Por Mariana Iglesias
La niñez sin calle. Tienen cada vez menos contacto con la ciudad. Se crían puertas adentro, mirando televisión o jugando con la PC. Los especialistas explican que el encierro limita el desarrollo intelectual y emocional. Y así los hijos se llenan de inseguridades.
1982. Hace sólo 20 años era común encontrar en las calles porteñas, y en pleno Centro, una imagen como ésta: la pelota como protagonista y los chicos disfrutando de un espacio verde a muy pocas cuadras del Obelisco. Hoy esos lugares son sólo zonas de paso para la gente.
20/02/12
La calle enseña, emociona, endurece. La calle es el encuentro, la charla, la pelea, la inclemencia. Tener calle es saber desenvolverse, ser astuto, vivo. Los chicos de hoy no tienen calle. Ya hay un par de generaciones de chicos sin calle. Hablamos de las grandes urbes, y no de todos los chicos. Los chicos de la calle siempre están ahí, a su pesar. Y su reverso, los chicos de los countries, se mueven en calles de fantasía. Que no haya chicos jugando en las calles va de la mano del supuesto progreso que llenó la calle de autos, de la inseguridad y su percepción –a veces desmedida–, de los negocios omnipresentes. En fin, que la calle se volvió un lugar hostil. Y los más perjudicados son los chicos. Advierten los especialistas: el encierro limita el desarrollo intelectual y emocional del niño a la vez que lo llena de temores e inseguridades.
¿Cuándo fue que los chicos abandonaron la vereda? La vereda era escenario de rayuelas, figuritas, bolitas, payanas. De sogas y elásticos. De patines, triciclos, bicicletas. De manchas y escondidas. Las veredas se volvieron lugar de paso. Los chicos ahora juegan en sus casas, con sus pantallas y su soledad. O se aglutinan en parques y plazas, hoy, únicos espacios de encuentro horizontal y democrático. “En un tiempo nos sentimos seguros entre las casas, en la ciudad, con el vecindario. Pero en pocas décadas todo cambió. Hubo una transformación tremenda, rápida, total. La ciudad se convirtió en algo sucio, gris, monstruoso. La ciudad, nacida como lugar de encuentro e intercambio, descubrió el valor comercial del espacio y alteró los conceptos de equilibrio, bienestar y comunidad por el interés. Se ha vendido, se ha prostituido”, dispara el pedagogo italiano Francesco Tonucci, que se ha hecho famoso en el mundo por pregonar la desgracia de que los chicos ya no jueguen en las calles: “El niño se considera un indicador ambiental sensible: si en una ciudad se ven niños que juegan y pasean solos, significa que la ciudad está sana; si no es así, es que la ciudad está enferma. Una ciudad donde los niños están por la calle es una ciudad más segura no sólo para los niños, sino para todos”.
Claro que no se trata de culpar a los padres ni de descuidar a los chicos, pero en pos de protegerlos se les coarta su autonomía y libertad. Los especialistas hablan de chicos fóbicos. “La híper vigilancia genera angustia, ansiedades y temores que a veces se estructuran y dan lugar a las fobias”, sostiene Mónica Cruppi, especialista en Niños y Adolescentes de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Su par, Ana Rozenbaum, opina: “El encierro implica una pérdida de contacto con la naturaleza, quedarse en casa con la televisión o la computadora, o en centros comerciales que son una invitación al consumo. El contexto de peligros de la calle vuelve vulnerable al niño, que no obstante debe ser ayudado a superar temores para evitar ese otro peligro que implica desarrollar una personalidad fóbica o depresiva”.
“Los juegos entre pares en las calles del barrio permitían a los niños establecer vínculos sociales, adquirir y comprender reglas, valores y cultura grupal sin la participación de los adultos. El chico se preparaba por sí mismo para insertarse en ámbitos socio-culturales, adquiría habilidades y aprendía a preservarse sin apoyo. Actualmente, las condiciones de inseguridad no facilitan estos juegos y se pierde la posibilidad de autorregularse en la integración y competencia con sus pares –dice el psicoanalista Enrique Novelli–. Estar bajo la mirada permanente de los adultos hace sentirse privado de la necesaria intimidad y libertad. No sólo coarta la posibilidad de que el niño intente concretar fantasías y deseos, sino que establece las condiciones para formar personalidades dependientes”.
“La calle era de todos y ahora es de nadie. Es una diferencia abismal con las generaciones pasadas”, dice el psicólogo Miguel Espeche, autor del libro Criar sin miedo . Y advierte sobre las consecuencias en la adolescencia: “Cuando los chicos tienen pista, se abalanzan sobre las calles, se atolondran y vienen los problemas. Los chicos tienen que ir ganando autonomía y libertad en forma paulatina”.
¿Cómo hacer? La psicoanalista Claudia Amburgo de Rabinovich insta a diferenciar los miedos propios de la realidad. “Los padres necesitan comprobar que sus hijos comprenden lo que pasa y que tienen noción de los peligros, sentir que les enseñaron. Los chicos tienen que aprender desde pequeños a jugar y dibujar solos en su cuarto, crear, inventar, elegir cosas. Cuando salen con nosotros les enseñamos a cruzar la calle, a respetar los semáforos, a no correr en un garage, a no irse con un extraño. Luego pueden empezar a ir al kiosco, a tomar el ascensor solos, ir a la escuela con los amigos”.
Dice Espeche: “No es la ausencia de males y peligros sino la confianza en los recursos (propios, de la red de apoyos y de la vida) lo que permite a los padres vivir sin estar bajo la dictadura del miedo”.
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