martes, diciembre 29, 2009

Hambre de amor


sábado 19 de diciembre de 2009
Marcelo Colussi

Antonio Bressani, el joven antropólogo graduado con honores en Milán, lo pensó una y mil veces antes de tomar la decisión. Finalmente, aceptó: formaría parte de la expedición al Amazonas peruano que estaba organizando la universidad. Sólo imaginarse ese destino lo fascinaba; poder concretarlo, ni se diga.

Aunque no dejaba de preocuparlo también, pues la fiereza del grupo mawambi que visitarían lo tenía algo consternado. ¿Caníbales? No lo podía creer. ¿Caníbales en el siglo XX?

Era la primera vez que visitaría una selva.

Se defendía aceptablemente en portugués (tendrían que remontar el río Amazonas desde Brasil) y en español (el pueblo a investigar estaba en territorio peruano, y aunque muy poco, algo hablaban en lengua española). Del mawambi, el idioma del grupo con el que estarían conviviendo por espacio de cuatro meses en lo profundo de la jungla, apenas si conocía los rudimentos básicos. Como todo el grupo de antropólogos italianos, lo terminaría de aprender con el pueblo originario en su contacto directo.

Fue llegar a la selva y quedar hipnotizado. Las incomodidades prácticas del viaje ya en terreno no le preocuparon; la belleza de lo que estaba conociendo le pareció infinitamente más importante. En varias ocasiones pasó largas horas solo, en silencio, contemplando extasiado el follaje. Ese espectáculo se le hacía sobrecogedor. Parecía hipnotizado.

La universidad de Lima había hecho los arreglos del caso y, traductor mediante, más cuatro antropólogos peruanos que se sumaron al grupo, a los ocho antropólogos italianos no les resultó especialmente difícil establecer contacto con los mawambi.

En realidad, había más mito que verdad en lo que se decía de este pueblo; no eran antropófagos en sentido estricto sino que tenían ciertas prácticas con contenidos más o menos cercanos a la antropofagia. Básicamente comían los huesos de los muertos, años después de enterrados y una vez que los tejidos blandos habían desaparecido, molidos y mezclados con hierbas afrodisíacas. Había alguna información también, no confirmada por los antropólogos citadinos de Perú y por algunos estadounidenses que habían estudiado esta etnia, que en determinadas ocasiones tenían prácticas caníbales con los enemigos derrotados. Por lo pronto algunos miembros, sólo algunos, solían llevar algún hueso humano colgado como atavío. Antonio, ante todo eso, además de aterrarse, quedaba cautivado.

Fue verla y quedar más cautivado aún que con la espesura de la vegetación. Estaba semidesnuda, al menos para la usanza italiana u occidental, aunque llevaba una indumentaria que, en todo caso, realzaba más lo erótico, ocultando más de lo que permitía ver. Vestía una falda de una rústica tela anaranjada brillante y un collar de huesos -extraños huesos, de variadas formas- que le daba un par de vueltas al cuello ocultándole a media los nacientes pero ya bastante bien desarrollados pechos. Tenía 14 años. Se miraron y se sonrieron.

Awamble-puri, “Hija de la luna” en mawambi, era la hija del jefe principal. La última hija, la más pequeña, nacida cuando ya los padres no pensaban tener más descendencia. Por tanto, era la consentida, la especialmente mimada entre los once hermanos. En una mezcla de idiomas, más con gestos que con palabras, se comenzaron a comunicar. Para Awamble-puri hubo también algo de flechazo. Antonio, entre los italianos al menos, no era precisamente el más apuesto ejemplar: algo encorvado, de una delgadez extrema y aspecto desgarbado, lentes con un anticuado y pesado marco de carey negro, algo de acné juvenil -pese a sus 28 años- y una expresión de eterno despiste, su figura distaba mucho de aquella del amante latino a la que el cine de su país tenía acostumbrado al público con ese estereotipo. Pero para una muchacha casadera de un grupo indígena en las profundidades de la selva amazónica, un varón de piel tan blanca, cabellos amarillos y ojos color verde era una novedad absoluta.

Sin poder explicar cómo, se enamoraron.

En realidad, ninguno de los dos tenía mucho que explicar: el amor es así, no repara en detalles, etnias ni costumbres. Se enamoraron, aunque ello pueda parecer raro, y punto.

A los compañeros de Antonio les resultó alto extravagante el hecho. Más que nada, fueron bromas las que surgieron, siempre con el ánimo de festejar la noticia. Pero por el otro lado, para la familia de Awamble-puri, la situación no era un simple detalle: tenía el valor de problema comunitario. Por lo pronto, todo el grupo se reunió en consejo especial de emergencia, sin convocar a los visitantes italianos. Incluso no era un pequeño problema, una cuestión práctica menor: era algo que tocaba los cimientos mismos de su cultura. Se debatía sobre si un miembro del grupo debía cruzarse con un extraño -tan feo, por lo demás, según sus criterios estéticos- como Antonio. El debate tomó largas horas. Finalmente la tribu decidió asentir la unión. Solemnemente, el padre de Awamble-puri se acercó al italiano, y ante su asombro, lo abrazó. Antonio sólo comprendió que lo felicitaba, sin captar exactamente el porqué. Pero luego, cuando ya todos, primero el consejo de ancianos, luego sus futuros cuñados y por último los demás miembros masculinos del grupo lo continuaban abrazando con rostros felices, entendió: ¡ya se podían casar!

Y se casaron.

No sin discusiones, con otras nuevas interminables reuniones secretas del grupo mawambi, finalmente la tribu -los varones ante todo, la opinión de Awamble-puri no parecía contar mucho en esto- decidió sobre la propuesta de Antonio: los recién casados podían viajar a la tierra del forastero. Es decir: se irían a vivir a Italia.

