Una multitud emocionada pero sin solemnidades desbordó el salón, el edificio y los jardines del sitio escogido para exponer las cenizas de Sara González antes de esparcirlas en el mar que bordea la costa habanera. Su compañera Diana Balboa afirmó que en los deseos de Sara nada quedaba más lejos que los tradicionales ritos mortuorios. Y cantaron, proyectaron escenas de sus conciertos, un documental con opiniones sobre ella, su trayectoria, sus criterios sobre la música, la vida, la actualidad, la patria. Unas semanas antes la cantautora, conocida como la voz femenina de la Nueva Trova, participó en la que sería su última ocasión en la peña “El Jardín de la Gorda”. Allí estaba su público habitual junto a músicos que la acompañaron en la experiencia profesional. Ella coreó las canciones y como siempre, lanzó flechas de cariñosa ironía desde una silla y atendida por una enfermera. Aunque no todos siquiera imaginaran que era la última vez, condujo el espectáculo de su despedida. Una foto de esa tarde señorearía la sala de su adiós sin obituarios, pero de concentrada emoción, donde se podía palpar la significación pública e íntima quienes acudieron.
A ninguno sorprendió la presencia de artistas de diversas disciplinas, intelectuales y profesionales junto a obreros, niños que llegaban a observar el bosque de flores alrededor de su foto. Por oleadas surgían las canciones, las suyas o las que interpretó en una carrera que ahora nos pareció cruelmente breve. O señoreaba el silencio, hasta que algún espontáneo cedía al impulso de una despedida, nada que semejara un discurso, sino una evocación de voz quebrada y ojos húmedos. Nadie organizaba lo que sucedía, el llanto de sus amigos, que intercambiaban abrazos para ayudarse a sobrellevar la tristeza. Aunque esperada por los más cercanos, la muerte de Sara los golpeaba como un alud imponderable. Otros observaban la variedad de personas que llegaban, aunados por la pérdida. Y los que permanecían silenciosos, ensimismados y como descreídos de lo que allí ocurría. Unos días antes la vieron en la televisión, con la gestualidad y la pasión de sus interpretaciones, y en la peña. Acudían al imán de su impronta. Aquella ceremonia carente de engolamientos y solemnidades, de gestos impostados, con el sabor de una reunión familiar, respondía al carácter de Sara González. No era un adiós, sino un paréntesis en un extendido reconocimiento de su calidad humana, de su significación como artista y ciudadana. Al final salieron en silencio, con pasos lentos, cabizbajos, convencidos de que mañana volverán a verla, a escucharla. La seguridad radica en que, en verdad, los acompaña, la llevan dentro. |
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