La pornografía, o el erotismo del otro
Carlos Pérez Jara
Se indaga sobre lo que suele entenderse en Occidente por erotismo y pornografía, y se intenta saber si las separaciones de ambas son necesarias o bien gratuitas, máxime cuando quienes las hacen apelan a la cultura sublime y a una supuesta estética sin fundamento
«Las pinturas más audaces, las descripciones más osadas, las situaciones más extraordinarias, las máximas más espantosas, las pinceladas más enérgicas tienen el solo objeto de obtener una de las más sublimes lecciones de moral que el hombre haya recibido nunca»
Marqués de Sade
1. Introducción.
Hablar de erotismo, como de pornografía, es algo absurdo en términos generales. El comportamiento del hombre es siempre demasiado maleable (dependiente de reglas específicas, tradiciones, leyes y conductas) como para que uno se convierta ahora en el juez supremo del Género Humano. Cada civilización ha albergado, como hoy alberga, ejemplos de ese llamado erotismo pornográfico cuya razón de ser se esconde, al margen de los estipulados estéticos y los análisis teóricos sobre este asunto, en el puro deseo animal, convertido por la sofisticación de la mente humana en una compleja estructura simbólica de apetencias propias. Bajo la clásica distinción entre las dos naturalezas del hombre, la de ser parte de lo sublime y parte de las bajezas e instintos animales, podemos decir que la visión erótica, ya sea festiva o artística (o ambas cosas) se entremezcla con el deseo corpóreo que emana de tantas obras de toda clase, hasta el extremo de que, como podremos ver más abajo, es imposible definir una línea fronteriza entre un amor sublimado y sus pasiones recurrentes, habitadas por impulsos «oscuros» que aún irritan a muchos. También trataremos de destruir el mito de una inocencia posible frente al erotismo pornográfico; es decir, el mito de que, frente al inocente (el puro, el casto, el inmaculado hombre imposible) la pornografía corrompe las virtudes humanas. El erotismo necesita del otro, de ese otro que mire la probable intención de aquello que cualquiera defina como le apetece o lo cree necesario. No, dejemos la inocencia para ese momento antes en que Eva se dispone a morder la manzana de nuestras desdichas. De modo que, en los siguientes epígrafes, trataremos de descubrir las falacias sobre las que está apoyado el ideario puritano y demagogo de quienes hacen tajantes delimitaciones entre pornografía y erotismo y el buen y mal gusto.
2. ¿Qué es lo obsceno?
Para ocuparnos de lo que, popularmente, se conoce como pornografía, es preciso que estudiemos uno de sus atributos ineludibles: lo obsceno. Y es que, de manera casi infalible, si muchos catalogan algo como pornográfico no es sino para añadirle, como quien no quiera la cosa, el oscuro sello de lo impúdico. Los psicólogos actuales no dudan en esforzarse en distinguir lo obsceno de lo erótico, para lo cual apelan a la semántica de cada una de las palabras. Obscenidad tiene su raíz en lo que se halla sobre escena (obcenus), lo que sirve a muchos para dictaminar sobre lo que no debe ponerse de tal forma, lo que debe ser oculto, privado, nunca público, pues ese aspecto de revelación produce, según parece, una gran repugnancia. Establecen luego que es esa repugnancia la que atrae a muchos individuos, lo que no hace sino precipitarlos al campo de la sicopatología moderna. «Hay que aceptar, pues, lo que ya es común, que la pornografía es obscena y que obscenidad es indecencia sexual», dicen hoy tantos iluminados siquiatras, Manuel Zambrano entre otros. Lamentablemente, eso de la indecencia en el sexo nos recuerda a los preceptos católicos de las grandes virtudes del hombre casto. Y es que tales opiniones no son sino un conjunto farragoso de patrañas con las que, bajo el célebre peso de la Ciencia moderna, situarnos ante la supuesta certeza de cosas que ni los mismos iluminados se toman la molestia en definir, tal vez, suponemos, porque el resultado de dicha definición no les satisface, o porque no la encuentran acorde a sus propios prejuicios, con los que encima lanzan peroratas y homilías seudo científicas cargadas de una arrogancia inadmisible. ¿Qué es la indecencia, y aún más, y sobre todo, qué supone la indecencia sexual? Si se mantiene un respeto a los principios morales impuestos, si no se daña ninguno de esos principios establecidos por cada comunidad humana, ¿cómo puede decirse que la pornografía es indecencia? Ese respeto a la moral sexual, hija de los contenidos y estructuras políticas y sociales de un Estado concreto, ¿en qué sentido específico hemos de entenderla? O para ser más concretos, si tanto se dice que lo obsceno es lo sucio ¿quién define qué es lo sucio de lo limpio, un psicólogo, un ama de casa, un filósofo borracho? ¿Qué es eso de suciedad? «Discutir la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar con Dios» dice, bien a propósito, el escritor americano Henry Miller.
Hacemos, por tanto, la acusación de que los detractores de la pornografía se mueven entorno a ideas confusas, cuando no deliberadamente retorcidas y adaptables a sus intenciones. Como resumen de lo que apuntamos, el poeta y novelista Mario Benedetti, lo expresa con gran transparencia: «Esta discrecionalidad es justamente el peligro, ya que todo lo confía a la inteligencia, sensibilidad y amplitud de los censores, profesión esta en la que no suelen abundar los dos dedos de frente. El origen etimológico de la palabra pornografía (del griego "porne", o sea, prostituta, y "graphe", o sea, descripción) justifica ampliamente la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española: "Tratado acerca de la prostitución". Pero ¿cuántas obras acusadas de pornográficas caben dentro de esa acepción? Probablemente, ninguna. La segunda acepción dice: "Carácter obsceno de obras literarias o artísticas". Lo peligroso es fijar la frontera, ese movedizo límite donde termina presumiblemente lo artístico y empieza (no menos presumiblemente) lo obsceno.» Como es obvio, bajo el origen de esta palabra, solo verdaderos tratados de proselitismo pueden ser encuadrados dentro de tal concepto. Pero es que esa acepción empleada para obscenidad nos remite, tal y como apunta Benedetti, a la meta censuradora de la que hablamos antes, y que se apoya en conceptos vagos y nebulosos. Bajo niveles universales, el pudor se convierte en algo tan gratuito como cualquier mención sobre los honores de manera independiente a cualquier otro detalle de importancia: lugar, época, leyes, régimen político, revoluciones...
Pese a una enorme cantidad de trabajos en los que se alerta sobre el pensamiento difuso de tantas mentes timoratas, aún prevalece la idea de que, mientras el erotismo es elegante y sublime, la pornografía posee una naturaleza sórdida e injustificable. El afán de esos individuos por destruir lo que ellos consideran como «la decadencia y depravación humanas» posee, tal y como podemos imaginarnos, no solo muchos rasgos de gran hipocresía (pues algunos de esos iluminados con vocación censuradora no hacen sino apropiarse, en su vida privada, de los mismos productos que en lo público vilipendian con indignación tan vehemente) sino también de intensa ignorancia respecto al concepto mismo que tanto rehuyen a toda costa. La Iglesia cristiana lleva más de dos mil años utilizando semejante estrategia: pues lo pertinente, bajo el propósito de sus ministros, no es tanto definir como ocultar, y no solo el producto o actitud que persigan sino a la propia palabra que los representa. Nada se adapta mejor a los intereses de alguien que aquello que permanece bajo una definición vaga, brumosa, esencialmente maleable. Para ello, actualmente no se ha dudado un segundo es esgrimir razones espurias sobre lo bello y lo feo, lo elegante o lo tosco, lo casto y lo impuro. En la Iglesia hay numerosos ejemplos de teóricos de la vida sexual de sus contemporáneos; uno de ellos es San Juan Crisóstomo, que ataca la relación de dependencia sentimental del matrimonio al establecer que dicho vínculo es como una cárcel con la que se impide una ascensión hasta las alturas divinas. El hombre en matrimonio se preocupa más de los aspectos terrenales que de los sagrados o divinos. Ya San Pablo, en la carta a los Corintios, había dicho que el matrimonio era un refugio de débiles para huir de las tentaciones de la carne. Para San Agustín el contacto físico con la mujer precipita al hombre a un pozo de degeneraciones espirituales: «Nada contribuye tanto a derribar la mente del hombre de su ciudadela como las lisonjas de las mujeres. Y ese contacto físico sin el que no es posible poseer una esposa». El sexo para este «santo» queda asociado a un fin exclusivamente reproductor, nunca como forma de sublimar pasiones latentes o de conseguir un cierto grado de purificación del espíritu.
La Iglesia ha edificado un conjunto de pilares de la sexualidad del buen creyente. Curiosamente, la proclamación de la Familia como un «valor cristiano» es un asunto bastante más moderno de lo que muchos piensan, como ya ha quedado reflejado en algunos grandes padres de esta misma Iglesia, detractores de uniones de matrimonio y de apegos terrenales. Pues esta religión positiva, de tanto poder sobre Occidente, es una de las que mayor presencia tienen sobre las costumbres y ritos de tantos hombres. Hoy, en cambio, se predica la familia casi como un invento católico, cuando no es sino un giro de timón en su política establecida. El Vaticano ha ejercido durante mucho tiempo la labor de juez espiritual y estético, pues según sus postulados nada que atente contra Dios es, o puede ser bello, y en consecuencia, como el vicio y los seres concupiscentes representan una seria amenaza al Supremo, éstos no son sino feos, horribles o degenerados. Sería curioso sumergirse en la supuesta estética de ciertos poderes: lo bello es lo casto porque lo casto es lo cercano a Dios. Ese tipo de valoraciones se ha cuajado en artistas contemporáneos que establecen que existe una indisoluble unión entre lo ético (lo que ellos entienden por ética) y lo estético. Un aspecto nada superfluo, pues en gran medida en esto se basan los censores a la hora de esgrimir alguna razón contra parte de una obra humana. El argumento es el siguiente: la belleza no es sino el producto de una vida honesta. Lamentablemente, aunque quisiéramos creer tal cosa, no podemos sino decir que la honestidad (o la castidad, o aquello que quieran unir a lo bello como una idea supuestamente objetiva) no es una virtud encadenada a la belleza estética, pues ni siquiera se dice lo que se entiende por belleza (ya el propio Kant lo enuncia en su ensayito Sobre lo bello y lo sublime) ni si ésta es un atributo imprescindible de virtudes humanas. ¿Se habla de una belleza física, en una obra de arte, o bajo qué aspecto exactamente? Y en cualquier caso, lo que se supone bello, sobre todo en una obra, ¿es reflejo indudable de alguna supuesta virtud moral o ética? Ética y estética son dos lazos unidos por la casualidad de la Historia.
