¿Qué puedo decir?
ENRIQUE OLTUSKI
¿Qué puedo decir del Che que no hayan dicho? ¿Que he imaginado su muerte? ¿Que he imaginado el cañadón de que hablaban los cables? ¿Con qué vegetación? Tupida, pero sin definir el contorno de las hojas ni la forma de los árboles. A ambos lados las lomas peladas, no muy altas, de laderas perpendiculares. ¿Haría frío, calor? Probablemente un frescor agradable bajo los árboles no muy corpulentos, un arroyo corriendo bajo las ramas, el suelo sin hierbas, cubierto de hojas que se pudren en la sombra. Hay un descampado donde la hierba es muy alta, hasta el pecho de un hombre. Es después del mediodía y la luz es intensa. Un grupo de hombres avanza por la estrecha pradera hacia los árboles protectores. Y es de allí precisamente de donde parten las primeras ráfagas. Las balas atraviesan la carne y el dolor asoma al rostro bajo la barba rala. Dinstingo perfectamente la cara, como si estuviese frente a mí: El ceño se frunce en profundos surcos, destacando aún más las protuberancias sobre las cejas, la nariz fina y las aletas distendidas. Los labios se estiran sobre los dientes, pálido como un rictus. El pelo oscuro, de reflejos castaños, asoma bajo la gorra.
El cuerpo cae lentamente al suelo ante la consternación de los otros. En un primer momento no habrán sabido qué hacer, ante la magnitud del hecho. Después habrán tratado de avanzar su cuerpo, brillando en sus ojos la esperanza de encontrarlo con vida. Imagino la expresión de cada uno de aquellos rostros. Llueven las balas y los cuerpos enardecidos chocan con una muralla de plomo. Van cayendo uno aquí, el otro allá y las caras indianas avanzan y se apoderan de él. ¡Pobres caras indianas que han muerto a su redentor!
Ahora llegan los oficiales de tez blanca, de elegantes uniformes ceñidos. Hurgan en las ropas, manosean aquel cuerpo. ¿Aún late la vida? Descubren quién es. ¿Qué hacer? Piden instrucciones. Él abre los ojos. Le hacen preguntas. Entre las caras indianas y españolas hay un hombre que viene del Norte. Él no contesta, en sus ojos la mirada irónica que bien recuerdo. Llega la orden de ultimarlo. Han pasado horas. ¿En qué habrán pensado durante tanto tiempo? Mira el cañón que le apunta. La explosión, la nada. Un helicóptero transporta el cuerpo, el hombre del Norte dirigiendo. En el poblado esperan los curiosos, el general y los periodistas. Lo colocan sobre una tarima, el cuerpo desnudo excepto un breve pantalón hasta las rodillas. La cabeza algo levantada, los ojos abiertos, señal de que miró de frente a la muerte. Lo rodean todos y el dedo del general toca la carne aún caliente, mostrando algo. ¡Y luce tan desvalido! El soldado indio lo mira atontado. El general trata de lucir cínico. Las otras caras comprenden que el momento es excepcional. Los otros cuerpos yacen sobre el suelo, olvidados. ¿He visto antes esta escena?
¿Qué puedo decir del Che que no hayan dicho? Que recuerdo aquella noche en que lo conocí a la luz de las hogueras.
Que en un tiempo discrepamos sobre cómo alcanzar el futuro y sin embargo yo lo admiraba.
Que después pedí trabajar precisamente con él. Y un día puse mi mano sobre su hombro en señal de afecto y me dijo: ¿Y esa confianza? Y cayó mi mano.
Que pasaron los días y un día me dijo: ¿Sabes? No eres tan hijo de puta como me habían dicho. Y reímos y ya fuimos amigos.
¿Qué puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que una vez le pregunté: ¿Nunca has sentido miedo?
Y me contestó: Un miedo atroz.
Que una vez alguien criticaba la falta de comida y él dijo que no era cierto, que en su casa se comía razonablemente.
Quizás recibes una cuota adicional —le dije, medio en serio, medio en broma.
Al otro día nos llamó para decirnos: Era cierto, hasta ayer recibíamos una cuota adicional.
¿Qué puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que recuerdo las madrugadas en los portales del Ministerio de Industrias cuando bromeábamos esperando la hora de partir para el trabajo voluntario.
Que venía por las noches a Juceplan y después de las agotadoras reuniones jugaba una partida de ajedrez con los escoltas, mientras nosotros lo rodeábamos y él cantaba bajito y muy desentonado viejos tangos de su niñez.
Que al principio era muy estricto en eso de las mujeres, pero que después terminó diciendo que no le cuidaba la portañuela a nadie.
Que recuerdo la noche en que murió mi madre. Recuerdo, repito, que llegó en la madrugada a la funeraria y me puso la mano en el hombro, como yo a él aquella vez. Y estuvo hablando conmigo muchas horas, hasta que ya fue de día.
Que después, cuando ya no trabajaba con él, seguía sintiendo el deseo de verlo y cada cierto tiempo iba a su oficina y hablábamos interminablemente. Manresa pedía café. Él se tiraba al suelo, sobre la alfombra, fumando tabaco. Cuando el aire acondicionado estaba roto abría las ventanas y se quitaba la camisa. Arreglábamos el mundo.
—Bueno, vete, polaquito —me decía.
Pero éramos viejos noctámbulos y yo no me iba hasta que amanecía y bajábamos juntos el elevador, él quejándose de que yo le hacía perder el tiempo.
¿Qué puedo decir del Che que no hayan dicho?
Que cuando vi las fotos de Bolivia, él tirado sobre la tarima, con el dorso desnudo, recordé que yacía igualmente sobre la alfombra de su oficina en el Ministerio de Industrias, con una mirada que traspasaba las cosas, con un brillo en los ojos como reflejo de estrellas, de estrellas del sur.
¿Qué puedo decir?
Este trabajo abarca varios testimonios de Enrique Oltuski quien fuera viceministro del Ministerio de Industrias cuando el Che era su Ministro. Antes, durante la lucha revolucionaria, fue clandestinamente el coordinador del Movimiento 26 de Julio en Las Villas, desde donde mantenía relaciones con el Guerrillero Heroico.
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