Por Por Manuel Justo Gaggero *
Corría el año 1971, la presidencia de facto de la república estaba ocupada por el general Alejandro Agustín Lanusse. Yo vivía, en esa época, en la ciudad de Paraná, en donde habíamos constituido el Frente Unico de la Resistencia para enfrentar a la dictadura militar. En la madrugada del 18 de septiembre recibí una llamada cargada de angustia de mi hermana Emilia Susana en la que me decía que el día anterior en un departamento ubicado en la intersección de las calles Paraguay y Canning de la Capital Federal habían sido detenidos varios compañeros que integraban el Partido Revolucionario de los Trabajadores, entre los que estaba su compañero Luis Enrique Pujals. Los apresados habían sido trasladados a Coordinación Federal, menos este último, que había literalmente “desaparecido”, negando su arresto la Policía Federal.
Unos meses antes se había producido el secuestro del matrimonio Verd en San Juan y de los Maestre en Buenos Aires.
Toda la presión de la opinión pública y de los dirigentes políticos democráticos fue insuficiente para lograr saber qué había pasado. Con este caso se empezaba a perfilar lo que luego fue una práctica común de las Fuerzas Armadas durante el período del Terrorismo de Estado.
Diez años más tarde, ya en el exilio, vivía en Managua, que atravesaba el mejor momento de la Revolución Sandinista. Antes de irme al Ministerio de Justicia, aquel 18 de septiembre escuché las últimas noticias, que informaban que un comando de guerrilleros argentinos había ejecutado en Asunción del Paraguay al ex dictador Anastasio Somoza Debayle. Las noticias eran confusas y no había confirmación oficial.
A media mañana, la Dirección Nacional del Frente Sandinista dio una conferencia de prensa anunciando el operativo que había terminado con la vida del “último marine”, responsable de centenares de asesinatos y de los bombardeos a las principales ciudades nicaragüenses. En el anuncio agradecieron al comando que había llevado a cabo la acción, que estaba encabezado por Enrique Gorriarán Merlo e integrado por militantes y combatientes del PRT-ERP, entre los que se encontraba Hugo Irurzún, el “capitán Santiago”, el único abatido en la acción, asesinado por la policía paraguaya horas después del atentado. En la calle había un clima de festejo y se sentían los disparos al aire de los “compas”.
Al llegar al ministerio encontré a mis compañeros de trabajo en la calle, porque habían partido a buscar un barril de cerveza para festejar.
Santiago había participado en la ofensiva final del frente en Nicaragua en la llamada “Columna Sur” y era uno de los combatientes del ERP más destacados. Cuando llegué a Managua me esperaba en el aeropuerto para darme la bienvenida a este segundo territorio libre de América –el primero era Cuba–. Su caída en combate me generó un gran dolor.
Meses más tarde se planteó la necesidad de que esta histórica acción fuera difundida internacionalmente y en la Argentina, en donde la dictadura empezaba a debilitarse. Para ello hablamos primero con el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, a la sazón vicepresidente de la Nación, el que nos sugirió que le pidiéramos a Julio Cortázar, que hacía poco que había publicado una magnífica descripción de la Revolución Nicaragüense titulada “Nicaragua, tan violentamente dulce”, para que elaborara una novela sobre el tema.
Conversamos la idea con el pelado Gorriarán y con Roberto Sánchez y ambos sugirieron que viajara a París para plantearle el tema a Cortázar.
En mis largos años de militancia había llevado a cabo tareas difíciles, como fue la de explicarle a Ricardo Balbín que de persistir la actividad de la Triple A debería pensar en la posibilidad de trasladarse a Tucumán, en donde operaba la guerrilla de monte, o convencer a Raúl Alfonsín de que era importante que hablara con Santucho, pero ésta me parecía muy engorrosa.
Sentía una profunda admiración por Cortázar, al que consideraba uno de los mejores escritores latinoamericanos del siglo XX y un intelectual comprometido con su época y con las luchas de los pueblos del Tercer Mundo. Su publicitada solidaridad con la Revolución Cubana le había generado la antipatía de la gran prensa de los Estados Unidos y de Europa y de escritores como Vargas Llosa, entre otros.
Cuando llegué a México para tomar el vuelo a París compré un libro realmente encantador de Julio: Queremos tanto a Glenda. Lo leí en el vuelo para encontrar algún tema que fuera disparador en mi conversación con él. Igual me sentía muy nervioso y preocupado, pese a que llevaba una carta de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, que me presentaba y le pedía a Cortázar que me recibiera.
Ya instalado en la ciudad que “bien vale una misa”, llamé a la casa de Julio y me atendió su compañera Carol, que me dijo que me esperaban para tomar unos mates; a ambos les parecía interesante conversar con un argentino que vivía en Nicaragua, país al que querían mucho.
Llegué al departamento que habitaban y en una habitación llena de libros empezamos a charlar. Lo primero que se me ocurrió decirle fue que al leer sus novelas me parecía que “inventaba” palabras. Se rió y me respondió que la función de un escritor era la de recrear el lenguaje, enriquecerlo.
En ningún momento me hacía sentir mal; por el contrario, su sencillez, la calidez con la que me recibió, me impresionaron fuertemente. El quería saber cómo era trabajar en un Ministerio de Justicia en un país revolucionario y le empecé a contar cómo se procesaba la formación de las leyes y la extraordinaria experiencia que estaba haciendo como abogado en una Nicaragua que tenía fuertes vinculaciones culturales con Argentina.
Los nicaragüenses de mi generación leían Billiken y habían aprendido a leer con Upa.
Las anécdotas se sucedían y cada vez me sentía más tranquilo y más seguro de que, sin duda, Julio y Carol eran dos personas maravillosas y queribles.
Finalmente vino la pregunta esperada: “¿Cuál es el motivo de tu visita, que, como dice Daniel en su carta, me vas a explicar vos?”. Le dije de qué se trataba, nada menos que de que escribiera una novela histórica sobre la ejecución del ex dictador en Asunción, para lo cual los compañeros que participaron estaban dispuestos a brindarle toda la información necesaria.
Tardó un momento en contestarme. Me manifestó que sentía una profunda admiración por los compañeros que habían llevado a cabo el operativo, que viajaría especialmente a Managua a conocerlos, pero que le resultaba imposible “escribir por encargo”.
Nos vimos varias veces más durante mi estadía en París y pese a que había fracasado en el objetivo que nos habíamos trazado, sentía que había conocido a un ser humano “fuera de serie”.
Un mes más tarde y fieles a su palabra, Julio y Carol viajaron a Managua, y en la casa de Tomás Borge –uno de los fundadores del Frente Sandinista– en la que se hospedaban recibieron a todos los integrantes del grupo, manteniendo una larga conversación con cada uno de ellos.
En los viajes posteriores nos seguimos viendo y comprobé que “queríamos y queremos tanto a Julio” por su prolífica producción como escritor y por su compromiso con su época y con las luchas de nuestros pueblos.
* Abogado, ex director del diario El Mundo.
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