El puente sobre el río Maguana
Esta historia tiene mucho que ver con las complejidades del cerebro humano y cómo el comportamiento de un individuo, sus temores, vacilaciones y aprehensiones, conlleva finalmente a la creación de un mito.
Con frecuencia, los que hemos tenido la suerte de cursar estudios universitarios y culminar una carrera determinada, nos creemos inmunes al llamado pensamiento ignorante o a la forma rústica de interpretar las cosas. Y si somos de la capital, el escudo es mayor. No me da vergüenza decirlo: en El puente sobre el Río Maguana, me hago reo y vulnerable ante lo profano, y si se quiere, hasta marioneta de la leyenda.
Ese río separa las comunidades sanjuaneras Pasatiempo y Maguana Abajo. Sus aguas llenan de fertilidad a toda una comarca cuyas tierras se resisten a dejar de parir cualquier cosa que se le siembre. Frutos mayores y menores, de largo y corto período; granos, tubérculos, y hasta hierbas para el ganado no dejan espacio de ocio. La vista tendida sobre la distancia no pierde un centímetro de la generosidad de este río, responsable del verdor en las viñas interminables.
Cuando fui trasladado desde Juan De Herrera a La Maguana, el paso sobre el mencionado puente pronto empezó a provocar un exquisito deleite de mis sentidos. Los altos y majestuosos árboles, la sombra durante la mayor parte del día, así como los bueyes aparcados y saciando la sed luego de las descomunales jornadas de yuntaje, hacían del sitio un lugar bueno de cruzar. Definitivamente, gozaba atravesando el puente sobre el río Maguana a bordo de mi motocicleta XL-100, con paso acelerado y lágrimas a contra brisa, que no impedían el disfrute de aquel paraíso monte adentro.
No sabía qué me fascinaba más, si el murmullo del río a piedras traviesa, o la voz ronca del bueyero, látigo en mano y blandiendo el pecho a camisa desabotonada y empapada en sudor, todo en medio del encanto que a modo de coro producía el viento entre los altos pinos y acacias, encandilados en el trino de los pájaros.
-¡Buey, carajo!
La voz del hombre rugía, al tiempo que el latigazo hacía desmontar al desesperado y envergado buey que intentaba acomodarse en el lomo de la vaca.
A veces concebía que una mano maestra estuviera conduciendo ese hermoso coro del río, los árboles y las aves silvestres. No pocas veces llegué a detener la moto, orillarla y descalzarme para ser cómplice de las aguas y el follaje al alcance de las manos. Cuando la media noche me sorprendía en la común sanjuanera, el viaje de regreso me auguraba el placentero encuentro nocturno con el puente sobre el río Maguana y su hechizante arboleda, para luego quedar tendido y arrebatado en mi tibia cama de la clínica rural.
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Jamás pude imaginar que detrás de mi regocijo se estaban cociendo malos augurios y presagios. Hubo un momento en que mis amoríos con el puente y el rió empezó a preocupar a más de una persona, principalmente a doña Elpidia, la conserje de la clínica. Claro, nunca llegó a expresar descontento por algún descuido o abandono de mi trabajo. Es más, en un principio ni siquiera entendía sus comentarios a modo de murmuro.
-Doctor, doctor... usted... de noche...su motor...
Lo decía con timidez, sin mirarme, y como sin querer decir nada. Era Alba Rosa, la hermosa enfermera, quien daba una nota más o menos clara.
-¡Claro, con esas siete novias que tiene en Juan de Herrera la noche no le alcanza para llegar temprano!
Me hubiese gustado que esas palabras de Alba Rosa fueran de celos o despecho, pero en realidad parecía indiferente por mis llegadas a deshoras de la noche. Lo cierto, en honor a la verdad, era que mis costumbres capitaleñas me impedían meterme en una cama a las nueve de la noche o antes, como era usual en La Maguana. Las reuniones quincenales en la regional de San Juan, el cine y las amistades en la común cabecera así como en Juan de Herrera, hacían frecuentes mis escapes nocturnos de la Maguana.
Fue la noche de un viernes cuando al parecer colmé la paciencia de varios amigos y vecinos de la Maguana. Como era de suponer, sería al otro día que enfrentaría cosas propias de la ruralidad, a cargo de Elpidia, Blanco y el amigo de nombre curioso, ´´Los Hombres´´; todos preocupadas por mi integridad física y mental.
Ese sábado me había levantado a eso de las diez, resacado, luego de una descomunal noche de bailes y tragos en el Tupinamba bar de San Juan. Mi brújula marcaba ruta hacia la casa del alcalde, siguiendo el guiso y sazón de su mujer. El cuerpo deshidratado y lánguido clamaba por cualquier tonificante alimentario. La sopa revive muertos preparada por Elpidia hizo diana y en menos de una hora ya estaba con el cerebro avivado y las piernas debajo de la mesa de dominó y teniendo a Blanco de frente, contra Domingo el colorao y ´´Los Hombres´´. No bien había terminado de barajar las fichas, cuando el amigo de nombre raro habló un idioma que nunca entendí, aunque era claro y directo.
