Tecnicismos y fraudes aparte, (en las elecciones de 2004) ocurrió lo que muchos temían y otros daban por seguro: la mayoría del pueblo americano respaldó a Bush, a su equipo y a sus políticas, desatándole las manos al legitimarlo y concederle una ventaja hegemónica en el Senado y la Cámara de Representantes.
La razón es obvia: el imperio americano incluye al pueblo americano. No son entidades opuestas, ni siquiera diferentes, tampoco constituyen las dos caras de la misma moneda. El pueblo escoge al gobierno, no a la inversa y en conjunto con las instituciones, el estilo de vida y los valores compartidos, cosa también llamada ideología, forman el sistema.
En «América», como llaman ellos a su país, hay unanimidades y matices. Las primeras aportan la cohesión, las segundas el colorido.
Para ellos el mundo es muy simple: los americanos viven en una Nación y hablan un Idioma, los demás habitan áreas verdes y se entienden mediante dialectos.
En todos los continentes los países que los integran se parecen unos a otros, Estados Unidos son la excepción.
Ninguna pauta, ley o regularidad histórica, de las muchas descubiertas por Heródoto, Maquiavelo, Voltaire, Montesquieu, Toynbee, Tocqueville o Carlos Marx, explican por qué, una década antes de la Revolución Francesa, en las remotas e inhóspitas tierras de la América salvaje, debutó una entidad atípica que en apenas 100 años desplazaría a Europa.
A diferencia de los países europeos, frutos de una larga evolución y hechos con retazos de la historia y de las naciones latinoamericanas, hijas de guerras resultantes de la vehemencia provocadas por desafortunadas políticas coloniales, los Estados Unidos fueron pensados por las cabezas más ilustradas de su tiempo que, sin impedimentos, ni compromisos con el pasado, en lugar de ajustar sus ideas a la realidad, fundaron un país a partir de sus ideas, realizando una obra de ingeniería social.
Los fundadores de los Estados Unidos no operaron con sueños, si no que diseñaron una corporación con bandera. No fueron reformistas obligados a pactar con el pasado ni a perdonar a sus mayores, tampoco vehementes nacionalistas enfrentados a arbitrarios gobernadores, virreyes o capitanes generales ni utopistas, que intentaran crear el paraíso en la tierra o idealistas que creyeran en la perfectibilidad humana, sino seres esencialmente pragmáticos, que se propusieron fundar un país viable. Nunca dijeron que su obra era fruto de la historia, sino que sugirieron que lo era de la providencia.
Parte de esa obra es un sistema político con capacidad para equilibrar intereses y cubrir las expectativas de la elite dominante, capaz de lograr una distribución equitativa de las atribuciones entre el poder central y los estados federados y entre el gobierno, el Congreso y el aparato judicial.
De todas las instituciones políticas norteamericanas, ninguna es tan conspicua como la presidencia, ejercida por 43 individuos a lo largo de 54 mandatos que cubren 215 años de historia electoral, desde Washington en 1789 y George W Bush en 2004, sin interrupción, excepto porque cuatro mandatarios fueron asesinados, igual número falleció de muerte natural en ejercicio, uno renunció y Gerald Ford, ejerció la presidencia sin mandato electoral.
El modelo político fue diseñado ex profeso para que fuera ejercido por una elite a la cabeza de la cual figura el presidente, cuyos poderes sonrojarían a un emperador romano. El Mandatario norteamericano es la cabeza del Estado y del gobierno, el comandante supremo de las fuerzas armadas y el jefe directo de 4 millones de funcionarios, 600 000 designados personalmente por él.
El presidente es electo por cuatro años con derechos a una reelección, mediante el más alambicado e ininteligible sistema electoral que pueda ser imaginado. En primer lugar por la existencia de una inexplicable dualidad entre el valor del voto popular y las atribuciones decisivas del Colegio Electoral, por el hecho de existir decenas de formas de conformar los registros electorales y de votar en los estados, donde siempre cabe esperar una sorpresa.
Los Estados Unidos son la única innovación política aportada por el Nuevo Mundo, el único lugar donde los colonos europeos actuaron como fundadores y no como depredadores y también donde no fueron los conquistadores extranjeros quienes exterminaron a los nativos, sino donde unos ciudadanos, rubios y de ojos azules, descartaron a la población autóctona para abrirse a la más formidable corriente migratoria de todos los tiempos: 40 millones de personas, en 100 años. Ningún otro país recibió beneficio semejante.
De todas las novedades aportadas por los Estados Unidos, ninguna se equipara al pueblo americano, cuya descripción parece ficción. En americanos se convierten las miríadas de emigrantes que antes de llegar a sus playas estaban ya seducidos por la leyenda, atrapados por la lengua, el cine y la música norteamericana y que el día después de haber arribado, cautivados por las innegables ventajas, respecto a sus países de origen, se adaptan y se integran con increíble celeridad al modo de vida americano.
Formado por sucesivas oleadas de gente de todas partes, Estados Unidos ni siquiera intentó soldar su unidad nacional a partir de factores étnicos, religiosos o nacionales, sino que la edificó sobre la base ideológica de los llamados valores compartidos que forman la más dudosa identidad de un país, que de lejos parece un mosaico y de cerca lo es, cohesionado por un sistema económico exitoso y por una inequívoca vocación mesiánica de liderazgo mundial, a la que otros llaman imperialismo.
A lo largo de la historia, los emigrantes y sus descendientes, premiados con la tarjeta verde o la ciudadanía, devienen eternos deudores que nunca reparan en el alcance de su aporte y si en la grandeza de sus beneficios recibidos y en pago cultivan una ciega lealtad a la América que los acoge y les proporciona aquello que la tierra donde nacieron no podría ofrecerles nunca.
Esas magnificas criaturas que medraban en los arrabales europeos, padecían en los guetos, empujaban carromatos en Asia, tocaban rumba en el Caribe, masticaban coca en el altiplano o gustaban de los tacos mexicanos y también los grandes atletas, músicos, científicos y millones de personas dotadas de habilidades excepcionales, de pronto son no sólo entusiastas participantes en las fiestas de Halloween, y del Día de Acción de Gracias, sino también eficaces trabajadores, imaginativos empresarios, beatos creyentes y leales soldados.
Estados Unidos, que le ha dado mucho a su pueblo, les ha pedido más que ningún otro, sobre todo porque ninguna nación se ha visto envuelta en tantas guerras y conflictos en el extranjero como ellos.
En todos los momentos de su historia, especialmente en las coyunturas decisivas, los americanos han respaldado a sus líderes. A su llamado marcharon jubilosos a arrancarles a México la mitad de su territorio, respaldaron a William McKinley y a Teodoro Roosevelt, a Woodrow Wilson y naturalmente a Franklin Delano Roosevelt, incluso a Truman que elevó su popularidad al arrasar a Hiroshima y Nagasaki y luego, al frente de la ONU y en nombre de la contención del comunismo, llevó a la juventud americana a la gran marcha sobre Corea, incluso a Lyndon Johnson, reelecto a pesar de Vietnam.
Nunca se protestó en Estados Unidos por las invasiones a Nicaragua, Santo Domingo, Haití, Panamá. Granada, México o Cuba. Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses.
Esta vez la América conservadora y temerosa votó a la derecha y otra vez los norteamericanos dan prueba de su lealtad a un presidente de la guerra.
Es la tradición. No os asombréis.
¡Eso es América!
¡Eso es el pueblo americano!
Jorge Gómez Barata
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