viernes, julio 17, 2009

Elogio de las revoluciones


Principal » Le Monde diplomatique No. 25, Mayo 2009
por Serge Halimi
Reapropiarse de la Historia
Serge Halimi

Espectro tantas veces conjurado, perspectiva amurallada por sus propios desvíos, la revolución parecía descansar en el cementerio de la Historia. Sin embargo, a pesar de los exorcismos, la inmensa esperanza de que un día todo podría cambiar emana de la conciencia colectiva y nace del encadenamiento de los acontecimientos. De hecho, ese hilo rojo que recorre los siglos y los continentes nunca se ha roto. Movimiento obrero, emancipación de las mujeres y de todos los oprimidos, liberación nacional: ¿un nuevo capítulo estará esperando ser escrito en este preciso instante? Las iras suscitadas por la crisis económica preocupan a los analistas conservadores. Conscientes de que su modelo ideológico se cae a pedazos, analizan, agazapados, los signos de la emergencia: obreros franceses, desempleados chinos, manifestantes letones... ¿Un nuevo mundo? En todo caso, la loca carrera del capitalismo acaba de agrietar al antiguo.

Doscientos veinte años después de 1789, el cadáver de la Revolución aún se mueve. Sin embargo, François Mitterrand, durante las ceremonias del Bicentenario, invitó a Margaret Thatcher y a Joseph Mobutu a presenciar su entierro. Como el año de la conmemoración fue también el de la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama anunció el “fin de la historia”, es decir, la eternidad de la dominación liberal en el mundo y el cierre, a sus ojos definitivo, del paréntesis revolucionario. Pero la crisis del capitalismo vuelve a sacudir la legitimidad de las oligarquías en el poder. El aire es más liviano o más pesado, según las preferencias. Evocando a “esos intelectuales y artistas que convocan a la revuelta”, Le Figaro ya se aflige: “François Furet parece haberse equivocado: la Revolución Francesa no ha terminado” (1).

La era “descafeinada”
Sin embargo, como muchos otros, el historiador en cuestión no ahorró esfuerzos para conjurar su recuerdo y alejar la tentación. En otros tiempos considerada como la expresión de una necesidad histórica (Marx), de una “nueva era de la historia” (Goethe), de una epopeya iniciada por esos soldados del Año II a los que cantaba Victor Hugo –“Y se veían marchar esos magníficos miserables por el mundo deslumbrado”–, ya no se mostraba de ella más que la sangre en sus manos. De Rousseau a Mao, una utopía igualitaria, terrorista y virtuosa, habría pisoteado las libertades individuales y dado a luz al frío monstruo del Estado totalitario. Finalmente, la “democracia” se recuperó y predominó, festiva, apacible, de mercado. También heredera de revoluciones, sólo que de otro orden, al estilo inglés o estadounidense, más políticas que sociales, “descafeinadas” (2).

También del otro lado de la Mancha habían decapitado un rey. Pero como la resistencia de la aristocracia fue menos vigorosa que en Francia, la burguesía no tuvo la necesidad de aliarse con el pueblo para establecer su dominio. En los círculos más favorecidos, ese modelo, sin miserables ni sans-culottes (3), parecía más distinguido y menos peligroso que el otro. Así, Laurence Parisot, presidenta del empresariado francés, no traicionaba el sentimiento de sus mandantes al confiar a un periodista de The Financial Times: “Adoro la historia de Francia, pero no me gusta mucho la Revolución. Fue un acto de una violencia extrema que todavía sufrimos. Nos obligó a cada uno de nosotros a ubicarnos en un bando”. Y agregó: “Nosotros no practicamos la democracia con tanto éxito como Inglaterra” (4).

“Estar en un bando”: este tipo de polarización social resulta enojosa cuando, en cambio, deberíamos mostrarnos todos juntos y solidarios con la empresa, con el patrón, con la marca, aunque permaneciendo cada uno en su lugar. Porque ante los ojos de quienes no la aprecian, el error principal de la Revolución no fue la violencia, un fenómeno tristemente banal en la historia, sino una cosa infinitamente más rara: el cambio radical del orden social que se produce en ocasión de una guerra entre pudientes y proletarios.

