lunes 20 de julio de 2009
Andrés Soliz Rada (especial para ARGENPRESS.info)
El fundamentalismo indigenista plantea forjar un planeta en el que coexistan armoniosamente los seres humanos y la naturaleza, sin contaminación ambiental y sin carreras armamentistas.
Para alcanzar los celestiales objetivos, dos altos personeros de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Manuela Tomei y Lee Swepson, entregaron en Ginebra, Suiza, en julio de 1995, la “Guía para la Aplicación del Convenio 169”, de 1989, sobre pueblos indígenas y tribales. Tomei y Swepson destacan que la citada guía “pretende contribuir al diálogo entre los gobiernos, las organizaciones indígenas y las ONG”.
Es obvio que para construir un mundo diferente se requiere terminar con el dominio de los países imperialistas, responsables de sistemáticos genocidios, como los de Irak y Afganistán, de la oprobiosa deuda externa, de las guerras tribales en el África, a fin de apropiarse del petróleo, oro y piedras preciosas, de la instauración de dictaduras sangrientas como las de Pinochet, Trujillo o Somoza y del comercio impune de drogas y tráfico de armas, gracias a paraísos fiscales, evasores de multimillonarios impuestos.
Los filantrópicos enunciados de la OIT generan dudas cuando las grandes ONG, beneficiarias de ilimitados financiamientos de las superpotencias, transnacionales y organismos financieros internacionales, aparecen como salvadoras de la humanidad. ¿Podrá creerse que los todopoderosos resolvieron financiar su propio entierro?
Podrá argumentarse que la OIT reconoce derechos de los pueblos indígenas y tribales sin excepción, lo que demostraría su carácter universal y democrático. Lo anterior olvida que los países altamente industrializados no sufren riesgo por la emergencia del indigenismo a ultranza, lo que no ocurre con aquellos que no han terminado de consolidarse.
Al Estado francés, por ejemplo, no le afecta que los tahitianos de la Polinesia Francesa tengan todas las prerrogativas imaginables, como la autodeterminación, la libre disposición de recursos no renovables o el mantener sus formas de administrar justicia. No obstante, no ocurre lo mismo con la frágil Bolivia, en la que esos mismos derechos en manos de 36 “naciones” indígenas, culminarán con su disgregación inevitable.
El 169 tiene connotaciones diversas. En EEUU, sirve para que 200 pueblos indígenas administren casinos y casas de juego dentro de sus territorios con exenciones fiscales. En el 2007, en tanto casinos de Las Vegas facturaron 6.000 millones de dólares, los pertenecientes a las reservas tribales llegaron a 25.000 millones. La tribu de los Semioles adquirió Hard Café en Hollywood y Tampa en 965 millones de dólares y junto a otra “nación” aborigen, los Miccosukees, logró, el 2006, utilidades por 1.600 millones de dólares. El ex candidato presidencial John McCain denunció que en los casinos indígenas prolifera la drogadicción, prostitución, alcoholismo y delincuencia, en los que la degradación humana, indígenas incluidos, es pavorosa. ¿Este será el futuro que añoran los ultra indigenistas para la humanidad?
Lo anterior no significa ignorar la deuda histórica con los pueblos precolombinos. El problema reside en definir si esa deuda se la encara, en el caso de nuestro país, alrededor de la nacionalidad boliviana, que cohesiona a toda la población, o se permite que las ONG y sus empleados nativos destruyan ese eje de cohesión. La nación boliviana, de la que los pueblos nativos son parte esencial, debe rescatar los legados indígenas, sin destruir la visión unificadora construida por el pensamiento nacional, a fin de cerrar el paso, además, a los incesantes intentos separatistas de la oligarquía cruceña.
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