miércoles 12 de agosto de 2009
Gabriel Conte (MDZOL)
No se puede estar pariendo y vendiendo niños sin que haya una cadena de complicidades. Tampoco se puede ser cómplice si, filosóficamente, no se está de acuerdo con este tipo de "negocios macabros". El caso de Guaymallén podría transformarse, si la sociedad y el Estado así lo deciden, en una bisagra.
No existe el derecho a ser padres, sino la posibilidad de serlo, o no.
Los hijos, en cambio, sí tienen todo el derecho a conocer a sus padres biológicos y a ser criados por ellos. Ese derecho es inalienable y el Estado tiene la obligación de protegerlo: convenciones internacionales y la legislación argentina así lo establecen taxativamente al hablar del “interés superior del niño”, entre otras cosas.
El dolor de no poder ser padres no encuentra, muchas veces, el consuelo necesario en las leyes. Es que un niño no es una mercancía que se puede obtener de acuerdo a los indicadores de la oferta y la demanda.
Los vericuetos legales para adoptar son meandrosos. Un poco porque es necesario que así sea (no se le puede “entregar” un niño en condiciones de adaptabilidad a cualquiera) y otro poco por ineficacia del Estado, que no logra ordenar el registro de adoptantes o, por lo menos, darles contención a padres desesperados.
Nada, sin embargo, es argumento de suficiente peso como para justificar que un niño sea vendido o comprado.
Compra y venta de bebés, a la vuelta de tu casa
La dimensión de la noticia difundida esta semana en Mendoza es inconmensurable: en una esquina por la que miles de personas pasan por día, en el corazón de Guaymallén, vendían niños.
Se trata de esas cosas que todos saben que pasan, pero que pocas veces se logra diferenciar el mito de la realidad. Es un asunto tan escabroso que parece imposible que sea verdad.
La historia argentina acredita una dura experiencia en apropiación de niños. ¿La dictadura inventó una forma de “conseguir hijos” o instituyó, como parte del terrorismo de Estado, una práctica corriente?
Hay silencios en los que la propia sociedad se sumerge, otorgándole espacio a prácticas perversas como las que ocurren ante nuestros ojos.
En el caso que nos conmueve por estos días entran a tallar otros elementos:
No se trata sólo de apropiación, sino de que hay gente que es capaz de poner en venta a su propio hijo y de familiares que le rodean que consienten la transacción.
Compro/vendo. Hay intermediarios con la capacidad suficiente para surfear sobre la ley, la dignidad y la ética. El detonante encontrado en Guaymallén puede ser la punta de un ovillo de un verdadero “mercado”, de cuya existencia siempre se sospechó, pero que resultó difícil comprobar.
Los álguienes enredados. Para que un niño sea vendido y comprado alguien debió parirlo, alguien atender ese parto. Alguien más lo ofreció y muchos “álguienes” se pasaron la bola. Alguien aceptó hacerlo. Para ello, alguien le extendió un certificado de nacido vivo que permitió que algún funcionario del Estado lo inscribiera en el registro civil. No es uno sólo quien debe caer, si se pretende desarticular el “negocio”.
Buenudos y cómplices. Amplios sectores de la sociedad, entre quienes, obviamente, habría que incluir a médicos, vecinas, madres, padres, hijas e hijos, pero también jueces, policías y funcionarios, legisladores y, por qué no, periodistas, sostienen: “Va a estar mejor con esta familia que con la propia”. Así no más, “buenudos”, dejan que el “negocio” funcione. No sólo “clasean” a la sociedad, señalando a los pobres como “malos” y a los más pudientes, en tanto, como “mejores”. Sino que privan a niños de su derecho más básico, como es el de crecer junto a sus padres y hermanos.
Lo tengo; no lo quiero. Surge nuevamente un debate silenciado: el de los embarazos no deseados, en donde la hipocresía social y gubernamental, sumado al peso de los dogmas, impiden discutir con seriedad el tema del aborto. Queda al descubierto la necesidad de hablar de estos temas en voz alta: para sacar dudas a gente que desconoce del tema, para alertar a posibles testigos, pero fundamentalmente para educar a padres, madres e hijos en temas en los que, evidentemente, ha faltado instrucción.
Lo quiero; no lo tengo. Es importante que el Estado y las obras sociales en general tome cartas en el asunto cuando los padres no pueden tener hijos y faciliten los tratamientos que lo faciliten. Pero también para preparar a esas parejas ante tamaña situación y evitar que caigan en el descontrol de la búsqueda a cómo dé lugar de un hijo.
Los hay; nadie los quiere. También empieza a flotar una verdad dolorosa: decenas de chicos que están en condiciones de ser adoptados no encuentran hogar. Son demasiado grandes, muy morochos, algunos tienen defectos congénitos, otros tienen problemas adquiridos, traumas mentales o físicos. No hay quiénes les den un hogar. Aunque lo esperan igual que el resto. Y quedan condenados a ser “criados” por sucesivos desconocidos que trabajan en instituciones públicas o privadas, a ser separados de hermanos y condenados a no saber quiénes son, en realidad.
Tenemos que hablar
Duele, conmueve, revuelve las entrañas. Es un tema jodido del que nuestras abuelas ya decían que no había que hablar. Pero nuestros silencios empujan a lo macabro. Así ha pasado y sigue pasando. Pasará hasta que nuestra vocación justificadora y cómplice pase.
Gabriel Conte es editor de MDZ.
