Sindo GarayPor: Ciro Bianchi Ross
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27 de julio de 2008 00:24:27 GMT
Los cubanos son los creadores del bolero. José (Pepe) Sánchez, un sastre oriundo de la ciudad de Santiago de Cuba, compuso en 1885 el primer bolero auténtico que marcó la pauta a los que le seguirían. A partir de ahí la canción popular cubana —llámese criolla, guajira, clave, bambuco, habanera, bolero o canción propiamente dicha, según sus características rítmicas o métricas— experimentaría un auge extraordinario. En la misma Santiago hacen lo suyo Alberto Villalón y Miguel Matamoros; en Cienfuegos, Eusebio Delfín, mientras que Rafael Gómez (Teofilito) y Miguelito Companioni se destacan en Sancti Spíritus. En La Habana, proveniente también del centro de la Isla, está, con su guitarra a cuestas, Manuel Corona. Son los años de Boda negra, Mariposita de primavera, La guinda, Pensamiento, Mujer perjura, Longina... Una música que en buena medida se compone y se canta en la calle, en el cafetín de mala muerte, en serenatas bajo los balcones.
Dentro de ese grupo, Sindo Garay, el Patriarca, ocupa un lugar prominente. Nació en Santiago, el 12 de abril de 1867, y aprendió la guitarra con Pepe Sánchez. Fue trapecista de circo y, espíritu inquieto, se movió a lo largo de toda la Isla y conoció no pocas naciones sudamericanas hasta que se asentó en La Habana y en el ya desaparecido café Vista Alegre hizo casi toda su obra. En ese mítico establecimiento del centro de la capital cubana surgieron muchas de las más gustadas melodías del cancionero popular. Sindo y su hijo Guarionex —adviértase en el nombre el pretendido influjo de los primitivos pobladores de la Isla— eran clientes habituales del lugar, como lo eran también otros músicos y trovadores: Graciano Gómez, Manolo Romero, Chepín, Manuel Luna... al igual que el compositor Antonio María Romeu, el llamado Mago de las Teclas.
Murió Sindo Garay el 17 de julio de 1968, con 101 años. Es el autor más cantado por los intérpretes de la canción tradicional cubana. Hace un tiempo esa vocalista extraordinaria que es Miriam Ramos hizo versiones memorables de muchas de las composiciones de Sindo. Demostraron lo que ya se sabía: se trata de una música viva y vigente cuatro décadas después del fallecimiento del compositor.
¿Por qué sigue gustando? Es, sencillamente, expresión de lo mejor de nuestro cancionero. Y lo es asimismo del ser nacional. En la música de Sindo Garay palpita Cuba; ríe y llora en piezas de gran riqueza musical y también de alto contenido literario. Textos cargados de una poesía auténtica y raigal, que celebran al país, la mujer, el amor, el desamor... La tarde, La bayamesa, El huracán y la palma y Perla marina, entre otras muchas, lo hacen bien evidente.
Larga e increíble vida
Sindo Garay no solo hizo música. Creó además una leyenda. En su anecdotario riquísimo y que evidencia, sobre todo, a un poeta, no se puede deslindar a veces dónde termina la verdad y comienza la invención.
Su larga vida guarda pasajes increíbles. Aprendió a leer por su cuenta; caminaba por su Santiago natal y copiaba las palabras que veía en anuncios y carteles. Decía, y parece ser cierto, haber estrechado la mano de José Martí. Conoció al Apóstol de la Independencia de Cuba, en Dajabón, República Dominicana, cuando llegó allí como emigrado. Y pudo, ya al final de su existencia, conocer a Fidel. El líder de la Revolución haría una comparecencia televisiva en la Universidad Popular, y el compositor pidió a su hijo Hatuey que lo llevara.
El mismo Sindo relataría ese encuentro: «Cuando él me vio en el estudio se me acercó sonriente para saludarme». Fidel le dijo: «¿Quién no conoce a Sindo Garay en Cuba?». Precisaba el compositor: «Me abrazó muy afectuoso y me sentí más pequeño de lo que soy cuando sus brazos me rodearon».
Guardaba un grato recuerdo de Flor Crombet, cuando aquel combatiente de la Guerra de los Diez Años llegó a Santiago, en 1890, pretextando un viaje de negocios. Sindo lo evocaba en su plática:
—¡Ay, Flor! Qué prestancia. Lo vi una sola vez y no tuvieron que señalármelo. Uno lo veía y ya sabía quién era.
Durante la Guerra de Independencia sirvió como mensajero y correo marítimo. Era un nadador experto y poseía una gran resistencia pese a su constitución física. Eso le permitía cruzar a nado la bahía santiaguera para hacer contacto con las tropas del general Agustín Cebreco.
Cuando nació, en un hogar humilde, no se había iniciado aún la Guerra de los Diez Años. Tenía 11 años cuando sobrevino la llamada Paz del Zanjón. «¡Aquello fue terrible! Después de tanto luchar...», decía. Fue por aquella época en que se enamoró por primera vez. Perdidamente, y pensamos que también en vano. La muchacha se llamaba María Mestre, y era maestra en Guantánamo. El dato en sí carecería de importancia si no fuera porque ese romance inspiró a Sindo la primera de sus composiciones musicales, Quiéreme, trigueña.