Desde la poderosa influencia del Vedanta en Grecia, sobre la base de un desprecio hacia los sentidos como parte del velo de Maya, pasando por el pensamiento platónico, según el cual las percepciones sensibles, aunque sombras sobre la caverna, permiten por medio del progressus ascender al mundo arquetípico y eterno de las Ideas, hasta los cambiantes postulados de la Iglesia cristiana, empapada a su manera de platonismo «interesado», el uso de la palabra impudicia ha sido extraordinariamente variable. Los regímenes políticos y sus propias ideologías han sido el eje de fuerza para retorcer esta idea tratando, asimismo, de venderla como algo universal. No obstante, a lo largo de la Historia, muchos escritores y filósofos han sido calificados de desvergonzados, valoración que, como repetimos, ha ido variando según el territorio y la época en donde nos hallemos: la estela es muy larga, sin duda, y de ella destacan, tanto algunos escritos libertinos de Ovidio, que mucho disgustaron al emperador Augusto, deseoso de imponer en Roma un nuevo modelo de virtudes (algo que acabó, por cierto, chocando con los desmanes de su propia familia, y en concreto de su nada casta hija Julia, a quien tuvo que desterrar finalmente a un islote), pasando por Boccacio y su propia obra, hasta el mismo modernismo de James Joyce, con esos pasajes del Ulises en donde se trata de forma poco «recatada» temas escandalosos de entonces, como el adulterio. Son bien conocidos los casos de censura que impusieron diversas fórmulas políticas, catalogando ciertas obras como «repugnantes»; tal es el caso, por ejemplo, del archifamoso poema Las flores del mal, de Charles Baudelaire, uno de esos poetas a quien deciden convertir en maldito casi por confusión generalizada. Y es que parece que lo que, desde ciertas instancias políticas y religiosas, se pretende proteger no es sino la conservación de un orden establecido. Ese supuesto orden moral es el que se ciñe como una cota de malla, no tanto para suprimir por completo los comportamientos y actos que penaliza, como para circunscribirlos dentro de los márgenes angostos de una marginalidad permanente. Sería interesante ver que dicha cota de malla ha funcionado, y funciona, como el resultado implícito de una falsa conciencia.
Como bien dijo Theodor Schroeder, la obscenidad no se encuentra en ningún libro ni representación alguna, sino que supone «una cualidad de la mente que lee o mira». La pornografía, dejando a un lado la nebulosa conceptual de tantos censores (censores de palabra y de actos, pues la mente censuradora registra su repudio público respecto a cualquier manifestación que suponga una amenaza a su no menos difusa «escala de valores») se halla así no tanto en las cualidades del objeto sobre el que se aplica como en la actitud de quien lo juzga. La frase del cineasta estadounidense Woody Allen de que el erotismo es la pornografía del otro es absolutamente certera por cuanto que describe ese hecho, tan pocas veces comentado, de que es el censor quien aporta los atributos de obscenidad y no su objeto de desprecio. Ese objeto de desprecio no lo es (despreciable) sino porque, sin duda, encarna en la mente de quien lo condena o rechaza una serie de ideas contrarias a las que este mismo inquisidor propugna. A este respecto, se habla hoy de que debe existir una censura televisiva, lo cual en muchos casos se debe a la estupidez de algunos demagogos y, en otros, a la ingenuidad de unos cuantos bienpensantes. La estupidez se halla en el hecho de considerarse rectores universales de lo que debe o no ser puesto en escena, tal y como ya ha hablado de esto Gustavo Bueno acerca de la «telebasura»: como si ellos encarnaran la voz definitiva e infalible que habla en nombre de la sociedad sobre la que actúan decidiendo contenidos. Por otro lado, la ingenuidad de algunos porque, pese a su buena disposición por suprimir ciertos programas de la tele, o al menos la de desplazarlos a franjas horarias que no estén al alcance de los niños (pues, ciertamente, resulta un poco preocupante que a la hora de la programación infantil se emitan sesudos debates formados por zorritas de medio pelo, cotillas homosexuales y chaperos calvos y enfadados), no ven la circunstancia de que, aplicando el mazo inquisidor para esto, habrían de hacerlo para otras muchas cosas, pues es difícil, por no decir imposible, saber cuándo concluye la censura, y cuándo ésta es o no necesaria: es el viejo problema de arrogarse unas competencias para algo que nos parece justo cuando el hecho de ejercer la censura para lo concreto supone, de inmediato, poder aplicarla para lo general.
Ahora que ya hemos desarticulado el término pornográfico, de uso mayoritariamente público entre quienes se han forjado una idea de lo que supone tal palabra, vemos que lo que se establece por consenso (una idea no menos vaga que dejarle a los censores la tarea de dilucidar qué es obsceno) como cosa pornográfica no es sino el hecho mismo en el cual se representan formalmente los órganos genitales humanos. Es muy superfluo decir que la pornografía es un producto humano, pues esto es claramente obvio. El que aparezca, como aparecen en tantos documentales de «vida salvaje», la relación sexual explícita de dos hipopótamos (mientras uno enorme y encaramado sobre el otro se afana en hacer bien su tarea sobre una charca), o la de dos canguros, o la del buen león de la sabana, no es, desde luego, algo pornográfico sino tan solo biológico: es sexualidad revelada en el plano puramente instintivo. Y es que para adentrarnos en las posibles intenciones sobre lo obsceno como supuesta exposición, sin tapujos, de los genitales humanos, es necesario que hablemos ahora del recato, algo también propio del hombre. Los humanos sentimos pudores de nuestro cuerpo (unos en mayor medida que otros, por supuesto, y en no en todas partes ni bajo cualquier «cultura» del mismo modo) y es por eso por lo que, fundamentalmente en los países del llamado primer mundo, tendemos a creer que el pudor es una parte propia de nuestra naturaleza cuando no es sino el producto consumado de una sociedad en concreto. Hay muchas tribus de la selva amazónica en donde las madres enseñan a masturbarse a sus hijos, lo que sin duda aquí, en España, es visto por muchos con gran perplejidad, cuando no con repugnancia absoluta. Queremos decir con ello lo que tantas veces se ha insinuado: que el pudor, como la obscenidad, no es sino un concepto confuso, pues varía con el tiempo y con las estructuras sociales que los emplea.
Existen tantos tipos de obscenidades como hombres para calificarlos. Exponer gráficamente (o por medio de la evocación literaria de imágenes) órganos sexuales en funcionamiento, ha servido, por lo común, para definir con alivio (ahora que el tratado sobre la prostitución no nos vale) el concepto de pornografía, así como para diferenciarlo del de erotismo. De esa forma, el erotismo, que se define como amor sensual, puede distinguirse, para estos mencionados censores, de la otra palabra, pornografía, en virtud del dudoso hecho de que entre una y otra existe una muralla llamada sexo revelado. Los frescos satíricos de la Roma imperial, en donde figuran en multitud de posturas los avatares amorosos de hombres y mujeres, hoy se consideran como una «pieza de gran valor artístico e histórico», escenas divertidas y curiosas de orgías humanas; no obstante, bajo el prisma del presente, nunca, o muy pocas veces suelen ser estimadas como repugnantes, vituperables, incluso impúdicas, etc. No solo eso: hasta se ha generado ese tipo de simpatías que se despiertan entre tantos pudorosos que, al ver los actos del pasado, no pueden sino verse reconocidos en ellos de alguna forma, sobre todo en la medida en que sienten una atracción inconfesable hacia ciertas imágenes desnudas, para las cuales no dudan en ponerse las manos sobre los ojos, aunque, eso sí, dejando siempre un hueco para seguir mirando. Otro tanto de lo mismo sucede con los Epigramas de Marcial, que al ser valorados como un documento histórico (un fresco de la vida diaria romana) no recae sobre ellos ninguna estimación peyorativa, sino que, a lo sumo, se les concede la categoría de satíricos o traviesos. Y sin embargo, cuando volvemos la mirada a ese pasado en el cual tratamos de ver las raíces del erotismo como concepto, no podemos sino asombrarnos ante el hecho de que esos frescos, esos libros y ciertas pintadas callejeras hoy serían muy mal vistas, consideradas como sórdidas o estúpidas, lo mismo que ir llevando por la calle un amuleto de Príapo, un solitario falo alrededor del cuello.
Lo difuso no está solo en el concepto de pornografía sino también en el de erotismo, que parece aquejado de los mismos males que su otra palabra hermana. La distinción no es baladí, desde luego, pues sirve para darnos cuenta de que las asignaciones no resultan, la mayor parte de las veces, sino arbitrarias, dependientes de contenidos morales, de estructuras sociales y políticas. La Cultura, descendiente del reino de la Gracia como un saber con el que el hombre supera a la Naturaleza, desciende su mirada benévola hacia las «obras de arte» del pasado para que con ello nadie, o muy pocos (tal vez, en el caso de EEUU, algún republicano timorato e hipócrita que mande tapar los pechos de las estatuas de su recinto de trabajo) se atrevan a acusarlas de inmorales, de «sucias» o repugnantes. Bajo los principios de que el erotismo es propio del arte, pues son innumerables los ejemplos de obras artísticas que han podido ser clasificadas de esa forma (desde Las Mil y Una Noches, pasando por El arte de amar, de Ovidio, hasta un largo etcétera), y de que lo pornográfico es la actividad o resultado de una conducta humana reprobable, los iluminados (que, son por cierto, muchos hoy en día) han trazado una línea del buen gusto con el fin de discernir lo que «es» de lo que «debe ser». El cine, la literatura, las pinturas, nos dejan testimonios constantes de representaciones explícitas de sexo (como la colección de dibujos al carboncillo de Pablo Picasso, o su serie de «Violaciones», tan aplaudidas por la crítica) que, sin embargo, y en base a la estima pública otorgada por la mitológica cultura en la que están inscritas, refulgen hoy como obras eróticas, y no pornográficas: son famosos los cuadros de Salvador Dalí de carácter «obsceno», como es el caso de El gran masturbador, o esa serie de dibujos muy explícitos de Picasso que abordan la sexualidad masculina tomando la mitológica forma de un toro.
