Viernes, 11 de Septiembre de 2009 00:49
Hermes H. Benitez (Canadá) / Piensa Chile
Introducción: Los verdaderos propósitos de secreto y ocultamiento perseguidos por los golpistas, tanto del entierro mismo como de los restos del Presidente Allende en el Cementerio Santa Inés, pueden percibirse con gran claridad en los siguientes cinco hechos que se han ido revelando con el correr del tiempo...
1. El traslado del cuerpo y la sepultación se realizaron en completo secreto y bajo absoluto control militar; 2. No se permitió a Hortensia Bussi ver el cuerpo de su marido; 3. No se permitió a la familia la colocación de ninguna placa o inscripción recordatoria con el nombre del líder popular en el Mausoleo de los Grove; 4. No se entregó a la familia ningún documento certificando su muerte; 5. y como si esto no fuera suficiente, para asegurar el absoluto secreto y el olvido, no se dejó ninguna constancia en los registros del Cementerio de que allí se hubiera enterrado a
Salvador Allende.
A. El entierro secreto:
El entierro secreto del Presidente según el comandante Sánchez:
“Los restos del Presidente Allende compartieron, de algún modo, el mismo destino que gran parte de las víctimas [de la dictadura]. Tuvo una tumba semiclandestina por casi dos décadas, después de que el 12 de septiembre
Me ordenaron que me presentara al Hospital Militar para retirar el cuerpo del Presidente y llevarlo al aeropuerto de Los Cerrillos. Todos entendían que yo debía hacerlo. Y yo entendía lo mismo, era su edecán –asegura el comandante Roberto Sánchez.
Toque de queda en todo Chile. Sólo patrullas militares se divisan en las calles y helicópteros rastrean desde lo alto. Flamean las banderas en casas y departamentos de los que saludan con alegría el golpe militar. Algunos las ponen por temor. Donde no hay bandera, la sospecha marca con tinta invisible a los moradores. La delación de los vecinos sería, para muchos, el primer peldaño para terminar en los campos de concentración del Estadio Nacional o del Estadio Chile.
Cuando el edecán aéreo llega a retirar el cuerpo del Presidente, en la guardia del Hospital Militar le informan que salió hace pocos minutos, custodiado por tanquetas de Carabineros: “Ordené al chofer que avanzara lo más rápido posible. Ibamos de uniforme, en un vehículo de la Fuerza Aérea, pero no podíamos correr mucho aunque las calles estuvieran vacías. Había muchos controles militares. En la Plaza Italia, los soldados me informaron de tanquetas que habían pasado poco antes. Unas habían seguido [por] Alameda abajo. Otras habían doblado por Vicuña Mackenna hacia el sur. Opté por intentar alcanzar al segundo grupo. No pude”.
En la pista de Los Cerillos, el DC 3 está con los motores en marcha. No, el ataúd del Presidente aún no ha llegado, le informan al edecán. Pocos minutos después, aparece el sombrío cortejo. Hace frío. O quizás no tanto, pero el edecán recuerda que sintió frío. No recuerda, en cambio, en qué vehículo venía el féretro. Sólo sabe que miró el ataúd y ordenó a los soldados que ayudaran a bajarlo para luego subirlo al avión. Las tanquetas de Carabineros custodiaban la operación.
Los minutos pasaban, algunos oficiales decían que se debía despegar de inmediato y el comandante Sánchez tenía la vista fija en el acceso a la pista. Estaban allí, en silencio, grupo aparte, cabizbajos, los sobrinos Eduardo y Patricio Grove, junto con un sobrino nieto de apenas diecisiete años, Jaime Grove. Rodeaban a Laurita Allende, la adorada hermana del Presidente. ¿Por qué no llegaba la Primera Dama?
Temí cualquier cosa. Hice todo lo posible para calmar el apremio del piloto, tratando de ganar tiempo para que la señora Tencha pudiera llegar. Fue un inmenso alivio verla aparecer. Lamentablemente, las hijas no pudieron llegar – relata el comandante Sánchez.
-A mis hijas no les dieron salvoconducto y, por lo tanto, no podían salir a la calle para tratar de llegar al aeropuerto. Ese mismo día, en la tarde, Beatriz partió a Cuba. Fue el día más triste de mi vida, recuerda Hortensia Bussi de Allende.
Pegados al fuselaje gris, amarrados por cinturones a los estrechos asientos de recto respaldo, los dolientes se guardan el dolor muy adentro. El fuselaje del avión suena, durante el despegue, como si fuera a partirse en dos. Y ya en el aire los crujidos del metal semejan lamentos. Los lamentos que la familia no emite en presencia de los uniformados. Frente a todos, en el piso, el ataúd. Y sobre el ataúd, el multicolor chamanto que envolvió su cuerpo sangrante en La Moneda. ¿Cómo es que ese chal llegó hasta ahí? Hay objetos que se transforman en intocables, como si los alcanzara lo más recóndito del temor a la muerte y al misterio del más allá. Como si algo del Presidente se hubiera quedado atrapado entre las hebras. Y el chal sigue allí, junto al cuerpo mutilado, para acompañarlo en la tumba.
-Quiero estar segura que vamos a enterrar a Salvador. Quiero verlo –dijo la viuda cuando el féretro salió del avión en la pista de la base aérea de Quintero.
-Imposible, está terminantemente prohibido abrir el ataúd –le contestó el oficial.
-Señora Tencha, confíe en mí, yo lo vi y es el Presidente -terció el edecán aéreo, mintiendo.
No podía permitir que ella lo viera. Me habían dicho que la cabeza estaba destrozada, que la mitad superior de la cabeza había volado con los disparos. No podía verlo”, explicó el comandante Sánchez.
