Si he consagrado tanto espacio a la memoria se debe a que ocupa un lugar clave. Muchos otros aspectos de las funciones mentales se aclararían si entendiésemos cómo actúa: cómo las multiformes clases de recuerdos quedan registradas y, más importante aún, cómo se recuperan.
Cuando se descubrió que toda la información genética necesaria para construir un complicado organismo vivo estaba en cifra en la diminuta estructura de una sola molécula de ácido desoxirribonucleico (ADN), muchos biólogos moleculares se consagraron al estudio de la memoria, pensando que también estaría en clave molecular, y que la solución estaba al doblar la esquina. Recuerdo muy bien el optimismo de Francis Crick, con quien hablé sobre ello.
Pero ha transcurrido un cuarto de siglo, y el problema se ha hecho más oscuro y complejo. Lo que se descubre sin tregua enturbia el panorama en lugar de aclararlo. Eso resulta especialmente cierto en cuanto al aspecto eléctrico. Cuando yo estaba en Cambridge, cualquiera sabía que la memoria era una estructura eléctrica, que creaban los niveles de umbral de las sinapsis entre las neuronas. Esta presunta estructura se llamaba engrama o registro mnémico. Pero ahora empieza a sospecharse que el impulso de una neurona modifica las características de la membrana o pared celular de la que lo recibe o altera su metabolismo; tal vez cambie la frecuencia y la amplitud de la descarga que emite, en lugar dé su umbral de sensibilidad. Peor aún. Se ha insinuado que el diámetro de los axones se transforma por alguna razón; se sabe que eso acontece, pero no por qué. Quizá alteren la velocidad de transmisión, lo cual también pudiera ser una base de la memoria. La sutileza más reciente propone que las espinillas que muestran las dendritas por doquiera son la sede de la memoria, y que se hinchan al ser estimuladas. Eso explicaría el hecho, recién descubierto, de que algunas conexiones nerviosas van de dendrita a dendrita (a mí me enseñaron que no era así). Como hay más espinillas o fibrillas que neuronas, en proporción de millares, eso ampliaría mucho la base de la retentiva. En contraste, el científico sueco Holgar Hyden dice que el cambio se produce no en la estructura atómica de la molécula proteínica, sino en su forma o conformación, cuando el recuerdo se registra, y cree haber demostrado la existencia de tal cambio en cerebros de rata. Su teoría es tan plausible como otra. Hay también la de Lance Whyte sobre la orientación de las proteínas en el interior del citoplasma y la creación de circuitos eléctricos en la masa citoplasmática, lo cual proporciona a la memoria fundamentos más amplios. Por último, para no alargar la lista, existen las neuroglias, células de sostén que comprenden los dos tercios de la masa cerebral. Se sabe que cambian de una manera mal conocida. Hace tiempo que presiento que son demasiado numerosas y complicadas para proporcionar sólo una especie de abono en el que las neuronas crecen. Rodean los axones, y parecen ocupar muy buena situación para enterarse de lo que pasa en ellos. Al propio tiempo, creo que exageramos la función de los axones, y que la conducción eléctrica y la difusión química entre las células vecinas debe de formar parte del cuadro. En suma, opino que la base de la memoria resultará sumamente complicada, con diferentes mecanismos que contribuyen a distintos aspectos de esta facultad de milagrosa sutileza.
Sin embargo, muchos hombres de ciencia sienten más bien optimismo sobre la posibilidad de un progreso en la comprensión de la memoria.
Si así fuere, sus efectos sociales serían más sorprendentes que los científicos. Tal pudiéramos tener mejor la memoria si supiéramos su mecanismo; seríamos capaces de anular recuerdos molestos, crearíamos otros o los transferiríamos, con las impresiones, de una persona a otra, e incluso a los animales y viceversa. El profesor Holgar Hyden ha comentado que la estimulación mnémica llegaría «a cambiar la estructura de nuestra sociedad».
Otros científicos, en cambio, encuentran lo que concierne a esa potencia tan desconcertante y contradictorio, que dudan de que jamás ceda a manipulaciones de esta índole. En efecto, algunos aspectos de la memoria son muy raros y tal vez nos enfrentemos con algo mucho más sutil que lo que imaginamos. Se puede condicionar a la mosquita de las frutas o del vinagre, llamada DROSOPHILA, para que evite la luz ultravioleta, pero lo extraño está en que sólo el veinte por ciento de cualquier grupo de ellas responde al condicionamiento, y, además, la respuesta está distribuida al azar. No se entiende.
