Por qué esta integración de la Unión Europea no funciona en una economía globalizada
Joseph Halevi
Sin Permiso
A partir del referéndum sobre el tratado de Maastricht, aprobado por estrecho margen por el electorado francés y rechazado por el danés, la prueba de las urnas ha puesto sistemáticamente en crisis a la Europa institucional. El rechazo a los tratados europeos suele presentarse como el producto de un anacrónico apego a los estados nacionales en un momento en que, se dice, la globalización los ha vaciado de significado. Pero la realidad es bastante diferente.
Por lo que respecta a la integración económica, Europa se encuentra plenamente inserta en los procesos mundiales en curso, tanto en el plano real como en el financiero. La propia Irlanda es un ejemplo de ello. En una primera fase acumulativa, las ayudas de Bruselas y las ventajas fiscales otorgadas a los capitales transformaron el país en base de operaciones de multinacionales farmacéuticas y electrónicas proyectadas hacia el mercado europeo e incluso más allá de él. Hoy, tras haber alcanzado los niveles más altos de la Unión Europea, Dublín se encuentra en una fase decreciente: pierde empresas que se trasladan a un Este en el que la otrora pequeña Estonia emerge como base offshore de la electrónica escandinava en directa contraposición con Irlanda. Simultáneamente, polos de tecnología global avanzada como Grenoble en Francia se vacían a resultas de las relocalizaciones en China.
Es la integración política europea, por tanto, la que desde hace tiempo no funciona a la hora de afrontar la globalización. A diferencia de la integración económica que, a partir del Plan Marshall, se extendió por toda Europa occidental, desde Noruega a Grecia, el corazón de la integración política ha permanecido restringido a un núcleo de países continentales. Básicamente, Alemania, Francia e Italia.
Este núcleo de países, en modo alguno homogéneo, se ha visto obligado a lidiar con las exigencias de mayor liberalismo financiero –el liberalismo, para entendernos, al que Merkel dirige sus ásperas críticas- provenientes de Gran Bretaña, para quien Europa se reduce a un espacio para la libre circulación de capitales y servicios financieros. La característica principal de este núcleo europeo es el neomercantilismo. Esto supone supeditar la dinámica económica y social de cada país a la obtención de excedentes en el comercio exterior, algo que, en rigor, sólo puede ocurrir dentro de la propia Europa y, parcialmente, en la relación con los Estados Unidos. Con Asia, en cambio, es imposible.
De esta suerte, el neomercantilismo de los países del núcleo europeo se presenta como un juego de suma cero. Sus dos extremos son el neomercantilismo fuerte de Alemania y el débil de Italia. Escandinavia, Holanda y Austria gravitan en torno al modelo alemán, entre otras razones, por los vínculos intersectoriales que mantienen con su economía. Estos países acumulan un sistemático superávit respecto del resto de Europa y drenan de ella demanda efectiva. Las exportaciones italianas, por su parte, sólo beneficiaban al conjunto de la economía nacional gracias a algunas correrías y a una lira más o menos móvil. Una vez agotada esta alternativa, las exportaciones italianas pueden irle bien, como mucho, a la región de la Lega Nord y del ex Pci o a la industria textil de de la Nápoles de Saviano. Pero no resultan eficaces en términos de sistema ni generan efecto remolque alguno. El colbertismo ramplón de Tremonti y el antieuropeísmo de la Liga son expresión de esta debilidad.
En medio de estos dos neomercantilismos está Francia, que industrialmente querría emular a Alemania pero que no lo consigue porque carece de la capacidad productiva de las industrias germanas. En cambio, tiene un componente de bienes de consumo de tipo italiano, si bien en este campo está por debajo tanto de las regiones liguistas y rojas como de las del Nápoles de Saviano. Estas mismas regiones –dejando de lado a Nápoles-, son las que fuerzan a Francia a morder el polvo en el campo de las exportaciones, tanto en lo que respecta a la mecánica como a las maquinarias intermedias, aunque no producen la más mínima mella en la supremacía alemana en el mercado.
Un feroz crítico tatcheriano del Tratado de Maastricht, Bernard Conolly (The Rotten Heart of Europe, Faber and Faber, Londres, 1996) sintetizó así los equilibrios que comportó su aprobación: las grandes industrias alemanas quieren hacerse con el poder de mercado en Europa; Francia, que carece de un capitalismo con similar capacidad, pretende utilizar su superior aparato estatal para controlar las instituciones europeas y, de manera más específica, para quitar a Alemania la supremacía que le otorga el marco.
Comparto estas observaciones. He estudiado los cientos de páginas de la rechazada constitución europea, de la que surgió la versión recompuesta en Lisboa. Se nota en ella el empeño en defender las exigencias de los dos objetivos hegemónicos en conflicto, valiéndose de infinitas y anodinas contorsiones que permitan apuntalas los otros componentes. A mi modo de ver, la única manera de afrontar la problemática europea es a través de una aproximación federalista. Pero a ello se oponen tanto los estados como una buena parte de las empresas que concentran poder económico y político: ¿cabe concebir a Mediaset o a la Fiat sin el apoyo del Estado italiano?
Joseph Halevi es profesor de Economía Política en la Universidad de Sydney y está asociado al Institut de Recherches Economiques sur la Production et le Développement (IREPD) de la Universidad Pierre Mendès France de Grenoble, France. Es miembro del consejo editorial internacional de Economie Appliquée (Paris) y del consejo editorial de Cahiers d'Economie Politique (Paris). Está vinculado también al centro IREPD (Institut de Recherches Economiques sur la Production et le Développement) de la Universidad de Grenoble perteneciente al CNRS (Centre National pour la Recherce Scientifique) francés. Desde 1990 colabora regularmente con el periódico de la izquierda italiana Il Manifesto en Roma.
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