En 1988, en busca de un argumento contundente, el presidente George H. Bush reprendió severamente a su adversario demócrata, Michael Dukakis, un tecnócrata perfectamente inofensivo: “Quiere dividirnos en clases. Eso es bueno para Europa, pero no para Estados Unidos”. ¡Clases, en Estados Unidos! ¡Puede apreciarse el horror de semejante acusación! Hasta el punto de que veinte años más tarde, en momentos en que el estado de la economía estadounidense pareciera imponer sacrificios tan desigualmente repartidos como lo fueron los beneficios que los precedieron –un verso de La Internacional reclama: “al ladrón cortarle el cuello”…–, el actual inquilino de la Casa Blanca consideró urgente desactivar la cólera popular: “Una de las lecciones más importantes que pueden extraerse de esta crisis es que nuestra economía sólo funciona si estamos todos juntos. (…) No tenemos los medios para ver un demonio en cada inversor o empresario que trata de obtener una ganancia” (5). Ya lo sospechábamos: Barack Obama no hará la revolución.

“La revolución es, en primer lugar, una ruptura. Quien no acepta esta ruptura con el orden establecido, con la sociedad capitalista, no puede ser un adherente al Partido Socialista.” Así hablaba François Mitterrand en 1971. Desde entonces, las condiciones de adhesión al Partido Socialista (PS) se volvieron menos draconianas, ya que no rechazan al director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Kahn, ni al de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Pascal Lamy. La idea de una revolución también ha retrocedido en otras partes, incluso en los grupos más radicales. Entonces, la derecha se ha apropiado de la palabra, aparentemente todavía portadora de esperanza, para convertirla en sinónimo de una restauración, de la destrucción de una protección social conquistada –e incluso arrancada– al “orden establecido”.

A las grandes revoluciones se les reprocha, no obstante, su violencia. Algunos se ofuscan, por ejemplo, por la masacre de los guardias suizos durante la toma de las Tullerías en agosto de 1792, o de la familia imperial rusa en julio de 1918 en Ekaterimburgo, o por la eliminación de los oficiales del ejército de Chiang Kai-Shek tras la toma del poder por los comunistas chinos en 1949. Pero entonces hubiera sido mejor no ocultar anteriormente las hambrunas del Antiguo Régimen con un fondo de baile en Versailles y de diezmo arrebatado por los sacerdotes; los centenares de manifestantes pacíficos masacrados en San Petersburgo un “domingo rojo” de enero de 1905 por los soldados de Nicolás II; los revolucionarios de Cantón y de Shanghai arrojados vivos, en 1927, a las calderas de las locomotoras. Sin mencionar siquiera las violencias cotidianas del orden social que en otros tiempos se esperaba desmantelar.

El episodio de los revolucionarios quemados vivos no sólo marcó a los que se interesaban en la historia de China, sino que es conocido por los millones de lectores de La condición humana, de André Malraux. Porque durante décadas, los más grandes escritores, los más grandes artistas se unieron al movimiento obrero para celebrar las revoluciones y las “mañanas que cantan”. Incluyendo, es verdad, una minimización de las contrariedades, las tragedias, los pálidos amaneceres (policía política, culto de la personalidad, nepotismo, campos de trabajo, ejecuciones).

“Condenados”
En cambio, desde hace treinta años no se habla más que de eso; se lo recomienda incluso para tener éxito en la universidad o en la prensa y para brillar en la Academia. “Quien dice revolución dice irrupción de la violencia –explica Max Gallo–. Nuestras sociedades son extremadamente frágiles. La mayor responsabilidad de quien tiene acceso a la palabra pública es alertar contra esa irrupción” (6). Furet pensaba, por su parte, que todo intento de transformación radical era totalitario o terrorista, que “la idea de otra sociedad se ha convertido en algo casi imposible de pensar”. Su conclusión: “henos aquí condenados a vivir en el mundo en que vivimos” (7). Puede concebirse que semejante destino estaba en concordancia con las expectativas de sus lectores, en general protegidos de las tormentas por una existencia agradable de cenas y debates.