Un carro funerario de la Armada y dos automóviles esperan en la pista. En un auto, la viuda, el edecán aéreo y Eduardo Grove, En el otro, Laura Allende, Patricio y Jaime Grove. Recorrido rápido hasta el cementerio Santa Inés, en Viña del Mar. Es la orden que recibieron los choferes del mínimo cortejo.
¬¬¬Las calles estaban vacías. Ni un alma a la vista. Recuerdo haber visto que algunas ventanas se abrían, haber divisado algún rostro tras los vidrios. Nada más –dice la viuda.
Los enterradores esperan en la puerta [del cementerio] y cargan la urna sobre el carro metálico de transporte. Olor a sal y yodo del frío mar de Chile trae la brisa que se levanta desde el poniente. Un olor que el Presidente parecía saborear, en grandes bocanadas, cada vez que llegaba al Palacio Presidencial del Cerro Castillo. Como si reconociera ese olor salino del aire de su primera inspiración en el puerto de Valparaíso.
Ahora, muy cerca de su ciudad natal, el cortejo se detiene frente al sobrio mausoleo de la familia Grove.(1) Es una tumba subterránea cubierta por una lápida de mármol blanco. Ya está abierta. No hay más que silencio como himno de despedida. El silencio lo dice todo. Cada uno escucha lo que debe escuchar. El ataúd baja hasta uno de los nichos y, al ser encajado por uno de los enterradores, se desliza con dificultad. Es un sonido hueco, son de muerte.
Un puñado de tierra toma la viuda y lo lanza a la tumba. La hermana, los sobrinos y el edecán aéreo hacen lo mismo. Los uniformados a cargo de la custodia observan en silencio. Hortensia Bussi camina unos pasos y coge unas pocas flores de la planta más cercana.
Que sepan que aquí yace el Presidente constitucional de Chile –dice, al tiempo que las lanza a la tumba...”.
Reproducido del libro de Patricia Verdugo, Interferencia Secreta, pp. 192-196.
El relato de Hortensia Bussi del entierro secreto.
El día 13 de septiembre, mientras se encontraba asilada en la Embajada de México en Santiago, la viuda del Presidente relata al periodista Manuel Mejido, del periódico mexicano Excelsior, cómo se enteró de la muerte de Allende, la manera hostil como la trataron los militares, y los detalles del entierro secreto:
“El otro día [miércoles 12 de septiembre] me avisaron por teléfono que Salvador se encontraba en el Hospital Militar y que estaba herido. Me dirigí allá y aunque me identifiqué plenamente, los soldados me negaron la entrada. Después hablé con un general que me recibió con estas palabras: “Señora, fui amigo de Salvador Allende. Le expreso mi más sentido pésame”. Entonces supe que había muerto.
Me prometió este general, cuyo nombre no conozco, un jeep y un oficial para que me acompañara al campo aéreo del Grupo 7 de las Fuerzas Aéreas de Chile, donde me dijeron que tenía que dirigirme. Pero después salió otro general que tampoco conozco, y simplemente me dijo que viajara en mi auto, porque no había disponibles ni vehículos ni soldados. Decidí viajar en el pequeño automóvil de mi sobrino Eduardo Grove Allende. En el campo aéreo me dijeron que el cadáver de Salvador estaba a bordo de un avión de la Fuerza Aérea. Antes de abordarlo hablé por teléfono con mi hija Isabel, pero no pudo acompañarme porque le faltaba su salvoconducto.
Subí al avión. Imagínese el cuadro que vi: Un ataúd en el centro, cubierto con una frazada militar, y a los lados, Patricio Grove, mi otro sobrino, y Laura Allende, la hermana de Salvador. Me acompañaron también el edecán Roberto Sánchez y Eduardo Grove. Volamos hacia Viña del Mar. El avión descendió en la Base Aérea de Quintero. El vuelo fue sin tropiezos, suave. Después bajaron a Salvador.
Pedí verlo, tocarlo, pero no me lo permitieron... Me dijeron que la caja estaba soldada. En dos automóviles, siguiendo al furgón, fuimos hasta el Cementerio Santa Inés. La gente nos miraba extrañada. No sabían de quién se trataba, ni de quién era el cadáver que iba en el furgón. Había una gran cantidad de soldados y de carabineros, como si se esperase una multitud. Las cinco personas que acompañábamos a Salvador caminamos en silencio hasta la cripta familiar, donde enterramos hace un mes a Inés Allende, la hermana de Salvador, que había muerto de cáncer.
Volví a insistir en ver a mi marido. No me lo permitieron, pero levantaron la tapa [del ataúd] y descubrí una sábana que lo cubría. No supe si eran los pies o la cabeza. Me dieron ganas de llorar. Los oficiales me impidieron que lo viera. Volvieron a repetirme que el ataúd se encontraba soldado. Entonces dije al oficial que me acompañaba, en voz alta: “Salvador Allende no puede ser enterrado en forma tan anónima. Quiero que ustedes sepan por lo menos el nombre de la persona que están enterrando”. Tomé unas flores y las arrojé a la fosa y dije: “Aquí descansa Salvador Allende, que es el Presidente de la República, y a quien no han permitido que ni su familia lo acompañe”.
Tomado de Robinson Rojas, Estos mataron a Allende, pp. 40-41. Se trata del texto de una entrevista telefónica del 14 de septiembre de 1973, hecha a Tencha Bussi por periodistas mejicanos, mientras se encontraba asilada en la Embajada de México en Santiago. Ha sido reproducida en su totalidad en el libro de Camilo Taufic, Chile en la hoguera 1973, pp. 81 a la 84.
B. El Funeral Oficial.
“Por un día la memoria de[l Presidente Allende] ocupó las candilejas, para luego dar paso al silencio concertado, al olvido pactado”.