-Doctor, usted parece que no conoce ese puente.
De repente parecía que la resaca no había pasado y persistía en eso de atolondrar mi cabeza, porque en realidad no sabía qué intentaba decirme ´´Los Hombres´´.
-Ese puente es peligroso, cuídese de él.
-¡Ja, cómo va a ser, los hombres!
Elpidia, que estaba en rol de anotadora, tomó la palabra. Siendo esposa del alcalde, y además en su casa, se sentía con libertad de hablar como me habló.
-Doctor Correa, a usted le ha cogido con cruzar ese puente tarde de la noche, sin conocerlo. Estamos muy preocupados por usted.
Era la primera vez que la conserje me hablaba directo a los ojos, como si yo fuera un hijo desobediente a quien se reprime. Me sorprendió oírla hablar así, no en un tono destemplado sino con mucho aplomo y rectitud.
-¡Elpidia, déjese de pendejadas, que a ese puente no le veo nada diferente de los otros!
-¡Dígale usted, Blanco, que a lo mejor le hace caso!
Blanco y yo nos habíamos hecho amigos desde la primera mano de dominó que jugamos de frente, cuando recién había llegado a la Maguana. Parecía que era el único en entender que era difícil explicarle ciertas cosas a un individuo salido de una universidad, y peor aún ¡capitaleño!; por eso se le hacía difícil empezar a hablar y tratar de aconsejarme sobre mis veleidades con el puente. Quitándose su inseparable gorra blanca, e iniciando un tímido rascado sobre la oreja derecha, empezó a hablar como quien quiere y no quiere.
-¡Bueh!..., ustedes los capitaleños no son muy...
-¡Dígale, Blanco, dígale!
Elpidia seguía agitando, mientras Domingo el colorao, un hombre muy noble y decente, mantenía la mirada en las fichas, como encogido y turbado, dando a entender que también estaba interesado por mi suerte y destino. ´´Los Hombres´´, con las manos entrecruzadas detrás de la nuca y sus característicos ojazos desorbitados y perdidos en la enramada del techo, prefirió recostarse del seto con todo y silla. Finalmente, Blanco se armó de valor y habló como un hombre.
-Doctor en ese puente se desatan seres misteriosos después de las diez de la noche; haga lo posible por no volverlo a cruzar después de esa hora. Es todo lo que queremos decirle. Usted es ya una familia de nosotros.
El chuípiti salió espontáneo de mi boca, con el característico, ´´no relajes ombe´´. Elpidia remachó para dejar las cosas aún más claras.
-Si va a venir tarde, mejor amanezca en Juan de Herrera. ¡Evítese problemas!
-Por fin, ¿qué es lo que pasa en el dichoso puente ése?
´´Los Hombres´´ ya había desatado sus manos detrás de la nuca y en ese momento el humo de su recién encendido tabaco empezó a salir envuelto en palabras. Parecía adoptar una pose lúgubre y siniestra para embrujar las frases.
-Doctor, esos seres tumban a los hombres de sus monturas. El que va a pie, entonces se cae al rió. A veces zarandean al infeliz y lo estrellan al suelo...
´´Los Hombres´´, un hombre flaco y negro como la noche, cuando hablaba parecía al mismo demonio, con los ojos brotados y las palabras humeantes por efecto del tabaco que fumaba.
-...al último fue al pobre Silvestre, el de la comadre Fefa. Desde entonces no ha vuelto a decir palabra alguna, se ha quedado como un zombi.
-Son verdá.
Esa última y única expresión que dijo Domingo el colorao colmó el ambiente de la conversación, cargado de oscurantismo e ignorancia; hasta se tornó incómodo para mí. No podía darles a entender mi renuencia a creer en esas cosas; no debía mostrarme insolente y burlesco ante gente tan buena y humilde que sólo me honraban con su preocupación sincera por mi bien. Era el médico de la comunidad y por suerte, ya en pocos días mi trabajo había generado la simpatía suficiente como para que se me considerara un hijo adoptivo de los lugareños. Se imponía la diplomacia. Eso sí; tuve que soportar a Elpidia y los demás alimentar la imaginación con historias burdas de demonios, apariciones y desapariciones. La nota final, para terminar de fastidiarme, la puso ´´Los hombres´´, con los ojos prácticamente fuera de las órbitas.
-Y si usted va a seguir caminando por ahí, ¡búsquese un resguardo!
