InSurGente.- "Espejos" (Una historia casi universal), es el último libro de Eduardo Galeano. Como suele ser habitual en el escritor nacido en Montevideo en 1940, el libro contiene numerosos relatos breves. Dado que es un personaje odiado por la derecha y erradicado desde hace años del ideario de la llamada izquierda light o "moderna" (es decir, la abducida por el sistema capitalista), Insurgente les propone si este pequeño escrito sobre el inmortal dirigente de la revolución rusa.
Nunca escribió, y quién sabe si dijo, su frase más célebre:
-El fin justifica los medios.
También se le atribuyen otras maldades.
En todo caso, no hay duda de que hizo lo que hizo porque sabía lo que quería hacer y para hacerlo vivió. Pasaba sus días y sus noches organizando, polemizando, estudiando, escribiendo, conspirando. Se daba permiso para respirar y comer. Dormir, nunca.
Llevaba diez años de exilio en Suiza, su segundo exilio: era austero, vestía ropas viejas y botas impresentables, vivía en el cuarto de arriba de un zapatero remendón y le daba náuseas el olor a salchichas que subía de la carnicería de al lado. Se pasaba todo el día en la biblioteca pública, y tenía más contacto con Hegel y Marx que con los obreros y campesinos de su patria y de su tiempo.
En 1917, cuando subió al tren que lo devolvió a San Petesburgo, la ciudad que después se llamó con su nombre, pocos rusos sabían quién era. El partido que él fundó, y que iba a conquistar el poder absoluto, tenía todavía escaso arraigo popular y estaba más bien a la izquierda de la luna.
Pero Lenin supo, mejor que nadie, qué era lo que el pueblo ruso más necesitaba, paz y tierra, y no bien bajó del tren y echó su primer discurso en la primera estación, un gentío harto de guerras y de humillaciones pudo reconocer en él a su intérprete y a su instrumento.
Nunca escribió, y quién sabe si dijo, su frase más célebre:
-El fin justifica los medios.
También se le atribuyen otras maldades.
En todo caso, no hay duda de que hizo lo que hizo porque sabía lo que quería hacer y para hacerlo vivió. Pasaba sus días y sus noches organizando, polemizando, estudiando, escribiendo, conspirando. Se daba permiso para respirar y comer. Dormir, nunca.
Llevaba diez años de exilio en Suiza, su segundo exilio: era austero, vestía ropas viejas y botas impresentables, vivía en el cuarto de arriba de un zapatero remendón y le daba náuseas el olor a salchichas que subía de la carnicería de al lado. Se pasaba todo el día en la biblioteca pública, y tenía más contacto con Hegel y Marx que con los obreros y campesinos de su patria y de su tiempo.
En 1917, cuando subió al tren que lo devolvió a San Petesburgo, la ciudad que después se llamó con su nombre, pocos rusos sabían quién era. El partido que él fundó, y que iba a conquistar el poder absoluto, tenía todavía escaso arraigo popular y estaba más bien a la izquierda de la luna.
Pero Lenin supo, mejor que nadie, qué era lo que el pueblo ruso más necesitaba, paz y tierra, y no bien bajó del tren y echó su primer discurso en la primera estación, un gentío harto de guerras y de humillaciones pudo reconocer en él a su intérprete y a su instrumento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario