domingo, marzo 14, 2010

"Tristezas", considerado la primera partitura de bolero de la historia. (+ Videos)


"Tristezas", considerado la primera partitura de bolero de la historia. Fue compuesto en el año 1895 por el trovador José "Pepe" Sánchez (1856-1918) en Santiago de Cuba.

"Tristezas", considerada la primera partitura de bolero de la historia. Fue compuesto en el año 1895 por el trovador José "Pepe" Sánchez (1856-1918) en Santiago de Cuba.

Nadie -a no ser los propios autores- puede imaginar el grado de contentura que se siente en el momento en que damos por terminada la faena de crear una canción. Antes, mucho antes de ahora, como para que pueda yo decir “en mi tiempo”, se hablaba de “sacar una canción” y es que exactamente, si vamos a pensar en el nacimiento de cada una de ellas, de eso se trata. Nadie imagina la cantidad de vueltas que se da en torno a esta palabra y no otra, a este giro melódico y no aquel (trátese o no de un creador que conoce el nombre de las notas y sabe fijar sus ideas en el pentagrama) nadie que no sea un iniciado en esa experiencia o un oyente excepcionalmente sensible y atento -que los hay- puede acercarse, desde afuera, a la soberana afirmación sobre nosotros mismos presente en el acto de escoger, entre todas las rutas armónicas, entre todas las secuencias de acordes, entre todos los acordes posibles, esta opción y no otra.

Una canción recién terminada es, para su autor, la dicha máxima. Siempre hay un tiempo en que seguimos cantándola para nuestros adentros, arropándola para que no vaya a perder ese calor inefable de las criaturas bien nacidas que ella está destinada a trasmitir en lo adelante una y otra vez. Nacida de tantos desvelos, con frecuencia los autores perdemos control acerca de cómo, finalmente, va a llegarles a los demás. Ahí es donde, verdaderamente, comienza su historia. Todos necesitamos tener una canción que nos pase suavemente por el oído. A algunos se nos aloja en el corazón, a otros en la conciencia, a casi todos en la memoria.

Allá por las primeras décadas del siglo XX, muchas de las letras de canciones cubanas eran obra de poetas. Casi ninguno de ellos alcanzó la fama literaria aunque, sí, el reconocimiento y aprecio justos en su función como letristas de aquellas pequeñas obras maestras hijas de toda la gama de talentos musicales, que va desde el trovador armado de inspiración y oficio hasta aquel que suma a estas virtudes la capacidad para fijar en el pentagrama el fruto de su quehacer. Las canciones de aquella época suelen ser interpretadas al pie de la letra. No recuerdo a alguien que históricamente fuera capaz de propasarse con ese cuerpo orlado de belleza de la hermosa Longina o, mucho menos, con los ebúrneos senos de Santa Cecilia, que Manuel Corona legara, como servido en bandeja de plata, al imaginario musical cubano. Nadie se atrevió a inventarle un sinónimo a la bella fruslería de la cleptómana que Manuel Luna retratara de frente y de perfil. Nadie, a la hora de ganarse la vida (o de ganar vida) cantando una canción de esas que han pasado a ser de todos, ha sido capaz de arrojar sombras sobre la mano blanca cual lirio de abril que hiriera el noble corazón de mi amigo Graciano Gómez.

Pasaron los años y el lenguaje de las canciones comenzó a ser otro, llano y directo, casi nada descriptivo, tendiente a comunicar emociones o a autodefinirse en la manera de sentirlas en función de una colección creciente de arquetipos marcadores de diferencias entre el hombre y la mujer, entre la pasión y la razón, entre la vida y la muerte de todo aquello que vibra o palpita. Comenzó el mundo del mercado, creció la presencia de la música en el cine o en el disco, fueron apareciendo los administradores del gusto de los demás, los conductores de la atención del intérprete de quien dependía –al contrario de lo que ocurría en tiempos en que el autor era, al menos, el comunicador primero de la obra– el hecho de que una canción saliera del anonimato y hasta llegara a popularizarse. Comenzaron a aparecer, vinculados a boleros y canciones de primer orden, los errores en las letras, expresión en unos casos de arrogancia y, en otros, de esa dejadez que arrastramos como secuela de un cierto odio a la precisión, padre del abominable “más o menos”.

Es cierto que el abuso cometido con la emoción, la pasión, la ilusión, verdaderos comodines destinados impúdicamente a rimar con el omnipresente corazón que –gracias a Dios– todavía a estas alturas de la historia tantos mortales llevamos en el medio del pecho, contribuyeron en mucho a la colección de cambios verdaderamente catastróficos que han afectado a muchas de las mejores canciones nacidas a partir de los años treinta del siglo pasado. Atrocidades como cambiar el orden de las estrofas destrozando la lógica de un discurso donde quienes concebimos nuestras propias letras de canciones nos empeñamos en poner el máximo esmero para hacer de cada una de ellas una pieza única, nos acompañan por el camino de la vida derramando, no pocas veces, una cierta dosis de gotas amargas a la hora de presenciar un estreno en vivo o ante el hecho consumado de una grabación que fijará para la posteridad el error en el título o la banalización de una expresión feliz, mediante el uso de una palabra retorcida, el disparatado cataclismo resultante de cambiar este por ese; una por otra y mil otras majaderías que nacen del descuido en el lenguaje, origen de muchísimos males mayores y menores.

Detrás de los verdaderos intérpretes vocales, aquéllos que en realidad llegan a hacerse únicos, encontraremos siempre un buen lector. Bola de Nieve, que con tanto esmero seleccionaba su repertorio y conseguía hacer de cada interpretación suya una vivencia incomparable para el oyente, dedicaba largas sesiones al trabajo de las letras y a su interrelación con la música. “Yo mientras no lloro al ensayar una canción, no considero que está lista para cantarla en público” –me dijo una vez. Elena Burke siempre tuvo cerca un estante atestado de libros, grande, mediano o pequeño según fuera ampliándose el espacio que iba consiguiendo como lugar de residencia. Siempre tuvo un segundo acompañante además del guitarrista de turno: un buen libro para leer.

Los trovadores que vinieron al mundo después de los años sesenta del siglo pasado, se han hecho cargo de defender ellos mismos aquellas canciones que nadie mejor que cada uno de ellos sabe hacernos llegar. Desde el primer momento, los vi salir al ruedo con su muchacha enlazada por la cintura, lanzarse al estanque y bracear enarbolándola para que se mantenga a flote con todas sus comas, con sus acentos y sus frases a veces tan inusuales. Ellos han creado un arte mayúsculo, enseñando los colmillos a todo aquel que se acerque con segundas intenciones. No conozco ejemplos –por poco frecuentes que sean las aproximaciones de terceros a esas canciones– en que se atreva alguien a servirse de sus letras y alterar su intención. Y los felicito, porque van a poder decir que todo aquel que venga en busca de las suyas, va a recibir intacta, como no lo hemos podido determinar con nuestras canciones quienes les hemos antecedido inmediatamente en el tiempo, esa señal de humo que todos, más allá de estilos y de épocas, nos hemos empeñado en lanzar desde el rincón primero donde estuvieron acunadas cuando les dimos vida.

Una de estas mañanas vino, desde la esquina de mi casa, una mujer de mediana edad y pequeña estatura, modestamente vestida, cantando este pedazo de una canción:

..un barredor de tristezas / un aguacero en venganza… Al pie de la letra..

Almendares, 15 de febrero de 2010

Miriam Ramos interpreta “Longina”, de Manuel Corona



Silvio intrerpreta “Rabo de Nube”, de su autoría. En el piano, Chucho Valdés

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