La fobia a las revoluciones y su corolario, la legitimación del conservadurismo, descubrieron muchos otros repetidores aparte de Gallo y Furet. Por ejemplo, las decisiones tomadas por los medios, cine incluido. Desde hace treinta años, han querido establecer que fuera de la democracia liberal sólo se encontraban regímenes tiránicos y en connivencia entre ellos. El lugar asignado al pacto germano-soviético fue mucho mayor que el reservado a otras alianzas contra natura, como los acuerdos de Munich y el apretón de manos entre Adolf Hitler y Neville Chamberlain. El nazi y el conservador comulgaban por lo menos en su odio a los frentes populares. Y ese mismo temor de clase inspiró a los aristócratas de Ferrara y a los maestros forjadores del Ruhr cuando favorecieron la llegada al poder de Benito Mussolini y del Tercer Reich (8). ¿Está permitido recordar eso todavía?

En ese caso, vayamos algo más lejos… Al mismo tiempo que teorizaba brillantemente su rechazo a una revolución de tipo soviético, calificada por uno de sus amigos como “blanquismo con salsa tártara”, Léon Blum, una figura tan respetada por los profesores de virtud, reflexionó sobre los límites de una transformación social en la cual el sufragio universal fuera el único talismán. “No estamos totalmente seguros –prevenía en 1924– de que los representantes y dirigentes de la sociedad actual, en un momento en que sienten que sus principios esenciales están muy gravemente amenazados, no salgan ellos mismos de la legalidad.” En efecto, las transgresiones de este tipo no han faltado, desde el “pronunciamiento” de Franco en 1936 al golpe de Estado de Pinochet en 1973, sin olvidar el derrocamiento de Mossadegh en Irán en 1953. El jefe socialista Léon Blum señalaba, a fin de cuentas, que “en Francia la República nunca fue proclamada en virtud de un voto legal realizado dentro de las formas constitucionales. Fue instalada por la voluntad de un pueblo sublevado contra la legalidad existente” (9).

El sufragio universal, ahora invocado para descalificar a las demás formas de intervención colectiva (como las huelgas en los servicios públicos, asimiladas a la toma de rehenes), se habría vuelto el alfa y el omega de toda acción política. Sin embargo, las cuestiones que Blum planteaba en relación con el sufragio universal no han envejecido: “¿Es una plena realidad hoy en día? ¿Acaso la influencia del patrón y del propietario no pesa sobre los electores, junto con la presión de la potencia del dinero y de la gran prensa? ¿Los electores son libres del sufragio que emiten, libres por la cultura de su pensamiento, libres por la independencia de su persona? Y, para liberarlos, ¿no sería precisamente necesaria una revolución?” (10). Se murmura sin embargo que el veredicto de las urnas ha desbaratado en tres países europeos –Países Bajos, Francia e Irlanda– las presiones conjuntas del patrón, del poder del dinero y de la prensa. Por esa misma razón, no se las ha tomado en cuenta…

El “futuro radiante”
“Hemos perdido todas las batallas, pero somos nosotros los que tenemos las canciones más bellas.” Esta frase, cuyo autor habría sido un combatiente republicano español que buscaba refugio en Francia, resume a su manera el problema de los conservadores y de su punzante pedagogía de la sumisión. Dicho de manera simple, las revoluciones dejan en la historia y en la conciencia humana una huella indeleble, incluso cuando fracasan, incluso cuando se las deshonra. En efecto, encarnan ese momento tan raro en que la fatalidad se subleva, en que el pueblo toma ventaja. Por eso su resonancia universal. Porque cada uno a su manera, los amotinados del Potemkin, los supervivientes de la Larga Marcha, los “barbudos” de Sierra Maestra, resucitan esa gesta de los soldados del Año II que le sugirió al historiador británico Eric Hobsbawm que “la Revolución Francesa reveló la potencia del pueblo de una manera que ningún gobierno se ha permitido olvidar, aunque más no sea por el recuerdo de un ejército improvisado de conscriptos no entrenados pero victorioso de la poderosa coalición formada por las tropas de elite más experimentadas de las monarquías europeas” (11).

