iba a tener una fuerza mítica poderosa, influyente, erosionante, en todo el ámbito continental. No dudaron en cuestionarla, execrarla, perseguir y controlar a sus admiradores y secuaces, resistirla a como diera lugar. Y tenían por qué temerla, no por el alcance que pudiese tener esta pequeña isla, en cuanto a poderío militar, demografía y riqueza, como a las dimensiones subversoras de su proyecto de cambio. Cambios anhelados crónicamente por la América Latina deseosa de una real modernización que no llegaba, que siempre estaba a la vuelta de la esquina y con el transcurrir de los años de postguerra seguía en la misma condición de subdesarrollo y dependencia. Los menguados crecimientos no se traducían en bienestar general para todo el conglomerado social. Esa malformación era un real y potencial caldo de cultivo en que el germen de cambio podía caer con fuerza arrasadora. La desinfección podía llevarse a cabo implantando desde arriba algunas reformas, pero la sensatez no es cosa usual entre los grandes intereses, sean oligárquicos o capitalistas, nacionales o foráneos. La Alianza para el Progreso, fue tardía e ineficiente. Fidel Castro había hecho una temprana propuesta de cooperación desarrollista a principios de 1959. La descalificaron precipitadamente. No aprenden de la historia. Las situaciones revolucionarias se producen cuando se cierran las puertas a las reformas populares imprescindibles.
Antes que las fuerzas inclinadas por los cambios se consolidasen, la resistencia a los mismos se había confabulado. Siempre he pensado que la derecha reacciona más rápido y violentamente que las fuerzas progresistas o de izquierda, tardan menos tiempo en ponerse de acuerdo. Desde luego, poseen poderes financieros, materiales, medios disuasivos y aliados experimentados, pero sobre todo un sensible olfato de clase. Si la historia de esta expansión revolucionaria de comienzos de los sesenta en América Latina está por escribir, la historia contrarrevolucionaria no está menos necesitada de conocimiento e interpretación. Aun los archivos de todo el continente esconden mucha información de como se tejieron las más oscuras y bochornosas complicidades para ahogar en la cuna a un infante con la pesada estrella de los iniciadores. Por lo pronto, lo sabido por quienes nos preocupamos por estas historias es que desde 1958 –como recientemente a señalado en reciente artículo mi amigo Andrés Zaldívar - Estados Unidos procuró apoyo entre los gobiernos del área mediante la OEA para impedir el triunfo del Ejercito Rebelde y establecer un régimen afín. Esfuerzos que fueron readecuados a cada circunstancia desde 1959, lo cual permitió el entrenamiento de una fuerza de choque contrarrevolucionaria y base de desinformación con el apoyo de los gobiernos de Guatemala, Nicaragua y Honduras, a los que se añadieron gradualmente otras complicidades, las cuales constituyeron un amplio frente enemigo de la Revolución Cubana. Adversarios no siempre explícitos ante la opinión pública, y frente a los cuales no se tuvo reparos en apoyar a los elementos revolucionarios internos. En la Segunda Declaración de La Habana quedó claramente expresada esta posición de reciprocidad antagónica. La Revolución Cubana se sintió política y moralmente autorizada para reaccionar en consonancia a la política que se siguiera contra ella. La legitimidad de su posición se asentaba en una tradición histórica y en la necesidad de su defensa en condiciones tan desiguales,
Entonces como ahora, quienes respaldamos esa decisión solidaria dentro de una lucha continental creemos que en ella no hay nada de que avergonzarse y mucho de lo cual enorgullecerse.
Salvador E. Morales Pérez es integrante del Instituto de Investigaciones Históricas, UMSNH.
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