Alejandra Rojas
Diecisiete años después de su inhumación clandestina en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, el día 4 de septiembre de 1990, se realizó la resepultación de los restos mortales del Presidente; lo que se dio en denominar sus “Funerales Oficiales”, cuyo carácter y detalles es necesario recordar y examinar en el contexto de este estudio, porque arroja luz sobre la actitud ambivalente, tanto del Partido Socialista en el gobierno, como del resto de sus aliados de la Concertación, y en especial del Partido Demócrata Cristiano, hacia la figura y el legado moral, político e histórico de Salvador Allende.
En primer lugar, tendríamos que decir que las exequias del Presidente realizadas aquel día no tuvieron un carácter popular, como podría haberse esperado, tratándose de la figura máxima de la izquierda chilena, sino que ellas fueron conscientemente diseñadas como una ceremonia oficial, solemne y elitista. Oficial porque fueron organizadas, realizadas y controladas hasta en sus últimos detalles, por el gobierno de Patricio Aylwin, enemigo jurado de la Unidad Popular; solemne porque se les dio a las ceremonias un carácter que hubiera correspondido más bien al de un político católico y burgués, que a un librepensador y un socialista; y elitista porque calculadamente no se permitió la libre y espontánea participación del pueblo en la ceremonia. Esto se consiguió no sólo centrando los funerales en torno al programa oficial y los invitados extranjeros (más de un centenar y medio), sino además impidiendo que la gente marchara tras el cortejo,(2) o pudiera acercarse al vehículo que transportaba la urna durante su viaje al Cementerio, el que en la mayor parte de su trayectoria (tanto en Viña del Mar como en la Ruta 68, y en Santiago), se desplazó a gran velocidad, en vez de hacerlo lentamente, como es tradicional.(3) Curiosamente, la palabra española ‘funeral’ se originó en el término latino ‘funeralis”, que significa, precisamente eso cuya realización no fue permitida en este caso, es decir, una “procesión”. Y como si lo anterior no bastara, se cerraron al pueblo las puertas del cementerio durante la ceremonia oficial (realizada en su plazoleta), y se lo apaleó como en los peores tiempos de la dictadura , ante el menor intento de éste de romper el masivo cerco policial tendido en su entorno.(4)
Al darle a la resepultación de los restos del Presidente Allende el carácter de un Funeral Oficial, el gobierno de la Concertación, presidido por el católico Aylwin, se comprometía de antemano con algunas opciones. En primer lugar, implicaba realizar el sepelio por medio de una ceremonia funeraria católica, lo que evidentemente equivalía a no tomar en cuenta para nada las creencias de Allende, quien fue desde su juventud un marxista convencido y un activo masón desde 1935. Por lo poco que trascendió en la prensa de aquellos días, se ve que varios personeros de la masonería chilena se movilizaron en aquella oportunidad con el fin de poder participar en las ceremonias oficiales, y tal vez, conseguir que se sepultara al Presidente de acuerdo al rito funerario masónico.(5) Que esto fue así lo demuestra el tenor de la respuesta negativa, consignada por la prensa, que la propia diputada Isabel Allende, les dio a los representantes de la Gran Logia, al replicarles, “...que de acuerdo con la más profunda tradición chilena corresponde a la Iglesia Católica organizar los actos de responso en los casos de fallecimiento de ex Presidentes de la Republica”.(6) De manera que a la Gran Logia de Chile no le quedó otra opción que contentarse con una solución de consuelo, es decir, efectuar una ceremonia fúnebre privada, “sin el cuerpo presente del mandatario”, la que se realizó el mismo 4 de septiembre de 1990 a las 19 horas, en su templo principal de la calle Marcoleta 659, con la concurrencia de más de 600 masones de las distintas logias de Santiago y otros ciudades.(7)
Pero Allende no sólo fue en vida un no creyente y un masón, sino que además se había suicidado, lo que ponía a la Iglesia ante un espinudo problema teológico (y hasta de derecho canónico), porque para la teología cristiana el suicidio es un pecado, moralmente una forma de asesinato, dado que nadie sino Dios, puede legítimamente poner fin a la residencia de un alma en esta tierra. La salida que se encontró para este “intríngulis teológico” fue tan simple como efectiva: guardar el más completo silencio ante estos hechos. De allí que en el responso leído aquel día por el Arzobispo de Santiago, Monseñor Carlos Oviedo Cavada, en la Catedral Metropolitana, no se hiciera la menor referencia, ni siquiera velada, al suicidio del Presidente Allende.(8)
Pero la izquierda y la coalición gobiernista no sólo hicieron sentir su particular actitud ante el hombre, el político y el legado del Presidente muerto, sino que el propio Patricio Aylwin se encargó de hacer explícito el carácter contradictorio y ambivalente de la situación, en el discurso central de la ceremonia oficial realizada en la plazoleta del Cementerio (haciéndose acreedor a una generalizada rechifla de parte de aquellos que fueron dejados fuera del recinto), en cuyos pasajes más representativos manifestó lo siguiente:
“Se equivocan y causan daño quienes quieren hacer de este acto o ver en él un motivo o pretexto para reavivar [viejas] querellas. Honrar a un difunto no es un acto de proselitismo, ni puede ser ofensa para nadie.
Como todo el país sabe, yo fui adversario político de Salvador Allende [pifias] –¡a aquellos que silban les digo: el único lenguaje en que podemos entendernos es el lenguaje de la verdad!-; eso no me impidió respetarlo como persona, reconocer sus merecimientos, coincidir en muchas cosas y mantener con él relaciones amistosas. Ello es de la esencia de la vida democrática. Fui severo opositor a su gobierno, lo que tampoco nos impidió –ni a él ni a mí- dialogar en busca de formulas de acuerdo para salvar la democracia.
