jueves, julio 03, 2008

El valor de ser cobarde

Cronopiando
El valor de ser cobarde

Koldo campos Sagaseta

Los cobardes nunca han disfrutado de una buena prensa.

Sobre ellos se han dicho y escrito los más rastreros epítetos, como si los cobardes alcanzaran tan penosa y triste condición por gusto. Pero nadie es cobarde por vocación ni es tampoco el temor la razón de ser de la cobardía.

Lo que el vulgo toma por cobardía no es más que la sabia prudencia del hombre comedido que siempre sabe calcular todos los riesgos y medir las consecuencias de sus actos.

Nadie ha muerto nunca por cobarde. El supuesto cobarde podrá ser ofendido, ridiculizado, injuriado, pero al día siguiente de padecer tantos agravios pudo estar vivo para contarlo o para esconderlo.

Los valientes nunca tienen mañana y bien lo saben los cementerios que guardan a aquellos arrojados que irguieron orgullosos sus cabezas y desafiantes abombaron sus pechos, hasta encontrar un catafalco a la exacta medida de su hombría.

El cobarde que sobrevivió para contarlo tiene a su favor la posibilidad de retocar el relato de su miedo hasta convertirlo en una heroica epopeya. Y para poder hacerlo, un imprescindible requisito es seguir vivo.

Muchos de los que hoy tenemos por valientes no fueron otra cosa que cobardes con buena pluma.

El tenido por valiente soldado griego que a la carrera recorrió cuarenta kilómetros para contar la trágica derrota sufrida y prevenir al pueblo de Atenas de la amenaza que se cernía sobre la ciudad, sólo era un soldado dotado de unas prodigiosas piernas que, alentadas por un pánico mayúsculo, huyó despavorido de la masacre de sus amigos y compañeros de armas, sin detenerse ni para mirar atrás. Y así, a la carrera, llegó a Atenas sin saber que llegaba. Tanto era su espanto que el corazón no quiso perdonarlo.

Aquella pomposa declaración de intenciones, frase célebre donde las haya, de "prefiero morir de pie a vivir de rodillas", al margen de su teatral emplazamiento nada más nos aporta que unas rodillas magulladas. Vivir de rodillas no es tan incómodo ni tan traumático. Sólo hay que adquirir unas consistentes rodilleras que nos ayuden a evitar los callos y dar gracias a Dios por permitirnos vivir más cerca del suelo. Al día siguiente podremos seguir viviendo y narrando la historia de aquel que murió de pie.

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