Los otros siete antropólogos italianos, más los cuatro peruanos que constituían el grupo investigador original, ya se habían marchado hacía varios meses. Awamble-puri y Antonio pasaron varias lunas hasta que decidieron irse -o mejor dicho, hasta que consiguieron la autorización para hacerlo-.

Y se fueron.

Ya en Italia, para la muchacha todo resultó un cambio tremendo. Joven e inteligente como era, no le costó mucho aprender rápidamente un italiano básico que le permitía moverse con relativa soltura. Entre ellos dos se comunicaban parte en italiano, parte en mawambi. De todos modos, pese al amor enorme que los unía y a los esfuerzos inmensos que hacía Antonio para ayudarla en su proceso de inserción, el trasplante no le fue en absoluto fácil. Tuvo que aprender casi todo de nuevo; la vida en una gran ciudad como Milán, con gente nueva, en un contexto cultural tan radicalmente distinto, se le tornó agobiante. Sólo el inconmensurable amor que se profesaban logró retener a Awamble-puri en Italia.

Y así llegó el primer hijo.

Pasquale nació sano y robusto. Eso llenó de alegría al padre; pero no tanto a la madre. Los primeros tiempos Awamble-puri encontró en su recién nacido el motivo que más o menos la animó. Sin embargo, pasados unos pocos meses la tristeza volvió a invadirla. Y esta vez nada logró moverla de ese estado. Regalos, paseos, promesas, cariños renovados, o ni siquiera el pequeño Pasquale, fueron suficientes para animarla. Sumida en una profunda nostalgia que la tenía postrada todo el día, finalmente Awamble-puri, con el más hondo dolor del alma, decidió volver a su tribu en la Amazonia.

Más grande aún fue el dolor de Antonio. Él no quería retornar a la selva; su vida estaba en la universidad en Milán. El libro que estaba por publicarse sintetizando el trabajo antropológico desarrollado en el Perú -“Entre árboles, pantanos y esperanzas” llevaría por título, y él aparecía como colaborador principal- no logró disiparle la melancolía profunda que también lo había invadido. La llegada del hijo sólo en muy pequeña medida lo lograba sacar de ese estado.

En principio habían pensado que Antonio acompañaría a Awamble-puri hasta Lima, y de allí a Iquitos, donde ella, con ayuda de gente de la zona, llegaría por sus propios medios a su tribu. El niño quedaría con el padre en Italia. Así lo decidieron.

Llegado el momento de la partida, Antonio no pudo resistir el dolor y cambió de parecer: no aguantaba acompañarla hasta Perú, por lo que la despidió en el aeropuerto de Milán, con un beso apasionado “para todo un siglo”, según le dijo en italiano.

Ambos lloraron desconsoladamente. Luego, como siempre, el tiempo va cerrando -al menos un poco- las heridas. Aunque nunca del todo. De todos modos, para ambos la vida siguió su curso. Awamble-puri pudo rehacerse más rápidamente. Con algunas pequeñas dificultades que fue resolviendo sobre la marcha sin mayores sobresaltos, llegó de regreso a su hogar. Luego de la tremenda sorpresa inicial, fueron seis días de celebraciones para darle la bienvenida, en una confusa mezcla de alegría por el retorno, llanto por el fracaso, vergüenza y cólera por la deshonra. Nada se podía hacer con respecto a Antonio y el niño, que habían quedado en otro extremo del mundo. Sólo evocarlos, con tristeza, con odio, pocas veces con dulzura.

Para Antonio la separación fue infinitamente más traumática. Tres semanas después de la partida de Awamble-puri, en un rapto de emotividad, sin consultarlo con nadie y dejando el niño al cuidado de su madre, salió en forma abrupta hacia Perú. La misión que se había impuesto era traer nuevamente a su esposa hacia Italia, con la renovada promesa que ahora las cosas serían distintas. La idea de otro hijo pensó que podría motivarla, y eventualmente, unirlos más.

Tras varias peripecias prácticas, una tarde de torrencial lluvia tropical llegó, solo, al poblado mawambi. La sorpresa fue mayúscula.

Nunca quedó claro cómo fueron exactamente los acontecimientos. Para un desprevenido y prejuicioso observador occidental sería muy fácil decir que “los aborígenes se lo comieron”. La situación fue mucho más compleja. Seguramente como parte de alguna, al menos para nosotros, incomprensible práctica cultural mawambi, los varones de la tribu, luego de someterlo a un penoso juicio, le dieron muerte, luego de lo cual las mujeres pudieron ver el cadáver, y sólo después, cuando ya estaba trozado convenientemente, Awamble-puri fue llamada y convocada a comer el trozo que le ofrecían. Ella nunca supo qué pedazo de Antonio fue el que se comió (cocinado, valga aclarar). Al hacerlo sintió una rara combinación de sentimientos, pero fundamentalmente: venganza que hacía justicia.

Un pequeño hueso del pie -una falange del dedo gordo más precisamente- fue agregado a su collar, que sigue luciendo altiva en su mundo, esa selva que la vio nacer y crecer como hija de un soberano.

En Italia Pasquale nunca supo el final de esa historia; más aún, nunca supo nada de su madre. Sus abuelos silenciaron los hechos, y el muchachito creció convencido de otra versión, la que le inventaron, mucho más suave. Ahora es músico. Más exactamente: etnomusicólogo y -¿astucias de la razón?, ¿ironías del destino?- está por viajar al Amazonas para estudiar en terreno la música de los pueblos mawambi, en las profundidades de la selva peruana.

Tomado del libro “Historias dulces color de rosa”, de próxima aparición.

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