No se trata sólo de un “recuerdo”: el vocabulario político moderno y la mitad de los sistemas jurídicos del mundo se inspiran en el código inventado por la Revolución. Y quien piense en el “tercermundismo” de los años 60 puede preguntarse si una parte de su popularidad en Europa no proviene del sentimiento de reconocimiento (en el doble sentido del término) al que dio nacimiento. En efecto, el ideal revolucionario, igualitario, emancipador, del Siglo de las Luces, pareció renacer en el Sur, en parte gracias a vietnamitas, argelinos, chinos, chilenos que se habían educado en el Viejo Continente.

El Imperio se empantanaba, pero las antiguas colonias tomaban la posta y la revolución continuaba. La situación actual es diferente. La emancipación de China y de India y su afirmación en la escena internacional suscitan aquí y allá curiosidad y simpatía, pero no remiten a ninguna esperanza “universal” vinculada, por ejemplo, a la igualdad, al derecho de los oprimidos, a otro modelo de desarrollo, a la preocupación por prevenir las restauraciones conservadoras nacidas del saber y la distinción.

El entusiasmo internacional que suscita América Latina es más grande porque la orientación política es allí al mismo tiempo democrática y social. Cierta izquierda europea justifica desde hace veinte años la prioridad que asigna a las demandas de las clases medias teorizando el fin del “paréntesis revolucionario” y la desaparición política de las categorías populares. Por el contrario, los gobernantes de Venezuela y de Bolivia vuelven a movilizar esas categorías, probándoles que su suerte es tomada en cuenta, que su destino histórico no está sellado, en suma, que la lucha continúa.
Por más deseables que sigan siendo, las revoluciones son escasas, ya que suponen al mismo tiempo una masa descontenta dispuesta a actuar, un Estado cuya legitimidad y autoridad se encuentren cuestionadas por una fracción de sus partidarios habituales (a causa de su impericia económica, o de su incuria militar, o de divisiones internas que lo paralizan y luego lo dislocan), y, por último, la preexistencia de ideas radicales de cuestionamiento del orden social, extremadamente minoritarias al inicio (Bonelli, pág. 25), pero a las cuales pueden unirse todos aquellos cuyas viejas creencias o lealtades resultaron disueltas (12).

La historiadora estadounidense Victoria Bonnell estudió a los obreros de Moscú y de San Petersburgo en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Como se trata del único caso en que ese grupo social fue el actor principal de una revolución “exitosa”, su conclusión merece ser conocida: “Lo que caracteriza la conciencia revolucionaria es la convicción de que las quejas sólo pueden ser satisfechas por la transformación de las instituciones existentes y por el establecimiento de otra organización social” (13). Lo que equivale a decir que esta conciencia no aparece de manera espontánea, sin una movilización política y una efervescencia intelectual previas.

Tanto más porque en general, y es a lo que asistimos en el momento actual (Klare, pag. 22), la demanda de los movimientos sociales es antes que nada defensiva. Ellos pretenden restablecer un contrato social que juzgan que ha sido violado por los patrones, los propietarios de tierras, los banqueros, los gobernantes. Pan, trabajo, una vivienda, estudios, un proyecto de vida; pero no (todavía) un “futuro radiante”, sino la “imagen de un presente despejado de sus aspectos más dolorosos” (14). Recién luego, cuando la incapacidad de los dominantes para cumplir con las obligaciones que legitiman su poder y sus privilegios se torna manifiesta, es cuando, a veces, se plantea la cuestión, más allá de círculos militantes, de saber “si los reyes, los capitalistas, los sacerdotes, los generales, los burócratas siguen teniendo alguna utilidad social” (15). Se puede hablar entonces de revolución. La transición de una etapa a otra puede producirse rápidamente –dos años en 1789, algunos meses en 1917– o no realizarse nunca.