Creo que llegué a jugar no más de dos manos de dominó, prácticamente como un cumplido. No había interés en esas partidas. Por suerte llegaron otros vecinos y el ambiente se animó lo suficiente para aprovechar y salir discretamente hacia la clínica para poder tomar un aire menos cargado de ´´cosas´´, como estaba aquél, donde el alcalde Batista. Como quiera, Elpidia me lanzó una voz.
-¡No se vaya doctor Correa, vamos a colar caféeee!
-¡Está bieeeen, regresaréeee!
Al entrar a la clínica urgía restregarme la cara con mucha agua; debía espantar esos espíritus maguaneros. No sería fácil conciliar mi comportamiento rural en la Maguana con mis costumbres nocturnas pueblerinas, sea en Juan de Herrera o en la común cabecera de San Juan. Además, de obedecer a Elpidia y sus coterráneos, estaría aceptando como cierta y válida toda esa retahíla de fábulas y cuentos acerca del puente sobre el río Maguana. ¡No señor!, no podía creer en esa sarta de disparates; no por ser profesional egresado de una universidad, sino por lo que le dije al espejo, con el rostro empapado de agua.
-¡Porque soy capitaleño!
Y punto.
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Llegó el miércoles. Eran las tres de la tarde y me disponía acudir a la reunión habitual de los pasantes cada quince días en la regional de San Juan. Ya estaba olvidado el asunto ése del puente. Como de rigor, una vez terminada la reunión nunca estaba de más un par de cervezas en el Tupinamba bar. Allí permanecimos algo más de una hora y, aún con el sol amarillento y bajo en el horizonte, decidimos retirarnos temprano a nuestras respectivas clínicas rurales. Por mi parte, el paso por Juan de Herrera no podía ser desaprovechado para visitar amigos y un trago de ´´Deward´´ donde mi amigo Sixto, quien no permitía jamás mi salida de su casa sin cenar.
Las horas pasaron rápido, y al tocar retirada hacia la Maguana, ya la noche era negra, algo así como las diez y media, según mi reloj.
-Pase muy buenas noches, doctor, y cuídese por esos caminos.
Esos caminos…esos caminos… si, esas fueron las palabras de despedidas de Sixto. No supe cómo fue que empezaron a revolotear sobre mi cabeza y llegaron a ser parte de mi ruta hacia la Maguana. Mi paso por La Rosa, al salir de Juan de Herrera, no tuvo nada fuera de lo habitual; lo mismo en Cañafistol, aunque por aquí empecé a sentir un poco de calor, cuando lo habitual siempre era el sutil y atractivo frío del campo abierto. Empecé a luchar por no recordar cierta plática días atrás.
Bueno, ya estaba en Pasatiempo. La moto XL-100 mantenía la velocidad y empuje de siempre, pero como que algo no estaba en su sitio. Al calor de Cañafistol se agregó un poco de palpitaciones. Fue cuando me hice una recriminación en voz alta.
-¡¿Qué te pasa coño?!
No quería, me debatía y trataba de alejar los temores, pero la conversación donde Elpidia, el humo del tabaco y los ojazos de ´´Los hombres´´, se hacían cada vez más omnipresentes. Para colmo, mi amiga nocturna, la luna, no estaba por ningún lado. La luz de mi moto era la única lumbre del universo en ese momento. La otrora agradable soledad nocturna se hizo perniciosa en mi conciencia. De repente comencé a sentir en todos mis sentidos cierto grado de hostilidad de los elementos que me rodeaban. Entonces llegó el miedo, trillando un camino directo al pánico y al terror. Ya estaba próximo al puente y empezaba a oír el runrún del río, que esta vez me lucía macabro en medio de la grima. Las oscuras siluetas de los altos árboles empezaron a semejar grandes monstruos fantasmagóricos, todos pendientes de mí y sólo de mí. No podía pensar ni calcular nada; dentro de mi pavor unicamente podía bramar hacia el infinito.
-¡Coño que vaina, el puente!
Ya no soportaba la sorda ronquera del río; el haz de luz de mi farol me mostró lo que debía ser el puente. Era una angosta garganta en medio del espectro fantasmal que de seguro me iba a tragar. Con los cojones en mi pescuezo, cerré los ojos y hundí hasta abajo el acelerador. A Dios que repartiera suerte. No supe cómo pude doblar por la curvita de la Maguana a esa velocidad. Logré llegar hasta el portal de la clínica, sintiendo los seres detrás de mí, acosándome. Entré a la clínica como alma que lleva el diablo y la puerta se cerró en medio de un estampido. Jadeante pude decirme:
-¡Estoy a salvo!
Parece que el portazo despertó a Francisco, el sereno de la clínica.
-¿Qué pasó, doctor?
-Nada Francisco, nada.
Por la rendija de una ventana, frío y sudoroso pude echar una mirada a la curvita. Lucía como siempre: apacible y tranquila. Me miré en el espejo del baño y pude hablar en pleno dominio de mis emociones.
-Buen pendejo.
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