El psicólogo J. A. Deutsch ha advertido: «Mucha gente parece creer que se ha emprendido la carrera para el descubrimiento de las bases fisiológicas de la memoria y que, en cierto sentido, la consecución de esa meta significará una hazaña similar a la de descifrar... el código genético. Pero la comprensión del proceso fisiológico o bioquímico ni siquiera empezará a ayudarnos a entender los principales problemas de la memoria: la organización de los recuerdos almacenados, de suerte que, al ver la cara de un amigo, obtenemos la información conveniente y la reconocemos en unos pocos centenares de milisegundos.»
Hay otra teoría de la memoria que no he citado hasta ahora, pues es muy distinta y sólo la defiende una persona: Heinz von Foerster, a quien fui a ver a Urbana (Illinois).
En esencia, sienta dos puntos. El primero es que resulta a menudo más rápido almacenar datos y calcular los resultados que interesan que tratar de almacenar todos los resultados que puedan necesitar. Si, por ejemplo, se quisiera almacenar el producto de cualquier número entre uno y diez billones multiplicado por cualquier otro entre uno y diez billones, se necesitaría un libro con páginas de 21 X 27,5 cm y de más de nueve billones de kilómetros de grosor. Un bibliotecario que viajase a la velocidad de la luz tardaría un promedio de doce horas en consultar cualquier resultado. Por lo tanto, resulta más práctico calcular la cifra que interese con una computadora pequeña o grande. Desde luego, lo que recordamos son cifras aisladas, y creo que Von Foerster propone que concibamos el recuerdo descompuesto en unidades elementales, las cuales se reúnen en el momento de la demanda, más que almacenado en la forma original, o que se asemeja a ella. Ya se propuso esas unidades con anterioridad, con el nombre de «mnemones», pero nadie ha ido más allá.
El segundo punto de Von Foerster también es radical. Propone que la cuestión es olvidar y no recordar. Sospecha que recordar tiene que ver con la inhibición, con la supresión de respuestas indeseadas, con la negativa de facilitarlas. Esto me atrae, porque, por razones ya expuestas, creo que el aspecto inhibitivo de la actividad cerebral apenas se ha tenido en cuenta. Esta teoría daría color a la creencia popular de que «jamás olvidamos». Von Foerster muestra, con la ayuda de matemáticas bastante elevadas, que un sistema de redes sobrepuestas cumpliría la misión de modo análogo al de las computadoras.
Esta teoría flaquea en que, si tenemos muestras frecuentes de que la gente pierde la memoria, no hay casos de individuos que empiecen a recordar en exceso, a no ser quizá que nos refiramos a los esquizofrénicos. El caso de Veniaminov, ya referido, parece único. Jorge Luis Borges escribió un relato sobre un hombre que recordaba exactamente cuanto había visto. «Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho... Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio...» Este hombre murió a poco bajo el peso de su retentiva universal. Por eso acaso sea bueno que olvidemos con la eficacia con que lo hacemos.
Pero todas estas teorías se hallan limitadas en un aspecto. Incluso si sirviesen para explicar cómo produce el cerebro patrones de conducta que nos ayudan a sobrevivir, fracasan con estrépito cuando se ha de aclarar cómo se experimentan los impulsos eléctricos y las moléculas proteínicas, y cómo
La memoria amiga trae la luz
De días pretéritos en mi derredor,
Las sonrisas, las lágrimas,
De años juveniles,
Las palabras de amor entonces dichas
Los ojos que brillaban
Ahora apagados y ausentes,
Los jocundos corazones ahora rotos.
George Moore apresa bellamente con estas palabras el contenido emocional de la memoria, faceta sobre la cual los neurólogos callan como tumbas.
Aun cuando no he agotado ni por asomo este arduo tema, espero que ha quedado de manifiesto que nos hallamos muy lejos de entender la retentiva humana.
Gordon Rattray Taylor, El cerebro y la mente, 1979
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