lunes 20 de julio de 2009
Rómulo Hernández
El matrimonio entre personas del mismo sexo, a menudo, uniformiza criterios en ambos extremos de la sociedad, tanto conservadores como progresistas. Unos por defender intereses propios (económicos o pseudo-religiosos) y otros por desinformación, quienes prefieren atacar o ignorar, antes que arriesgarse a dejar en entredicho su conducta individual. Ambas posiciones niegan una solidaridad imprescindible hacia cualquier grupo humano, que en este caso representa con igual peso un número de votos electorales y una cantidad apreciable de ingresos por impuestos en cualquier país.
A menudo cuando se habla de matrimonios o uniones civiles entre homosexuales, se deja correr la cortina de humo más pesada que a lo largo de la historia se ha utilizado para distraer puntos esenciales de la sociedad, la religión católica. Dejando así, a un lado, creencias de otras prácticas que no siempre han coincidido ni con el rol político de la alta jerarquía católica ni con sus planteamientos morales.
Negarle a un grupo social el derecho al matrimonio o a la unión civil, implica generarle consecuencias emocionales y financieras adversas, como es el privarles de su derecho a seguridad social, protección migratoria (en el caso de uniones entre parejas binacionales), presentación de impuestos en conjunto cuando sea necesario, seguros médicos privados, propiedades en herencia, la posibilidad de tomar decisiones médicas en el caso de incapacidad de la pareja, permisos por concepto de salud del otro o de la otra, visitas al hospital o cuidado de la pareja y seguridad financiera de la pareja y/o de los hijos. Exactamente como ocurre si a una pareja heterosexual se le negara el derecho a legalizar su status.
En el anterior párrafo se sintetiza una gran cantidad de dinero y costo social y es donde a menudo se tocan los extremos ideológicos, coincidiendo a veces gobiernos progresistas con las corporaciones multimillonarias a quienes no les interesa aportar beneficios a un mayor grupo social, especialmente si hasta ahora se ha mantenido en el anonimato.
En la intimidad de los monasterios
Cada vez que se vislumbra la posibilidad de discusión de leyes que podrían favorecer la legalización de matrimonios entre homosexuales, la jerarquía eclesiástica utiliza los medios complacientes de comunicación, para exponer su desaprobación, haciéndose la vista gorda con lo que ocurre entre los paredones de sus monasterios.
Es fácil inquirir que a la edad en que seminaristas (católicos, budistas, etc) se aprestan para convertirse en líderes religiosos con potestad para censurar conductas carnales y hasta gobiernos elegidos democráticamente, aún carecen de madurez sexual o ideológica como para establecer juicios de valor. Es indudable que los monasterios o conventos aglutinan enormes cantidades de personas temorosas, ignorantes o hasta víctimas de sus experiencias íntimas, lo cual en cualquier ambiente seglar o eclesiástico, sin dudas, les deja en desventaja frente a los más expertos.
La iglesia y las bodas “show” de TV
Así como la iglesia desestima la oportunidad de vigilar la conducta de sus propios miembros, tanto al momento de su formación religiosa como al momento de su ejercicio profesional, igualmente mira hacia otro lado cuando en la televisión mundial se promueven programas donde algo tan serio como escoger una pareja, se convierte en un espectáculo en el cual una persona escoge entre varias, para protagonizar su boda ante millones de espectadores a cambio de una buena suma de dinero y múltiples anunciantes.
Este nuevo estilo de trueque o matrimonio heterosexual concertado, donde quienes seleccionan a la pareja son en realidad productores de TV, jamás ha sido motivo de preocupación ni por la iglesia, ni por el estado. Por el contrario, el silencio de la jerarquía eclesiástica podría implicar que en el fondo le da sus bendiciones, al fin y al cabo, desconoce lo que es vivir en pareja... abiertamente.
Para la sociedad sería un desacierto perpetuar una ciudadanía de segunda categoría, sin protección legal y siempre expuesta a la condena de una iglesia que se niega a mirarse a si misma. El problema no es la homosexualidad, es la homofobia. La misma que permite el crimen que va desde la burla pública (que alimenta la violencia) hasta la negación de un derecho humano como es el escoger con quien casarse.
Rómulo Hernández es periodista.
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