Debo decirlo con franqueza: si se repitieran las mismas circunstancias, volvería a ser decidido opositor. Pero los horrores y quebrantos del drama vivido por Chile desde entonces nos ha enseñado que esas circunstancias no deben ni pueden volver a repetirse, por motivo alguno. Es tarea de todos los chilenos impedirlo. Y lo impediremos en la medida en que desterremos el odio y la violencia, en que evitemos los sectarismos ideológicos y las descalificaciones personales o colectivas, en que sepamos respetarnos en nuestras diferencias y en que todos acatemos realmente las reglas del juego democrático”.(9) (Destacados nuestros).
En realidad Aylwin no habla aquí el lenguaje de la verdad que retóricamente invoca. En primer lugar porque él no mantuvo nunca relaciones amistosas con Allende y fue un implacable adversario del Presidente y su gobierno. Tampoco le reconoció públicamente a Allende ningún merecimiento, ni siquiera después de muerto, como lo testifican las categóricas declaraciones que hizo con posterioridad al Golpe.
La confirmación oficial de la identidad y del suicidio de Allende:
Durante la segunda semana de septiembre de 1999, es decir, cuando ya se había realizado el funeral oficial, la revista política chilena Análisis dio a conocer por medio de un “Informe Especial”, cuyas conclusiones fueron inmediatamente reproducidas por la prensa mundial, que Allende no había sido asesinado por miembros de las fuerzas militares que penetraron al segundo piso de La Moneda aquella tarde del 11 de septiembre, sino que se había suicidado. La oportunidad de estas tardías “revelaciones” no fue, por cierto, algo puramente casual, pues se las presentó como el resultado de las diligencias realizadas secretamente, la noche del 17 de agosto, en el Cementerio Santa Inés. Es decir, de las operaciones de “exhumación y reducción” de los restos alojados en el Mausoleo de la familia Grove, y de confirmación de su identidad,(10) según se lo describe en el informe firmado por el redactor político de la referida revista, Francisco Martorell. Evidentemente, las palabras ‘exhumación y reducción’ hacen referencia al hecho de que los restos fueron sacados del féretro en que se encontraban y puestos en otro de menor tamaño, siendo finalmente enterrados en la misma sepultura en que habían sido depositados secretamente 17 años antes. Desde allí serían sacados la mañana del 4 de septiembre de 1990, luego de una breve ceremonia, para ser conducidos a toda velocidad al Cementerio General de Santiago.
Pues bien, si se examinan con algún sentido crítico la operación de identificación recién descrita se hace manifiesto que las cosas fueron bastante más complejas de lo que parecieran a simple vista. Porque el desenterramiento tuvo lugar casi a la media noche y en el más estricto secreto. Y por lo que se sabe, aparte del personal del cementerio, sólo estuvieron allí presentes, en calidad de testigos, el Ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa; el asesor del Ministerio del Interior, Juan Luis Egaña; el abogado Jorge Donoso y Ximena Casarejos, ambos de la Secretaria General de Gobierno. Según “una fuente reservada”, señaló El Mercurio, “en el acto no se hicieron presentes [ninguno de los] familiares del ex Presidente”.(11)
De acuerdo con la información entregada por la pr
ensa, el doctor Patricio Guijón, o Arturo Jirón,(12) habría certificado allí mismo la “autenticidad” del cadáver del ex Presidente, “en la primera oportunidad en que se abre la urna, desde que fue depositada en el Campo Santo de Viña del Mar en 1973”.(13) Sin embargo, no se divulgó el menor detalle, ni el tiempo que habría tomado, este supuesto reconocimiento in situ. No se requiere ser un experto en medicina forense para darse cuenta de las dificultades que entraña el reconocimiento de un cuerpo que ha estado enterrado por 17 largos años. Es igualmente muy curioso que no se haya informado si acaso los restos fueron sometidos a algún tipo de examen o análisis pericial, con el fin de poder determinar tanto la identidad como las causas de la muerte. En cuanto a los testigos, al parecer su única función era, simplemente, dar fe que se trataba de los restos del Presidente, lo que difícilmente pudieron haber estado en condiciones de establecer, sin poseer entrenamiento forense, y sin la realización de peritajes y análisis óseo-dentales o de ADN.
En las líneas finales del informe especial al que nos hemos estado refiriendo, Francisco Martorell resume así las conclusiones de los hechos de aquella jornada: “... el resultado de la exhumación y reducción de los restos del Presidente Allende, según ha trascendido, entre otras evidencias demostró que el cadáver de quien fuera elegido Presidente de Chile el 4 de septiembre de 1970 tenía un orificio en el cráneo que puede corresponder a un disparo de tipo suicida. Los que vieron los restos de Allende y sumaron a ello los antecedentes que tenían están en condiciones de afirmar que Allende se quitó la vida”.
Es manifiesto que las afirmaciones de personas sin nombre, que se apoyarían en antecedentes que no se detallan, carecen del menor valor evidencial y no demuestran nada respecto de la muerte de Allende. A menos que uno esté dispuesto a creer en las conclusiones de quienes “vieron sus restos”, (quienquiera que ellos sean), los que supuestamente habrían contado con ciertos misteriosos antecedentes, de los que tampoco se nos entrega la menor información.
El referido informe especial contiene también una historia, sumamente implausible, que, curiosamente, nadie pareciera haber conocido o mencionado en 17 años. Nos referimos al testimonio de aquellos sepultureros anónimos,(14) quienes, por obra de un verdadero milagro, habrían visto el rostro del Presidente antes de ser enterrado secretamente en 1973. Relata Francisco Martorell que al final de aquel entierro (suponemos que posteriormente a las palabras pronunciadas allí por Tencha Bussi), los sepultureros, “... procedieron a ubicar el ataúd en el bandejón de la tumba de la familia Grove. En ese momento, la tapa superior [del ataúd], sujeta con dos tornillos, posiblemente con los movimientos del viaje, cedió y se abrió. Por espacio de 20 segundos, los sepultureros pudieron ver el rostro de Salvador Allende. `Tenía la barbilla ennegrecida, uno de los ojos desviados y parte del bigote volado. El resto del cuerpo,[que]vimos desde la cintura para arriba, estaba completamente normal’, dijo a Análisis uno de los presentes en la fatídica tarde de septiembre del 73.