Gabriel Conte (MDZOL)
No se puede estar pariendo y vendiendo niños sin que haya una cadena de complicidades. Tampoco se puede ser cómplice si, filosóficamente, no se está de acuerdo con este tipo de "negocios macabros". El caso de Guaymallén podría transformarse, si la sociedad y el Estado así lo deciden, en una bisagra.
No existe el derecho a ser padres, sino la posibilidad de serlo, o no.
Los hijos, en cambio, sí tienen todo el derecho a conocer a sus padres biológicos y a ser criados por ellos. Ese derecho es inalienable y el Estado tiene la obligación de protegerlo: convenciones internacionales y la legislación argentina así lo establecen taxativamente al hablar del “interés superior del niño”, entre otras cosas.
El dolor de no poder ser padres no encuentra, muchas veces, el consuelo necesario en las leyes. Es que un niño no es una mercancía que se puede obtener de acuerdo a los indicadores de la oferta y la demanda.
Los vericuetos legales para adoptar son meandrosos. Un poco porque es necesario que así sea (no se le puede “entregar” un niño en condiciones de adaptabilidad a cualquiera) y otro poco por ineficacia del Estado, que no logra ordenar el registro de adoptantes o, por lo menos, darles contención a padres desesperados.
Nada, sin embargo, es argumento de suficiente peso como para justificar que un niño sea vendido o comprado.
Compra y venta de bebés, a la vuelta de tu casa
La dimensión de la noticia difundida esta semana en Mendoza es inconmensurable: en una esquina por la que miles de personas pasan por día, en el corazón de Guaymallén, vendían niños.
Se trata de esas cosas que todos saben que pasan, pero que pocas veces se logra diferenciar el mito de la realidad. Es un asunto tan escabroso que parece imposible que sea verdad.
La historia argentina acredita una dura experiencia en apropiación de niños. ¿La dictadura inventó una forma de “conseguir hijos” o instituyó, como parte del terrorismo de Estado, una práctica corriente?
Hay silencios en los que la propia sociedad se sumerge, otorgándole espacio a prácticas perversas como las que ocurren ante nuestros ojos.
En el caso que nos conmueve por estos días entran a tallar otros elementos:
No se trata sólo de apropiación, sino de que hay gente que es capaz de poner en venta a su propio hijo y de familiares que le rodean que consienten la transacción.
Compro/vendo. Hay intermediarios con la capacidad suficiente para surfear sobre la ley, la dignidad y la ética. El detonante encontrado en Guaymallén puede ser la punta de un ovillo de un verdadero “mercado”, de cuya existencia siempre se sospechó, pero que resultó difícil comprobar.
Los álguienes enredados. Para que un niño sea vendido y comprado alguien debió parirlo, alguien atender ese parto. Alguien más lo ofreció y muchos “álguienes” se pasaron la bola. Alguien aceptó hacerlo. Para ello, alguien le extendió un certificado de nacido vivo que permitió que algún funcionario del Estado lo inscribiera en el registro civil. No es uno sólo quien debe caer, si se pretende desarticular el “negocio”.
Buenudos y cómplices. Amplios sectores de la sociedad, entre quienes, obviamente, habría que incluir a médicos, vecinas, madres, padres, hijas e hijos, pero también jueces, policías y funcionarios, legisladores y, por qué no, periodistas, sostienen: “Va a estar mejor con esta familia que con la propia”. Así no más, “buenudos”, dejan que el “negocio” funcione. No sólo “clasean” a la sociedad, señalando a los pobres como “malos” y a los más pudientes, en tanto, como “mejores”. Sino que privan a niños de su derecho más básico, como es el de crecer junto a sus padres y hermanos.
Lo tengo; no lo quiero. Surge nuevamente un debate silenciado: el de los embarazos no deseados, en donde la hipocresía social y gubernamental, sumado al peso de los dogmas, impiden discutir con seriedad el tema del aborto. Queda al descubierto la necesidad de hablar de estos temas en voz alta: para sacar dudas a gente que desconoce del tema, para alertar a posibles testigos, pero fundamentalmente para educar a padres, madres e hijos en temas en los que, evidentemente, ha faltado instrucción.
Lo quiero; no lo tengo. Es importante que el Estado y las obras sociales en general tome cartas en el asunto cuando los padres no pueden tener hijos y faciliten los tratamientos que lo faciliten. Pero también para preparar a esas parejas ante tamaña situación y evitar que caigan en el descontrol de la búsqueda a cómo dé lugar de un hijo.
Los hay; nadie los quiere. También empieza a flotar una verdad dolorosa: decenas de chicos que están en condiciones de ser adoptados no encuentran hogar. Son demasiado grandes, muy morochos, algunos tienen defectos congénitos, otros tienen problemas adquiridos, traumas mentales o físicos. No hay quiénes les den un hogar. Aunque lo esperan igual que el resto. Y quedan condenados a ser “criados” por sucesivos desconocidos que trabajan en instituciones públicas o privadas, a ser separados de hermanos y condenados a no saber quiénes son, en realidad.
Tenemos que hablar
Duele, conmueve, revuelve las entrañas. Es un tema jodido del que nuestras abuelas ya decían que no había que hablar. Pero nuestros silencios empujan a lo macabro. Así ha pasado y sigue pasando. Pasará hasta que nuestra vocación justificadora y cómplice pase.
Gabriel Conte es editor de MDZ.
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