Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia
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JUAN CRUZ Cuando estaba de buen humor, a Mario Benedetti le hacía gracia todo; se reía de sí mismo, de su larguísimo nombre -casi tan largo como el nombre de Pablo Picasso», se reía hasta de su sombra; había algunas cosas sagradas, ésas no las tocaba, pero cuando quería reírse se reía; ensimismado, pero se reía; austero, pero se reía.
El exilio lo había hecho suspicaz, creo; era como la costra de una herida que le rompió el corazón y que le hizo andar a trompicones desde su tierra, a la que también fue su tierra, Argentina, y a Lima, y a Palma de Mallorca. Pero siempre llevó esa herida con él, y esa herida se le ahondó en el carácter.
Hace unos días me preguntaron qué hacía feliz a Benedetti.
Mario no era un hombre evidentemente feliz; tenías que rascarle varias capas hasta que aparecía su felicidad recóndita, chiquita pero sólida, y esa felicidad le identificaba con las pequeñas cosas.
Pues bien: me preguntaron qué le hacía feliz.
Le hacía feliz la costumbre: la costumbre de los diarios, la costumbre de la escritura, la costumbre de vivir. Pero, por encima de todas las cosas, lo que hacía feliz durante los años ochenta y noventa de su felicidad española (e iberoamericana, cuando ya se produjo en él, y en tantos, lo que él llamó el «desexilio») era su vida en el hotel Sis Pins de Puerto Pollença, en la isla de Mallorca.
La gente dirá: ¿y qué hacía allí? Leía, devoraba libros, se llevaba toneladas de libros, salía al porche desde temprano, y leía, a veces anotaba con su letra de oficinista asaltado por el desamor a la oficina, escribía pequeños poemas, o grandes poemas, relatos; escribía muchos relatos.
Él asociaba la felicidad a esos relatos cortos que escribía y al hecho de estar en Sis Pins. Un día fui a hacerle compañía: su vida allí era la costumbre, la costumbre con Luz, la costumbre con sus amigos que eran las personas que atendían el establecimiento; la costumbre y el orden, su carpeta de cuero marrón en la que no sólo llevaba papeles y libros sino también sus artilugios contra el asma, que a veces me mostraba para que yo viera (como asmático que soy también) los inventos que yo me estaba perdiendo.
Le hacía feliz que le leyeras, y que le contaras qué te había interesado de sus cuentos, de sus novelas, o de sus poemas, pero no vivía para ello. Vivía para estar dentro, dentro de sí, dentro de una melancolía que siempre asocio a aquella persecución que la dictadura le dedicó, en Uruguay y en la Argentina, y más allá.
Había en mi relación con él una especie de afecto de hijo, quería que fuera feliz. Una vez le operaron en Madrid (le operaron dos veces; esto fue cuando se produjo la primera operación) y fui a verle con un cargamento de diarios. Me recibió en su cama, echado, sin afeitar y le dije que no era bueno que estuviera así, debía afeitarse; no era un enfermo sino un convaleciente.
Al día siguiente volví temprano con los diarios, y estuvimos hablando durante media hora. Al cabo me advirtió sobre algo que yo había notado pero sobre lo que había guardado silencio, a ver qué decía. Me dijo: «Juancito, ¿no has visto que hoy sí me afeité?»
Era feliz con lo pequeño, regaló lo pequeño, fue grande con lo pequeño. Poco antes de su muerte me dijo Ariel Silva, su amigo, su ayudante: «Si querés, vení a verlo. Fijate, está mejor, ha remontado. Hoy lo han afeitado y ha tomado vainilla».
¡La vainilla, eso sí que es grande para Mario, le fascina la vainilla!
Y lo habían afeitado; me pareció simbólico, una metáfora de que quizá decidió estar bien, o parecerlo.
Lo vi, su bigote intacto, sus ojos grandes, ya despedidos de la tierra, su pelo lacio. Sus ojos me están mirando aún hoy, en un silencio insondable. Le dije, para mí: «Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia». A él le gustaba que yo le pidiera que me dijera su nombre completo, todos sus nombres. Lo decía y luego reía.
No reía ya.
Ríe en nosotros, en sus versos rotos, comprometidos o amorosos, vive en el silencio que su amigo Eduardo Galeano reclamaba para llorarle.
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