[A los sepultureros] no les quedó, a partir de la imagen, ninguna duda de que estaban sepultando al Mandatario depuesto por los militares. Así también lo consignaron en el acta notarial que le entregaron a la familia Allende-Bussi el martes 4 de septiembre de 1990, cuando se exhumaron los restos de Salvador Allende para que fueran trasladados a Santiago. En ella confirmaron que el cadáver enterrado el 12 de septiembre de 1973 era el de Allende. Afirmaron que la tumba fue sellada, la escotilla quedó bajo 30 centímetros de tierra y nunca fue removida en 17 años. La versión de los sepultureros de Allende fue validada durante la exhumación y reducción de los restos, realizada el 17 de agosto pasado, por el ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa y el médico Arturo Jirón. Ambos confirmaron que se trataba del cadáver de Allende”.(15)
Llama la atención el importante papel(16) que aparecen jugando aquí unos sepultureros innominados, de quienes no se especifica ni siquiera el número, y cuyo dudoso testimonio estaría supuestamente demostrando tres cosas: 1. que los restos enterrados en el mausoleo de los Grove eran efectivamente los de Allende; 2. que éste se habría suicidado, y 3. que no presentaban heridas en el tórax. Pero lo que estira, hasta la ruptura, los límites de la credibilidad de dicha historia, es que todo este supuesto testimonio requiere que uno crea en la veracidad del curioso incidente del desprendimiento de la tapa del ataúd, que habría permitido a los sepultureros ver el rostro y el cuerpo del Presidente. Las preguntas son obvias, ¿dónde se encontraban en ese momento los deudos que no presenciaron esta escena? ¿Por qué nadie había reportado este importante detalle antes? Pero eso no es todo. Recuérdese la parte final del relato que hace Hortensia Bussi del entierro secreto, citada más arriba, donde dice: “Volví a insistir en ver a mi marido. No me lo permitieron pero levantaron la tapa y sólo descubrí una sábana que lo cubría. No supe si eran los pies o la cabeza. Me dieron ganas de llorar. Los oficiales me impidieron que lo viera. Volvieron a repetirme que el ataúd se encontraba soldado”. No parece haber ninguna razón para dudar de la veracidad de estas observaciones hechas por Tencha Bussi hace 17 años . Pero si esto es así, ¿cómo pudieron entonces los sepultureros haber visto el rostro y el torso de Allende, si su cuerpo se encontraba enteramente cubierto con una sábana blanca?
Sin embargo, existen otras razones para no creer en la veracidad de aquel singular relato. Porque, incluso, si aceptáramos como de buena ley la historia de que los sepultureros consiguieron ver el rostro y parte del cuerpo del cadáver de Allende, es manifiesto que es prácticamente imposible poder establecer, mediante una simple inspección de unos pocos segundos (a menos que uno sea un pariente cercano o amigo, y disponga de alguna forma científica de identificación), si los referidos restos eran efectivamente los del Presidente. Tanto es esto así, como lo relatara más arriba el doctor Versin, que la principal razón que habría, según él, impulsado a Pinochet a ordenar la autopsia del cadáver de Allende, habría sido la duda que lo embargaba respecto de la identidad del cuerpo encontrado en La Moneda. Ahora, si es difícil establecer la identidad de una persona muerta por simple inspección de sus restos, puede uno imaginarse cuánto más difícil habría sido poder determinar si éstos correspondían o no a los de un suicida. Aun en el caso que se tratara de un experto forense, porque las heridas provocadas por un arma homicida son, como es obvio, casi indistinguibles de las causadas por un arma suicida. De allí la necesidad de realizar detallados peritajes y exámenes.
En lo referente a la afirmación de que el cuerpo no presentaba heridas en el tórax (detalle de gran importancia para poder desechar la versión de que el Presidente había sido acribillado), lo que los tardíos “testigos” parecieran no haber tomado en consideración en su relato es que los restos de aquél debieron haber presentado varias otras “heridas”, no sólo en su torso, sino también en el cráneo y en el vientre, a consecuencia de la autopsia que se le practicó la noche del 11 de septiembre en el Hospital Militar. Pero, como se ve, los poco perceptivos “testigos” al parecer no se enteraron de que los restos habían sido sometidos a un examen post mortem, puesto que no hacen la menor referencia a las notorias alteraciones de la anatomía normal que se habían producido en el cuerpo por obra de la autopsia; omisión que, por cierto, le resta aun más credibilidad a tan insólito relato.
Demás está decir que, desde una perspectiva científica y crítica, no podemos sino rechazar en su totalidad la historia contada por aquellos sepultureros; la que, evidentemente, no puede ser considerada dentro de una investigacion seria, acuciosa y transparente, de los restos del Presidente, 17 años después de su muerte.
Finalmente, cabría preguntarse, ¿dónde están los resultados de los exámenes forenses, de los análisis óseo-dentales o de las pruebas de ADN a partir de las cuáles se habría confirmado, primero, la identidad de Allende, y luego que éste se habría suicidado? Hasta donde nos ha sido posible establecerlo, parece que estos exámenes nunca se hicieron.(17) Y, sin embargo, a partir de tan insuficientes evidencias ciertas personas vinculadas al gobierno de la Concertación han pretendido extraer conclusiones definitivas acerca de la muerte del Presidente Allende. Así lo hace, por ejemplo, el propio doctor Oscar Soto, en las páginas finales de su libro testimonial, cuando declara: “... las versiones contrapuestas [sobre su muerte] quedaron definitivamente zanjadas, cuando el 17 de agosto de 1990 se realizó la exhumación del cadáver de Allende, que permanecía en la tumba de la familia Grove, en Viña del Mar, comprobándose la naturaleza suicida de las lesiones que le ocasionaron la muerte”.(18)
En realidad la conclusión precedente carece de la fuerza evidencial que parece asignarle el doctor Soto, porque ni él ni nadie nos ha mostrado de qué modo específico se habría comprobado la identidad y el suicidio de Allende, durante o con posterioridad a la operación de exhumación y reducción de sus restos.