Sobre los cánones de nuestro mundo, la pornografía no suele ser considerada como parte integrante de ninguna disciplina artística. Constantemente se dice que representa el mal gusto, cuando lo cierto es que no solo no se explica qué se entiende por tal cosa, sino que, además, a estas dos palabras se les otorga cualidades casi metafísicas, al plantearlas como Ideas que gravitan por encima de una conciencia universal, de un sentido común invariable. Atribuir a un producto humano (ya sea una película, un libro, un cuadro, etc) los adjetivos de bondad o maldad del gusto no es sino volver a ese campo tan oscuro de las apreciaciones personales, que no se fundamentan en criterios estéticos objetivos sino en prejuicios de orden moralista entorno a la exposición y difusión de temáticas que, a ojo de tantos mentecatos, dañan la dignidad humana hasta deteriorarla. El mal gusto existe, no queremos ponerlo en duda, pero para ello es necesario, no solo decir si es un «mal gusto» de uno o varios individuos, o si lo es de todos al mismo tiempo, sino también qué representa lo malo respecto a lo llamado bueno, y cuáles son los criterios que hacen que lo malo sea desdeñable respecto a eso que se nos vende como bueno. Por supuesto, el catolicismo ha pintado mucho en todas estas consideraciones, como ya apuntamos antes en las ideas de orden y poder de la Iglesia, siempre atenta de regir la vida ética y sexual de sus fieles. El cinturón de castidades morales que predica aún hoy el Vaticano, junto a sus alegres opiniones acerca de diversos aspectos, como el uso de preservativos (condenando incluso el usarlos en países de África contaminados por el SIDA) o la relación física entre homosexuales (a quienes llaman viciosos), no hace sino situarnos en el contexto de una cierta ideología que no se percata del hecho de que, bajo el reino de Dios, los cambios y estimaciones sobre diversas materias han cambiado con los siglos, las épocas y los hombres. No digamos ya si nos referimos a la moralidad impuesta del Islam y esos preceptos de un macho dominante que decide sobre la vida y obra de sus mujeres. Ya se sabe que el buen fiel y suicida que lucha en nombre de Mahoma va al Paraíso, en donde le esperan 73 vírgenes tan hermosas como serviles. Hoy, esa misma promesa de sexo ultraterreno se instala en la conciencia mutilada de tantos «mártires» que vienen a inmolarse porque Aláh les ayuda en su causa. Las religiones positivas mayoritarias (Cristianismo e Islam) controlan así los instintos de sus adeptos a través de la fórmula clásica, aunque no por ello menos útil, del premio y el castigo. El homosexual en el cristianismo va derecho al caluroso infierno, eso es inevitable. En cambio, el padre de familia y fiel de su propia esposa tiene todas las papeletas para irse al Cielo.
La antropología ha dedicado buena parte de sus esfuerzos al propósito de ver los condicionantes sociales y políticos que determinan los distintos roles de la sexualidad humana. Desde los Paraísos perdidos de Margaret Mead y sus Adanes y Evas samoanas hasta la sexología moderna, abanderada por feministas ociosas y resentidas, existe un largo catalogo de tratados sobre esos instintos que, al aplicarse a un celo eterno (esto es, a un deseo que no depende de ninguna época del año), adquiere una dimensión gigantesca en toda sociedad política. Pulsiones que, controladas por cada cultura, cada tradición establecida y cada régimen de turno, quedan de ese modo a merced de los criterios de fanáticos religiosos, de políticos moralistas, de ciertas multinacionales sin escrúpulos, de células poderosas e interconectadas que cambian el sentido y concepto de las palabras con el fin de manipularlas a su propio antojo. Y es que el sexo viene inscrito en el entramado social, y no como lo entienden en la Polinesia, por ejemplo, donde se considera como algo esencialmente malo y que no pertenece a dicho conjunto. Pero, si dentro de una sociedad existen mecanismos de poder, entonces, ¿no es razonable que consideremos que el control del sexo como actividad social es un control de la vida de los ciudadanos, de los consumidores? La clasificación de lo obsceno o lo pecaminoso tiene resonancias puramente religiosas por cuanto que la Iglesia tiende a creer que la vida sexual fuera de los preceptos marcados por sus dogmas no es sino una seria amenaza a su propia estructura. El cieno, el barro moral con el que se salpica la conciencia del hombre contemporáneo hace que, muy a menudo, éste se sienta cohibido ante la manifestación de esas referidas pulsiones. Sin embargo, no podemos quedarnos solo en el terreno de la Iglesia católica: debemos ir desde la ideología y dogmas impuestos a los políticos que proyectan leyes relevantes (sobre el aborto, el matrimonio de homosexuales, la píldora anticonceptiva, etc) hasta los mandatos de grandes corporaciones que, inmersas en el mercado pletórico, no hacen sino marcarnos continuamente pautas de conducta sexual establecidas.
¿Y qué es lo obsceno entonces? Lo obsceno es, popularmente, lo sucio, y lo sucio es así lo condenable, lo que es necesario reprimir mientras los políticos deciden en el Parlamento la regulación de ciertas relaciones humanas, la Iglesia bendice a sus fieles y condena el anticonceptivo, y las multinacionales nos venden su propia noción de los pecados carnales, representada en las televisiones y anuncios como el factor constante de una moda, de una tentación (sexual, se entiende) hacia el producto en venta. De todos modos, luego nos ocuparemos de la pornografía del mercado pletórico. Nótese a este respecto que lo obsceno es un asunto que queda hoy centrado, obsesivamente, en el sexo y sus circunstancias: en la nebulosa ideológica decir «eso es obsceno» es imponerle a lo referido una inevitable etiqueta sexual. Y yo me pregunto: ¿es esa vinculación artificiosa de lo obsceno al sexo algo que nace espontáneamente? Es razonable decir que no. Y es que existen intereses más o menos ocultos por atribuir a la sexualidad humana atributos preestablecidos con los que, ya de partida, imponer peticiones de principio. Por eso muchos piensan que lo «pornográfico» es obsceno, y como lo obsceno es algo repugnante (lo que se enseña sin tapujos, «sobre escena»), la pornografía repugna o es asquerosa, o simplemente degrada. Se ha construido un molde, una mascara de infamia. Quiénes construyen la mascara es algo complejo de discernir, pues no son pocos los poderosos a los que les interesa esto: la Iglesia, los partidos políticos, ciertas agrupaciones, algunas multinacionales y sus principios depredadores de mercado libre. Las grandes corporaciones mandan mensajes subliminales de modelos de macho y hembra humana, de patrones de conducta y de relación social: ¿no es el sexo una parte prioritaria de dicha relación? Como ejemplo de lo apuntado, ya se sabe la influencia que poseen los laboratorios farmacéuticos, capaces de imponer lo que debe venderse al mercado, no por asunto de ningún fin público, sino por grandes remesas de algún fármaco en stock y en el que se han invertido millones de euros. Por ejemplo, es bien conocida esa tendencia a hacer una tragedia pública sobre la menopausia cuando son los laboratorios quienes, a través de la publicidad visual de sus «antídotos contra la depresión de las mujeres», no hacen sino conducir a tantas consumidoras a la compra de ciertos productos relacionados con esta fase biológica femenina: se venden así millones de cápsulas con hormonas amén de otros productos que, en el pasado, se ha demostrado que, no solo no fueron beneficiosos para sus organismos, sino que les provocaron algunos trastornos severos. Y sin embargo, hoy estos centros de poder marcan lo que debe o no venderse, lo que debe o no hacerse, lo que debe o no decirse. Intereses financieros, estrategias políticas, afanes religiosos (de religiones positivas), todos estos elementos presionan de un lado o de otro con el fin de modificar concepciones maleables solo para su propio provecho.
3. ¿Qué es lo erótico?
Acabamos de confirmar que ciertas cuestiones relacionadas con el sexo se hallan controladas, en buena medida, por grandes centros financieros y políticos, y que son éstos y sus propios intereses los que marcan los roles de cada mujer y cada hombre en Occidente. Naturalmente se trata de una influencia cuyo origen no es espontáneo ni en cuyo fundamento dejamos de ver el hecho de que ninguna de estas estructuras poderosas existen de forma independiente o aislada, sino que se encuentran, asimismo, determinadas por causas efectivas, dentro de concéntricas nebulosas ideológicas. No se trata tanto de que halla un Gran Hermano que controle la vida sexual de cada persona como de la existencia absoluta de centros poderosos cuyas metas son las de ejercer dicho control, algo que finalmente consiguen en ciertos sectores sociales. La sexualidad es uno de los temas que más tienden a manipularse, a falsearse. El mercado pletórico ha hecho difundir con eficacia mensajes contradictorios respecto a temas sobre sexo. Igual que con la obscenidad, núcleo sobre el que gira el pensamiento de tantos conservadores que predican la decadencia del americano y el europeo sobre la base de sus costumbres relajadas, el erotismo se halla en el centro de la polémica, pues, paradójicamente, y al contrario que con lo obsceno, lo llamado erótico posee un veredicto positivo o favorable. Con las particularidades pertinentes, lo cierto es que, a lo largo del siglo anterior (y especialmente en las últimas décadas) se ha fomentado una idea de erotismo que entronca con el estudio de Nietzsche sobre lo apolíneo como base de las artes humanas. La contemplación extática por lo bello ha hecho que, sobre la fórmula mágica de la Kultur alemana, las obras de la Antigüedad tomen el cariz de eróticas por cuanto que el erotismo proviene, como producto de Eros, de la contemplación por lo Bello, lo que no sucede con lo llamado obsceno, que entra a formar parte de aquello que atenta, supuestamente, contra el arte y la Cultura con mayúsculas. El erotismo es obra del artista, del creador que refleja una idea pura del arte que no debe ser corrompida por la llamada pornografía, descendiente de Voluptuosidad. Sin embargo, tal y como veremos pronto, esa muchacha (Voluptuosidad) sigue siendo hija de quien es, es decir, de Eros, por lo que lleva su misma sangre.
En Europa ha habido no pocos casos de choque entre ese supuesto buen orden moralista y ciertas obras trasgresoras, algunas de las cuales ya hemos mencionado antes, como el célebre poema de Baudelaire. Pero con el cine este impacto ha sido muy superior por cuanto que confronta, de forma simultánea, los prejuicios de muchos espectadores con la realidad de ciertas películas. Cuando se estrenó en el festival de Cannes la película japonesa de Nagisa Oshima El Imperio de los sentidos (1976), se produjo por toda Europa un gran revuelo, pues era la primera vez que muchos se enfrentaban a una obra que siendo, a juicio de tantos especialistas, un buen relato (esto es, tras aplicarle los criterios estéticos y supuestamente objetivos de los que hemos hablado en el anterior epígrafe), resultaba salpicada de escenas de sexo obvio. El occidental bienpensante no podía entender que una obra de arte cinematográfica pudiera hallarse «contaminada» por la sombra de la pornografía. Entonces, algo confusos, decidieron con rapidez transformar el concepto para convertirlo en erotismo. La dureza del deseo, lo llamaron, y de esa forma se salieron por la tangente sin tener que enfrentarse a sus propios prejuicios. De cualquier modo, el caso es que ya entonces regresó el dilema erotismo-pornografía, y es que la «crítica seria» tuvo que aceptar, aunque fuese a regañadientes, la evidencia de que un producto de valor artístico, o de cierto interés narrativo, puede tener a veces temáticas «obscenas». La obscenidad sexual dejó de ser, durante muy poco, el refugio marginado de mentes mórbidas y supuestamente deformes, de seres autocomplacientes e improductivos.
