Seguramente tiene razón Galeano cuando escribe a propósito de la muerte de Mario Benedetti: “yo no solo soy enemigo de la inflación monetaria, sino también de la inflación ‘palabraria’. Y me parece que el dolor se dice callando”. Así de caudalosos –de estériles– pueden ser, en casos como este, los ríos de la retórica.
Pero de todas formas me ha impresionado que en estos días hayan navegado por las aguas procelosas del ciberespacio y por las emisoras radiales y por los boletines urgentes tantas palabras emocionadas que recuerdan, a su vez, la palabra imaginativa y clara, alumbradora y comunicativa de Benedetti. Esta emocionada persistencia en la recordación de sus poemas íntimos y sociales a la vez, de su poesía acompañando a la canción o siendo la canción misma, me trajeron –memoria de-vuelta– la imagen del poeta en dos o tres momentos que parecían perdidos entre los recuerdos personales.
No se refieren a instantes trascendentales de la historia –de ninguna historia–, pero traen, en su sencillez irradiadora, algo de lo mucho que quisimos y queremos en este hermano mayor en la poesía, en este compañero fiel y libertario ante los devenires, los avatares y los naufragios parciales de la utopía compartida. En una de esas imágenes, quizás la primera en el recuerdo, se cruza casi inadvertidamente con Silvio a la entrada de la Casa de las Américas: el trovador va de pantalón oscuro y camisa blanca con mangas recogidas, guitarra en mano, y se saluda con el
poeta que al parecer enfilará sus pasos breves y su mirada tímida por la calle G. Lo recuerdo seguramente porque es una imagen filmada que después he visto muchas veces: en el sitio correspondiente a la subjetiva está el camarógrafo del Noticiero ICAIC Latinoamericano, enviado por Santiago Álvarez para recoger la imagen del trovador, en tiempos en que esa imagen no era bien acogida en otros medios y espacios culturales. Benedetti vivía su época de exilio doloroso pero humana y literariamente fecundo en La Habana de aquellos días.
En la segunda imagen/recuerdo que sobrevuela los largos atardeceres del lugar donde estoy por estos días se mezclan, como debe ser, la poesía y la canción mientras Benedetti alterna sueños y propuestas con la grave voz de Daniel Viglietti y juntos, sin saberlo, hacen florecer amores o proyectos de amores que después lo serán entre los jóvenes que han ocupado la amplísima sala para escucharlos, para vivir en sus palabras, en sus músicas, las historias que esas voces de acentos similares les inventan, les anuncian, les revelan.
En la otra imagen aparece el poeta a todo color, sobre la cartulina impresa un poco opacada por el tiempo, mirando a la cámara fotográfica con la misma mirada tímida después de oírme decir, desde el otro lado de la mesa de este café Nebraska de Madrid en el que me ha citado, que queremos que nos acompañe, entre los primeros, en el Círculo de Amigos de ese centro cultural que estamos creando en La Habana de los 90. Allí me ha dicho que reparte su tiempo entre aquella capital y Montevideo, jugándole cabeza al invierno que quisiera sorprenderlo en la geografía equivocada.
Allí ha escrito, con su prosa periodística que acompañó siempre al ejercicio de su oficio mayor, el de poeta, artículos y crónicas contando cosas de nuestra realidad latinoamericana que él había vivido/sufrido como pocos, como tantos, en aquellos años terribles. Así lo recuerdo en una carta memorable en la que anunciaba que no continuaría colaborando en aquella publicación donde lo hacía, ante los ataques lanzados por la xenofobia (anti)cultural del momento, señaladora de sudacas, desde los territorios sesgados de la mediocridad. Por esa y otras muchas coherencias éticas, valentías de la razón y de la poesía, lo admiramos los jóvenes escritores
que por entonces descubrimos a partir de sus textos (como de los de otros inolvidables hermanitos mayores) la profundidad del lenguaje conversado, el espléndido misterio de la palabra precisa.
El recuerdo de aquella escaramuza miserable contra el poeta se activa probablemente ahora, muy pocos días después de su muerte, cuando cierta declaración inoportuna –en aquella misma prensa o en otras de ópticas o estrabismos similares– cuestiona o regatea las calidades poéticas de este hombre que repartió generosamente el amor entre sus versos mayores y menores, que pudo llegar hasta el fin de sus días con la mirada en alto, lejos del suelo de los desencantados oportunos, y confesó para nosotros en alguna entrevista su poética/política de siempre: “Yo creo en un dios
personal, que es la conciencia: a ella es a la que le debemos rendir cuentas cada día”.
Seguramente por estas verdades sostenidas contra viento y marea es que navegan en estos días en los ríos virtuales o en los antiguos caminos comunicadores sus poemas de juventud sostenida, de dudas y búsquedas y hallazgos y más búsquedas y preguntas alrededor (y dentro) de este mundo que parece preferir (e imponer) el predominio de la banalidad y las hamburguesas sobre la incómoda claridad de la poesía.
Y por esas verdades del poeta, estoy seguro, lo estaba invitando en aquella mesa de su café preferido a integrar aquel naciente Círculo de Amigos en la capital cubana, que se proponía rescatar, de diversas maneras, la riqueza fecunda de la memoria de todas y de todos. En esa labor realizada durante más de una década se ha comprobado, más de una vez, aquella enseñanza que el poeta vislumbró en el texto de un poema y en el título de un libro: El olvido está lleno de memoria.
Ahora, mañana, después, cuando nos toque rescatar para la memoria su poética/política, creo que lo encontraremos ejerciendo el humor inteligente (“un pesimista es un optimista bien informado”) mientras ratifica su declaración de principios (para continuar empujando la utopía): “Muchos de mis poemas son producto de ser hombre de pueblo, y estar cerca del pueblo siempre ha sido una máxima para mí. Lo mejor que me pudo haber pasado en la vida es que lo que escribo le haya tocado el corazón a esa gente, a ese pueblo, a ese hombre de a pie”.
Víctor Casaus
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