Desde hace casi dos siglos, millones de militantes políticos o sindicales, historiadores y sociólogos han examinado las variables que determinan el desenlace: ¿la clase dirigente está dividida y desmoralizada? ¿Su aparato represivo sigue intacto? ¿Las fuerzas sociales que aspiran al cambio están organizadas y son capaces de entenderse? En ningún lado estos estudios han sido más numerosos que en Estados Unidos, donde se trataba a menudo de comprender las revoluciones, de admitir todo lo que ellas habían aportado, pero para conjurar mejor su perspectiva.

La fiabilidad de esos trabajos reveló ser aleatoria. En 1977, por ejemplo, se preocupaban más que nada por la “ingobernabilidad” de las sociedades capitalistas. Y, por contraste, se preguntaban: ¿por qué la URSS es tan estable? En este último caso, las explicaciones eran variadas: preferencia de los dirigentes y de la población soviética por el orden y la estabilidad; una socialización colectiva que apoyaba los valores del régimen; naturaleza no acumulativa de los problemas a resolver, lo que le permitía al partido maniobrar; buenos resultados económicos que contribuían a la estabilidad buscada; aumento en el nivel de vida; condición de gran potencia, etc. (16). Cuando ya era inmensamente célebre, el politólogo de Yale Samuel Huntington concluía así esta acumulación de índices concordantes: “Ninguno de los desafíos previstos para los próximos años parece cualitativamente diferente de los desafíos a los cuales el sistema soviético ya logró responder” (17).

Todos conocen lo que siguió… ♦

REFERENCIAS
(1) Le Figaro, París, 9-4-09.

(2) “En una palabra, lo que exige la sensibilidad liberal es una revolución descafeinada, una revolución que no sabría a revolución”, resume Slavoj Zizek en Robespierre: entre vertu et terreur, Stock, París, 2008.

(3) La expresión sans-culottes significa literalmente “sin calzas”. El término está relacionado con las modas y costumbres de la época –el siglo XVIII–, ya que los sectores sociales más acomodados vestían unas calzas cortas y ajustadas, mientras que muchos miembros del Tercer Estado llevaban pantalones largos (N. de la T).

(4) The Financial Times Magazine, Londres, 7/8-10-06.

(5) Conferencia de prensa del 24-3-09.

(6) Le Point, París, 25-2-09.

(7) François Furet, El pasado de una ilusón, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

(8) En 1970, los realizadores Vittorio de Sica, en El jardín de los Finzi-Contini, y Lucino Visconti, en Los condenados, abordaron este tema.

(9) Léon Blum, “L’idéal socialiste”, La Revue de Paris, mayo de 1924. Citado por Jean Lacouture, Léon Blum, Seuil, París, 1977.

(10) Ibid.

(11) Eric J. Hobsbawm, Los ecos de la marsellesa, Crítica, Barcelona, 2003.

(12) Jack A. Goldstone, Revolution, Wadsworth Publishing, Belmont (California), 2002, y Theda Skocpol, Etats et révolutions sociales, Fayard, París, 1985.

(13) Victoria Bonnell, The Roots of Rebellion. Workers’ Politics and Organizations in St. Petersburg and Moscow, 1900-1914, University of California Press, Berkeley, 1984.

(14) Barrington Moore, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, UNAM, México, 2007.

(15) Ibid, p. 84.

(16) Seweryn Bialer, Los primeros sucesores de Stalin, FCE, México, 1987.

(17) Samuel Huntington, “Remarks on the Meaning of Stability in the Modern Era”, en S. Bialer y S. Sluzar (ed.), Radicalism in the Contemporary Age, 3- Strategies and Impact of Contemporary Radicalism, Westview Press, Boulder, CO, 1977.

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