Películas posteriores como El último tango en París (1973) de Bernardo Bertolucci, o la cruda y visionaria Crash (1996), del canadiense David Cronenberg, han acentuado este dilema del sensualismo y la sordidez, ambos dentro del territorio del valor estético. El llamado cine X (que posee, como sabemos, esa clasificación fundamentalmente debida a que es lo innombrable, lo «desconocido», como la constante matemática, que permanece en la sombra) existe casi desde el nacimiento del cinematógrafo, pues es obvio que, desde el mismo instante en que un hombre se hizo con una cámara, y tuvo cerca a una o varias mujeres dispuestas a colaborar con su deseo (lo expreso en términos no morbosamente machistas sino aplicados a la realidad histórica de entonces, donde la mujer tenía mucho menos poder que ahora), o incluso de llamar a otros hombres para tal rodaje (nacimiento del cine llamado Gay), se constituyó en seguida un mundo entonces oscuro destinado al consumo clandestino de ciertas clases pudientes. Ya se sabe, por ejemplo, que el rey Alfonso XIII demandaba películas de este tipo para su propio uso y disfrute. El cine pornográfico, apoyado en los logros tecnológicos de una nueva industria (la del cinematógrafo) permaneció durante mucho tiempo recluido en las sombrías salas de consumidores no confesos, e incluso avergonzados por su pecaminosa conducta. Sin embargo, la llegada de Oshima y sus obras El imperio de los sentidos (1976) y El imperio de la pasión (1978), hicieron retorcer la idea clásica y pública de una pornografía encerrada tras los barrotes del Mal gusto.
La difusión extraordinaria de productos cuyo sentido, directo o incidental, se esconde en la estimulación erógena (o sensual, como a muchos gusta decir para tener limpia su conciencia) por medio de una serie de clichés preconcebidos, de los que luego nos ocuparemos, supone en el siglo XX toda una revolución para una industria, la del sexo, que en las últimas décadas ha tomado un poder e influencia formidables. El sector del ocio y el entretenimiento han incorporado a sus filas a un incómodo compañero llamado pornografía, un negocio boyante que cada año mueve miles de millones de euros, con empresas, americanas y europeas, que poseen casi tanto poder como muchos paupérrimos países de África, auténticos oligopolios que cotizan en Bolsa y que mantienen sus acciones por las nubes. Tras dos guerras mundiales que conformaron la estructura política del planeta, bajo el Imperio americano de EEUU, y ya asentados los Estados del Bienestar en Europa (aunque ahora presenten ciertas dificultades, entre otras cosas por la pujanza de China que, con su competencia feroz, ha hecho que países como Alemania reduzcan por el momento sus prestaciones sociales) se puede decir que solo hay dos negocios cuya rentabilidad permanece invariable, constante y próspera: uno es el negocio de pompas fúnebres, el otro el del sexo. La habitación roja, verdadera metáfora del carácter clandestino que durante tanto tiempo han tomado los productos asociados con la pornografía (o el erotismo, en su caso, pues en ciertos países es pornográfico que una mujer enseñe un pie desnudo, por ejemplo) se ha transformado, con el auge de los medios de comunicación y el imparable ascenso del torbellino tecnológico, en una zona abierta y sin fronteras a la que acceden millones de personas diariamente. El 80 % del contenido de Internet, verdadero y cósmico cajón de sastre de la Humanidad, es de naturaleza sexual y, en casi todos los casos, de carácter pornográfico en la medida en que se muestran infinitas imágenes, publicaciones y películas donde lo que prevalece es, básicamente, ver a uno, dos o más seres humanos haciendo sexo. La cota de malla de los pudores se ha disuelto en el ácido de un ámbito en el que cada cual puede exhibir lo que quiera, lo que nos ha demostrado, asimismo, lo mucho que quieren enseñar algunos cuando les permiten hacerlo. Naturalmente, este inmenso río de imágenes, caudaloso y en constante crecimiento, se desborda a veces ante la aparición de redes delictivas que trafican con videos y fotos hechas a niños. Un mundillo realmente sórdido que, a través de las acusaciones de proselitismo (sería, en efecto, el único caso que pudiese solaparse a la acepción de la Real academia de la Lengua española) ha manchado a otras partes de un negocio con las cuentas tan claras como cualquier otro. La prostitución, el narcotráfico, el abuso a niños, todo este rosario de infamias se achaca a la pornografía actual, al menos en la vertiente de ciertas acusaciones sin mucho fundamento, hechas por predicadores iluminados y por guardianes del buen orden.
Sin embargo, estas mismas acusaciones pueden plantearse también para un almacén chino de alpargatas que sirva de tapadera a negocios turbios relacionados con las mencionadas actividades delictivas, por lo que no es el carácter pornográfico de una industria (o su bondadoso reflejo erótico) lo que hace que se registren casos de pederastia, o de venta de droga. Se ha tendido a relacionar casos particulares con una industria en su conjunto de la que muchos, en su infinita hipocresía, echan pestes mientras siguen consumiendo de ella. En ningún caso, a excepción de las religiones, se materializa mejor el fenómeno de la falsa conciencia como con la pornografía. Por supuesto, ha habido y hay quienes sencillamente la detestan, o quienes la reducen a un espectáculo bochornoso e indigno donde el hombre se convierte en una máquina automática, un juguete con atributos imposibles que se encuentra amenazado por la posibilidad de caer roto en cualquier instante. Pero todos esos críticos no hacen sino exhibir los mismos prejuicios que tienen los iluminados respecto a las consideraciones estéticas y el buen gusto. Muchos de los clichés de las novelitas eróticas francesas del siglo XIX tienen a doncellas que espían detrás de una puerta. Lo que hay tras la puerta no tiene significado si la doncella novelesca no se lo otorga, si no se perturba o excita ante la visión que la cerradura le ofrece. Podemos así aferrarnos a la palabra pornografía como si tratase de un producto de la actividad humana que, al quedar representado en revelación de imágenes (una película, un cuadro, un dibujo) o bien en evocaciones literarias, produce un estímulo erógeno cuya variación depende de quien observa o evoca tales escenas. Bajo ese plano definitorio, no son pornográficas las relaciones íntimas de una pareja, sino simplemente sexuales; tiene que existir, como sabemos, una intención interpretativa, o meramente descriptiva de ese mismo asunto, para que alcance el supuesto estatus de pornográfico: por eso la pornografía, como el erotismo, está relacionada con la intención y no con la mera práctica de unos hechos. Por eso, el llamado erotismo, como la pornografía, se ocupa de un aspecto esencial de la vida humana cuyo origen es, en su fondo, semejante al de las obras adscritas al género de terror o de comedia. Como hemos apuntado, ese voyeurismo (palabra francesa que explica bien el fenómeno) es el núcleo de la pornografía moderna, plagada y saturada de imágenes que suelen plasmarse en una pantalla de televisión o cine. El género erótico necesita, como cualquier otro género, de una complicidad entre el supuesto sentido de la obra y los esquemas mentales de quien la interpreta.
Ahora que los buenos puritanos, muy a su pesar, contemplan cómo es ya imposible recluir a esta industria en una simbólica habitación roja, se abalanzan contra ella acusándola de machista, de tener a la mujer como un mero objeto. Lo cierto es que, en no pocas ocasiones, tienen razón a la hora de darle semejante apelativo, ya que la mujer no controla sino una parte minúscula del negocio (aunque con las salvedades de ciertas actrices americanas y europeas, ya millonarias) y muchas veces es, encima, supuestamente «usada» por los hombres que manejan los resortes de dicha industria. Pero con eso no se está sino atacando a un modelo cuya relativa y supuesta verdad genérica no consume el hecho de que no por pornográfica ha de ser machista una obra, pues también existen ejemplos de mujeres, como la célebre escritora Anaïs Nin, que han hecho erotismo «obsceno», y sin embargo nadie las ha acusado de feministas o, si lo han hecho, no es con un negro deje inquisidor. Si el sistema social es machista (también debemos ver cuál sistema en concreto, con sus particularidades) entonces hay que aplicar esa misma valoración a cualquier otro género de actividad humana, y no solo a las industrias del porno. Es esa estructura y su funcionamiento, por medio del control de aparatos de poder gubernamentales, principalmente, la que se apodera de las empresas y no al contrario, por lo que la industria del sexo es solo un ejemplo de sus efectos y no la causa misma. También es machista Hollywood al pagarle, por lo común, mucho menos a sus actrices que a los actores, y sin embargo nadie suele decir que la mayoría de asuntos y temas abordados en las películas americanas -a excepción de obras como Las horas (2002), por ejemplo- tienen a hombres como protagonistas. Claro que eso no interesa, o si lo hace es siempre bajo la condescendiente mirada de quien juzga un asunto que, después de todo, se repite en todas partes. Y es que nos referimos al doble rasero con el que se marcan juicios morales cuando algo encaja, o no, en el rígido modelo de algunas mentes puritanas.
Lo que pasa es que cuando ese machismo se aplica a los contenidos explícitos del sexo, enseguida se convierte en degradación femenina. No dudamos, insisto, que haya, como las hay, interpretaciones machistas que convierten a la mujer en el objeto de deseo del hombre. Pero precisamente en eso se basa, en gran medida, una parte del erotismo, que es el que concibe dicho hombre: ¿por razón de qué argumento se puede decir que ese erotismo masculino es peor que el realizado por las mujeres? Existen obras maestras del género que han sido creadas por la sensibilidad masculina, que es, por cierto, una de esas cosas en las que muchos idiotas no creen de ningún modo, pues tienden a caricaturizar al macho humano y a reducirlo a la condición de primate en celo con instintos básicos, inútil para sutilezas. Por otra parte, el erotismo femenino también utiliza al hombre como objeto de su deseo, pues no de otra forma se puede entender dicho erotismo. Según un estudio científico, entre las fantasías eróticas más frecuentes, tanto de hombres como mujeres, se encuentra la de tener ciertas aventuras con extraños, por ejemplo, algo muy común a ambos sexos. Una y otra visión, masculina y femenina, completan el conjunto de la compleja sexualidad humana, de manera que hacer distinciones y jerarquías entorno a las cuales, no se sabe bien por qué, ensalzar un erotismo por encima del otro, no es sino ver solo un lado de los dos existentes. No digamos ya cuando las feministas actuales acusan al hombre (ahí es nada, como un ente genérico) de «segmentar» a la mujer en partes por medio del fetichismo, un asunto del que también se ha hablado y escrito mucho, y que tiene a Freud como a uno de sus mayores estudiosos. No obstante, pronto se descubre que las mujeres tienen también sus fantasías, y que si el fetichismo no está supuestamente tan arraigado en ellas no es sino por causas sociales y culturales, y nunca biológicas o psicológicas: nosotros consideramos, a este respecto, que tanto hombres como mujeres se centran en detalles, más o menos sutiles, respecto del otro sexo, pues es evidente que nadie imagina a nadie usando criterios amorfos, abstractos, o empleando formas místicas como las que usa San Juan de la Cruz a la hora de describir a su Amado: Llama de amor viva, las montañas, las ínsulas extrañas, los valles, los ríos nemorosos... . todos esos simbolismos poseen una profundidad sensual enorme de la que artísticamente no dudamos, pero no reducen la cuestión de base. Si muchas mujeres controlasen la industria del sexo, es muy posible que usaran hoy su propia sensibilidad, su propia visión, su propia forma de ver las cosas (influida, asimismo, por la sociedad y el modelo político establecido), la cual no es ni mejor ni peor que la usada por los varones. Pero también, sin duda, pronto aplicarían ellas los objetos de sus fantasías propias, teniendo, por lo común, al hombre como objeto de su deseo.
Desde ciertas instancias, puritanas, feministas o simplemente demagogas, existen muchos reproches hacia la pornografía masculina. Acusaciones despectivas como la de la neo feminista Shere Hite, al establecer que, en base a los clichés y al modelo de mujer-objeto que vende la industria del entretenimiento erótico, la pornografía difunde una enseñanza perniciosa, me recuerdan a las de aquellos que consideran que el mundo de los videojuegos de acción convierte a sus hijos en asesinos en potencia. Pero con esto, lejos de acercarnos a la realidad, estos demagogos no hacen sino alejarnos de ella, pues, para el caso de los videjuegos (a los que, por cierto, también acusan de machistas) la vida que tratan de enseñar a los niños es muy distinta de la realidad con la que han de enfrentarse. Cuando se acusa a una película de violenta, no se está sino describiendo un fenómeno al que, en seguida, se le otorga una clasificación moral: la violencia es mala, dicen los pedagogos de hoy en día. Y, no obstante, ninguno de esos que critican la violencia de la pornografía hace lo propio a la hora de poner a sus hijos frente a un televisor repleto de imágenes truculentas, propias de cada telediario. Habrá que definir antes qué entienden ellos por violencia, y en tal caso, si ésta ha de ser calificada con designaciones morales de buena o mala (la buena violencia, la mala) cuando lo cierto es que cada acto del ser humano está presidido por esa misma cualidad básica, explícita o implícita, pero realmente existente en cada uno de nuestros actos. Respecto a otra famosa acusación, la de que el cine pornográfico no es un género, o que en todo caso no es sino un repertorio de documentales escenificados sin trama ni valor artístico alguno, de nuevo volvemos al ejemplo de directores como Nagisa Oshima, que han revolucionado ese timorato prejuicio de que cada vez que surgen órganos genitales en funcionamiento, esa obra es deleznable. Acusan a la pornografía de utilitarista, de onanismo visual, de estar construida entorno a clichés predefinidos: y sin embargo, quienes la acusan de esto no suelen decir que, como todo género (literario, pictórico, cinematográfico) la pornografía se ciñe rigurosamente a sus propios esquemas. Es como si acusamos al género del western de repetitivo y previsible, cuando lo cierto es que no hay película donde no salga un Saloon, un cuatrero, un horizonte de montañas agujereadas y moduladas por la erosión del desierto. Y es que cuando aplicamos el mismo criterio del western al del cine erótico, por ejemplo, nos damos cuenta de que este cine utiliza resortes semejantes: en lugar de un Saloon suele haber una cama, en vez de un cuatrero lo que existe es un personaje fogoso (quizás el clásico hombre del butano, figura ad hoc pero necesaria), en lugar de un horizonte de montañas aparece un dormitorio. Quien afirma categóricamente que el cine porno no es un género, y por tanto, que no puede haber en él obras de interés artístico, debe considerar que la aplicación de los clichés de la novelita francesa decimonónica es la misma, por ejemplo, que para el caso de la Ciencia ficción, que, con sus particularidades, presenta siempre mundos futuros, androides, y naves galácticas: ¿por qué no dicen que ésos tampoco son géneros?
En consecuencia, ni un producto humano de naturaleza pornográfica es machista por el hecho de ser pornográfico (Anaïs Nin es un ejemplo de ello, aunque también hay una larga ristra de mujeres que usan el erotismo en sus obras, como la libertina escritora inglesa Aphra Behn), ni el cine ni la literatura «obscenos» dejan de ser un género, tan respetable como cualquier otro. Y si existen productos realmente utilitaristas, habría que definir también qué entienden los timoratos por tal cosa, pues dicho concepto económico que, tiene en el estudio de la Utilidad marginal su máximo hito, es igualmente aplicable a cualquier otro aspecto. Si uno lee una novela con la intención de entretenerse, y si dicho libro consigue ese resultado, entonces, con independencia de posibles valores artísticos, la tal obra posee un carácter utilitarista. La utilidad marginal, que es la utilidad adicional que un consumidor obtiene por cada unidad añadida de producto que consume, se adapta con perfecta simetría, de la misma forma para una obra de suspense (otro género establecido) que para una erótica.
Desde que el hombre ha concebido un universo simbólico entorno a su propia sexualidad, la función simplemente reproductora ha pasado a un segundo plano, encontrando en el sexo la manera idónea de conseguir un bienestar físico. Naturalmente, este deseo, adaptado a las condiciones actuales de la era moderna, y cuando en el primer mundo se dispone de toda clase de objetos del mercado pletórico, se ha metamorfoseado en obsesión auténtica sobre la cual reposa la vida cotidiana de muchos individuos. Las clases de terapia sexual, las «conversiones» de la mística hindú, despojadas de su sustrato ideológico y centradas, cómo no, en el centro gravitatorio del orgasmo, han pasado a ser el pan nuestro de cada día. Un mercado que impone formas y modelos, pero de los que la pornografía no es el verdugo o culpable sino una más de sus numerosas victimas. Los programas de educación sexual también juegan ahora, como hace algunos años lo hicieron capitaneados por la señora Elena Ochoa (hoy, Elena Foster, esposa del famoso arquitecto del high-tech) una importancia grande en los programas televisivos de varias cadenas españolas, entre los que destaca, sin duda, la presencia casi inevitable de la sexóloga Lorena Verdún, una joven con cara de niña empollona, propia de las alumnas distraídas aunque formales que, durante clase de matemáticas, piensan en la foto de un pene vista en el recreo. No obstante, como sucede con las esterilizadas enseñanzas del Tantra, las clases de sexo no son, generalmente, sino reclamos de audiencia en las cuales, por medio de un atroz banalismo, se cuentan anécdotas sobre campeonas del orgasmo, erecciones a media asta o sobre vibradores supersónicos.
Otro aspecto de interés unido al satanizado mundo de la pornografía erótica es el de la publicidad, que también es un negocio que mueve mucho, mucho dinero, y que hoy gravita entorno a los reclamos, más o menos suaves, del deseo físico y sus encantos. Si quieren vendernos un coche, nos meten dentro una chica bonita, si nos ofrecen un perfume de mujeres, aparece un macho musculoso y afeitado, medio desnudo... .Y es que está demostrado que el sexo, no solo vende, sino que incita al consumo por medio de excusas a veces difícilmente explicables. Tanto es así que podemos decir, a estas alturas, que uno de los engranajes más efectivos del mercado pletórico se encuentra en el erotismo. Es más: usando los mismos resortes de la pornografía (la misma incitación, los mismos clichés) marcas tan prestigiosas como Coca Cola (y su anuncio del machito sudoroso de la construcción que es observado por un grupo de secretarias libidinosas), Alpha Romeo o Channel (aquel anuncio de aquella apetitosa caperucita roja de piernas largas), se sirven de modelos y formas de los que luego, muchos admiradores de estas imágenes, reniegan al verlos trasladados a una obra con propósito erógeno. Y sin embargo, como ya hemos repetido, la pornografía actual no es la culpable de ninguna situación creada sino la consecuencia de algo cuya causa permanece, en ocasiones, muy oculta. Los iluminados de espíritu que, una y otra vez, reniegan del erotismo porno al considerarlo degenerado, dicen toda clase de maravillas sobre esos anuncios en los que el producto del mercado pletórico se confunde con el cebo sexual: la chica con el coche, el hombretón con el perfume, etc. De nuevo la falsa conciencia planea sobre esta sociedad conformista y autocomplaciente. La estructura, el mecanismo de captación hacia un «objeto» (ya sea un video casero, un coche o una lata de refresco) es idéntico al empleado por ese sector «perverso» del erotismo pornográfico. Se acusa a la pornografía de vivir solo en base a reglas anquilosadas de conducta, a esos clichés según los cuales no hay espacio para mentes imaginativas, pero luego, curiosamente, no se dice lo mismo sobre el inmenso planetario de imágenes sexuales cuya finalidad es, en su fondo, mucho menos honesta que la del género llamado pornográfico, pues en el primer caso se emplean artimañas de estímulos y respuestas para atraer a un consumidor en potencia hacia un producto que no tiene relación alguna con el cebo que lo hace atractivo, mientras que con el porno (ya sea, en forma de películas, revistas, fotografías, fotonovelas, cuadros, etc) lo que existe es una transparencia razonable en cuanto a lo que se persigue y lo que se alcanza.
Por tanto, ya que hemos demostrado que el erotismo pornográfico es un género como cualquier otro, incluso desde ese reconocimiento muchos se resisten a aplicarle los mismos calificativos que a cualquier otra obra de ficción. No obstante, los ejemplos de obras narrativas cubiertas por el supuesto velo degradante de la «cruda» representación visual de sexos y coitos (llamémoslos así, por ser finos) son muchos, y se pueden hallar, sin ir muy lejos, en los casos clásicos de la literatura. El compendio de cuentos y narraciones orientales (y no solo musulmanas) de Las Mil y Una Noches, es una punta de lanza medieval con la que atravesar la conciencia retrógrada de estos censores de palabra, cuando no de actos. Leamos, si no, este pasaje del cuento Historia del rey Umar al- Numán y de sus dos hijos Sarkán y Daw al-Makán: «Al día siguiente la esclava Marchana se acercó a su señora y le lavó la cara, las manos y los pies. Después llevó agua de rosas y le lavó la cara y la boca. Entonces la reina Ibriza tosió, vomitó el narcótico y sacó de su estómago un pedazo como si fuese una píldora. Lavó de nuevo la boca y las manos y preguntó a Marchana: «Dime, ¿qué me ha ocurrido?» Le refirió que la habían encontrado tendida sobre la espalda, con la sangre corriendo entre los muslos. Así se dio cuenta la reina de que el rey Umar la había poseído y se había unido a ella gracias a una estratagema.»
¿No les parece a estos seres inquisitoriales que los resultados de la violación de la reina del cuento alcanzan una supuesta falta de pudores muy visible, bien propia de la pornografía? Pero si esto no les convence, lean nuevas descripciones de otros relatos de este gigantesco mosaico narrativo: «Al verme sonrió, me cogió entre sus brazos y me estrechó contra su pecho. Puso su boca en la mía y me chupó la lengua. Yo hice lo mismo.»
O bien, para entrar en calor:
«Cuando el genio la vio, dijo:
—¡Oh, señora de las sederías, a quien rapté en la noche de bodas! Quiero dormir un poco.
A continuación, el genio apoyó la cabeza en las rodillas de la muchacha y se durmió. Ella levantó entonces la cabeza del genio de encima de sus rodillas, la dejó en el suelo, se plantó debajo del árbol y les dijo por señas:
—¡Bajad! ¡No temáis a ese efrit!
—¡No, Dios nos proteja! ¡Dispénsanos!
—¡Os lo digo: o bajáis o despierto al efrit en perjuicio vuestro, ya que os matará de mala manera!
Estas palabras les atemorizaron y descendieron. La joven se plantó delante de ellos y les dijo:
—Alanceadme con un potente lanzazo; si no lo hacéis, despertaré al efrit y lo instigaré contra vosotros.»
Esta última historia (curiosamente, la primera de esta obra) sobre un genio maravilloso que viaja con un baúl en cuyo interior esconde a una ninfómana a quien le gusta chantajear a otros hombres para que se revuelquen con ella, no es sino el relato clásico del que se nutre el género de ficción erótica, y en donde una jovencita de apariencia recatada (de nuevo la virtud como enseña o estandarte) resulta ser un putón verbenero que engaña siempre a su propio marido: uno de los clichés predilectos del cine y la literatura pornográfica, llena de situaciones comunes que afrontan excusas con las que proyectar los estímulos adecuados. Por otra parte, haciendo un breve repaso, podemos asegurar que la literatura, como forma de expresión artística, nos ha dejado la obra erótica de muchos autores, como los irreverentes latinos o los poetas sufíes y su mística sensualista. En el ámbito de las religiones cristianas también hay ejemplos bastante insignes. Del siglo VII d.c. tenemos poetas como Strabon, Sedulio Scoto o Agatías (éste último famoso por ese compendio de poemas amorosos titulado Dafníaca). En el siglo XI aparece Baudril de Bourgueil, con un poema tan sensual como ambiguo:
Me achacan también que, hablando cual los jóvenes hablan,
escriba versos a muchachas y muchachos.
He escrito, sí, varias cosas donde amor es el tema,
y a mis versos les gusta el uno y otro sexo.
Del siglo XII destaca Hilario, autor de dudosa procedencia aunque supuestamente inglés, y en cuya obra anuncia a los goliardos. Y así podemos pasearnos por el medievo dejando constancia de una expresión, que modulada por los versos latinos, se halla constante en cada tierra, en cada régimen, en cada reinado. Una evocación que, partiendo de la lírica de lo idealizado, conduce inevitablemente hasta el refugio de una promesa hacia los placeres carnales. Leamos, si no, lo que dejó escrito el obispo de Rennes, Marbod (1035-1123) y que alumbra el hecho de que, pronto, como ya antes había dejado claro Platón en el Fedro, la Idea (lo que para nosotros toma la envoltura de instintos primarios) toma fuerza bajo la supuesta apariencia del deseo físico:
Loca erraba mi mente, presa de ardor de placeres...
¿No amé por ventura a ellos o a ellas más que a mis ojos?
Pero ahora, alado niño, autor de amor, queda fuera,
y lugar para ti, Citerea, no la haya en mi casa
Los brazos de un sexo y del otro ya no me deleitan.
Como expone Harold Alvarado Tenorio en su artículo Poesía y erotismo en la edad de la fe, son muchos los testimonios de obras eróticas en una época marcada por el imperio absoluto de la Iglesia. Sobre la estela de narraciones orientales de Las Mil y Una Noches, El Decamerón (1349-1351) es un hito en la literatura de Occidente. Esta obra marca un punto y aparte en la tradición e insufla una influencia que atraviesa años y revoluciones: desde Juliette, o las prosperidades del vicio, de Sade, pasando por el erotismo velado y romántico de Madame Bovary, Ana Karenina o Historia del ojo, hasta ciertas novelitas modernas como Delta de Venus, de Anaïs Nin. Pero quizás sea Sade, el «divino» marqués, quien encarna mejor la figura de esa sombra tenebrosa de la virtud a la que ataca desde todos los frentes, constituyendo, no solo una cumbre del mejor erotismo, sino el establecimiento de unas Ideas que golpean muy fuerte al optimismo de Leibnz, por ejemplo, algo de lo que ya toma nota el propio Volteaire en su Cándido, aunque con otro enfoque: y es que Sade, como Voltaire, se nutre del pensamiento cervantino de que el mundo es como es y no como les gustaría a algunos que fuese. La lucha de la virtud de Justine contra las tentaciones del vicio recuerda, poderosamente, a esa confrontación quijotesca entre la virtud caballeresca y la falta de principios de un mundo corrupto e imperfecto. Ponemos un ejemplo de su novela Historia de Juliette, que es donde puede verse mejor lo que hablamos sobre esos infortunios de la virtud maltrecha:
«Durante esta inteligente exposición, Mme. de Norceuil y los muchachos se habían dormido.
—¡Qué imbéciles son estos seres –Dice Norceuil–; son las máquinas de nuestras voluptuosidades, y eso es demasiado poco para sentir nada. Tu espíritu más sutil me capta, me entiende, me adivina; Juliette, lo veo, amas el mal.»
En otro orden, en el opuesto, podemos decir que, bajo la fe cristiana y su dedicación a la «virtud» religiosa, en nuestra propia literatura tenemos el ejemplo sublime de San Juan de la Cruz, que usando toda clase de metáforas sensuales, y sobre la cima de la poesía erótica sufí, no hace sino establecer una gran mística del erotismo. Caso particular y casi único que confirma el hecho de que, a veces, los extremos, como puntas de una herradura, tienden a tocarse. El uso reiterado de imágenes con una vocación inefable (el Amado, experiencia extra sensorial) se apoya en la contradicción visible de escenas y objetos que en obras como Cántico espiritual (obra inspirada en esa cima del erotismo que es el Cantar de los cantares bíblico) no hacen sino ejercer la presencia de un fetiche. Veamos, si no, este fragmento de dicho Cántico:
«Gocémonos, Amado,
Y vámonos a ver en tu hermosura
Al monte o al collado
Do mana el agua pura;
Entremos más adentro en la espesura»
En esta obra maestra, una vez acallada la pasión, Juan describe sin tapujos la feliz melancolía que flota tras la fogosidad de un encuentro con resonancias eróticas:
«Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
Y el cerco sosegaba,
Y la caballería
A vista de las aguas descendía.»
Los simbolismos repetidos degeneran y se transforman en tópicos inevitables, en situaciones comunes. Cuando en un género se abusa de recursos manidos, de círculos viciosos, acaba pareciendo una mera deformación de sí mismo, de sus fines o sus posibilidades. Pero, en el erotismo, como muestra el poeta español, los tópicos no pertenecen sino a quienes los emplean, y no a todo un género. Podríamos seguir colocando ejemplos de esos llamados clichés de la pornografía erótica en obras que hoy gozan de la mayor de las reputaciones. Un caso es el Ulises de James Joyce, con ese pasaje erógeno de la descripción del sexo de una joven que mantiene las piernas abiertas en una playa irlandesa, aunque, claro, ¿quién puede acusar de sórdida a esta obra encumbrada por la crítica de todas las generaciones, incluso por aquellos que no conocen ni comprenden el experimento modernista? ¿Y quién no deja de reconocer en el marqués de Sade a un buen escritor, un clásico de la literatura erótica, cuando sus obras, y en concreto Justine, presentan pasajes claramente obscenos (al menos en la mente de quienes los juzgan de tal modo)? ¿Es que no hay pornografía en Trópico de Capricornio, en Ada o el ardor, en El amante, en un largo etcétera a los que la crítica, de nuevo, y bajo las ideas sublimes de la Cultura, ha otorgado la clasificación de obras inmortales? Si de hecho existe esa obscenidad de contenidos, ¿puede decirse que ésta es, o puede ser erótica? ¿Es lo obsceno erótico o, a fin de cuentas, puede llegar a serlo? La respuesta entonces a la pregunta qué es el erotismo se apoya en su reflejo temible: erotismo es, sin duda, la pornografía del otro, de ese otro que estima como degradante algo cuyo sentido cambia según numerosos factores.
4. La pornografía del mercado pletórico
El cine nos hace volver a la fórmula literaria de la doncella que espía tras la puerta. La cámara es hoy la cerradura, nosotros la doncella. La compenetración entre las imágenes reveladas y el espectador que, no solo las recibe sino también las interpreta (como ya apuntamos antes), hace que cada ojo receptor adopte la categoría del mirón, del voyeur afrancesado. Podemos mirar y asomarnos por la pantalla (como muestra Cronenberg en su Videodrome) y no importa lo que veamos: lo importante es que lo estamos viendo, que las imágenes están siendo procesadas en nuestro cerebro y que, de alguna forma, algunas de ellas poseen un poder específico que nos afecta en mayor o menor medida. A través de la cerradura de la puerta (1900) es una obra pionera en ese sentido, como también lo es El amor a todas las edades, de Lucien Norguet (1902), muestra de tempranero cine erótico. Pero, como apunta Francisco Campa en un artículo sobre este tema, quizás la película primigenia del erotismo cinematográfico sea El beso, de 1896, un año después de que los hermanos Lumiére mostrasen su máquina de las maravillas en un Café de reputación dudosa. Es en El beso donde aparece por primera vez una manifestación amorosa y explícita entre una mujer y un hombre, algo escandaloso para el buen recato de muchos. Por supuesto, para nosotros las supuestas perversiones, el erotismo o lo pecaminoso no están tanto en la simbólica cerradura (la lente de una cámara) como en el ojo que mira a través de ella, pues a veces se tiende a confundir ambas miradas cuando ambas son distintas. Es obvio que el cine parte de una cierta actitud, algo que han dejado patente autores como Dziga Vertov, Luis Buñuel o Alfred Hitchcock. Pero, en el fondo, en la vida no ofende aquel que quiere hacerlo, sino quien toma como objeto de su ofensa a los que, bajo ciertas condiciones, han de ofenderse. Como en esos carteles, formulados en grandes rótulos parpadeantes, en los que se alerta sobre lo mucho que se puede herir la sensibilidad de uno ante ciertas imágenes, lo cierto es que quien desea asomarse por la cerradura de la puerta está tomando una posición de partida de no menor calibre que la de quien hizo la obra en concreto. Luego, se puede ofender por medio del visionado de una película, en la que se encuentren cosas que puedan desagradar a cualquiera de los mirones pero, ya de partida, el que mira ha tomado una posición muy clara, propia de ese voyeur curioso que se asoma ante la excitante posibilidad que le ofrece lo que pueda ser desconocido, o aquello que viene a atraerle. El sentido verdadero de la obra no se «materializa» sino hasta cuando el espectador recibe, ya en su propia mente, la secuencia de dicho trabajo rodado o escrito. De la misma forma, un libro no es erótico (ni sentimental, ni cómico ni existencialista) sino hasta el momento en que quien lo lee percibe la intención de su autor, la cual no ha de ser exactamente la misma en uno y otro individuo, pues el erotismo visual de Rita Hayworth en Gilda (1946) varía según el «ojo» que lo valora. La intención, tan necesaria en la pornografía como en el erotismo (separando ambas por el momento) es imprescindible, pero también se hace inevitable que haya un receptor que interprete la obra. Un libro no es más que un objeto, una cosa material cuyo supuesto fin puede ser el que sea, pero que no cobra su fuerza, su propósito revelado, si no hasta cuando alguien lo abre y comienza a leerlo.
Sobre este asunto habla Carmen Peña-Ardid en su libro Literatura y cine (Editorial Cátedra, Signo e imagen) donde estudia a conciencia las cualidades del cinematógrafo: «Recordemos, a este propósito, la interesante reflexión que hizo Roland Barthes - a partir de algunos fotogramas aislados de los films de Eisenstein - entorno a lo que llama el «sentido obtuso» de la imagen. Dicho sentido, más allá del sentido obvio y de los simbolismos que éste implica, será definido como un «significante sin significado», puesto que no se puede describir al quedar «fuera del lenguaje (articulado), pero, sin embargo, en el interior de la interlocución». Estemos o no de acuerdo con Barthes cuando localiza aquí la esencia de lo fílmico, lo cierto es que la imagen y la cadena de imágenes del film producen un suplemento de significación que trasciende su mera representatividad e, incluso, su función en la estructura del relato ¿En qué medida capta el espectador este «sentido obtuso» tan difícilmente verbalizable en principio? Dependerá quizá de su competencia, de su formación, de lo «evidente» que lo haga el film. Pero, en cualquier caso, hay que contar con ello antes de situar la imagen «analógica» por debajo de la potencia significativa de la palabra (pensemos, además, que no han faltado escritores que hayan aplicado, en su recreación de motivos filmicos, a intentar «describir» o parafrasear esos «sentidos obtusos» más o menos como hace el propio Barthes recurriendo al modelo del haiku japonés)» Captar el sentido de las imágenes viene así determinado por la formación y conocimiento de quienes las procesan in situ, que es a lo que acabamos de referirnos antes, y de lo que también habla Peña-Ardid respecto a los iconos. La designación del «sentido obtuso» de la imagen nos sirve ahora para encajarla en nuestro razonamiento sobre la implicación activa del individuo que ve una película o lee un libro. Umberto Eco también hace alusión a ese hecho de la imagen muda, la cual, como tantas veces suele decirse, no es tan «elocuente» frente a mil palabras (esa estupidez de «una imagen vale por mil palabras»). Y es que para Eco la prueba evidente de que el signo icónico no es siempre tan incontestable (tan explícito en su contenido con solo observarlo) es que va muchas veces acompañado por textos alusivos: «incluso cuando se lo puede reconocer aparece cargado de una cierta ambigüedad - nos dice el señor Eco- siempre denota con más facilidad lo universal que lo particular... por ello, en las comunicaciones que apuntan a la precisión referencial, necesita ser anclado por un texto verbal». Prueba necesaria de lo que apuntamos, y a lo que se refiere el ilustre semiólogo, y es que esa naturaleza visual no habla tantas veces por sí misma como muchos pretenden hacernos creer: ¿qué habla por sí misma, la imagen o el supuesto símbolo que la representa? ¿No será más bien la cualidad y percepción de quien la juzga y analiza la que otorgue rangos establecidos a dicha imagen? Fuera de la intención del director o escritor ¿es que no existe una atribución de «significados», de simbologías? Parece razonable que así es.
Entonces, sobre estos cimientos, podemos suponer que existen más que sólidas razones para desintegrar, de una vez por todas, esa falacia de que el cine porno «habla por sí solo», como si quienes afirman esto no quisieran concluir cualquier conato de polémica respecto a ese mismo hecho, es decir, respecto a ese aspecto relativo de lo que habla por sí solo. Pero nada habla por sí solo si no hay una interpretación que comprenda ese supuesto lenguaje de significados. Decir que la Las meninas de Velázquez es un cuadro que habla por sí solo no es decir prácticamente nada. Y además, en el espacio del arte, ¿Quién puede atribuirse la función universal de catalizador estético? ¿Quién dice eso de «esta obra habla por sí misma»? La realidad es que se trata de otra artimaña, tan bien urdida como la de la asociación de lo obsceno a lo pornográfico, ya que es un modo de zanjar cualquier posible opinión contraria sobre imágenes reveladas cuyo significado es, para ellos, universal e independiente, no ya de quienes las vean, sino de las épocas en donde se sitúen. Por eso, muchos de esta escuela del puritanismo hipócrita dicen: «es que esas imágenes son asquerosas, lo dicen todo de la película» Bien, a estos argumentos falaces habría que replicar con lo siguiente: lo dicen todo para usted, no me cabe duda, pero no para un improbable ente cósmico ni para cualquier individuo con independencia de su formación u origen. Esta generalización, consistente en pasar de lo particular a lo genérico es muy propia de ese tipo de personas. No digamos ya si hablamos de los centros de poder en cuyos mensajes se esconden razones ocultas y manipuladoras. Pero está claro que quienes hablan en esos términos no hacen valoraciones estéticas sino dogmáticas, procedentes de mil causas que no se hallan en si la película es «bonita» o «fea», sino si se adapta o no a las normativas que ciertos centros de influencia les han inculcado a ellos desde la tierna infancia, casi desde que una «mano invisible» (al buen estilo de Adam Smith) iba meciendo sus propias cunas.
En su estudio El porno no ha alcanzado su edad de oro, Raymond Lefevre procuró hacer una separación figurada entre lo erótico y lo pornográfico. Para ello se basó en su teoría de la «estética del close up», y según la cual, supuestamente, mientras el cine erótico hace gala del elegante plano medio, el porno cinematográfico se centra solo en un primer plano cerrado cuyo objeto son los genitales. Dicho plano supone una revelación severa de lo que apenas se intuye en el plano medio. Según Lefevre, el cine porno destruye el misterio de un erotismo encadenado por puritanos y mentes retrógradas. Personalmente, considero que esta apreciación de orden estilístico (erotismo = plano medio, pornografía = primer plano revelado) no es sino una descripción particular que no consume la naturaleza de ambos géneros, supuestamente diferenciados por la posición de la cámara. Pues, si se mira bien de cerca, los argumentos de Lefevre no son ciertos en la medida en que la pornografía no presupone una dedicación única y obsesiva a ese primer plano de los mecanismos sexuales humanos, ya que volvemos de nuevo al problema que se planteó al principio: la dificultad extrema en hacer separaciones, no ya entre un género u otro (en apariencia dos géneros diferentes) sino entre ambas naturalezas; el problema de ver si, en efecto, lo erótico no puede ser pornográfico y viceversa. De manera que esa alegre matización de «estilos» (el pornógrafo es, bajo esa inopinada teoría de Raymond, un miope frente a la amplitud de campo visual del erotómano) no es sino teórica, aparente, ya que nos conduce a la certeza absoluta de que, no solo en algunas partes lo erótico es pornográfico, sino que algo puede ser pornográfico y erótico al mismo tiempo, coexistiendo su finalidad erógena y su condición de imágenes reveladas. ¿Quién dice que la revelación de la imagen ha de ser por fuerza empobrecedora? ¿No es esto un juicio estético de quien lo afirma con tanta seguridad? Porque lo cierto es que hemos demostrado que una obra puede ser erótica en el sentido en que transmita una sensualidad (si nos adaptamos, aunque sea un segundo, a esa nebulosa puritana de quienes entienden erotismo como algo bello pero que no causa excitación alguna) teniendo dentro de dicho sensualismo contenidos e «imágenes» de sexo explícito que se adentran en el maldito campo de lo obsceno. La ocultación no tiene por qué ser erótica, ni tampoco la pornografía es obscena si bajo ciertas estructuras sociales encaja dentro de aquello que mantiene el pudor y no ofende a las tradiciones y leyes. Por eso, ya de antemano, antes de sumergirnos un poco en la Historia del cine X moderno, habría que decir que lo que muchos se esfuerzan en separar no se encuentra tanto en las raíces de ambos conceptos como en la disposición reguladora, dogmática o cargada de prejuicios de los censuradores.
Cine X y cine erótico se entremezclan tanto que, realmente, para ciertos eruditos en la materia, se hace muchas veces imposible distinguirlos a uno del otro, tal vez porque juntos forman un solo cuerpo creativo del que no se ha hablado aún demasiado y cuya consecuencia directa es, sin duda, la demolición de los antiguos términos bajo el reemplazo de alguno nuevo que defina con mayor exactitud lo que se pretende. Sin embargo, es muy posible que también entonces no hubiera acuerdos generales por la sencilla razón de que estamos hablando de un cine cuyo eje es la sexualidad humana, y que, por tanto, se halla condicionado a la «cultura» de cada Estado de origen. Por centrarnos en el tema que nos compete, desde que el cine X occidental adquirió un cierto perfil maduro con la exhibición de películas rodadas en 35 mm y en salas grandes, el panorama ha cambiado de muy diversas formas. Los largometrajes de los 70 son ejercicios de entretenimiento con guiones con vocación narradora, y en los que el erotismo se superpone hábilmente a la trama. Tras la puerta verde (1972) es un ejemplo significativo de cine porno que, flotando siempre entorno al centro magnético de los encuentros sexuales, posee una cierta finalidad artística. Algunos críticos sesudos tienden a decir que, por aquella época (antes del la primera crisis del petróleo), aún bajo los restos residuales de la era Hippy y la psicodelia narcotizada, se elaboraron un buen puñado de obras clásicas del género erótico, vertebradas, casi exclusivamente, bajo la excusa de la excitación erógena. Bajo los mismos principios sublimes de la Cultura mitológica, se quiso creer (como aún se cree actualmente) que solo las obras hechas en 35 mm y exhibidas en salas de arte y ensayo podían aspirar al rango artístico. No obstante, como ya hemos apuntado, la trayectoria de esta clase de cine no pudo ser sino diametralmente opuesta a la de dichos prejuicios y consideraciones. Desde la ya clásica Garganta Profunda (1972) hasta los clónicos subproductos del video doméstico que se vuelcan continuamente sobre la pantalla de Internet, los cambios de la industria del sexo han sido enormes. Y es que, ante los menores costes en el rodaje de películas de baja o nula calidad, los productores decidieron un cambio de estrategia, optando por los espacios confortables de los videoclubs, a los que acudían los clientes secretos y camuflados de estas películas, que en cada visita alquilaban, por ejemplo, y como quien no quiere la cosa, Las aventuras del pato Lucas, E.T. el extraterrestre y, debajo de todas las anteriores, formando una pila sobre el mostrador del negocio, Sandy la ninfómana.
Hacia los años 80 el cine erótico pornográfico se difunde en cantidad de millares de películas al año: a partir de entonces, y más que nunca, el género se adapta sin complejos a su condición de marginalidad fingida, pues es evidente que, aunque nadie ve una porno (todo el mundo niega hacerlo) las cuentas de resultados de las mayores productoras se van incrementando de forma vertiginosa. El consumo es tan masivo como silencioso, y no se ha parado en ningún momento. EEUU es el país donde se ejerce con mayor elasticidad la falsa conciencia del puritanismo hipócrita, capaz de poner el grito en el cielo porque la cantante Janet Jackson enseñe una teta, y la vez ser uno de los mayores productores de esa misma pornografía que tantos repudian. En las últimas elecciones a gobernador de California, una actriz porno llamada Mary Carey, de la productora Kick Ass, se presentó como candidata competidora de Arnold, el favorito, y lo cierto es que no sacó malos resultados después de todo. Si la votaron es porque muchos la conocían, suponemos, y si en sus campañas electorales la rubia y siliconizada Mary aparece enseñando una camisa ajustada, casi desbordada por sus propios atributos, es porque el reclamo de los anuncios televisivos se aplica de igual forma a la promesa de un buen gobierno: un buen gobierno (bajo asociaciones casi absurdas) es igual a una ninfómana. Por cierto, en este orden de cosas, no podemos olvidarnos de la diputada italiana Cicciolina, que durante sus años mozos llegó a protagonizar películas de zoofilia junto a caballos tan bien dotados como confusos. Vemos de esa forma que, cada vez que el monstruo pornográfico asoma la cabeza al recatado mundo de los grandes pudores, aparecen las contradicciones visibles entre quienes reniegan del mismo y quienes, casi subrepticiamente, lo apoyan, pues es obvio que, aunque nadie, o muy pocos salen a la luz reconociendo ver pornografía, el negocio crece a pasos de gigante, estimulado por una supuesta fuerza solitaria e invisible. El género pornográfico ha encontrado en el cine su medio de difusión perfecta, pues es en la explicitud de las imágenes en donde se apoya gran parte de su «filosofía». Ha encontrado en la tecnología de la imagen y en la difusión de los mercados un ámbito perfecto para consumir, si hace falta de modo clandestino, una serie de gustos personales, una serie de confesiones privadas o de secretos inconfesos. El mercado proporciona de continuo toda clase de ofertas variadas acordes a las demandas de cada persona, lo que quiere decir, en el orden de lo que hablamos, unidas a la naturaleza de sus preferencias sexuales.
Un aspecto interesante con el que confirmar definitivamente que nos hallamos ante un género como cualquier otro, ha sido y es la confirmación del nacimiento de «estrellas» de la pantalla que se convierten en verdaderos mitos. La mitología se encuentra asociada a la constitución de leyendas que tienden a darle a cada historia humana un halo épico. Entre los millares de actores porno de la industria del sexo visual, destacan actrices y actores cuya fama traspasa los espacios supuestamente cerrados de lo clandestino. Tal vez la mitomanía comience con el actor John Holmes, famoso por el casi inverosímil tamaño de su miembro erecto: estamos seguros de que, en tiempos de Calígula, Holmes (verdadero homo erectus), hubiera sido considerado como la auténtica reencarnación de Príapo. Es en este actor, ya fallecido, en donde se inspira Paul Thomas Anderson en su Boogy nights (1996) para recrear el mundillo, entre decadente y alegre, de la industria de los 70 y parte de los 80. La actriz norteamericana Tracy Lords también ha pasado a los anales del cine X por causa morbosa de sus primeras películas, las que hizo hacia los 80, cuando aún era menor de edad, lo que ocasionó entonces un gran escándalo público. Este mismo caso, con algunas resonancias sórdidas, se matiza bastante cuando vemos que nadie obligó a Lords (por supuesto, se trata de un seudónimo) a intervenir en esos productos, y que incluso, durante aquellos años de «actuación», fue una de sus mejores y más reputadas actrices. En la actualidad, la señora Lords protagoniza películas supuestamente «serias», con más pena que gloria, aunque a sus seguidores les inunda ya una agridulce nostalgia al verla haciendo cameos (en este caso, en sentido figurado) en películas de acción como Blade 2, del mexicano Guillermo del Toro. Ron Jeremy es otro icono que ha destacado entre la masa de trogloditas automáticos y muñecas de plástico; y es que resulta difícil olvidar, aunque se haya visto solo una vez, a ese hombre moreno, con un bigote de vendedor de plátanos y una barriga redonda y peluda como la de ciertos simios. Pero tal vez uno de los mayores mitos de la historia sea el italiano Rocco Siffredi, que ha hecho trascender este cine por medio de su popularidad carismática, centrada en su fogosa puesta en escena; tanto ha contribuido a que el género llegue hoy incluso a los oídos de los más timoratos, que puede considerarse uno de sus mejores embajadores. El mercado pletórico ha encontrado en Rocco el modelo perfecto con el que difundir la esencia del porno; actor versátil y sorprendente (destacado por Hamlet X y la versión «dura» de Tarzán, o por su caracterización del marqués de Sade, en una de las mejores obras de Joe D'Amato) Siffredi colabora en otras películas con vocación ambigua, como Romance (1999), dirigida por la francesa Catherine Breillat, además de hacerse famoso por haber asegurado, en previsión de posibles contingencias, su «herramienta de trabajo» en un millón de dólares.
Como ya hemos dicho, los 80 son los años de la proliferación masiva del video doméstico, lo que hizo evitar a muchos ese mal trago de ir a una sala de cine X vestido con gabardina y gafas solares. Entonces, el video californiano se difunde como las esporas de una semilla que anega el mercado, constituyendo la base de un tipo de películas en las que, a diferencia de los argumentos más o menos sólidos de las obras de los 70, las tramas son casi inexistentes. Es decir, las películas, ahora revestidas de un carácter comercial intenso, volvieron a los orígenes del siglo XX, cuando se mostraban escenas cuyo fin era la simple excitación sexual. Además, se crearon con ello cuadros comunes de un universo repetitivo y automático en el que los actores americanos, verdaderos culturistas robotizados, retozan eternamente junto a esa clase de rubias de silicona que se mueven como juguetes artificiales. Probablemente, esta clase de subproductos ha contribuido a ejercer y asentar el prejuicio de que la pornografía atenta contra la imaginación mientras el erotismo la sublima. Respecto a esto último podemos decir que de nuevo volvemos a las raíces del problema planteado, pues erotismo no presupone, como estimulación erógena, ninguna fantasía maravillosa de la mente. Es más bien una supuesta mala utilización de la pornografía (de lo que se conoce como tal, aunque según cuándo y dónde, ¿no les parece?) lo que ha hecho que se suponga que, como esas películas idénticas de los 80 y 90 se centran solo en los primeros planos genitales, la pornografía no puede concebir imaginación alguna: lamentablemente para los iluminados y censuradores de espíritu, obras como las aludidas Mil y Una Noches o El imperio de los sentidos contradicen esta creencia.
Pero si aún hoy quedan resabiados que se resisten a creer que haya obras de sexo explícito donde la trama sea una parte importante de las mismas, nos quedan los ejemplos categóricos de directores como Tinto Brass, que a menudo ha hecho sus pinitos en el género en películas como Calígula (1979), protagonizada por Peter O'Toole; Valerian Borowczyk, con su famosa La Bestia (1975), auténtica fábula erótica que explora el lado esencialmente primitivo de ciertas pulsaciones, reducidas por la civilización moderna a la categoría de residuos inconvenientes; Mario Salieri, autor afamado que ha dirigido obras donde el morbo y la poesía se unen formando un vínculo secreto, como es el caso de sus Cuentos inmorales (2001); Lars Von Trier, autor esnobista y vanguardista que, no solo no dudó en meter una escena pornográfica en su famosa Los idiotas (1998), sino que además ha rodado una serie de películas de este género, aunque bajo una difusión y popularidad mucho menores; Pierre Woodman, antiguo «niño prodigio» de la superpoderosa productora sueca Private, en donde ha filmado obras de cine X que rompen todos los prejuicios entorno a un mundillo de camas y argumentos nulos, lo cual viene formalmente demostrado en obras maestras como La Pirámide (1996), rodada en El Cairo y con argumento detectivesco, o la extraordinaria Tatiana (1998), una trilogía ambientada en la Rusia de Nicolás II; también destacan autores como Andrew Blake, experto en convertir una película de sexo explícito en un preciosista espectáculo de fotografía delicada, como un anuncio de perfumes, y a años luz de la consideración de que el porno ha de ser o es por fuerza chabacano.
5. Una conclusión
A modo de conclusión, solo nos queda resaltar las falacias sobre las que se sustenta el pensamiento moderno de Occidente, cargado de prejuicios y manipulaciones mediáticas con las que se estigmatiza a la pornografía actual por considerarla obscena, cuando lo cierto es que ninguno de esos detractores sabe bien qué se entiende por obscenidad, ni, en cualquier caso, qué significa con exactitud hablar en nombre del Género Humano respecto al pudor cuando éste no es sino el resultado de cada civilización existente. Hemos visto que estos mismos iluminados, tranquilos por sentirse miembros del planeta Cultura, otorgan un cierto esplendor al erotismo, al que no dudan en definir del modo más elogioso cuando lo cierto es que, tampoco en este caso, definen claramente qué es, con absoluta precisión, lo erótico; y es que suele hablarse de lo erótico apelando al buen sentido común, como si tal designación cubriese a la especie humana con independencia de las estructuras sociales, políticas, religiosas. Nuestra conclusión no deja la menor duda: el erotismo existe como condición inevitable del hombre, pero no es un concepto unívoco respecto del cual pueda decirse que se manifiesta del mismo modo en todos los lugares y épocas. La pornografía suele definirse como la representación formal de unos contenidos explícitos, pero esta descripción no agota ni aclara nada, fundamentalmente cuando, desde la Real academia de la Lengua española, se nos insiste en decirnos que pornográfico es aquello que resulta obsceno, falto de pudores, lo que nos precipita, por enésima vez, a la dificultad de origen, a la nebulosa definitoria, en cuyo uso, por cierto, nunca se han escatimado fatigas a la hora de emprender feroces ataques de puritanismo recalcitrante. Por supuesto, nuestra posición sigue clara: la evocación o inducción de unas ciertas sensaciones erógenas no se encuentra ligada al hecho de si ciertos contenidos son, en efecto, explícitos o implícitos, principalmente porque los mayores inquisidores de lo pornográfico, utilizando las mismas estrategias que con el erotismo (esto es, hablando en nombre de la Humanidad, del Buen sentido común) nos hablan, para triturarla, del buen gusto frente al malo. Todos estos conceptos (pornografía, erotismo, obscenidad, buen y mal gusto) son tan relativos y, en ocasiones, tan difusos que tales empresas de diatriba en nombre de la moral o algo semejante, no son sino vulgares excusas con las que imponer un orden establecido de pareceres. Los mismos que hablan del buen gusto sin tomarse algunas precauciones (como las que hemos tomado nosotros) son los que apelan a los conceptos sublimes, como la misma Idea mitológica de Cultura. Y ya se sabe que, bajo el reino maravilloso de la Gracia, el monstruo pornográfico es un mal sueño que alguna vez tuvo el Hombre pero del que, no obstante, no sabe bien cómo desembarazarse... si es que alguna vez quiso hacerlo.
1 comentario:
Pase por aquí, saludo la reflexión.
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