sábado, junio 28, 2008

adiós al último mito urbano


Adiós al último mito urbano.

("Lo que pasa es que lo eterno no es de nosotros". Santiago Feliú)

Humberto Manduley López


El Plátano ya no está. Se desvaneció así, de buenas a primeras, sin avisar, sin dar tiempo a, por lo menos, un abrazo final. Un día estaba, y al siguiente, no. Jodida magia de la muerte, ¿no? Ahora solo tenemos su ausencia inmensa, la incredulidad ante lo sucedido, y recuerdos fragmentados, cual escabroso rompecabezas a medio hacer. ¿Cuántas fotos no serán tomadas ya? ¿Seguirá pendiente de la suerte de La Madriguera, "su" morada natural, hoy a punto de transformarse en museo, como si La Habana necesitara otro más? ¿Su levedad marcará derroteros? ¿Descubrió la ruta hacia los sueños? Preguntas sin respuestas. Solo esta certeza que abruma, tironeando el alma: El Plátano se nos fue.

Por suerte asistió en vida a la fiesta del reconocimiento. No solo la de las exposiciones, sino la del agradecimiento. Ese montón de amigos cercanos y admiradores a distancia que no dudaban en compartirle un comentario, brindarle una cerveza, un refresco o un pan, indagar por una anécdota. Más que un icono de la fotografía, lo fue de la vida cultural. No se perdía una; bueno, una buena, y valga la redundancia, por favor. Tenía un olfato que envidiarían los mejores cazatalentos. Rozaba la ubicuidad más pasmosa. Estaba en todos lados a la vez, como espectador activo, con la única arma que aprendió a manejar: su cámara de fotos. Conocía a todos, y todos lo conocían. Era parte del decorado, la dramaturgia y el guión de la ciudad.

Con El Plátano era imposible discernir dónde acababa la persona y comenzaba el personaje. O viceversa. Tuvo la rara peculiaridad de ser un mito viviente, quizás el último mito urbano de una Habana que se debate entre derrumbes y fundación. La paradoja lo definió. Fotógrafo del "luz brillante", suerte de Fin Costello tropical, forjó su reputación, prácticamente, desde la nada y sin querer. Porque lo cierto es que, si bien siempre se habló de su vocación por la imagen fija, casi nadie vio sus fotos primeras, aquellas que, justo, labraron su leyenda. Durante años el misterio ha envuelto el destino de esas instantáneas. Aún hoy no se sabe a dónde fueron a parar. Esto contribuyó a su fábula personal: su obra era más de imaginación que de resultados. Sin embargo, las pocas que se rescataron luego, mostraban a un artista con sensibilidad tras el lente. Por puro placer o necesidad expresiva siguió capturando imágenes desde entonces. Siempre le faltó dinero, pero no prostituyó su arte. Eso también lo identificó.

No solo fue el fotógrafo de la Nueva Trova. Cámara en ristre, con su pelo hasta la cintura, se aparecía en cuanta fiesta actuaba un combo de rock durante los años 70. Se decía que no usaba rollo. Se dijo que era un espía. Se dijo que estaba loco. Se dijeron tantas cosas, ciertas y falsas, que a él le resbalaban olímpicamente. Nunca se preocupó en demasía sobre las opiniones que iba dejando detrás. Fanático de Jim Morrison, hippie sobreviviente de su Woodstock personal, era de los que escuchaban Baker Street en las madrugadas, acumulando un sinfín de nombres de artistas y títulos de canciones, que memorizó hasta el final. Su pasión por el rock marchaba pareja a su pasión por la trova. No hizo distinciones entre una y otra.

Creció desde las viejas cámaras soviéticas, manuales, hasta las modernas y digitales, persiguiendo músicos con ojo de experto y pulso cada vez más tembloroso. Tampoco hizo reparos generacionales. Donde había algo interesante, desde el trovador más bisoño hasta el grupo de rock más veterano, allí estaba El Plátano. Siguió, con idéntica pasión, a Silvio, Pablo y Noel, cuando sus nombres todavía se escribían con minúsculas, como a Erick Méndez. No se perdía un concierto de Arte Vivo; tampoco a los Sesiones Ocultas y Nueva Generación. Donde estaba él, ponle el cuño, había cultura, fantasías y retos creativos. Ajeno a cuanto significara formalidad, se invitaba solo a los lugares, con un candor que desarmaba. Tampoco era un tipo fácil todo el tiempo: su verbo podía ser hiriente; sus raptos de melancolía podían ser mal interpretados, hizo desplantes de campeonato. Mas, debajo de esa ocasional apariencia ríspida habitaba un niño travieso. Fue querido, más allá de la comprensión, porque se le adivinaba bien ese remolino de basta ternura que lo marcó. Y, a fin de cuentas, eso es lo que vale.

Citadino hasta los tuétanos, no estoy seguro que alguna vez haya salido de los límites de esta ciudad que fue su gran amor. Ahora mismo no sé si su ausencia indica lejanía, o si se trata de un simple cambio de perspectiva, y en su intangibilidad lo tenemos mucho más cerca. Con él, cualquier cosa es probable.

Dejó también unos textos alucinados, contundentes, rabiosamente lúcidos en su sencillez, con una ironía de navajas, que desgranaba sin impostar la voz, en cuanto espacio se lo permitían (y en los que no, también). No sé si alguien le encontró melodías posibles. Habría sido interesante musicar al Plátano.

Imposible aquilatar la cantidad de historias que se han perdido con su muerte. Atesoraba anécdotas, triviales y hermosas, de personajes famosos y anodinos. Tenía una salida para cada situación, un recuerdo para cada circunstancia. Su odisea existencial inspiró una de las más conmovedoras canciones trovadorescas de los años 80. Él, habituado a inmortalizar a otros sobre el papel, quedó para siempre retratado en esos versos y acordes. Finalmente, vivió a tope, incluso dentro de su auto-abandono crónico, entre amigos, músicas, cuadernos, perros y nostalgias varias.

Si es cierto que la forma de la muerte de un hombre se parece a su propia vida, en el caso del Plátano esta es una máxima que se cumple de modo inquietante. Conservó su hálito indescifrable hasta el bombeo final del corazón. Incluso en eso fue auténtico Creo que nadie puede decir que lo conoció del todo. Era una combinación de enigmas y sorpresas. Dejó tantos cabos sueltos que ahora cada quien armará una particular visión de su persona. Tal vez eso sea lo mejor de todo. Revivirlo en mil espejos diferentes.

No tuvo cortejo fúnebre, ni un entierro como Dios manda. Pero al menos un puñado de amigos nos reunimos para despedirlo, bajo un sol de miércoles, ante la losa anónima que intenta atraparlo. Su mejor epitafio fue, quizás, esa mezcla de asombro, dolor y emoción reflejada en las caras. O el silencio entre palabras y canciones. O solo nuestra presencia allí. Fue lo menos que pudimos hacer por él.

En un bolso viejo se llevó la historia de su última función. Una noche salió de La Tanda, y ya no se le vio más. Nos dejó a todos con la palabra en la boca. No importa, Plátano: la paciencia es el arte de saber esperar. Seguiremos conversando, seguro, cuando nos encontremos otra vez.

La Habana, junio 20, 2008.

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