La noticia llegó, como suele suceder ahora con frecuencia, en un correo electrónico de finales de la tarde de ayer, enviado por una amiga común que siguió, paso a paso, durante los últimos meses, los altibajos producidos por su enfermedad.
No por esperada fue menos impactante, arrasadora, tristísima.
En eso estamos, estaremos –creo que mucho tiempo–, tratando de multiplicar en la memoria que construimos hoy la riqueza múltiple de la vida de Sara.
En el vestíbulo del Instituto Cubano de la Música, donde se armó un espacio para recordarla en el día de hoy, estaban pasando un material audiovisual con muchos testimonios de amigas y amigos, gente que quiso y quiere a Sara, en los que se mencionaron seguramente los rasgos esenciales de su obra y de su vida. Silvio habló de su dignidad, Noel mencionó su vitriólica agudeza, Choco habló de la novia de la cultura cubana, alguien más recordó los valores de la complejidad cuando mencionó dos adjetivos que llenan, junto a otros muchos, la memoria de Sara: tierna y fuerte.
Con el eco de esas imágenes abracé a Diana, lloré con ella la tristeza de ese minuto y recordamos el nombre con que unimos, hace tiempo, sus nombres respectivos, para crear esta palabra mágica con la que inicié desde entonces todas las conversaciones telefónicas, los mensajes urgentes y los saludos inaplazables y queridos: Saridiana las llamamos María y yo. Y Saridiana serán en las tardes del Centro Pablo, donde se les quiso, se les quiere, a dos manos, a muchos corazones, siempre.
Allí le entregamos una vez el Premio Pablo “por cantar a la Patria agradecida y al amor de millones, fundiendo, a través de la belleza y de la poesía, la épica de los grandes hechos históricos y el imprescindible latido de la vida cotidiana con sus misterios intensos y admirables”.
Por eso escribí hoy, a nombre de la gente del Centro Pablo, en un libro abierto para seguirla recordando, la frase que da título a esta nota. Y por eso comparto ahora también con ustedes aquellas palabras que le regalamos, hace más de diez años, cuando recibió el más alto premio de la cultura y de la Patria.
Víctor Casaus
PARA SARA
De pronto uno descubre que la palabra de esta mujer, que la melodía y la risa y el humor de esta mujer te vienen acompañando a lo largo de media vida. Qué maravilla. Lo mejor -para ella, para mí que ahora lo cuento, para todos, que lo hemos vivido- es que se ha tratado de un asunto natural -tan natural como la cultura y como la vida misma.
Las canciones que han pasado por la voz de Sara nos entregaron, en cada momento, un latido necesario, una pregunta imprescindible, una verdad compartida. Ese es probablemente el mayor elogio que pueda recibir un artista: que su obra transite por los instantes de su tiempo, que forme parte, imperceptiblemente, de la vida de sus contemporáneos y que desde ese territorio auténtico e inviolable se prepare para alcanzar la trascendencia verdadera.
Sara la alcanzó, la continúa alcanzando, con su obra y con su vida, y por eso estamos aquí esta noche, para traducir en alto premio nuestra admiración y nuestro cariño.
Podrían ofrecerse los datos y las cifras que pretenden resumir esa vida y ese trabajo. Decir, por ejemplo, que:
“su obra personal conocida abarca una treintena de partituras recogidas en 4 LPs de la firma discográfica EGREM y tres CDs: “Con apuros y paciencia”, “Si yo fuera mayo” y su último trabajo, “Mírame”.. El carácter multifacético de su quehacer artístico en el transcurso de los últimos años la ubica también entre los promotores de una vertiente satírica dentro del teatro musical. Ha llevado su voz y el nombre de Cuba a España, Santo Domingo, Polonia, México, Venezuela, Alemania, Holanda, Estados Unidos, Australia, Canadá, Francia, Puerto Rico, Tailandia, Italia, Argentina, Uruguay, Portugal, Brasil, Corea, Chile, Noruega, Suiza, Suecia, Irlanda…”
Pero esa información no puede abarcar, por suerte, una vida. Pueden agregarse títulos a esa lista, que quizás no se actualizó en la última semana, puede añadirse un país olvidado, y no sería suficiente.
Por eso prefiero ahora, con ustedes, verla llegar al Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC en 1972, a repartir la claridad de sus ojos entre los presentes y a demostrar, en las clases, los ensayos y las grabaciones, que traía una voz apasionada, dúctil e indomable a la vez, al territorio fértil de la canción cubana. Allí, junto a aquellos locos magníficos -convocados por Alfredo Guevara con un hábil pretexto: hacer música para el cine- integraría esa vanguardia de nuestra cultura que después conoceríamos como el movimiento de la nueva trova.
Esa historia pertenece a la cultura cubana y Sara pertenece a esa historia, que se nutrió con la imagen, la generosidad y la valentía de Haydée Santamaría, desde la Casa de las Américas, para consolidar una manera de decir y de hacer que, como todo lo nuevo en la cultura y en la vida, debía derribar prejuicios, desatar trabas y abrir los cauces imprescindibles para la poesía, la belleza y la comunicación.
