Adoum, poeta, polígrafo de voz dulce y mirada profunda. Sus restos yacen en una vasija de barro.
Por Gonzalo Ruiz Álvarez
La mañana del viernes Quito despertó con la noticia: el poeta Jorge Enrique Adoum había muerto. En el oficio del periodismo que llevamos en la piel nos corresponde el trato personal con gente de toda condición, los más, personajes públicos, políticos y ministros, empresarios y dirigentes sindicales, analistas y diplomáticos, artesanos, malabaristas y gente común. Pero creo que es un privilegio y un tesoro espiritual el trato con la gente del quehacer cultural, creativo y artístico del país.
Por eso es que la muerte de Adoum no me es extraña, al contrario, me conmueve, más allá del solidario abrazo a sus familiares y amigos cercanos, su significación deja honda huella y sus esencias humanas y creativas se expandirán fuera del tiesto milenario en el que descansan sus cenizas.
Jorge Enrique se nutrió de una potente vibración humana en su casa paterna. El misterio y la magia que vino de Oriente próximo y la aureola que rodea a sus raíces grabaron imágenes indelebles en su personalidad que luego volcó en sus escritos. Como es cierto que nadie da lo que no tiene, sus primeras enseñanzas fueron acumulando en el olvidado rincón del subconsciente ricas historias que luego emergieron de modo espontáneo.
Decir que fue un polígrafo no es nuevo, tampoco anotar que a Jorge Enrique se lo recordará sobre todas las cosas como un gran poeta. La gama de géneros que dominó es un legado inestimable al acervo cultural ecuatoriano.
Más allá de las apologías de las que soy distante, debo decir que conocerle fue todo una experiencia. Muchas entrevistas en radio, y alguna en televisión ponían en escena su pensamiento y sus utopías, sus convicciones firmes y sus afanes revolucionarios de aquella revolución que tantos intelectuales soñaron de buena fe y nunca vieron cuajar.
Su voz era el trasunto de dulzura y delicadeza y su hablar pausado, sin estridencias, daba sentido a cada palabra medida que escogía para articular las oraciones. Y más allá, su mirada era profunda y cristalina, los vidrios gruesos de sus gafas permitían al interlocutor asomarse al balcón de su interior. Entrevistar a Adoum, conocer de sus viajes y amistades de alto rumbo intelectual, de su cercanía con Pablo Neruda y de sus labradas traducciones nos acercan a su yo cotidiano.
Recuerdo el montaje de un grupo peruano de su obra teatral: “El sol bajo las patas de los caballos”, en los setenta en el Teatro Sucre.
No podré olvidar la última entrevista con Oswaldo Guayasamín, retardada porque tomaba café con el poeta Adoum. Luego de horas de tertulia me mostró, desde la terraza de su casa, el gran terreno donde se habría de levantar La Capilla de hombre. Con su voz añosa me dijo: “al pie de ese árbol me van a enterrar”. Es allí donde yacen, y hasta el fin de los tiempos, las cenizas de Guayasamín y Adoum, en el “vientre oscuro y fresco de una vasija de barro” , la vuelta a la tierra de donde son.
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