Del libro: Hermes H. Benítez, LAS MUERTES DEL PRESIDENTE ALLENDE. Una investigación crítica de las principales versiones de sus últimos momentos, RIL Editores, Chile, 2006
Notas al capítulo 8:
(1) El médico viñamarino Eduardo Grove Vallejos, hermano del coronel Marmaduke Grove (1878-1954), líder máximo de la República Socialista de 1932, era cuñado del Presidente, pues se había casado con su hermana Inés en 1928, con la que tuvieron tres hijos hombres: Eduardo, Patricio y Jorge. De allí que sus restos fueran enterrados en el mausoleo de la familia Grove en el Cementerio de Viña del Mar, pero sin que el nombre del Presidente apareciera indicado allí en parte alguna. Según consigna Juan Gonzalo Rocha, “le correspondió al ex corredor de propiedades Eduardo Grove Allende autorizar la sepultación de su tío en ese mausoleo, después de recibir una llamada del Almirante Patricio Carvajal desde el Ministerio de Defensa”. Allende, Masón, La visión de un profano, nota de la pág. 95.
(2) El día anterior al funeral oficial la superioridad de Carabineros dirigió un comunicado a la población en el que, entre otras cosas, señalaba que el público sería “protegido por rejas para observar el desplazamiento del féretro, pero aclar[aba] que por razones de seguridad no se permitirá al público marchar detrás de éste, salvo [a] las autoridades pertinentes”, y se recalcaba posteriormente que: “... las personas no estarán facultadas para integrarse al cortejo funerario ni a pie ni en vehículos”. Véase: Periódico La Nación, lunes 3 de septiembre de 1990, pág. 2. Cursivas nuestras. No cabe duda que estas órdenes debieron haber provenido del propio Presidente Aylwin, por intermedio de Enrique Krauss, su Ministro del Interior, y del socialista Enrique Correa, su Ministro Secretario General de Gobierno.
(3) La revista derechista Qué Pasa nos da una explicación poco probable de este hecho: “A la entrada de Santiago, inexplicablemente los carabineros [que conducían la carroza con el féretro] aceleraron la marcha..., saltándose la [programada] detención en la puerta de Morandé, por lo que la carroza llegó antes de lo previsto a La Catedral. El gobierno se quejó formalmente después”. Véase: “El último adiós de Allende”, revista Qué Pasa, 5 de septiembre de 2003, edición electrónica.
(4) Nos informa El Mercurio del 5 de septiembre de 1990, que el día anterior Carabineros procedieron a detener a 137 personas, en distintos puntos del centro de Santiago, “a raíz de incidentes menores protagonizados por grupos de manifestantes”.
(5) Según se revelara recientemente, lo mismo intentó hacer la Masonería el día 13 de septiembre de 1973, mediante una gestión ante el general Leigh con el objeto de conseguir que éste autorizara a dicha institución para que realizara un funeral masónico de los restos del Presidente, pero el jefe de la Fuerza Aérea se negó a ello. Así lo informó Jorge Carvajal, Gran Maestro de la Masonería Chilena, el día 12 de diciembre de 2004, en una entrevista que se le hiciera en radio Bío-Bío, de Concepción. Véase: “Junta impidió funeral masó[nico] de Allende”, La Nación, edición electrónica, 13 de diciembre de 2004.
(6) Véase, Diario La Nación, 30 de agosto de 1990.
(7) Véase, Juan Gonzalo Rocha, Op. Cit., pág. 212.
(8) Véase el texto del “Responso”, reproducido en su totalidad en el libro de la Fundación Salvador Allende, titulado:Por la Paz de Chile, Funeral Oficial del ex Presidente de la Republica de Chile, Salvador Allende Gossens, Santiago de Chile, Primavera de 1990. pp. 31 a la 45. De acuerdo con la costumbre católica el nombre del suicida no puede ni siquiera ser pronunciado durante la celebración de los santos misterios, y en la sepultación de su cuerpo deben negársele, incluso, los cantos y oraciones de rigor.
(9) Puede leerse el discurso completo de Aylwin en el libro de la Fundación Salvador Allende antes citado, pp. 78-79. Es revelador de la posición “oficialista” del doctor Soto, que en las páginas iniciales de su libro testimonial, donde se reproducen algunos de los párrafos arriba citados del discurso de Aylwin en el Cementerio General, se omite, entre otras, aquella frase que dice: “si se volviera a repetir las mismas circunstancias volvería a ser decidido opositor”. Y finalmente comenta:”El paso del tiempo permitió a Aylwin asumir sus responsabilidades con honestidad y, para muchos, limpiar su participación en el clima social que precedió al golpe militar”. Oscar Soto, Op. Cit., pág. 48.
(10) Según quedó consignado en la prensa de esos días, este proceso constó de cinco partes: 1. (17 de agosto), exhumación y reducción de los restos del Presidente; 2. confirmación de su identidad; 3. (4 de septiembre), traslado de éstos a Santiago; 4. Funeral oficial ; y 5. entrega de un acta notarial, aquel mismo día, a la familia Allende Bussi.
(11) Véase: El Mercurio, 17 de agosto de 1990.