Las canciones de Sara -como la de los principales integrantes de aquella vanguardia artística: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola- asumieron entonces, desde la autenticidad y el talento, el reto de la comunicación inmediata y del ejercicio de la épica en los grandes hechos históricos y en la acción cotidiana. La poesía y la música, puestos al servicio de un medio -el cine- que les determinaba los temas, salieron airosas, a punta de talento y de autenticidad, dejándonos para la memoria de la cultura, por ejemplo, aquella reconstrucción del programa del Moncada (”su voz llenaba el salón / sólo quien fue tan herido / la patria humillada ha visto…”) en que se desgranaban los temas sociales, considerados tantas veces como áridos y difíciles de traducir a los lenguajes del arte.
Ahí reside posiblemente la explicación para la maravilla de ese misterio: aquellas canciones no pretendían traducir la historia a otro lenguaje, el del arte, sino que fundían en sus palabras -con “sangre del corazón y de la verdad que entraña”, como diría la propia Sara- las esencias de ambas expresiones de la creación humana, haciéndolas una sola, compleja e intensa, llena de retos, riesgos y búsquedas. Por eso hoy, casi treinta años después de concebida esa canción y más de cuarenta de transcurrido el hecho histórico al que se refiere, puede vibrar la voz de la trovadora hablándonos de los “campesinos que en la Sierra / amada y ajena sudan” y de los pobres de la tierra a los que “no le iban a decir: te vamos a dar / sino: tienes aquí, / lucha con toda tu fuerza / hasta vencer o morir”.
Entre las imágenes de mi antología personal de la nueva trova -esa que cada uno construye con sus recuerdos, gustos y experiencias- está Sara, levantando a un auditorio, en Cuba u otro país, arriesgando su canción, sin música, apuntalada solamente (¿solamente?) por aquella voz dúctil e indomable de que hablaba, para recordarnos que “a los héroes se les recuerda sin llanto”, “y que viven allí donde haya un hombre / presto a luchar, a continuar”.
Esa identificación, ese amor a los momentos, las esencias y los símbolos de la Revolución Cubana, loado y confesado por la trovadora, han convivido, conviven, en su obra y en su vida con otros amores, igualmente intensos, admirables y auténticos.
Gracias a ello, hemos podido disfrutar, al mismo tiempo, con Sara, su invitación a “saborear una trovada” y su declaración de principios sobre los orígenes de su tradición musical, su elogio del son, ahora llevado a uno de sus más recientes discos y presente, desde siempre, en su interpretación deleitosa. Si fuera necesaria una imagen para probar esta verdad, ahí está Sara, hecha pasión y hecha sabor popular, sobre un escenario:
“Rompe este coco
toma saoco
trina como un sinsonte temprano
dame tu abrazo, toma este beso
y no le pongas precio, mi hermano”.
Y para confirmar lo que nos dice su canción, estaría también su palabra hecha conversación, llena de sabiduría y de humor, con la que ilumina las tertulias de su terraza:
Yo digo que el son es mi raíz y al que pretenda devaluarme le propongo que traiga a Bach… a ver si puede repartir güiro, tumbadoras, claves, bongó e inspiración en cuatro voces.
Lo mejor de esa declaración posiblemente sea que proviene de una artista que hizo “primero los estudios de viola en el conservatorio y después en la Escuela Nacional de Instructores de Arte dónde además de diplomarse ejerció el profesorado de guitarra y solfeo”, como señala alguna nota biográfica.
De modo que, entre otras riquezas y complejidades admirables de su vida y de su obra, también puede señalarse que Sara proviene de la enseñanza artística diseñada y puesta en práctica desde los años iniciales del triunfo revolucionario, y que a ello sumó, para nuestro disfrute, los valores esenciales de la expresión del pueblo. De esa fusión hermosa y difícil entre lo culto y popular se ha nutrido la obra de muchos creadores cubanos a lo largo de nuestra historia.
He compartido, durante estos años de juventud interminable, como los llama un amigo que admiro, la manera en que Sara ha multiplicado su talento y su pasión y los ha repartido generosamente entre todos. También admiro que ese proceso creador intenso que esta noche se premia aquí, se haya producido, apasionadamente, dentro de una vida vivida igualmente con pasión, con honestidad, con diafanidad y con coraje, en esos territorios que, sólo para entendernos, llamamos social y personal -y que son, hoy lo sabemos mejor que nunca, los rostros de una misma identidad.
Sara querida, hermanita del alma, hace pocos meses te vi llegar, repartiendo la claridad de tus ojos, a un patio de la Habana Vieja, donde se inauguraba la exposición Gracias por la música de nuestra amiga Diana Balboa, y allí probablemente, entre aquellas imágenes y aquellas canciones, se empezaron a escribir estas palabras de cariño y admiración que esta noche te regalamos, entre todos los que creemos contigo, “con apuros y paciencia”, que
“hay un lugar donde se unen nuestras tibiezas con el sol,
donde se siembra día a día la ternura”
Estamos, Sara, contigo en ese lugar, que es nuestro, por suerte y para siempre.
Víctor Casaus
20 de octubre de 2001
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