De vuelta a Santiago, Pepe Sánchez lo retuvo a su lado. La Habana, sin embargo, comenzó a dibujarse en su horizonte. Por acá andaba ya Alberto Villalón, quien con una de sus composiciones, El ocaso, se había metido a los habaneros en el bolsillo. Dijo entonces Sindo a sus amigos: «Veremos si esto que llevo gusta también».
Era, nada más y nada menos, que esa pieza que dice:
Retorna, vida mía, que te espero / con una irresistible sed de amar...
Sindo no hizo nunca vida política. Pero en muchas de sus obras expresó un claro sentido de la justicia social y dejó anotados los males que aquejaban al país. Así, con motivo de la sublevación de los Independientes de Color (1912) escribió:
Pobre Cuba, señores. / Pobre Cuba: sus montañas. / Sus praderas. Qué se hicieron / los hombres que en sus campos / sucumbieron...
Y dijo a la caída de la dictadura de Machado:
Se crecieron los ríos, / se ha escapado el enjambre; / ¡pero quedan bohíos / todos llenos de sangre!
Los destrozos que ocasionó el ciclón de octubre de 1926, lo conmueven profundamente. Compone entonces El huracán y la palma, joya de nuestro cancionero.
Se dice que en una ocasión su gran amigo Eduardo Sánchez de Fuentes lo hizo escuchar a Beethoven. Contaría Sindo Garay años después:
—Me quedé petrificado. A la semana volví y le dije: Maestro, ese alemán (Beethoven) me impresionó. Mire a ver qué le parece esta sindada. Y enseguida hizo escuchar al autor de la habanera Tú lo que acababa de componer, Germania, la más difícil, dicen los entendidos, de las canciones trovadorescas cubanas.
Otra sindada es La bayamesa. Está en Bayamo y pasa toda una noche de parranda con Eulisipo Ramírez. La mañana los sorprende en el portal de la casa de su amigo. Sale la esposa de este y Sindo se disculpa. Ella le habla sobre sus antepasados. Avanza el día y Sindo no puede dormir, repasa mentalmente las palabras de la señora y escribe:
Tiene en su alma la bayamesa / tristes recuerdos de tradiciones...
«Aceptado que brotase la espontánea inspiración melódica, pero ¿cómo es posible que armonizara de esa manera quien no conocía absolutamente nada de música?», se preguntaba Eduardo Robreño, y se daba a sí mismo la respuesta:
«El secreto se lo llevó a la tumba».
Dejó dicho en lo que se considera su testamento lírico:
Que cuando se reúnan / recuerden mis canciones.
Que canten los que comieron
Sindo Garay es el autor de la frase «Que canten los que comieron». Veamos la historia.
Llegó en una ocasión el trovador a la ciudad de Bayamo y quisieron sus amigos congratularlo con un soberbio chilindrón en la finca El Salado, predio campestre de un político local, José Narciso Milanés Tamayo. Se dispuso el sacrificio de un cordero, empezó el ron a correr a raudales y Sindo llenó con su voz y su guitarra la espléndida terraza de la casa de vivienda. El doctor Enrique Fernández, conocido médico bayamés, que cantaba muy bien, lo acompañaba y varios jóvenes se sumaban al coro. El cordero hervía con gran parsimonia ya que, se dice, la carne de los animales que se acaban de sacrificar es más lenta en ablandarse.
Sindo, cansado de cantar y tocar y bastante pasado de tragos, abandonó la terraza y deambuló por la casa. Entró en la primera habitación que encontró a su paso y, sin pensarlo, dos veces, se tendió en la cama. Quedó profundamente dormido, mientras que los que permanecieron en la terraza apuraron el chilindrón y se lo hicieron servir con casabe mojado y plátano verde y ñame hervidos. Devoraron las cazuelas en un decir amén, sin dejar una sola postica para el cantor durmiente.
El que más y el que menos cabeceó en los sillones después de la comida y poco a poco los ánimos volvieron al grupo. Hubo una nueva ronda de tragos y luego otra y con estas el deseo de escuchar otra vez al trovador. Alguien fue a buscarlo a la habitación donde descansaba.
—Vamos, Sindo, vamos... Quieren que les cantes una vez más La bayamesa...
Regresó el compositor a la terraza, despierto del todo, pero muerto de hambre. Comentó:
—¡Estoy desfallecido! ¿A qué hora nos comemos ese chilindrón?
Nadie se atrevía a responder hasta que el doctor Fernández tomó la palabra.
—¿El chilindrón? ¿Quién se acuerda? Ya nos lo comimos y estaba tan rico que no dejamos ni los huesos... Ahora, vamos a cantar.
Sindo Garay dio por sentado que lo que decía Fernández no era cierto, pero cuando se convenció que nadie se había acordado de él se plantó en 31.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Se lo comieron todo y no me dejaron nada? Pues no. Ahora ¡qué canten los que comieron!
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