(12) De acuerdo con la revista Análisis el médico que ofició de testigo habría sido Arturo Jirón, según El Mercurio, Patricio Guijón, y según La Nación un ser inexistente llamado “Patricio Jirón”. La opinión de este autor es que, efectivamente, se trató del doctor Arturo Jirón, a quien se lo puede ver junto a los familiares del Presidente en algunas de las fotografías tomadas durante el funeral oficial. (Véase:, Fundación Salvador Allende, Op. Cit., foto de la pág. 113). La confirmación definitiva de la participación del doctor Jirón en esta operación la vinimos a encontrar, posteriormente, en una de las tres fotografías que acompañan al artículo de Ximena Galleguillos titulado “Los misterios nunca contados de la tumba de Allende en Santa Inés”, que figura en la página 11 de la revista Siete +7, del 12 de septiembre de 2003. Allí puede verse a Jirón, junto a Enrique Correa y a otros cuatro funcionarios del cementerio viñamarino, la noche de la exhumación de los restos de Allende. Lo curioso es que estas fotos, así como los detalles más importantes de aquella operación nocturna, no vinieron a hacerse públicos sino 13 años después de ocurridos los hechos. ¿Por qué? Lo desconocemos, pero la pregunta es perfectamente válida, pues apunta a una irregularidad más de una operación llena de sombras y misterios. Tan importante es el relato de estos hechos para la argumentación desplegada en el presente capítulo, que me veo obligado a reproducirlo a continuación casi en su totalidad: “Cerca de la medianoche, una caravana de vehículos llegó a Viña del Mar. La encabezaba el ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa; el doctor Arturo Jirón, encomendado por la familia para reconocer los restos; Javier Luis Egaña y Ximena Casarejos [directora de la Fundación Teletón], encargados del funeral oficial; Jorge Donoso, a cargo de los trámites legales para la exhumación y posterior traslado; funcionarios del Instituto Médico Legal y el administrador de[l cementerio] Santa Inés, Carlos Salvo. El camarógrafo Pablo Salas y el fotógrafo Jesús Inostroza captaron todas las imágenes de esa noche.
Hacía frío. Nadie cruzó palabra. El grupo de panteoneros comenzó a cavar. El Ministro Correa cada cierto tiempo miraba el cielo.
-Ese momento fue el más emocionante de toda mi vida. Ver su ropa... su chaleco- dice hoy Enrique Correa.
Sólo bajaron al mausoleo el doctor Jirón, Salas e Inostroza. Apenas se descubrió el ataúd, el ex ministro de salud de Allende se puso pálido. Temieron que se fuera a desmayar por lo que Salas orientó rápidamente el micrófono a Jirón y le preguntó: ‘Doctor ¿es él?, ¿es Allende?
-Si es él, -respondió Jirón, trémulo.
-Los vidrios rotos del féretro, producto del intento de robo, estaban intactos sobre su pecho. Se podía ver la chaqueta de tweed, el suéter, los zapatos y los calcetines. No tenía los anteojos. No sé por qué pensé que podían estar ahí -relató a Siete+7 uno de los testigos.
Hicieron la reducción, lo introdujeron en un “féretro como corresponde”, dice Morales[uno de los sepultureros] y lo volvieron a depositar en la tumba de los Grove en espera de su funeral oficial, a principios de septiembre de 1990.
-Todo esto impacta mucho –dice Morales con los ojos húmedos.
“A los pocos días –recuerda el mismo Morales- un abogado del Ministerio del Interior nos pidió concurrir a una notaría para que dejáramos un testimonio firmado. Una especie de constancia para la familia de que todo se hizo como procedía”. (Art. Cit., pág. 11.)
Al parecer, en esto habría consistido todo el proceso de identificación de los restos de Allende y la confirmación de su suicidio: en una simple mirada, de unos cuantos segundos, del doctor Jirón, quien, recordemos, ni siquiera había visto al Presidente muerto en el Salón Independencia. Es evidente que el doctor Guijón hubiera sido un mucho mejor testigo de este reconocimiento, por haber presenciado, desde la puerta del Salón Independencia, el suicidio del Presidente, y, en segundo término, por haber sido el único que posteriormente ingresó al recinto, permaneciendo allí hasta la llegada de los militares. Es importante que los lectores comprendan que de lo que aquí se trata es de poder determinar, con el más alto grado de certeza posible, si efectivamente aquellos restos correspondían a los del Presidente, y si éste se había suicidado. Es cierto que el doctor Jirón, así como cualquiera de los otros “testigos” de aquel reconocimiento, pudieron haber “identificado” a Allende aquella noche, pero este tipo de reconocimientos no podían sino ser insuficientes cuando se trataba de establecer, científicamente, algo histórica y políticamente tan importante. Otra cosa es, claro está, sostener que aquí se habría confirmado el suicidio de Allende.
Con posterioridad los lectores podrán comprender también el significado de aquellos “vidrios rotos” a los que se alude en el relato de la periodista de Siete+7. Otra información importante consignada en este artículo es la presencia (hasta hora desconocida) de un alto jefe de la Armada en el entierro secreto: “A la distancia observaba el contralmirante Adolfo Walbaum, recién nombrado Intendente de la Quinta Región”. (pág. 10.)
(13) Revista Análisis, Año XIII Nº 348, “El Suicidio de Allende”, pág. 32.
(14) Los nombres de los sepultureros serían revelados, solo trece años más tarde, en el artículo de Ximena Galleguillos recién citado en la nota Nº 11. Se trataría de Luis Almuna, Hugo Guzmán Cáceres, Héctor Hurtado Navarrete, Pedro Tremún Puyol y Sergio Morales Carvajal. Para que no quedara ninguna duda al respecto, la periodista escribe al pie de la foto que se incluye en la página 10 del artículo: “Los panteoneros que enterraron a Allende en el Cementerio Santa Inés fueron los mismos que redujeron sus restos a mediados de agosto de 1990, días antes de su funeral oficial”. Lo más revelador de las recientes declaraciones de estos testigos, es que ellos parecieran haberse olvidado completamente de la historia original en la que el féretro del Presidente aparece abriéndose súbitamente; la que aquí es reemplazada por el relato, aun más increíble, de un supuesto intento de robo de sus restos por parte de partidarios desconocidos, nada menos que el mismo día de su inhumación secreta. Operación que no habría llegado a consumarse al ser sorprendidas estas personas por fuerzas militares que custodiaban el Cementerio Santa Inés. Según cuenta Sergio Morales: “Los militares lograron recuperar el ataúd quebrada abajo. Cuando lo trajeron de vuelta vi que estaba desclavado y el vidrio que le protegía su cara se había roto. Al parecer, no quedó bien sellado por el apuro en cumplir el trámite(¿). El féretro llegó de vuelta a la tumba en muy mal estado, recuerda”. (Art. Cit., pp. 9 y 10.) (Cursivas nuestras).
La misma historia del robo del féretro volvió a aparecer, en términos esencialmente semejantes, en un artículo, firmado por Jesús Inostroza, y publicado en La Nación electrónica al año siguiente, el 12 de septiembre de 2004, bajo el título de “Desenterrando la historia. El día que exhumaron el cuerpo de Salvador Allende”, al pie del cual se adjuntaban siete fotografías de los restos tomadas aquella noche, en ninguna de las cuales se muestra la pieza ósea fundamental: el cráneo. A propósito de esto se dice en el artículo lo siguiente: “En el cajón se veían los restos color óxido de un hombre que se reconocía sólo por unos zapatos negros clásicos, una huesuda y apretada mano, y unos restos de vidrio en el pecho. Lo que correspondía a la cabeza, sólo eran huesos hundidos y pelo”. Al parecer se trata de una observación personal de Jesús Inostroza, quien participó como fotógrafo la noche del 14 de agosto de 1990 en que se hizo la exhumación y reconocimiento.
Es cuanto a las historias de supuestos robos e identificaciones “extraoficiales” de los restos mortales del Presidente, es una verdadera vergüenza que publicaciones serias puedan dar fe y se presten para legitimar este tipo de fabulaciones. Género ficcional que ha encontrado otros cultivadores, según nos refiere Diana Veneros en las páginas finales de su estudio biográfico sobre el líder popular. Allí se reproduce un artículo publicado en la desaparecida revista Análisis, de septiembre de 1987, en el que se contiene el supuesto testimonio de una militante de la UP, quien, oculta tras el pseudónimo de Ana Vergara, habría declarado que “ella y algunos vecinos vieron el funeral a distancia. Para estar seguros de que era el Presidente quien había sido enterrado allí, ella y otras personas fueron al cementerio, desenterraron furtivamente el ataúd y vieron el cuerpo”. Véase: D. Veneros, Allende. Un ensayo psicobiográfico, Santiago, Editorial Sudamericana, pág. 419.
(15) Revista Análisis, Nº 348, pp. 31 y 32.
(16) Esto resulta confirmado por el hecho de que el relato de los sepultureros fue oficializado en un documento legal. Según cuenta la periodista Ximena Galleguillos: “A los pocos días –recuerda el mismo [Sergio] Morales [Carvajal, uno de ellos]- un abogado del Ministerio del Interior nos pidió concurrir a una notaría para que dejáramos un testimonio firmado. Una especie de constancia para la familia de que todo se hizo como procedía”. Artículo citado, pág. 11.
(17) He aquí una muestra del modo como trascendió al extranjero la noticia de aquella “confirmación”, tanto de la identidad de los restos extraídos del Cementerio Santa Inés, como del suicidio del Presidente: “Durante años las circunstancias que rodearon la muerte de Allende fueron un punto de discusión política e histórica. ... Tras la restauración de la democracia en 1990, la familia de Allende determinó resolver la polémica y permitió que se efectuara un examen forense de sus restos. Los expertos llegaron a la conclusión de que, antes de rendirse, Allende se suicidó de un tiro en el momento en que los soldados rodeaban su despacho”. Peter Kornbluh, Los EEUU y el derrocamiento de Allende, Una historia desclasificada, Santiago de Chile, Ediciones B/Grupo Z, 2003, nota Nº 10 a la pág. 125. Cursivas nuestras. Como puede apreciarse, el autor norteamericano está equivocado en los tres aspectos principales de este hecho: 1. La iniciativa no parece haber provenido de la familia Allende-Bussi, la que ni siquiera estuvo presente en la exhumación nocturna de sus restos, sino de la Concertación y del gobierno de Aylwin; 2. No se tiene conocimiento de que se realizara ningún peritaje forense de aquellos restos en 1990; y 3. Allende no se quitó la vida “en los momentos en que los soldados rodeaban su despacho”, sino antes de que éstos hubieran ingresado al segundo piso de La Moneda.
(18) Oscar Soto, Op. Cit., pág. 142. Fueron muchos los que aceptaron como suficiente la confirmación del suicidio del Presidente en aquella oportunidad. He aquí un ejemplo egregio: “La hija del extinto presidente chileno Salvador Allende, la hoy diputada Isabel Allende Bussi, confesó haber tardado 17 años en admitir que su padre se suicidó y no fue asesinado durante el golpe que lo derrocó e instaló la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990)”. .... “Me convencí (del suicidio) el año 90 cuando mi padre fue exhumado (para trasladarlo de tumba), precisó la diputada”. Véase: El Mercurio, domingo 17 de agosto de 2003. A la luz de nuestras investigaciones esta conclusión se revela, sin embargo, como infundada. Porque no hay modo de que Jirón (incluso si hubiera logrado reconocer al Presidente aquella noche), hubiera podido determinar mediante una simple inspección de sus restos, que aquél se había suicidado 17 años antes. Creemos haber sacado a la luz las verdaderas pruebas que demostrarían, más allá de toda duda, este hecho.
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